domingo, 30 de diciembre de 2018

Adiós papá


Adiós papá, aunque seguramente esta no sea la última carta si lo es de una etapa, tu vida física, que ya ha acabado. La última de una enfermedad que nos ha dejado a todos lacerados y de la que tú ya, afortunadamente, descansas.
Adiós papá, hemos mandado tu cuerpo a reunirse con tu alma ya hace tanto tiempo ausente. Espero que se encuentren y que encuentren todo aquello que el mundo les había negado. Hoy el día ha amanecido claro, luminoso, no hay sombras que entorpezcan el reencuentro.
Desde la convicción más profunda de que una vez salvada la barrera, esa tan impenetrable que no deja ni hurtar una mirada, o se encuentra todo o no queda nada que encontrar, mi deseo es que vuelvas a tener todas las edades en las que fuiste feliz y la compensación a aquellas en las que no lo fuiste.
Decía Heriberto que ya estarías paseando por la Area Grande, donde te encontrarías con mamá, con la tía Natalia, con la tía Ketty, con Fidel, con el mudo, con José Luís Román plantando la primera sombrilla del día. Es verdad papá que estarás con todas las personas que son parte y memoria de esa playa tan entrañable para nosotros que trasciende el mero hecho de la arena, del mar, de su ubicación física o de la mera enumeración de las personas que le dieron alma a su evocación y que la hicieron referencia de nuestra generación, que la hicieron suya cuando aún no era de casi nadie más.
Pero también, solo la muerte o la imaginación lo permiten, estarás jugando con tus hermanos y tus amigos en Puente Sobreira, en ese Puente Sobreira de tu infancia que tanto anhelabas, que tanto lloraste mientras nos lo enseñabas la última vez que estuvimos allí y sospechando tú ya que tus recuerdo te estaban abandonando.
Y en las cabalgatas del Corpus con tu pandilla del Orense de los años 40, Marcial Feijoo, Alberto “Cus”, Paco Aranda, y en los que varios años ganasteis el concurso de carrozas representando al Liceo. Y charlando con todos aquellos que sin ser tan íntimos tanto mencionabas: Manaicas, los Barreiros, los Manzano, los Vilanova, los Quesada. Y en las fiestas, cercanas y no tanto, y en el Paseo y en todos esos lugares  en los que fuiste feliz con esa felicidad que la falta de responsabilidades hace inolvidable. Incluso en el colegio, rememorando aquella mítica galopada en el patio en la que recorriste el campo con el balón y cuando fuiste a chutar se te dobló la suela y te caíste sin poder culminar la jugada.
Esa jugada que, a toro pasado, parecería una suerte de constante en tu vida. En tu vida adulta marcada por el paso por el comercio en el que se te dobló la suela, o te hicieron falta, y enterraste tantas ilusiones, tantas esperanzas, tantos proyectos, y tantas posibilidades.
Pero también fuiste feliz en Madrid. Es fácil recordar aquellas reuniones en casa, las celebraciones con el tío Ramón y la tía Kety y todo aquel Orense de extrarradio,  aquel Orense madrileño o viajero de los años 50 y 60 con tantas personas conocidas entrando y saliendo de casa, compartiendo momentos felices, compartiendo mesa y mantel, compartiendo sobremesa y café. Siempre con el tío Julio como protagonista invitado permanente en nuestras vidas, como una suerte de segundo padre, de tutor transeúnte con mando en plaza.  
También hubo años duros. Nunca hay cielo sin infierno. Pero esos ya los sabemos los que los sabemos, no hay por qué recordarlos, no hoy, no ahora que es el momento en el que lo único que importa es que ya descansas, que ya descansamos. Todos.
Si papá, quiero pensar, y así lo expreso, que, rememorando a los antiguos egipcios que no podían alcanzar la otra vida sin que su cuerpo estuviera convenientemente preparado y puesto a salvo, al fin tu cuerpo ha seguido el rastro de tu alma y ya puedes viajar placenteramente hacia otros estados de la consciencia. De una consciencia que te había abandonado en un viaje a plazos.
