Por diversas circunstancias entre
mis vivencias figura el haber conocido y tratado fuera del mundillo de la
política a líderes de formaciones de todo signo, desde la derecha más extrema a
la más extrema izquierda pasando por todos los laterales y por todos los
desplazados centros. Del centro, centro,
- algo así como ser de Pinto pero en
política- no he conocido a nadie. No sé si el problema es estadístico,
ideológico, o de que andamos todos algo descentrados en los últimos cinco mil
años.
Pero al tema. Todos estos
personajes, algunos de cierta relevancia, siempre han sido correctos en el
trato, inteligentes en lo tratado y firmes pero sensatos en sus planteamientos,
incluso aquellos de los que siempre he pensado: “Si este algún día llega al
poder yo me exilio”.
¿Qué que digo? Lo que digo es que
los llamados líderes de la opinión, los que con sus palabras y sus acciones
mueven a la gente son a su vez personas normales, sin cuernos, sin pezuñas, ni
halos, ni un certificado de posesión de la verdad absoluta –sea expedido por la
razón universal, por un ser supremo o por el sursum corda-. Todos ellos en el
día a día, el cara a cara, son personas normales y corrientes. Excluyo de forma
radical y terminante a los líderes de movimientos violentos, que suelen tener
un atisbo de mesianismo o de crueldad o de ambas cosas.
Pero a este gente normal, a
esta gente que si no fuera por su
posición te cruzarías en cualquier lugar sin reparar en ellos, les das un
micrófono, o un sillón en algún órgano ejecutivo, y se transforman. De repente
ese señor, o señora, vulgarote se desenfunda a sí mismo, transforma sus ideas
en un mensaje –ya arenga-, en un llamamiento a la cruzada, a la persecución de
los otros, al exterminio de los infieles y lo único que parece aplacarlo momentáneamente
–justo hasta la siguiente frase- es el aplauso más clamoroso. Y como la gente
es como es los oyentes a su vez mutan en cruzados –soldados para los menos
religiosos, activistas para los que no les valga otro término- que transforman lo
que eran inicialmente palabras,
conceptos, ideas, en acciones rabiosas, cargadas de odio, contra aquello o
aquellos que hayan sido estigmatizados por el líder. Y ya no se paran en
diferenciar un enfrentamiento de una pelea, una contienda ideológica de una
guerra sin cuartel –casi nunca incruenta-, ni les importan un ardite las consecuencias
de sus actos. A la razón por el aplastamiento, a la unidad de criterio por el
extermino del disentiente.
Afortunadamente en estos casos,
cuando las cosas llegan a un punto en que el rencor, la imposición de la verdad
propia, sustituye al dialogo y las razones partidarias a la convivencia porque
ya son irreconciliables, siempre acaban imponiéndose los que tienen
razón, la razón del vencedor. ¿A que me suena?
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