miércoles, 28 de abril de 2021

Cartas sin franqueo (XXVII)- El lenguaje inclusivo

"En esos momento con un toque indolente, en que no se sabe si la mente vaga, o vaguea, me encontré pensando en los libros y las libras, y acabé pensando que lo único importante es que sean, que seamos, libres. Os lo pondría en inclusivo, pero no me sale.” Yo mismo.

Me decías el otro día que por qué motivo me oponía con tanta vehemencia al lenguaje inclusivo, y te puse el ejemplo que abre esta carta. No me opongo al lenguaje inclusivo como concepto general, me opongo a todo lo que lo que comporta, a todo lo que oculta, a toda manipulación que supone, desvirtuar hechos y realidades, que pretende confundir, vaciar, erradicar con la excusa de innovar.

Mi primera prevención a su uso, las más grosera, la que sirve de excusa y ni siquiera resuelve con acierto, es la de confundir género y sexo. Es un error de primero de primaria, lo que viene a demostrar la falta de formación de quienes pretenden imponer esta nueva forma, para mi ridícula, de hablar, o lo que es lo mismo, de describir una pretendida, y personal, realidad. Hagamos un par de reflexiones sobre esa nueva realidad que se dibuja con esta nueva forma de describir el entorno.

Si persistimos en confundir sexo con género, nos encontraremos con algunas dificultades, que, inevitablemente, esta nueva normalidad, nos irá exigiendo. Necesitaremos un nuevo plural para nombrar a dos personas del mismo género pero de distinta tendencia sexual, ya que no hacerlo, sería un ataque a su minoría. ¿Puede ser el mismo plural el de dos mujeres heterosexuales, que el de dos mujeres homosexuales? Según la teoría inclusiva, no, tendríamos que aplicarle un nuevo plural ¿Y si una de ellas es homosexual y la otra heterosexual? Pues necesitarían un plural distinto, o una de ellas podría sentirse discriminada, ninguneada ¿Y si una de ellas fuera transgénero con tendencia homosexual? Necesitaríamos un plural diferente para nombrar a esas personas, que a su vez sería distinto si las dos son transgénero de tendencia heterosexual, y distinto si una es heterosexual y la otra transgénero heterosexual, personos, personis, persones, personus o person@s (esto último no sé cómo se pronunciaría), lo que me lleva a considerar que no hay vocales suficientes en el idioma para abastecer tanta ignorancia, o ignorancio. Y si en vez de juntar a las personas de dos en dos, las juntamos de cinco en cinco, o de diez en diez, no habrá tiempo suficiente para recitar todos los plurales posibles, singulares inclusivos incluidos, que a cada palabra, palabro, palabre, palabri, palabru… habría que recitar.

Y nos olvidamos de los neutros. ¡Ay dios! Nos olvidamos de los neutros.

Solo de pensarlo, la pereza que tal forma de expresarse puede producirme, me lleva a verme abocado a revelarme, convertirme, en un escritor maldito que ignora sistemáticamente una cantidad considerable de realidades sociales en sus escritos, o, más drástico, dejar la literatura para aquellos capaces de escribir una obra de quinientas páginas en la que se cuenta una historia, o desarrolla una idea, de diez páginas.

Porque esa es otra de las cuestiones que los promotores de esta ocurrencia, o ignoran, o pretenden ignorar, la economía del lenguaje. La tendencia y objetivo del lenguaje es economizar palabras para expresar nuestro mundo circundante. Para eso existen los adjetivos, los verbos, los sustantivos, para describir el mundo que nos rodea con la máxima precisión y la menor cantidad de palabras posible. Sé que algunos pondrán en duda lo que acabo de expresar, y que aprendí de pequeñito, que el idioma es como es, no para ofender, no para ningunear, no para ignorar, si no para describir el entorno con la máxima economía de palabras. Por eso no tenemos que decir animal grande que vive en África y tiene dos cuernos en el centro de su careta, decimos rinoceronte. Por eso no decimos persona de apariencia normal con ideas peregrinas, decimos tonto. Economía del lenguaje. Economía que todo este tinglado cree poder atacar impunemente.

Y a todo esto, no hemos hablado, hablada, hablade, habladi o habladu, de aquellas palabras que, siendo absolutamente distintas, sus inclusividades pasarían a confundirse. Si menciono libros me estoy refiriendo a ¿objetos de papel escritos y encuadernados? a ¿Moneda o sistema de peso en algunos países extranjeros? o a ¿Individuos, individuas, individues, individuis, individuus, que ejercen la, lo, li, le, lu, libertad? Yo, visto lo visto, viendo los callejones sin salida coherente que produce su uso, le llamaría lenguaje oclusivo.