No puedo escribir esto sin un nudo en la garganta. Tal vez porque a pesar de todas las ideas, de todas las palabras, esto es una despedida y todas las despedidas tienen lágrimas. Tal vez, papá. O tal vez porque además, y siguiendo el curso de la vida, despedirme de ti me obliga a empezar a pensar en mi Puente Sobreira, en mi Area Grande. Me obliga a empezar a pensar que también mis recuerdos son efímeros y que la última barrera entre mi vida y la muerte, la última etapa antes de mi etapa me acaba de dejar y soy consciente.
Aún recuerdo el primer poema que me regalaste, que pusiste en una carpetilla trasparente y colgaste en la cabecera de mi mesa de estudio, el “If” de Rudyard Kipling, que tanto he leído, que ha guido mi vida y que yo he traspasado a mis hijos.
“Si puedes llenar con tus actos los sesenta segundos del minuto que es tu vida, todo lo que hay en la tierra será tuyo, y lo que es más, serás un hombre, hijo mío”
Tú has llenado tus sesenta segundos, papá, aunque los últimos estén llenos de una luz nebulosa y extraña que asemeja el vacío. Tú, reitero papá, has rellenado los tuyos y yo empiezo a descontar los míos postreros. Adiós papá, adiós. Hasta nunca. Hasta siempre. Hasta pronto.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

La pena máxima


El tema es realmente peliagudo. Tiene tantas aristas que uno acaba preguntándose si tiene alguna cara, alguna superficie suficiente para reposar la mirada y profundizar en ella, y si es así no lo es por cuestiones técnicas o éticas, sino por la aplicación colectiva de algo que debería de tener consideración individual. La profundidad del abismo que separa a la legalidad de la justicia se hace insuperable desde el mismo momento en que la ley se olvida del individuo y establece unas normas encaminadas a una igualdad inexistente, imposible. Es mentira que todos seamos iguales ante la ley porque es imposible, incluso injusto, que la ley sea igual para todos, o al menos su aplicación.
He sostenido en algún cuento que la oportunidad de equiparar ley y justicia se perdió con la ira de Moisés al romper las tablas recibidas, porque las leyes fueron reproducidas de nuevo, pero no su forma de ser aplicadas de forma justa. Ahí, en ese preciso momento, esa historia, sea real o ficticia, sea histórica o no, el hombre reconoce que nunca será capaz de aplicar la ley, la parte técnica y coercitiva, de forma justa, la parte ética y reparadora.
Hay tantas leyes, tantas, y tantas interpretaciones que es terriblemente improbable que un juez, ajeno a la historia y sus protagonistas como garantía de neutralidad, sea capaz de abarcar los matices individuales de los protagonistas, las características circunstanciales del hecho, y encontrar la justa aplicación de la ley precisa en su interpretación adecuada.
Para que la ley fuera justa precisaría obligatoriamente de unos elementos que son ficticios: unos hechos incuestionables, unos protagonistas éticamente, o anti éticamente, impecables,  un juez rigurosamente imparcial y unas leyes de imposible interpretación, absolutas. Ninguno de estos elementos se da en la vida real, ninguno  siquiera es previsible que exista.
Pero es que además, y no nos llamemos a engaño, la ley no es justa, para empezar, porque aquellos que la promulgan lo hacen desde una posición moral o intelectual en la que intentan imponer sus criterios a la sociedad, lo que ya de por sí la incapacita para ser justa para todos aquellos que no comparten las reglas del legislador. Cada día más la política interfiere en la legislación y lo hace intentando imponer a la sociedad unas normas de comportamiento y un pensamiento tan volátiles como su propio paso por la capacidad legislativa, creando un juego, y no me apeo del término, que sume al ciudadano en la indefensión, cuando no lo convierte en delincuente, sin que haya una quiebra ética de ningún tipo.
