Yo estaba sentado sin nada especifico que poder
hacer salvo contemplar lo que me rodeaba y dormitar a ratos. Tampoco era una
actitud particular si no la habitual en todos los que me rodeaban. No es que se
pueda elegir mucho en una sala de urgencias leves de un gran hospital. Bueno,
el caso es que estaba allí en el momento y tiempo justo para observar y deleitarme en la primorosa y chocante
actitud.
Llegó con sus útiles de trabajo y se enfrentó a su
tarea con una mirada larga –casi longeva- y perita. Cambió su posición varias
veces para poder observar desde varios ángulos y con varias luces la mejor
forma de acometer la tarea. Finalmente, con una pausada determinación desplegó
profesionalmente los útiles, empezando por los menores y acabando por la
escalera que recolocó con mimo un par de veces para encaramarse finalmente a
ella, abrió el doble ventanal y se introdujo entre las dos caras.
En ese momento concreto me
reclamaron para hacerme unas pruebas y no pude seguir el transcurso de los
acontecimientos, pero sí sé que al volver un cuarto de hora más tarde la escena
parecía haberse congelado a la espera de la supervisión de mi mirada. Todo
estaba igual, al menos aparentemente. La escena se animó con mi presencia y con
mimo y cuidado exquisito, el paño de enjabonar y el útil de retirar el jabón
pasaron y repasaron con reiteración las dos caras internas del ventanal hasta
que yo no estuve seguro de si aquel profesional, aquel héroe del trabajo bien
hecho, estaba limpiando o puliendo el cristal. En un momento dado salió de
aquel espacio entre cristales y acometió la cara interior de aquel inmenso
ventanal que tendría al menos metro y medio de alto por otro tanto de ancho.
Se bajó al fin de la escalera y
con esa ciencia, con ese conocimiento, con esa perseverancia que solo la
pericia y la experiencia pueden aportar observó su obra milimétricamente desde
todos los ángulos posibles en busca del rebañón, de la mancha rebelde, del
rielar de la espuma no recogida resbalando cristal abajo. Pareció encontrarla y
acometió de nuevo la tarea, desde el principio, sin desaliento, sin prestar
pábulo a dimes o diretes, a premuras o productividades.
Finalmente, una larga hora larga
más tarde, pareció dar por acabada la tarea. Recogió, con igual parsimonia a la que
había empleado en desplegarlos, sus útiles. Comentó con algún admirador cercano
fuera de mi vista la tarea y se dispuso a enfrentarse a otro nuevo desafío, a
otro nuevo ventanal que algo más a la derecha imploraba con sus cristales
manchados la atención, el mimo del artista que lograba cambiar la luz y la
transparencia.
Reclamo desde esta tribuna con
la convicción y la admiración del observador embobado la medalla al mérito
artístico para tan exquisito operario. La medalla al mérito del trabajo tal vez
sea más discutible –cuestiones de productividad y tal- y además hablamos de un
trabajador público, ¿quién va a apreciarlo? ¿Y a supervisarlo?.