domingo, 22 de septiembre de 2019

El enroque


Cuando en el lenguaje de la calle alguien habla de enrocarse, se suele referir a encastillarse, a empecinarse en una idea o acto sin aportar pruebas, soluciones o facilitar ningún tipo de salida a una situación.

La palabra proviene de una jugada del ajedrez, de tipo defensivo casi siempre, en la que se rodea al rey de piezas con el fin de facilitar su defensa. En esa posición la torre en un flanco, el borde del tablero en otros dos y los peones en el frente cortan el acceso a la pieza maestra por parte de las piezas contrarias.

Es habitual, en ajedrez, enrocarse ante el ataque del jugador contrario. Es habitual, en la vida real, enrocarse ante la falta de argumentos o soluciones aceptadas, cuando alguien quiere salirse con la suya por narices, en realidad se suele mencionar otra parte más pendiente del cuerpo masculino. Pero ¿alguien se imagina un escenario, sea ajedrecístico o cotidiano, en el que todas las partes estén enrocadas?

Pués por muy improbable que parezca esa es la situación que llevamos viviendo en España desde hace ya unos años. El permanente enroque de todos los partidos políticos que juegan a sus propios intereses con los votos de todos los ciudadanos. Unos para lograr mejores resultados electorales, otros para desbaratar competencia en su espectro político y otros, que ven su ocaso cercano, para intentar el vuelo del ave Fénix. Todos tienen intereses prioritarios que nada tienen que ver con los intereses del país, al que dicen servir, o de los ciudadanos, a los que dicen representar. Eso, sí, puntualmente cobran por su enroque como si estuvieran haciendo el trabajo para el que han sido elegidos, pero sin hacerlo y sin intención de que pueda hacerse.

El lamentable espectáculo de enroque multilateral, multidisciplinar, multiestúpido, debería de llamarnos la atención lo suficiente como para hacerles llegar a los enrocados líderes, que concepto tan desaprovechado el de líder, una preocupante, para ellos, preocupación popular por su actitud y su desprecio hacia los votantes. Total, ya saben que, hagan lo que hagan, algunos los votarán porque son los suyos, otros los votarán porque a alguien hay que votar, y otros votaran a los otros, que al fin y a la postre son como de casa.

Se enroca Rivera, y lleva a su partido a unas elecciones que pueden castigarlo, que pueden castigar a su partido por no lograr hacer un papel determinante en la resolución de una situación que tenía que haberlo fortalecido, ofrecer una investidura y una cierta estabilidad a cambio de unas reglas perfectamente pactadas y atadas. ¿Qué no se fía de Pedro Sánchez? Ni yo, ni de él tampoco. El problema en su enroque es que ha intentado la solución cuando al otro ya no le convenía. Su enroque no muestra más que la incapacidad de un político más ambicioso que inteligente, más preocupado por lo que él quiere que por lo que el país necesita.

Se enroca Pablo Iglesias, desesperadamente dada su deriva hacia la irrelevancia, en obtener un puesto protagonista, suyo o de su formación, en el cartelón de anuncio de la legislatura y va siempre a remolque de la estrategia de fagocitación que ha diseñado el PSOE. Si hubiera estado más atento a la jugada, y menos a los focos, habría visto la oportunidad de jugar un papel de gobierno complementario sin quemarse en el ejecutivo real. Ya es tarde. Tezanos augura una preponderancia suficiente para el PSOE que cree no necesitar a Podemos.

Se enroca Casado obsesionado por recuperar los votos de Vox, de Ciudadanos, y del centro. Difícil cóctel. Como atraer a votantes de Vox y del centro con los mismos argumentos y dando un paso considerable hacia la derecha. Afortunadamente su enroque lo defienden los enroques ajenos, más débiles y evidentes. Su enroque es un tanto pasivo, de cazador al acecho.

Se enrocan los nacionalistas, en realidad casi todos separatistas, de izquierdas y de derechas, exigiendo en cuotas el desmembramiento del estado, cuando no, en el caso de los catalanes, su disolución inmediata, la conculcación de la separación de poderes y la entrega de las llaves de la República para su sueño bananaero.

Se enroca Vox en sus opiniones altisonantes, frentistas, epatantes, aunque a veces coincidan con la realidad, pero es que la esencia de Vox es la de ser un partido enrocado. No le queda otra.

Pero sin duda, entre todos los enroques, brilla con luz propia el enroque del presidente del gobierno en funciones, su gobierno mariachi y el partido de su propiedad. Su actitud, sus silencios, que yo creo que son para evitar que se le escape la carcajada, y su absoluta falta de argumentos y de voluntad negociadora, rayan lo chulesco, pero lo rayan por la parte de dentro. Su absoluta inacción en su obligación de promover soluciones, su permanente reparto de culpas ajenas e inocencias propias, su cinismo y su falta de moral democrática lo hacen ser, para mí, uno de los personajes más oscuros de la mal llamada democracia española. Ególatra y narciso parece considerar que sacar algunos votos más que otros lo hace, casi por derecho divino, el candidato único e irremplazable a presidente del futuro gobierno. El dueño del balón, como ya lo denominé en un artículo anterior, no tendrá inconveniente alguno en llevar al país a sucesivas elecciones, y a la ruina si es necesario, hasta que le den la razón y la mayoría absoluta. Se ha creído su libro y los ciudadanos somos los rehenes necesarios para imponer su razón de estado, de estado satisfecho, aclaro.