Leyes recaudatorias, leyes discriminatorias, leyes de igualdad desigual, leyes de comportamiento moral, leyes de predominio económico, leyes que regulan leyes, leyes civiles, leyes penales, leyes administrativas, leyes económicas, leyes de leyes, y todo abarcado por una afirmación que sanciona  a todas las leyes, “la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento”, que hace de todos y cada uno de nosotros unos delincuentes en potencia o, por ser más exactos, unos delincuentes inevitables.
Nadie puede conocer todas las leyes, sus interpretaciones, las sentencias que sientan jurisprudencia, ni vivir de forma consecuente sin infringir, en ocasiones directamente de forma consciente y a veces con rabia, tantas leyes existentes para alimentar egos, arcas o sueños de sociedades parciales. Porque una gran parte de estas leyes que nos rigen no son justas, ni puede serlo ninguna de sus interpretaciones, porque muchas de estas leyes que nos amenazan no son otra cosa que una visión personal del legislador. Entiéndase el término  personal como representativo de un colectivo preponderante en un momento determinado.
Tal vez, yo estoy seguro, el principal problema es que se pretende lograr con la ley lo que no se intenta con la educación, porque es más fácil prohibir que convencer, reprimir que formar. Más fácil y habitualmente más lucrativo.
Y si la ley es injusta, si la legalidad es de por sí un apaño humano, y por tanto imperfecto, de unas reglas de convivencia, la forma de aplicarlas y sancionarlas acaba por lograr un entramado económico, ético, político, administrativo, penal de difícil encaje en ningún acercamiento a una utopía social. Por agravio en unos casos, por  ineficacia en otros, por incapacidad en los más, pero sobre todo por la imposibilidad de cuadrar las técnicas penales con las realidades individuales en las circunstancias actuales.
La pena de privación de libertad, por muy confortable que sea el lugar en el que se produzca, es sin duda la más terrible, la de mayor violencia punitiva respecto al individuo. No hay nada más tremendo e irrecuperable que el tiempo en el que no puedes disponer de tu vida libremente. Tal vez los que hemos hecho el servicio militar conozcamos, levemente, la sensación de frustración y pérdida que esas situaciones producen.
Llevamos un tiempo a vueltas con la prisión permanente revisable, con su constitucionalidad, con su pertinencia, con su aplicación, con su encaje en los derechos humanos, con su conveniencia en definitiva. Es, seguramente, la mayor de las penas que se puede imponer. Que se puede imponer legalmente, porque sin duda la mayor pena es la muerte. Y no, que esos que ya se han llevado las manos a la cabeza las bajen, no estoy reclamando, jamás lo haría, la pena de muerte, pero tampoco puedo olvidar que hay individuos que se arrogan esa potestad sin que nadie se la haya otorgado.
No hay nada más definitivo que la muerte, incluso para los que crean en otras vidas, y es por ello que aquellos que matan por perversión, por inclinación, por casualidad, por vocación o por cualquier otro móvil que se nos pueda ocurrir, han infligido a otro la pena máxima e irreversible. La capacidad punitiva de la ley tiene dos finalidades que han de balancearse a la hora de aplicarse, la prevención de la repetición del delito y la re educación del delincuente como método para evitar esa repetición.
Pero esa re educación debe llevar aparejadas la capacidad de arrepentimiento, la asunción de la culpa y la inequívoca voluntad de no repetirla. Si en un individuo no se dan estas premisas, si un individuo se muestra impermeable al horror perpetrado, si muestra una, aunque sea leve, tendencia a la repetición de su crimen, ningún tiempo que transcurra privado de libertad garantizará que no vuelva a cometer la misma acción una vez devuelto a la sociedad, que no estará preparada, ni tendrá defensa contra su decisión. El tiempo es un castigo, no un bálsamo ni una solución a un problema.
