Pues, como todos los años por estas fechas, me he
puesto delante del papel, del electrónico que hay que cuidar los árboles, con la
sana, con la navideña, intención de felicitarle las fiestas a todos los hombres
de buena voluntad. Así sin más, con un poco de creatividad para que se sepa que
pongo ganas y el esfuerzo es propio. Pero como tantas veces he pasado de la voluntad
simple al embrollo mental y me he puesto exquisito.
He empezado por pensar que aunque todos los hombres
tienen buena voluntad, unos para favorecer al mundo, otros para favorecer a sus
más cercanos e incluso otros para favorecerse a sí mismos, no todas las buenas
voluntades son homologables para mí.
Para empezar descarto a los del
Estado Islámico, no porque no tengan buena voluntad, que la tendrán, sino porque
no la comparto ni la entiendo, y porque con poco buena que sea la voluntad que
ponen no quedamos en el mundo más de siete y porque no nos veamos los unos a
los otros. También descarto de paso a los intolerantes, a los políticos en
general, porque su voluntad es mi diario penar y no me da la gana, y a los
empresarios de las grandes corporaciones que están cambiando el mundo para mal,
químicos y banqueros a la cabeza. Y ya en plena vorágine “descartativa” descarto
a unos cuantos vecinos, bastantes clientes del signo intransigente y alguna que
otra persona que ha hecho que el año vivido haya sido más frustrante que
positivo. De todo hay en la viña del señor, o del Señor, según la buena
voluntad religiosa de cada cual.
Claro, puestos ya en este punto
me he dicho: “pues para cuatro que quedan llamas por teléfono y chispún”, pero
entonces he recordado la bíblica, la casi universal solicitud del perdón a los
demás, y especifico lo de los demás
porque la mayoría nos tenemos perdonados aún antes de la culpa. Pero entonces
recordé un episodio de mi bisabuela.
Tenía mi bisabuela una vecina con
la que mantenía un permanente conflicto de gallinas, que no es una nueva
expresión si no una cuestión de animales. El caso es que fue a confesarse y
cuando le contó al cura de sus cuitas y rencores le dijo el cura que tenía que
perdonar, a lo que mi bisabuela se negó en redondo y el cura le explicó que
entonces no la podía absolver. Levantose del confesionario sin absolución de
por medio y se fue a casa más indignada que arrepentida. Llegada a casa y dado
su evidente enfado mi bisabuelo le preguntó:
-
¿Qué te pasa Justiña?, ¿por qué ese enfado?
-
Nada, que he estado donde el cura y no me ha
querido absolver
-
Pero mujer ¿que pecado has cometido que el cura
no te perdona?
-
No que le he contado lo de Fulanita con las
gallinas y me dijo que la tengo que perdonar, y no me da la gana.
-
Ay, Justa, Justa, mira nuestro Señor Jesucristo
que lo insultaron, lo apalearon y lo crucificaron, y aun así los perdonó.
-
Si, si –contestó mi bisabuela- pero cuando le
tocaron mucho las narices se fue al cielo y aquí nos quedamos todos.
Así que tirando de genes, o amparándome en ellos, he
decidido que no me da la gana de perdonar a los que no tienen perdón, ni a los
que les importa un pito que los perdone o no, ni a los que te piden perdón
mientras están pensando cómo te la van a jugar. Es más, cada vez hay más gente
que se siente molesta por ser felicitada, y con razón, por gentes que el resto
del año ni siquiera te dan los buenos días. Mucha hipocresía y exceso de
calendario, le llamaría yo a eso.
Así que en un ejercicio de honestidad personal, y tirando
de sinceridad imperdonable, que las fiestas sean felices para aquellos a los
que realmente quiero, para aquellos a los que realmente aprecio, para aquellos
a los que querría si los conociera. Salud para los enfermos, consuelo para los
que sufren y justicia para los que saben lo que es, y que cada uno reciba el
doble de lo que da. Y a los demás que les den morcilla.
Y ya puestos, y como este deseo me resulta coherente, que lo
sea para estas fiestas y para el resto de sus vidas