Claro que, a lo mejor, a lo peor, basta con recurrir a un pasaje de “Alicia a través del espejo” que me mandó hace unos días mi amigo Antonio Zarazaga (hay amigos tan imprescindibles que, si uno no los tiene, tendría que inventárselos), para llegar a una explicación plausible de este guirigay.

“―Cuando yo empleo una palabra ―insistió Humpty Dumpty en tono desdeñoso― significa lo que yo quiero que signifique… ¡ni más ni menos!

―La cuestión está en saber ―objetó Alicia― si usted puede conseguir que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

―La cuestión está en saber ―declaró Humpty Dumpty― quién manda aquí.”

Alicia a través del Espejo, Lewis Carroll

 

Lo dice Humpty Dumpty, lo escribe Lewis Carroll, me lo manda Antonio Zarazaga y yo me limito a transcribirlo. A lo peor es que hay mucho Humpty Dumpty disfrazado de político, de intelectual, por esos mundos de dios. Aunque con un par de Humpty Dunty dicen las malas lenguas que basta para cualquier cosa. Y a lo peor bastaba con haber puesto esta frase al principio de la carta y ahorrarme todo lo demás. Ya sabes, economía del lenguaje.

sábado, 24 de abril de 2021

Cartas sin franqueo (XXV)- El respeto

 El respeto, como te iba diciendo, es un ente escurridizo, una pretensión que no siempre se enfoca de la forma adecuada. El respeto es un sentimiento de aceptación que debería de producirse de forma mutua, pero que no siempre sucede de esa forma. De hecho lo más habitual es que se exija respeto por parte de quién no se lo concede a los demás.

A mí, personalmente, siempre me ha parecido que quien exige respeto se hace acreedor a la falta de respeto. El respeto, como el cariño verdadero, ni se compra ni se vende, se consigue o se otorga sin que haya una necesidad, una posibilidad, de demanda.

El respeto solo puede emanar de una actitud firme y coherente, de una rectitud proverbial, de una bonhomía contrastada, y difícilmente se da cuando el demandante incurre en una sistemática falta de respeto a los demás.

Tal vez, en realidad estoy seguro, ese sea el origen de la absoluta falta de respetabilidad de nuestros próceres, de esos personajes públicos y notorios, que tienen la pretensión de representarnos, y que, con su  sistemática falta de respeto haca la verdad, hacia la palabra, y hacia todos aquellos que no comulguen con sus ideas, se hacen acreedores a una patética falta de respetabilidad.

El respeto, es un valor educativo que, como tantos otros, la libertad, la tolerancia, la cortesía, ha caído en un absoluto abandono, en una sistemática tergiversación, en una pretensión unidireccional que se niega tanto como se demanda. Oigo hablar de todos estos valores con una pasmosa falta de criterio, con una incapacidad básica para reconocer su esencia, cuanto menos su presencia.

Oigo hablar de libertad propia, sea individual o colectiva, a los mismos que sin abandonar el discurso consideran que su libertad pasa por el recorte, o la anulación, de la libertad ajena. Leo y escucho, con pasmo reiterado, hablar de tolerancia, mientras se invoca que esa tolerancia solo sea aplicable a los afines. Me asaltan desde distintos medios, desde todos los medios a mi alcance, dignidades ofendidas por la falta de cortesía, que se lamentan de ello incurriendo en una ofensiva falta de cortesía. Llegan a mis oídos palabras de dignidades ofendidas, exigiendo respeto, que apenas dos palabras antes han negado esa dignidad y ese respeto a los que ahora se lo exigen. Eso, para mí, se llama incoherencia, soberbia, y me merece una absoluta falta de respeto.

Me asombra, aunque mi capacidad de asombro empieza a verse muy mermada, que alguien que se permite el insulto directo a cientos de miles, a millones de personas, se asombre de que esos cientos de miles, millones, de personas a las que ha insultado se sientan concernidas y le devuelvan el sentimiento. Lo primero me parece una provocación, lo segundo una falacia.

Es verdad que el anonimato de las redes sociales, el aislamiento de los electos respecto a sus votantes, el encastillamiento de aquellos que solo se mueven entre afines dispuestos a aplaudir, a jalear, cualquier ocurrencia próxima, tiene como consecuencia una falta de perspectiva que lleva inevitablemente a una falta de empatía con el grupo social al que se vilipendia, y en el que, como en cualquier otro grupo, hay gente encomiable y personas deleznables. De todo hay en la viña del señor. De todo hay en las diferentes viñas de los diferentes señores.