Y ante tanto enroque a mí me gustaría jugar un jaque pastor que acabara con este disparate, pero dada mi impericia ajedrecística, y mi irrelevancia política, gracias a dios, me tendré que conformar yo también y volver, una vez más, otra vez, a enrocarme y votar en blanco. Porque está claro que votar en blanco es votar sin esperanza, sin razón, no confundir con la sinrazón de los políticos, y sin otra espectativa que la de que el sistema se revuelva y expulse a tanto empecinado mediocre, a tanto bufón de la corte y a tanto tonto útil necesario para completar listas que agreden la representatividad de los ciudadanos. Porque votar en blanco es votar con los ojos cerrados, tan apretados que la luz no solo no entre, que no salga. Porque votar en blanco es votar rechinando los dientes y con los nudillos blancos de tanto apretar los puños. Porque votar en blanco es pura desesperanza, desesperación, frustración, rabia.

Y así seguiremos, ellos con sus listas y sus enroques, otros votando porque esto es mejor que aquello otro, y algunos absteniéndonos, votando nulo o en blanco para demostrar que si aquello no nos gustaba, esto tampoco. Lo malo es que en una partida en la que todos los jugadores se enrocan siempre acaba en tablas, como en una partida de parchís en la que todas las fichas de todos los colores estén formando barrera. Vaya mierda de partida, con perdón.

viernes, 20 de septiembre de 2019

El día del alzheimer 2019


Dicen que hoy es el día del alzheimer, que es como decir que hoy es el día de las enfermedades degenerativas mentales, que es como decir que hoy es el día de recordar a los muertos en vida, a los enfermos y a los pacientes.
No soy muy partidario de los días de, y no soy muy partidario porque me parecen una forma de decir que los que podrían hacer algo más por solucionar un problema consideran que de momento no requiere sus auténticos esfuerzos. Una forma plástica de aliviar las malas conciencias.
La enfermedad es más eficaz y no entiende de días. La enfermedad trabaja todos los días del año y avanza inclemente sobre la vida de los enfermos y de los cuidadores sin dar tregua ni esperanza.
Todo lo que envuelve a la demencia se convierte en un tiempo dentro del tiempo, en un tempo de lasitud, de abandono, de cansancio mental, de desesperanza, de tristeza, de agotamiento físico, de lateralidad social que va carcomiendo las mentes y los cuerpos. Todo es lentitud: del tiempo al pasar, de la vida al decaer, de la administración al dar soluciones.
Tal vez las dos primeras lentitudes son inevitables a día de hoy, pero la tercera solo demuestra la ineficacia de una maquinaria compuesta por personas que funcionan como engranajes, la falta de alma de un entramado burocrático que en muchas ocasiones aporta las soluciones cuando el enfermo ya no las necesita. Eso que se llama a toro pasado.
Enfrentarse a un caso de demencia, de alzheimer si se quiere, es enfrentarse a una hipoteca vital, moral, económica y social. Y nadie está preparado para eso. Nadie está preparado a renunciar a una parte importante de su vida a cambio de ir despidiéndote de un ser querido poco a poco, temiendo cada día que el anterior haya sido el último en el que te ha reconocido, el último de su consciencia, el último en el que podías reconocer al que cuidas por algo más que por su deteriorados rasgos físicos. Enfrentarse a un caso de demencia convierte al que lo hace en un enfermo más. Enfermo de desesperanza, enfermo de despedida, enfermo de empezar desear la muerte ajena como única salida, enfermo moralmente por desearlo.
Está bien esto del día de… aunque me temo que no sirve, en la práctica, para nada.
Los enfermos de alzheimer no mejoran en el día del alzheimer, los cuidadores no descansan  en el día del alzheimer, las administraciones no resuelven más ayudas ni crean otras nuevas en el día del alzheimer, los investigadores no avanzan más ni tienen más fondos en el día del alzheimer. Eso sí, se habla más del alzheimer en el día del alzheimer, y si las palabras fueran obras tal vez estaríamos en otra situación.
Este moderno concepto de la visibilidad me produce un sentimiento entre la ternura de la buena voluntad y la indignación de la indiferencia que supone. Pero me temo que la verdadera, la única, visibilidad de esta enfermedad se da cuando la enfermedad se manifiesta, en ese momento para el que nadie se ha preparado, para el que todo lo oído no sirve de nada porque los sentimientos no se entrenan. Entonces viene la estupefacción, la negación, en muchos casos, que puede agravar el devenir de los pacientes y de los enfermos, la necesidad de unos apoyos que no llegarán hasta mucho más tarde.
No sé, no está a mi alcance saberlo, si se podrá hacer algo más científicamente. Es difícil poder mejorar el comportamiento heroico de las familias, la mayoría, enfrentadas a un futuro sin esperanza. Es lamentable la burocrática, lenta e insensible respuesta de las distintas administraciones a las que hay que enfrentarse, incluso la respuesta distante de algunos funcionarios sin la empatía imprescindible para tratar con casos de necesaria humanidad.
Bueno, celebremos el día del alzheimer como medio para lograr que al menos un día al año la gente se sienta conmovida por un drama que afecta a miles de enfermos, a millones de pacientes y piense, los que piensen, si se podrá hacer algo más. Me temo que, desgraciadamente, los que podrían resolver algo tienen otras prioridades, incluso el día del alzheimer, y no pueden distraerse de esas superiores obligaciones.
Mientras tanto al resto, a los que lo hemos pasado, a los que hoy empiezan a sufrirlo, a los que a partir de mañana lo padecerán, siempre nos quedará la esperanza de poder celebrar en un futuro cercano el “Día de la Erradicación de las Demencias”
Ah¡, para los que aún no lo saben, el alzheimer solo es una forma de demencia, ni siquiera la más habitual, pero eso no nos lo explican y tiene consecuencias. Porque hay familiares que abominan de la palabra, de la denominación, y se crean una falsa esperanza cuando pueden rechazar el nombre del doctor asociado a la enfermedad de su allegado. Porque hay personas que asocian el nombre, alzheimer, a una suerte de lacra que pueden negar en el caso de que la demencia diagnosticada sea de cualquier otra región cerebral.
Recuerdo a mi madre, ingresada en el hospital, ya con cuidados paliativos, con que furia me llamó a capítulo  porque yo le había a dicho al médico que mi padre padecía alzheimer en un grado muy avanzado. “Te prohíbo que vuelvas a decir que tu padre tiene alzheimer. Tu padre no tiene eso”. Si mamá, era verdad, papá sufría una demencia frontoparietal en grado IV, pero para ti era importante, era determinante, que no se llamara alzheimer, que no tuviera día, ni desesperanza.
Conmemoremos el día del alzheimer, aunque lo suframos todo el año, aunque lo olvidemos el resto del año. Señal de que, afortunadamente, aún podemos.