La muerte, por única e irreversible, es excepcional, y yo estoy convencido que aquellos que matan deben de estar sujetos a una pena excepcional. Excepcional en su dureza y excepcional en la justeza y magnanimidad con la que debe de ser tratado su término “revisable”, que siempre deberá imponerse al de “permanente”.  Matar por accidente lleva implícita la culpa de lo acaecido y su pena está implícita en su recuerdo, pero aquellos que matan por inclinación, por deformación o por voluntad deben de ser apartados de la sociedad hasta que demuestren una capacidad de superar los motivos que los llevaron a privar definitivamente de la libertad de vivir a otros.
No a la venganza, sí a la justicia y sí, sobre todo, a la defensa de las posibles víctimas. Ningún discurso ético, ninguna posición moral o discurso político puede devolver la vida a quién se haya visto privado de ella, y la ley debe de proteger primero a la víctima potencial, y después, solo después, al verdugo si tiene recuperación social posible. No es justo, como de hecho ha sucedido, mirar para otro lado decidiendo la falta de idoneidad preventiva de una solución penal no aplicada a un verdugo como pirueta ética para justificar una posición respecto a esa solución penal. No es justo, no es ético, es innecesariamente cruel con el entorno afectivo de la víctima y por tanto reprobable para los que lo han usado tan inconvenientemente y con bastante falta de respeto. En un sentido y en otro.
Yo no soy Laura, ni soy Sandra, ni soy tantas víctimas de asesinos que en nuestra sociedad se producen. Pero tampoco soy un vengador, un iluminado, ni ninguna suerte de justiciero. Solo pretendo ser alguien que reflexiona y que tras hacerlo opina, con todos los peros y todos los pros sobre la mesa, sobre algo que la sociedad demanda, o condena.
En este caso sobre la pena de prisión revisable permanente. En este caso, y mientras haya asesinos no re insertables, por los motivos que sean y que no importan tanto como la vida de la posibles víctimas, sin frentismos ideológicos ni revanchismos emociónales a favor de su aplicación excepcional y magnánima cuando así la evolución del reo lo aconseje.

lunes, 17 de diciembre de 2018

A propósito de la Navidad


Llegan las fiestas navideñas, y del mismo modo llega la polémica en algunos lugares donde las acciones públicas llaman a eliminar los símbolos que la identifican, a convertir una fiesta muy arraigada en el ideario popular en otro tipo de fiesta que desencanta y causa reacciones contrarias a las pretendidas.
Paseaba el otro día por el mercadillo de la Plaza Mayor de Madrid, que tradicionalmente en estas fechas es navideño, lleno de figuras para montar belenes, adornos, luces y útiles para árboles, puertas, ventanas y cualquier otro lugar del hogar que se nos ocurra iluminar o decorar, todo ello trufado con los típicos y tópicos artículos de broma para usar el 28 de este mes de diciembre, los Santos Inocentes, cuando me encontré con un grupo de unas veinte musulmanas ataviadas de su forma habitual acompañadas de una nube de niños. Paseaban, insisto, al igual que yo por el mercadillo y lo hacían interesándose por el contenido de los puestos y comentando entre ellas. No puedo decir, porque mi conocimiento del idioma que hablaban es nulo, de que cariz eran los comentarios, pero por sus gestos y tonos de voz no parecían distintos de los de las demás personas circundantes. No pude evitarlo, la idea vino sola a mi cabeza: espero que alguna de estas no sea de las que después van al colegio de sus hijos y protestan porque hayan colocado un belén o algún otro símbolo propio de estas fiestas.
No, la actitud, el comportamiento de aquellas mujeres y niños no daba para que determinados anti navideños públicos, de esos que usan sus cargos para liberar sus frustraciones, los usasen como excusa de agresión cultural para prohibir lo que ellos siempre habían deseado prohibir y no sabían cómo lograrlo. Yo les llamaría los Grinch públicos, pero mi aversión a la utilización de tradiciones foráneas me impide hacerlo. Les llamaré simplemente tontos públicos pretendidamente útiles.