Estoy convencido, aunque no en el caso de los profesionales del insulto, de la falta de respeto, de la inquina, que suelen liderar estos movimientos, de que la mayoría de las personas que los jalean, que los suscriben y difunden, serían incapaces de esas actitudes, cara a cara y con personas de su entorno. Pero el anonimato, la falta de cara y el desconocimiento del nombre del insultable, son fundamentales para este tipo de actitudes. Para las actitudes de falta de respeto colectivo.

Si, al final, y tal como íbamos hablando, el respeto se está convirtiendo en nuestra sociedad, en nuestro tiempo, en una rara avis que suele mencionar quién nunca la ha visto. Y si no hay respeto, si no se respeta la libertad ajena, si no se fomenta la tolerancia con los no afines, si no se actúa con una cortesía imprescindible ¿de qué convivencia vamos a permitirnos hablar?

Claro que, cuando la convivencia se pone en duda, en riesgo, al borde del precipicio ¿Cuántos caminos quedan? ¿Nos dejan? ¿Cuántos futuros posibles?

sábado, 10 de abril de 2021

Cartas sin franqueo (XXIII)- Indignados

 Todos estamos indignados, podría ser el título de una novela sobre la sociedad actual, seguramente una novela realista y descarnada con tantas páginas que El Quijote semejaría un borrador para un cuento corto.

Claro que entiendo tu indignación, y la de mi vecino que la lleva reflejada en la cara, y la de aquellos que conozco, o la de esas personas con las que tengo algún tipo de relación a pesar de no conocerlos personalmente. Todos hablamos últimamente de indignación, todos actuamos últimamente con indignación, y me parece lógico, normal, previsible, porque todos estamos indignados con todos, todos tenemos argumentos para nuestra indignación con las actitudes ajenas, y eso es así, es inevitable, porque lo que no existe, lo que en nuestro tiempo nos han hurtado con maquiavélicos juegos orales, son la veracidad y la confianza.

Nos hemos instalado en el cinismo, en la absoluta desconfianza hacia todo aquello que se mueve o que es capaz de articular una palabra, y, en ese clima de negación de cualquier posibilidad de confiar, todo aquello que sucede nos provoca la indignación de no tener una certeza, de crearnos la inseguridad de ignorar si lo que alegan son unas palabras con fondo o simplemente una verdad sin fundamento.

Por supuesto que tú indignación es comprensible, como comprensibles son los argumentos en los que está basada, pero una cosa es que sean comprensibles, y otra muy distinta que esa comprensión, esa justificación, los haga ciertos. Al menos más ciertos que los ajenos.

Hemos creado un mundo en el que el secreto de los estados, el secreto de las corporaciones, el secreto de las intenciones, predomina sobre la transparencia de las relaciones. Todos tenemos secretos, las personas físicas, las personas jurídicas, los estados, los partidos, las asociaciones, que consideramos que no pueden exponerse libremente, que para eso son secretos, pero que emponzoñan las relaciones y provocan la desconfianza mutua.

La literatura, el cine, la prensa, exhiben con abundancia conjuras, conspiraciones, luchas ocultas por el poder, por el dinero, por la preponderancia, y en ellas la verdad es, cuando se habla de ella, un concepto que se invoca para imponer una mentira, otra mentira.

Claro que estamos indignados, contra todo y contra todos. Es una lacra inevitable de vivir en un mundo donde los valores se han trastocado y ni siquiera sabemos a qué carta quedarnos, porqué ni siquiera podemos estar seguros de que el as sea la carta más alta.

Recibimos una permanente agresión sobre las ideas, los conceptos, los valores, en los que hemos sido formados. Se invoca la libertad con actitudes que la cercenan. Se pide la confianza con un abanico de mentiras. Se reclama la responsabilidad desde una irresponsabilidad manifiesta. Se proclaman los derechos mientras se rebajan. Se llama al miedo para no tener que dar razones, para no tener que reconocer la incapacidad. Se prescribe lo inútil por evidente, solo para tapar la ineficacia con la apariencia.

Así que entiendo tú indignación cuando ves en las noticias esas fiestas irresponsables, como entiendo la indignación, preñada de desconfianza, de hartazgo, de rebeldía, de aquellos que asisten a ellas porque no creen en las verdades imposibles que intentan colocarnos.