Muertos sin dueño


Escucho, y veo, las noticias y no tengo ojos para todo el llanto que mi interior acumula. La contumacia de los políticos, la contumacia de las políticas que de ellos emanan, en el tema de la violencia doméstica, mal llamada violencia de género, llamada por intereses ideológicos violencia machista, es propia de aquellos a los que les importa más imponer su razón que buscar una solución. Tómese contumaz en su primera acepción del diccionario: “Que se mantiene firme en su comportamiento, actitud, ideas o intenciones, a pesar de castigos, advertencias o consejos.”, o en la tercera: “Que se mantiene sin cambios y comporta daños”.
En 2004 se promulgó la ley de violencia de género. Una ley obsesionada por una visión punitiva del problema, una ley que 15 años después ha mostrado no solo su absoluta ineficacia, si no su incapacidad para enfocar correctamente un problema que año tras año se muestra más inclemente y preocupante. Aunque este desenfoque de la tragedia no es solo legal, es social, es educativo y por tanto es político.
Entre una izquierda radical que pretende apropiarse de las víctimas, y una derecha radical que pretende negar la existencia característica de la mayor parte de los casos, el ciudadano asiste espantado al diario recital de muertes inmediatas y de lacras futuras que el problema va vertiendo inclemente sobre la conciencia de las personas, mal llamadas, de bien. Esos mismos que pasados los siete días de carnaza informativa no volverán a acordarse de que existen personas en riesgo de muerte física, y de muerte psicológica colateralmente, hasta la próxima desgracia. Concentraciones, manifestaciones, eslóganes y apropiamientos interesados. Dolor temporal de los más cercanos, dolor infinito en los que han perdido a alguien querido y condolencias oficiales. Y se acabó.
¿Y la formación? Si uno observa con atención las documentaciones de los centros educativos observa que casi invariablemente hay un apartado de igualdad de género, unos cursos, charlas, iniciativas sobre igualdad. Desde las guarderías a los institutos. Todos hablan de igualdad, pero parece que lo único que hacen es eso, hablar, charlar, divagar, porque vistos los resultados reales no parecen particularmente instructivos. A lo mejor, a lo peor, es que la formación que adolece de un sesgo ideológico no es eficaz ni cuando tiene razón, porque el machismo crece entre los jóvenes y las jóvenes, entre los jóvenes y las jóvenas en lenguaje estúpido inclusivo, por si alguien no me había entendido, y eso demuestra hasta qué punto la contumacia de los responsables educativos elude la búsqueda de soluciones reales para promover las medidas populistas e ineficaces.
De nada sirve hablar si no se vive. De nada sirve educar si no se práctica la enseñanza. De nada sirve preocuparse puntualmente, momentáneamente, públicamente, si no hay un seguimiento eficaz y unas medidas preventivas que realmente busquen soluciones.
La violencia doméstica es una lacra social. No es moderna, no es patrimonio de un grupo ideológico o de un movimiento activista, la violencia doméstica solo demuestra una falta de empatía social del maltratador, y, en muchos casos, de la víctima y de sus entornos.
¿Sirve de algo una ley que condenaría a un culpable que la mayor parte de las veces se suicida? Creo que no. ¿Sirve de algo una ley de protección que no dispone de los medios imprescindibles para cumplirse? Me temo que no ¿Puede la sociedad garantizar protección a todas las personas en riesgo de convertirse en víctimas? No, con absoluta certeza no.
¿Y cuál es la solución? ¿Qué solución existe cuando, en algunos casos, es la misma víctima la que se pone en riesgo de serlo? ¿Gritar? ¿Señalar culpables? ¿Las pancartas y consignas? Tampoco. No existe una solución mágica y a corto plazo, que es lo único que les interesa a los activistas y a los políticos. No existe una solución mágica e inmediata. No existiría ni aunque hubiera un solo sexo sobre la tierra, porque, aunque se reivindique como de género, o machista, esta violencia nace del sentido de posesión, nace de la convivencia, y la suele ejercer el que se siente más fuerte, generalmente el macho, para asentar su dominio en una manada familiar, porque no sabe otra forma de hacer valer su predominio, su liderazgo, su propiedad.
Claro que así explicado se desmonta todo el entramado de posesión ideológica de las víctimas, y eso no interesa, pero tal vez, con esfuerzo, con tiempo, se podría atajar la sangría, aunque eso privara de armas arrojadizas a los que están más interesados en el clamor popular del momento que en la erradicación de la lacra. Al fin y al cabo a los clamores ciegos siempre se les pueden buscar réditos.
Pero esas soluciones convivenciales, que enseñan el respeto hacia el otro, sea del sexo que sea el otro, que explican que todos somos libres y por tanto no somos propiedad de nadie, que promueven la igualdad y el mutuo reconocimiento, no están entre las prioridades de los poderes que secuencialmente ocupan el poder. Porque un sistema educativo que promueva esos valores exige de un sentido ciudadano que puede llevar al libre pensamiento, y los librepensadores son un mal a erradicar por los políticos y los poderes que los sostienen porque no son manejables.
Este, por más que escuchando lo parezca, no es un problema ideológico. Las víctimas no son de izquierdas ni de derechas, los muertos no tienen ideología ni deberían de ser propiedad de unos gritones. Los muertos, por el momento y mientras la ciencia no demuestre lo contrario, son lo más definitivo que existe en nuestro mundo, y una vez muertos les importa un ardite todo lo que los vivos enreden a su cuenta, en su nombre, usurpando esa paz que ya nadie puede quitarles.
Lo único que debería de importar es evitar más muertos, más víctimas de traumas colaterales, más propietarios del dolor ajeno, más diletantes inmorales que pretenden arrogarse la representación de aquellos que ya no tienen representación posible. Lo único que importa es desmontar un sistema de valores en el que lo único que nos mueve es la propiedad, la preponderancia, y en el que los medios no importan. Y si no reflexione ¿El acoso es un problema diferente del que hemos tratado, o simplemente es un estadio diferente del mismo problema? ¿El acoso no es una forma de violencia en un ámbito cerrado, como lo es el doméstico, el de pareja, el familiar? ¿Existe la violencia doméstica sin episodios previos de acoso familiar? Para mí no, pero en el ámbito doméstico existe una presencia de género rentable, que en el caso de acoso no siempre es aprovechable. En la violencia doméstica hay uno que mata y en el acoso puede haber alguno que se suicide, pero tanto en uno como en otro funciona la ley de la manada, el líder sin valores que usa cualquier medio para imponer su liderazgo, su insano liderazgo.
Todos somos maltratadores en potencia, en esencia. Todos, eliminada nuestra capa de civilización, tendemos a defender, con cualquier medio a nuestro alcance, nuestra posición en la manada. Todos podemos llegar a situaciones donde perdamos el control. El que esa pérdida de control se produzca antes o nunca, solo dependerá de nuestra capacidad, de nuestras capacidades, para entender nuestros procesos, asumirlos y educarlos. Lo demás para las próximas elecciones, lo demás para los de las pancartas y los gritos, lo demás para políticos y radicales.