Y es que en estas fiestas todo el mundo se posiciona. Están, como ya hemos comentado antes, los anti navideños, que odian todo lo que suponga un reconocimiento de la fiesta, sea una actitud, un adorno o una canción. También existen los indiferentes, los que no aprecian ni desprecian, los que no festejan ni les importa que los demás sí lo hagan. Y finalmente estamos los que disfrutamos de la navidad. Aquellos a los que la navidad nos mueve algo en el interior.
Hay personas que son muy de Nochebuena, muy muy de la cena, y la consiguiente comida del día siguiente, en familia, de villancico, zambomba y pandereta. Muy de menú tradicional, ardor de estómago nocturno y jolgorio casero. Pero también los hay muy de Nochevieja, muy de cena desacostumbradamente temprana y abundante para luego tomar las uvas y la fiesta correspondiente, en la calle, en un teatro  o una discoteca, o en casas particulares entre amigos.
Y luego estamos los que somos muy de Reyes Magos, los que somos de la ilusión del día siguiente, de encontrarse los regalos, de abrirlos y celebrarlo, aunque en algunos casos sea con mala cara o con cierto desencanto, y estrenar si corresponde, y jugar si toca. En todo caso de sentir internamente la emoción de querer y ser querido y saber que en algún punto del lejano oriente, allí por donde sale la luz, alguien se acuerda de nosotros aunque sea una vez al año, bueno, dos porque también se acuerdan el día que reciben nuestra carta.
Y ¿Qué es lo que me hace sentir que la fiesta de los Reyes es la que más me gusta? Habrá quien piense que los regalos, y algo tiene de razón, a nadie le amarga un dulce, pero aun reconociendo que los regalos gustan hay algo que hace de los reyes una fiesta especial, distinta a las demás fiestas con regalos, cumpleaños, onomásticas, aniversarios, algo que hace que el entorno vibre de otra forma: la ilusión, el sentido mágico que acompaña al hecho de delegar el regalo en esos seres que una vez al año trabajan con denuedo para hacer nuestras vidas un poc más humanas, un poco más tiernas, un poco más inocentes y felices.
Recuerdo el día que mi hijo, después de varios comentarios predicitivos me comunicó que él ya sabía quiénes eran Sus Majestades. Mi reacción fue instintiva, no premeditada:
-          Espero que lo tengas muy claro, porque tus padres nunca te van a hacer un regalo en estas fechas.
Mi mensaje debió de ser claro, no hubo más comentarios. Mi hijo ya con veintinueve años,  y el resto de la familia, seguimos a día de hoy escribiendo nuestra carta a Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente en las que plasmamos aquello que queremos, que necesitamos, cada vez menos, o que nos haría ilusión. Es verdad que los tiempos han cambiado, que hemos pasado de los buzones de correo a los correos electrónicos o, ya, a incluir a sus majestades en grupos de WhastsApp. Pero con independencia del medio, ¡!he ahí la magia¡¡ las reglas generales son las mismas, el día 6 por la mañana y en el lugar conveniente los regalos están prestos a que la familia los abra y los celebre. Todo debe de ser una sorpresa compartida y celebrada.
Bueno, hasta hace unos años, hasta que llegó Gallardón a la alcaldía de Madrid y se la cargó, también era muy de la cabalgata, y de las luces y de algunas otras cosas que en Madrid han dejado de tener ningún encanto. Antes, hace unos años. Ahora me tengo que conformar con ver en las noticias y en las películas como existen lugares en el mundo, casi todos, que sin complejos celebran estas fiestas como siempre. O eso o viajar a esos lugares para poder disfrutar de un genuino espíritu navideño callejero y expansivo.
No sería justo, olvidar en esta fiesta a algunos otros personajes locales que complementan la labor de los Reyes: El Olentzero, el Apalpador, el Caga Tío o el Anguleru. Y tampoco debo olvidar, por más que venga de lejos y su labor se algo intrusista, a Papá Noel. Todos ellos trabajan por la ilusión. Por la de los niños, añaden algunos, ja, y por la de los adultos.
