Nos hemos convertido en una
sociedad mediocre. Acobardada, servil y mediocre. Y no me estoy refiriendo a la
sociedad española exclusivamente aunque sea la que tengo más presente, me estoy
refiriendo a la sociedad occidental en general que está culminando un camino de
varios siglos en los que, salvo hechos puntuales, se ha ido refugiando en un
adocenamiento inducido por la cesión del individuo hacia las instituciones.
El individuo, armado de sus números
(de cuenta, de identificación, de acceso
a la sanidad, de matrícula laboral, de teléfono,…) se va diluyendo en medio de
unas estructuras de poder inicialmente diseñadas para resolver los problemas
comunes y que con el tiempo se han ido convirtiendo en voraces organismos fuera
del control ciudadano en el mejor de los casos cuando no en causa directa de
los mayores problemas del mismo.
Es inconcebible que convivamos
con normas y leyes dictadas en nuestro favor (póngase el tono ironía activo)
que todos sabemos puramente recaudatorias y coercitivas y no seamos capaces de
obligar a sus promotores a retirarlas avergonzados de forma fulminante. No, no
solo no las retiran y nos piden perdón, si no que con la cabeza alta y la
soberbia de quién se considera por encima de sus administrados nos enumeran una
lista infinita de pretendidas ventajas para nosotros.
Las leyes, las normas, ya no son
un instrumento de defensa de la razón y la convivencia, ahora, aquí, para casi
todos, las leyes y las normas son un instrumento administrativo para despojar
al ciudadano indefenso ante la aplastante maquinaria de unos organismos
administrativos centrados en la explotación inmisericorde del bolsillo privado.
Más allá de la justicia o la razón, más allá de la equidad o idoneidad de la
aplicación de las normas, la administración persigue al ciudadano hasta límites
intolerables, moralmente reprobables, bordeando la ley hasta su aplicación
fraudulenta e interesada.
Así que el ciudadano asiste entre
el pasmo y su incapacidad de una reacción acorde a su indignación a su continuo
despojo, a su permanente indefensión, al pisoteo sistemático de sus derechos
individuales desde las diferentes administraciones -¿Por qué tener un
expoliador si podemos tener varios y que se escuden unos en otros?- o desde
grandes corporaciones protegidas por las leyes que les permiten actuar de forma
lesiva e injusta sin otro derecho que el de la coacción de suspender un
servicio básico ante cualquier posibilidad de resarcirse o rebelarse que el
ciudadano de a pié pueda tomar.
Es intolerable la situación, el
descaro, pero se toleran. Son intolerables las formas, los fondos y las
explicaciones, pero se toleran y se mira hacia otro lado. Son intolerables los
personajes que medran al amparo de estas normas, de estas leyes, y que añaden a
la vejación de su aplicación la insultante, muchas veces, actitud personal de
inquisidor, la altiva confrontación de quien se cree con una superioridad e
impunidad que insulta, que veja, que condena a quien le paga aún antes, sin ni siquiera
haberlo escuchado.
Es un fraude de ley la presunción
de veracidad que permite gravar y/o condenar a un ciudadano sin otra prueba que
la denuncia de otro ciudadano al que se le concede tal privilegio por motivos
de mayor facilidad condenatoria. Es un fraude de ley que reconocida la
presunción de inocencia en la constitución el ciudadano tenga que demostrarla ante
cualquier conflicto con la administración o funcionario o personal asimilado y
no estos su culpabilidad. Baste su palabra
Es fraude de ley utilizar los
plazos y recursos de la administración para dejar indefenso, sin capacidad de
reacción al ciudadano, pero tanto la administración central, como las
administraciones autonómicas, como los ayuntamientos lo hacen sistemáticamente
sin que nadie parezca dispuesto a intervenir o capaz de ponerles coto.
Es fraude de ley, pero su
aplicación es permanente, que las leyes y normas se utilicen con un fin
diferente de aquel para el que fueron aprobadas.
Es fraude ciudadano que alguien
pueda ser condenado por lo mismo que otro sea absuelto, baste cambiar de juez,
de ayuntamiento o de comunidad autónoma.
Es fraude de ley que una ley no
tenga otro objetivo que despojar a un ciudadano de una parte o la totalidad de
los bienes sin pararse en su justa aplicación moral ni en las consecuencias económicas o laborales para el condenado.
Pero a todo esto asistimos y nos
callamos. Todo esto lo sufrimos y los seguimos votando con unos criterios que
solo pueden entender los forofos, los partidarios, los que están dispuestos a
pasar por lo que sea para que no ganen los otros, tan descarados, tan
sinvergüenzas, tan dañinos como estos o más, pero con una etiqueta diferente. Y
es tal el hartazgo, la desinformación, que cuando queremos salirnos del follón
creado solo vemos la opción de los mesías de la palabra hueca, del populismo sin
soluciones, del mesianismo del ciudadano uniforme y plano tan contrario a la
libertad y a las libertades.
Y es que en apenas dos siglos el
habitante de los países occidentales en general ha sufrido una imparable mutación
de ciudadano en contribuyente y de
contribuyente en paganini. Tan imparable e indeseada mutación amenaza con no
dejar las cosas así y convertir al paganini actual en un aborregado esclavo de
un gran hermano, insospechado por su origen para Orwell en unos casos y exacto
en otros, que ya claramente asoma las orejas.
Balad, balad hermanos, con las
papeletas en las manos.
Elegid, elegid con esmero quién
os quitará el dinero.
Bailad, bailad los triunfos de
los que os van a despojar.
Y después de cuatro años,
volveremos, volveremos a empezar. (Si nos dejan).