domingo, 15 de septiembre de 2019

El vaivén del chucuchucu


No es el vaivén del chucuchucu, ni se habla de ello solo en la capital, pero se habla mucho y en todas partes y si no es un vaivén poco le falta.
¿Vivimos en una democracia? No, no vivimos en una democracia, vivimos en una suerte de régimen símil democrático que imita algunas de sus formas pero no asimila ni el fondo ni los objetivos. Esto tiene poco debate. Votamos, pero desconocemos el valor de nuestros votos. Votamos pero según donde vivamos somos ciudadanos de diferente clase y con distinta capacidad de ser representados. Votamos pero nadie tiene en cuenta, ni siquiera nosotros, lo que queremos o como tienen que representarnos. O sea que respecto a una democracia lo que nosotros vivimos tiene en común, únicamente, que votamos.
¿Cómo se llama lo que vivimos? Formalmente una partidocracia, un sistema en el que ciertos grupos de poder se organizan en instituciones llamadas partidos a las que se asigna una ideología, una posición en un eje de representatividad de coordenadas izquierda-derecha, y que mediante los votos de los ciudadanos, y conforme a unos llamados programas, relación fantasiosa de máximos y mínimos que nunca existe voluntad de cumplir, ejercen el poder durante un periodo pactado. En realidad una suerte de aristocracia, no hereditaria la mayor parte de las veces, de carácter temporal.
¿Por qué una partidocracia no es una democracia? Porque a pesar de que votamos no elegimos a nuestros representantes, sino una relación cerrada de candidatos que están al servicio del cabeza de lista y que cumplirán sus instrucciones y no los compromisos adquiridos con los ciudadanos o sus expectativas a la hora de votar. Porque los partidos son organizaciones rígidas, sin capacidad real de representar a los ciudadanos de una circunscripción o, ni siquiera, de hacerse portavoces de las necesidades de circunscripción alguna si estas necesidades contradicen a las generales del líder.
¿A quién representa la partidocracia? A las ideologías, nunca a los ciudadanos, la mayoría de los cuales no comparten, total o parcialmente, la ideología dominante.  De forma absoluta, si la mayoría es absoluta en la cámara de representantes, o de forma matizada, si tiene que llegar a acuerdos, el elegido presidente de gobierno tiene cuatro años para tomar las iniciativas que considere favorables a sus intereses, en primer lugar, a los de su partido, en segundo, y a los de su ideología, en tercero, sin reparar, en el mejor de los casos, en los que no lo votaron, y digo en el mejor de los casos porque hay muchas ocasiones en las que se legisla contra, o como afrenta a, los que no lo hicieron. No importa que sumados sus votos, los que lo han aupado a esa posición, no vayan más allá de un tercio de la población, su poder es, y así lo siente, absoluto durante cuatro años, y si toma decisiones en contra del bien común, del interés del estado o de las leyes del país, ya se encargará de explicarlo con la dialéctica política, con la dialéctica ocultista, ventajista, manierista y mentirosa con la que los políticos dicen explicar sin explicar nada, sin una sola verdad rotunda y contrastable.
Con la democracia sucede como con las virtudes, la perfección no es alcanzable, pero es una meta en la que no cejar para acercarse día a día a su consecución. Nunca viviremos una democracia plena, no es humana, pero eso no significa que tengamos que conformarnos con sistemas imperfectos que remedan groseramente nuestro objetivo, conque acojamos con resignación un sistema que trabaja contra nuestros deseos y traba nuestras posibilidades y esfuerzos, como es el actual.
¿La partidocracia es mejor que una dictadura? Claro, una herida superficial es mejor que una fractura abierta, pero eso no significa que hacernos heridas a diario tenga que ser nuestro objetivo. El problema es que la solución es tan compleja, hay tantos intereses en que no se produzca y existe una desmovilización tal entre los ciudadanos, por no hablar de las movilizaciones ideológicas que trabajan en contra, que se hace difícil atisbar un camino practicable. No  se puede pasar de un sistema viciado a una vía de progreso de una sola vez. No se puede desmontar el sistema, vía política, concienciar a los ciudadanos de su papel, vía educativa, y montar una alternativa razonable, vía ejecutiva, de una sola vez, y el sistemático fracaso de las revoluciones y de los movimientos populares, lo demuestra.