Entiendo tú indignación cuando oyes que hay que llevar mascarillas en la playa, desde el hartazgo de oír que el contagio en el exterior es casi imposible, y te obliguen a ir por la calle solo, con la boca irritada por el vaho de tu propia respiración, con las gafas empañadas, entorpecidos tus sentidos por un elemento tan incómodo como sospechosamente inútil en su forma de ser usado.

Entiendo tú indignación, y la mía, y la de la mayoría, cuando, embozado e incómodo, pasas junto a una terraza llena de gente que bebe, come y respira libremente y lo sientes como una afrenta a tu situación porque te han vendido, y te han impuesto, que hay que ir pertrechado de esa guisa a pesar de que todos los informes, y la evidencia, dicen que esa forma de combatir el contagio es totalmente inútil. Como entiendo la indignación de los hosteleros, reos de una necesidad estética de tapar una ineficacia gubernamental, que los arruina y culpabiliza para evitar hablar de las infraestructuras sanitarias, legales, que son su responsabilidad y no acometen. De esos hosteleros que ven como cierran sus locales y ese cierre fomenta el descontrol de los botellones, de las fiestas privadas, de la irresponsabilidad fomentada por unas estructuras de poder irresponsables.

Entiendo la indignación, ya furiosa, cuando piensas que en un espacio libre, ventilado, abierto como no puede haber otro, como son la montaña, el campo o la playa, alguien te va a obligar a usar la equipación adecuada complementada con mascarilla a juego, sin que ningún estudio riguroso avale la necesidad de tal medida, más encaminada a fomentar el miedo, la desconfianza, a tener una excusa más para invocar la irresponsabilidad del populacho irresponsable y desobediente, que a obtener ningún tipo de mejora.

Por supuesto que entiendo tu indignación, y la mía, y la de todos, cuando, debido a la torpeza social que nos han impuesto, no sabemos cómo saludarnos, a pesar de que los científicos ya han dicho, por activa y por pasiva, que el contacto no provoca contagio, que darse la mano, los besos y los abrazos de rigor no contagia, y, obligados a ignorarlo, cuando nos encontramos con alguien, iniciamos un incómodo, antinatural, ritual de posibilidades de saludo. Y también, por supuesto y con respeto, debemos de entender la indignación de aquellos que, sumidos en el miedo pánico que interesadamente nos han inoculado, se horrorizan cuando ven actuar con la normalidad normal, no con esa nueva y anormal a la que han pretendido inducirnos, a la gente que los rodea.

Por supuesto que entiendo tú indignación contra cualquiera que, harto ya de estar harto, harto de miedos y verdades cuestionables, decide rebelarse contra un sistema incapaz de enfrentar con eficacia, con veracidad, con transparencia, una crisis en la que nos va la vida.

Y la indignación que empieza a poner en cuestión, en peligro, la administración de las vacunas por la sistemática desinformada información con la que nos bombardean, y que ha logrado llevar una desconfianza creciente hasta la gente, que empieza a eludir una vacunación diseñada para ignorar los sentimientos del paciente, sus pulsiones, su confianza, posiblemente hasta su salud.

En definitiva, todos estamos indignados con todos, todos desconfiamos de todos, todos consideramos a los demás responsable de nuestros miedos, acreedores a nuestros reproches, culpables de nuestras incomodidades, porque eso es lo que nos han inoculado desde hace un año largo para lograr que nuestra propia desunión, nuestra indignación, nuestra desconfianza, nuestro socorrido miedo, haga imposible que pidamos responsabilidades a unos irresponsables que instalados en su machito miran fundamentalmente por perpetuarse en él. O, al menos, miran más por conservarlo que por lograr unos resultados que en muchos casos deberían depender de su dedicación, de su ingenio, de su criterio, de su valía ética y, en definitiva, de su supuesta capacidad para dirigirnos y de su contrastada veracidad para informarnos.

domingo, 4 de abril de 2021

la calidad democrática (V)- Las mayorías

Vivir en democracia es vivir pendiente, sujeto, sometido a las mayorías. Ningún otro concepto tiene la trascendencia que el de mayoría supone para analizar la calidad democrática de cualquier país. Por tanto, y como consecuencia, la calidad democrática de cualquier país dependerá de la calidad del uso y conformación de las mayorías.

Y yo, personalmente en este caso, considero que la calidad de las mayorías que habitualmente se invocan en el discurrir electoral y parlamentario español son mayorías mentirosas, mayorías que nada tienen que ver con la voluntad del demos y su servicio, si no con la obtención del poder y comprometiendo valores que el demos reclama, mientras observa como sus representantes los ignoran. Mayorías conformadas a golpe de concesiones y que contradicen todo lo ofrecido en el momento de solicitar el voto.