¿Democracia representativa o democracia asamblearia? Este es un falso debate. Democracia, sin apellidos, es el sistema en el que todos y cada uno de los ciudadanos se siente representado en las decisiones, incluso en las que son contrarias a su criterio. Solo bajo esta premisa podemos hablar de democracia. La democracia representativa es sin duda la forma más ejecutiva de representación de un colectivo, es imposible, es inoperante, la consulta sistemática de las decisiones a tomar, lo que no puede significar en ningún momento que la capacidad ejecutiva de una cámara de representantes, pueda constituirse en una capacidad impositiva o coercitiva respeto a los administrados, suplantando sus expectativas.
Pero si la democracia representativa es imprescindible, no podemos caer en el error de considerar que es la verdadera y única democracia. No, la democracia más directa y perfecta es la democracia asamblearia, la que convoca a los ciudadanos a mostrar su opinión individual sobre los problemas que les afectan directamente, a defender su posición en igualdad de oportunidades respecto al resto de las opiniones. Claro que tampoco esta es perfecta, basta con asistir a una junta de vecinos para ver a los mediocres medrar, a los ávidos recolectar delegaciones de voto y a los poco concienciados a escabullirse de las responsabilidades,  para comprender el mucho camino que quedaría para conseguir que una democracia asamblearia fuese realmente representativa, pero para eso primero hay que lograr una formación, una conciencia ciudadana, que hoy por hoy el sistema niega.
Los logros hay que buscarlos con tacañería, con parsimonia, con visión de futuro. No cayendo en el viejo dicho de que lo mejor es enemigo de lo bueno. No cediendo  a la tentación de que el logro del todo nos haga renunciar a la lucha por las partes. Objetivos inmediatos y concisos.
Por eso, antes que plantearme la idoneidad de los grandes debates, como la esencia de la democracia, o el sistema perfecto en el que desarrollarla, aunque sin olvidarlos, mi lucha es por corregir los más inmediatos obstáculos que convierten a nuestro país en una partidocracia que se retroalimenta con nuestras esperanzas, con su frustración.
Listas únicas, que nos permitan votar a aquellos representantes que hayan hecho méritos para merecer nuestra confianza, o nuestro aprecio, o simplemente nuestro reconocimiento, no por su ideología, por su afinidad con otro, o por su medraje en estructuras que nos son ajenas.
Circunscripción única para cada ámbito convocado, que permita que todos los votos valgan lo mismo, que cada ciudadano tenga la misma capacidad de elección a la hora de votar, que en un mismo territorio no haya partes cuyos votos puedan imponerse, por la única razón de que así lo marca una ley mal construida o una razón matemática, respecto a los demás.
Y mientras estas dos premisas no se cumplan, mientras los ciudadanos tengan que votar bajo premisas ideológicas que no comparten, a personas que ni conocen en el momento de votar ni conocerán cuando cesen en sus funciones, a personas cuya única función será apretar el botón que les digan y asistir a las reuniones que les manden, yo no los podré considerar representantes de nadie. Mientras los ciudadanos de Toledo tengan una diferente capacidad de representación que los de Gerona, por poner un ejemplo, en las decisiones del país, mientras ciertos territorios estén primados en el valor de sus votos respecto a otros, por intereses políticos, por resultados matemáticos o por incentivos poblacionales, cuando lo que se decide nos afecta a todos por igual, yo no podré considerar que el sistema es democrático.
Por eso ciertos debates impostados, fatuos, carentes de pertinencia o de realidad, no me parecen otra cosa que el vaivén del chucuchucu, el que nos van a dar, con el que nos quieren marear.