Partamos de que la mayoría más representativa del panorama español es la mayoría silenciosa, la mayoría formada por abúlicos, descontentos y personas que no se sienten representadas por las propuestas que los partidos, auténticos protagonistas del sistema, presentan, o no se fían de su voluntad de atenerse a esas propuestas en el ejercicio de sus funciones gubernativas. Esta mayoría, que yo definiría como la mayoría, compuesta por abstencionistas, votantes en blanco y votantes nulos, incluso descontando una parte técnica que abarca a los errores de censo y errores de votación, es sistemáticamente ignorada, ninguneada, silenciada por el sistema, que, de esta manera, impide una vía que permita oponerse a la forma en la que está concebido, legislado y puesto en práctica.

Nadie puede estar conforme con la calidad democrática de un sistema que ignora de forma pertinaz a la mayoría de sus miembros, que impide manifestar el rechazo a la forma de desenvolverse, de enfocar los problemas, de resolverlos de aquellos que se apropian de una mayoría minoritaria ignorando a la mayoría mayoritaria.

He oído decir, muchas veces, hablando de este tema, ”que voten y así podrán exigir”. ¿Que voten a quién si nadie se ajusta a lo que ellos quieren? ¿Que exijan a quién si el que consigue salir elegido no respeta sus compromisos? ¿Por qué camino podrían exigir nada si las vías de comunicación entre elector y elegidos está cegadas durante cuatro años?

Cualquier análisis mínimamente riguroso que podamos hacer sobre las mayorías que gobiernan, que pretenden reclamar en nombre del demos, que se forman y rompen para lograr imponer iniciativas ajenas al demos, acaban dándose de bruces con la realidad de que su verdadero número, contrastado con el número total de electores, las convierte en mayorías mentirosas, en mayorías de conveniencia que ignoran, cuando no van decididamente en contra, de la mayoría real, simple, de la mitad más uno de ese demos que dicen defender y representar.

Para muestra basta un botón, y, aunque podría disponer de una botonera, vamos a coger solo algunos, los más significativos, de mayoría reclamadas recientemente.

 

-          Elecciones catalanas. Los votos totales válidos fueron algo más del 51%, de estos poco más del 51% fueron votos independentistas puros.  La mayoría mentirosa es aquella que invoca que el independentismo tuvo más de la mitad de los votos, cuando solo obtuvo poco más de una cuarta parte de los votos totales del demos. Otra mayoría mentirosa sería la que reclamase lo contrario, porque tampoco representaría otra cosa que a algo menos de la cuarta parte de los electores.

-          Parlamento español. Aquí la mayoría mentirosa, la que actualmente sostiene el gobierno del país, es aún más mentirosa porque se sustenta desde unas leyes electorales que desvirtúan la representatividad del demos, aparte de estar cosida con incumplimientos, con apoyos que, claramente, son contrarios a los intereses del demos, y se arrogan una representatividad que no pueden sostener ni ética ni electoralmente,

-          Madrid. El gobierno de la Comunidad de Madrid, después de las últimas elecciones, y a la espera de las próximas, representa el 41% del 69% de los electores, esto es, su mayoría supone un 28% real de los habitantes de la comunidad. Tal vez, en este caso, su mayoría no pueda tildarse de mentirosa, pero sí de impropia o de minoritaria.

¿Puede una fuerza política, o una coalición de fuerzas políticas, considerarse legitimada para representar con solvencia, para ignorar con soberbia, para legislar con desmemoria, a un demos del que solo representa a una parte menor? ¿Al 25% de los habitantes de Cataluña? ¿Al apenas 23% de los electores españoles? ¿Al 28% de los ciudadanos de Madrid?

Sólo se puede responder que sí desde una baja calidad democrática. Solo se puede decir que sí, y no poner soluciones a los evidentes problemas de representatividad, desde una avaricia de poder consustancial a los partidos políticos. Solo se puede afirmar tal inconsistencia desde un forofismo que ve favorecidas sus aspiraciones e ignora, cuando no ataca o ningunea, el derecho de los demás, de los que son más, a ser representados.

Siendo rigurosos, en España la calidad democrática está comprometida por unas minorías ambiciosas incapaces de tener una validez representativa, un apoyo mayoritario, del demos. Y, porque lo saben, las leyes electorales no cambian, ni tal cambio figura en las expectativas más cercanas.