sábado, 7 de septiembre de 2019

La culpa es del chachachá


Dice el dicho que nada es verdad ni es mentira, pero la realidad dice que hay ciertos temas en los que el cristal con que se mira no es de ningún color, es opaco ceguera. Y aunque esta circunstancia se da fundamentalmente en cuestiones puramente políticas tampoco es raro encontrarlo en otros temas que la política salpica.
Se ha publicado hace unos días un informe que alerta sobre la terrible incidencia de la obesidad en la infancia española. La obesidad crece en España al mismo ritmo que en EEUU, la obesidad crece en el país de la dieta mediterránea al mismo ritmo que en el país de la dieta basura, y la culpa, decían los medios de comunicación, es al parecer de la electrónica, que es como decir que la culpa es del chachachá.  
Resulta que los españoles engordamos porque nos hemos hecho adictos a jugar con las maquinitas y ya no salimos a jugar con nuestros amiguitos. Ya no jugamos al fútbol, hacemos senderismo o corremos detrás de los automóviles. Ahí queda eso. Lo que viene a decir que la tecnología está más implantada en España y en EEUU que en el resto del mundo. Ni china, ni Japón, ni Alemania, España es el país con mayor implantación tecnológica, al menos en el ocio, del mundo mundial, junto con EEUU. Y yo sin enterarme.
La obesidad no genética, y lo dice alguien que fue obeso y aún tiene riesgo de volver a serlo, es un trastorno de la alimentación que proviene de una educación escasa, cuando no inexistente, sobre las necesidades del  cuerpo y como atenderlas, sobre las opciones para alimentarlo y sobre las formas adecuadas de compatibilizar la necesidad de comer con la tendencia natural de almacenar recursos para los malos tiempos. Pero eso nadie se lo explica a los niños, a esos mismos niños a los que los padres ocupados y mal informados alimentan, sin rubor, con comida fácil proveniente de otras culturas, sin reparar en el daño genético, tal como demuestra la epigenética, que se produce por una ingesta repetida de productos sometidos al ultratratamiento de los alimentos y que proliferan en ese tipo de ingestas.
Si repasamos la legislación actual española veremos que, contra lo que está sucediendo en otros muchos países, está enfocada al mayor beneficio de los grandes productores y los grandes distribuidores, casi todos de capital extranjero, y que penalizan a los pequeños agricultores y comerciantes, a esos que forman el tejido pequeño-empresarial nacional y que trabajan con producto estacional, de proximidad y con una nula carga de transformación por manipulación.
Así que si la obesidad es culpa de la electrónica, la despoblación rural debe de ser culpa de la colonización espacial. Las leyes y los mitos creados para defenderlas nada tienen que ver con los problemas que se acaban detectando.
Los niños, y los adultos, engordan porque no hacen ejercicio, que también, no porque se alimenten con productos ultraprocesados, no porque se alimenten en cadenas de comida rápida y poco edificante, dietéticamente hablando, no porque abandonen por imposibilidad y desconocimiento una dieta que es la envidia del mundo entero. Los niños y adultos engordan porque se pasan la vida sentados, y en ese sedentarismo no consumen ensaladas de productos que, para poder ser transportados desde orígenes remotos, conservados y posteriormente comercializados, se cogen antes de su maduración, por lo que no tienen sabor, o son el resultado de transformaciones genéticas que garanticen dureza, producción y resistencia, -de la calidad y el gusto se olvidaron en el proceso-, y a cambio consumen pizza, palomitas o hamburguesas especialmente tratadas en sal y azúcar para que creen adicción y que acaban provocando, ¡ups¡, obesidad.
No, las leyes que obligan a los pequeños productores ninguneados, cuando no agredidos, por las grandes tramas de distribución, las grandes cadenas de comercialización, y las grandes empresas de transformación,  y los políticos que trabajan a su favor, a abandonar su actividad, a dejar sus tierras en barbecho, o prescindir de su ganado, y marchar a malvivir en la gran ciudad y dar a luz a unas generaciones sin anclaje vital, sin tradición productiva y sin la herencia de unos saberes que van desapareciendo, son las principales causantes del problema.
Así que comemos vegetales inmaduros o genéticamente modificados, lácteos transformados en productos extraños, carnes hormonadas y tratadas con productos que nuestro organismo no tolera, o pescados criados artificialmente que generan extrañas grasas y adolecen de una insipidez insoportable. Y todo ello a beneficio de un mito insostenible, la garantía sanitaria que se promete por ley y se incumple de forma práctica. La garantía, imposible, de la inocuidad de un montón de procedimientos y productos con sigla, tipo explosivo, que metemos a nuestro cuerpo con la promesa de que no nos van a matar fulminantemente, si no que nos van a ir matando poco a poco, sin que podamos relacionarlo directamente, salvo con estudios, como la epigenética, esa gran desconocida, que nos explica cómo nos vamos transformando interiormente con nuestros hábitos.
Cuando desprecio, con todo el desprecio que mi cuerpo puede contener, el argumento de la garantía sanitaria, y me quejo, con todo el dolor y toda la desesperación de las que soy capaz, de la política de acoso y derribo de los pequeños productores, del acoso al que algunos Eliott Ness de pacotilla destinados en lugares donde el productor es tan pequeño que raramente sobrepasa el autoconsumo, y ponen en su erradicación un celo digno de mayores empresas, y pongo sobre la mesa la persecución que los pequeños productores gallegos, esos que tienen dos vacas, treinta litros de vino, un huerto y diez de aguardiente, del que te venden dos, enseguida alguien me saca el episodio de licorcafé de Orense para justificarlo. Un caso de hace 56 años, que produjo 51 muertos y 9 ciegos, ¿cuántos muertos ha producido la obesidad en estos cincuenta y tres años? ¿Cuántos trastornos alimentarios por transformaciones más o menos permitidas? ¿Cuál ha sido el coste sanitario? Difícil de calcular, ya que no son aplicaciones directas, si no daños residuales, colaterales se dice ahora ¿no?, de manipulaciones no siempre transparentes.
A veces, llamenme exagerado, no puedo evitar pensar en las ratas, en la ingeniería química que diseña esos venenos que son eficaces porque solo actúan cuando la capacidad de memoria del animal está sobrepasada, de tal manera que no pueden asociar su muerte con el acto de haber ingerido el producto. Esclarecedor.
En fín, que exagerado, o no, al final, para mí, claro, la culpa de la obesidad en España no es de la tecnología, ni de la falta de ejercicio, que también, ni siquiera del chachachá, la culpa de la obesidad en España va a ser culpa de una política alimentaria más preocupada de favorecer a grandes estructuras que de asegurar la educación de sus administrados, la calidad de los productos finales o la garantía sanitaria bajo la que escuda su demoledora actuación. La culpa va a ser de una legislación que tiende a desmontar una tradición alimentaria acumulada durante siglos y que une a una calidad incuestionable del producto, una capacidad de equilibrar y adaptar la dieta a cualquier necesidad, y una variedad casi infinita de preparaciones, para favorecer la irrupción de productos de ínfima calidad, la miel china, los garbanzos canadienses, … frente a los propios que van desapareciendo por imposibilidad de competir, por aplastamiento.
Garantía sanitaria, ¡ja¡, que se lo digan a los de la carne mechada, a los de la peste aviar o a los de las vacas locas. Eso sí, por ingesta de licorcafé con alcohol metílico no va ha vuelto a morir nadie desde 1963 gracias a esas leyes que nos cuidan, a esas leyes que nos permiten aseverar que si hay obesidad en España la culpa ha sido, es y será, del chachachá, y que les quiten lo bailao a los que se lo llevan, o se lo traen, crudo, o ultraprocesado.

lunes, 2 de septiembre de 2019

Estimados hijos de puta, nuevamente

Era noviembre del 2017 cuando escribí, durante mi viaje a Orense, una carta a los autores y responsables del fuego que arrasó gran parte de la provincia y provincias aledañas. Hace apenas dos años que me dirigí a esos “Estimados hijos de puta” que prendieron fuego y destruyeron para sus propios fines una cantidad inmoral de territorio poniendo en peligro vidas.
No han pasado dos años y las fotos que llegan de Brasil, de la Amazonia, esas fotos de días color noche, de paisajes entrevistos color fuego, de devastación y de tristeza invitada por el gris ceniza del entorno ya destruido, me han recordado los sentimientos sobrepasados en el tiempo pero no superados en el alma que entonces sentí recorriendo, casi a tientas, mi tierra.
Uno se enternece cuando le tocan la patria chica, mi tierra he dicho, pero la verdad es que la Amazonia, por muy lejana que esté, por mucho que nunca la haya visitado, no es menos tierra mía que la tierra que me vio nacer o la tierra en la que vivo. Su destrucción, como su belleza o sus problemas, no son menos míos que los que siento de forma más inmediata.
Tal vez algunos sientan muy de lejos, tanto que en realidad ni lo sientan, lo que allí está pasando. Tal vez piensen, de forma totalmente errónea, que está pasando allí y que no les afecta, pero que piensen en cuantas bocanadas del aire que respiraron hace unos meses se habían generado en aquellas, antes, infinitas selvas. Todos respiramos aire amazónico, todos respiramos el aire que en nuestra tierra, la global, la que no entiende de fronteras ni ambiciones políticas, renuevan y purifican los árboles de esas masas boscosas que hacen más fáciles nuestras vidas.
También ahora me gustaría a esos estimados, de certificados no de queridos, hijos de puta que han provocado con sus acciones e inacciones la catástrofe que en el otro extremo de mi tierra, de nuestra tierra, se está produciendo. Y cuando hablo de los hijos de puta responsables no me refiero solo a los que se puedan demostrar, a los pringados que lo han puesto en marcha, me refiero a todos los hijos de puta, a los que más mandan y los que más obedecen, a todos los que activa, pasiva, directa o indirectamente hayan tenido alguna responsabilidad en el fuego.
Soy gallego, y casi todos los años veo arder ese trozo de tierra más entrañable para mí, y todos los años me indigno. Pero estar acostumbrado al fuego no lo hace ni menos terrible, ni más llevadero. El fuego vital no desmiente al fuego destructor, simplemente lo cambia de mano y le da nuevos rasgos. El fuego benefactor, protector, no puede olvidar que si pasa de unas manos cotidianas y sanas a las de unos hijos de puta se convierte en un arma contra toda la humanidad.
Tal vez, y ya es hora, deberíamos de considerar a los hijos de puta del fuego como a los criminales de guerra, reos de lesa humanidad, culpables de crímenes contra toda la raza humana, y aplicarles los mismos castigos, aunque mi ira no descarte rescatar de la memoria más tétrica de nuestra especie las hogueras o la parrilla, tipo San Lorenzo.
Solo una cosa me retrae en estos bárbaros castigos, no estoy seguro de poder soportar la pestilencia que la mala bilis de semejantes hijos de puta pudiera desprender al quemarse, e, incluso, no estoy seguro de que no llegaran a disfrutar del fuego de su propio tormento.



domingo, 1 de septiembre de 2019

Orgullo sin fecha


Hace poco, un mes más o menos, escribí un artículo en esta misma publicación, en el que cometí la osadía de discrepar de las formas del día del orgullo. Osadía que inmediatamente fue recriminada presuponiendo que cualquier crítica lleva aparejada un alineamiento en contra de las formas alternativas de sexualidad.
Aquí se estilaría en estos momentos que vivimos, como una necesidad perentoria de acreditar la buena fe, ponerse a justificar una lista considerable de amigos o actitudes convenientes para no pasar por reaccionario. Me niego. Mis amigos son mis amigos y no me sirven de coartada para mis opiniones. Mis actitudes son las mismas cuando aplaudo y cuando critico y me niego absolutamente a matizar, suavizar o justificar mis palabras por miedo a los demás, como me niego a variar mi lenguaje, el que me sale naturalmente, o a buscar circunloquios vacíos para intentar decir lo que quiero decir sin que parezca que digo lo que otros no quieren que diga. Lo que opino lo opino por mí mismo y con mis palabras, y quien quiera sentirse ofendido en sí mismo o en sus, pretendidas, convicciones es muy libre, pero para él y en su casa.
Es triste ver las colecciones de famosos, de grandes creadores, que a modo de trofeos se cuelgan ciertos movimientos justicieros. Es lamentable como la trayectoria brillante de una persona puede ser censurada por sus errores personales, a veces error y a veces supuesto. Locos, retorcidos y monstruos, los ha habido en el arte, en la ciencia y en la vida cotidiana. Denunciarlos es una actitud consecuente. Lincharlos y castrarlos en la actividad en la que han destacado, en la que han demostrado ser especiales, es una aberración digna de una sociedad pacata, revanchista y con mucha tendencia al linchamiento del que sobresalga. Por no hablar del efecto llamada que esos linchamientos producen y en los que se acaba linchando a quién no ha cometido otro pecado que el de ser antipático para alguien.
Todo es homófobo, o sospechoso de serlo. Toda discrepancia es fascista, o sospechosa de serlo. Toda denuncia sobre inmigración es racista, o sospechosa de serlo. Todo galanteo es acoso, o sospechoso de serlo. Toda opinión libre, está mal vista, incluso sin sospechar nada.
Pero voy a centrarme en el artículo invocado al principio. Alguien me escribió considerándome una especie de tarado sexual, lleno de complejos extraños y absolutamente contrario a los derechos de los homosexuales, transexuales y pansexuales. Verán, yo soy partidario de que cada uno haga lo que le pete, con quién le pete y como le pete, pero igualmente soy poco partidario de ciertas actitudes públicas, aunque yo mismo las haya, en mi juventud, practicado. Tal vez sean los años, o tal vez sea que con los años viene aparejado un reconocimiento al derecho ajeno poco compatible con el desafío permanente e ilimitado, eso que se llama exhibición y provocación.
Paseaba yo el otro día por la Cava Baja de Madrid con Isabel, y nos apeteció, con gran acierto, entrar en la taberna “La Perejila”, que nos era desconocida. La dueña nos contó la historia del nombre y de muchos de los adornos que pueblan sus paredes y rincones. De sus bondades gastronómicas no me voy a ocupar porque no es este el ámbito, pero diré que salí satisfecho.
El caso es que estando allí sentados entró un personaje, más de ochenta, con una evidente capa de maquillaje, botas de ante con tacón grueso hasta más arriba de la rodilla, abrazando unas medias negras tupidas que se perdían bajo una minifalda malva con lentejuelas. Un body parcialmente transparente que mostraba, a los que miraran, unas carnes que tuvieron momentos de mayor firmeza, todo rematado por un turbante decorativo o, tal vez, con todo mi amor lo digo, que servía para enmascarar una alopecia en mayor o menor grado. Entró, se colocó en la barra, y con toda la naturalidad que el personaje permitía se puso a charlar con unos y con otros. Incluso con la dueña, lo que me hace pensar en un habitual del lugar. El caso es que me volví a Isabel y, con toda la ternura que el personaje y la persona me produjeron, sin un atisbo de conmiseración o de petulancia permisiva, le comenté que ese personaje si representaba, para mí, el orgullo.
Por su edad deduzco que la persona lo tuvo que pasar muy mal durante la época franquista, que vivió en su totalidad. A saber cuántas historias guarda en su memoria, cuántos horrores vividos, cuántas traiciones marcan su alma. A saber. Pero allí estaba, sin un ápice de exageración, hasta el punto que su vestimenta resultaba natural a pesar de lo estrafalaria. Su actitud no era provocativa, ni reivindicativa, ni recelosa, ni frentista. Era un ciudadano más, uno al que el personaje se le notaba más que a otros, pero que lo llevaba con más dignidad que la mayoría.
Sí, con él no tendría problema en sentarme y compartir sus sucedidos, en disfrutar de su compañía, en reivindicar con él  sus derechos, en alinearme con él en su normalidad frente a miradas y codazos, porque no hay nada más normal que la normalidad, ni más entrañable que alguien que reivindica su forma de ser sin aspavientos, sin cuentas pendientes, sin que la amargura de lo vivido haga responsable de ello a todo el entorno.
Claro que ningún radical estará de acuerdo conmigo, porque para ellos lo importante no es la educación del ciudadano, si no su adoctrinamiento, porque no buscan la igualdad si no la preponderancia, y para eso hace falta frentismo, descalificación y sembrar el miedo al pensamiento libre y a la discrepancia.
Afortunadamente vivimos en mundos distintos, y cada vez más separados.