En fin, que no quiero acabar esta pequeña reflexión sin cumplir con otra tradición propia de estas fechas, desear felices fiestas y próspero año nuevo a todos los hombres de buena voluntad, si, a las mujeres incluidas, por supuesto, tal como nos enseña el idioma.
Hasta aquí la parte fácil. Pero con ánimo claro, y con aviesas intenciones, me permito desearles lo mismo a los de mala voluntad y ánimo torvo, que se joroben.
Felices fiestas, magia y fantasía para todos, todos y todos.

sábado, 15 de diciembre de 2018

Las dominancias


A veces es difícil expresar lo que se siente, la perplejidad, el dolor, un cierto toque de ansiedad que emanan de una mirada a lo que te rodea. Rabia, ira, odio. Al fin y al cabo son sentimientos humanos, reacciones complejas que nos son propias aunque seguramente pertenecen al lado más oscuro de nosotros mismos.
Nadie puede declararse inocente, creo que nadie, de haber sentido en algún momento esas terribles sensaciones, de sentirse inmerso en una marea que te arrastra y te deja incapacitado para la razón, para el diálogo, para cualquier sentimiento o voluntad constructivos.
La tragedia, siéndolo el simple hecho de sentirlos, es cuando explorando el origen y las posibles motivaciones uno encuentra en ellos manipulación, falta absoluta de rigor, intereses no confesados que sirven a terceros o, muy a menudo, simplemente soberbia, envidia, miedo o ambición, sea esta de bienes o de acaparar a otros en la relación.
Parece ser muy fácil, y es terrible, para cierto tipo de personas, de forma estudiada en unos casos y de forma intuitiva en otros, crear sentimientos de rencor hacia otras en busca de un beneficio propio, simplemente, o en busca de un perjuicio ajeno. Parece ser muy fácil, y es ignominioso, el uso de esa capacidad para crear dolor a su alrededor sin que nadie los señale directamente. Sin que, en muchos de los casos, ni siquiera ellos mismos sean capaces de señalarse
Lo vemos a diario en la política. Los nacionalismos, la xenofobia, las ideologías frentistas, las fracciones de la sociedad en segmentos, en clases, en buenos y malos, en amigos y enemigos, donde solo debería haber internacionalismo, búsqueda de una mejor sociedad, rivales o discrepantes que no olvidan al otro mientras buscan lo propio, son claros ejemplos.
Pero, desgraciadamente, también lo vemos en cualquier otro ámbito humano. En la empresa, en la familia, en los grupos de “amigos”, o en cualquier otro entorno asociativo que los hombres ponen en marcha.
Los casos de acoso, esos casos que tanto tiempo fueron ignorados, así como los casos de adoctrinamiento y, o, sectarismo no son más que la punta del iceberg de situaciones cotidianas que infectan la sociedad en cualquiera de sus facetas. No todos los casos se ajustan a los patrones o son evidentes, no todos los casos implican una violencia física o psicológica obvias, no todos los casos son flagrantes. No, no todos, y en esos menos evidentes muchas veces las personas de alrededor son tan culpables como quienes generan la situación. Por falta de observación unas veces. Por disculpa simpática otras. Por falta de interés real la mayoría.
En muchos casos el acoso del que hablo es una labor lenta, de goteo, casi imperceptible que va aislando a las víctimas del entorno en el que el “victimador”, perdóneseme el palabro pero creo que es descriptivo y favorable, puede sentirse más inseguro, o más desplazado, o menos valorado, o cualquier otra situación que le provoque la necesidad de crear un ambiente que lo aísle del entorno que no puede manejar, o que desea destruir en los casos más extremos.
Un gran inconveniente es llamarle acoso, que es una palabra que evoca violencia, o agresividad, o unos comportamientos predeterminados que no se ajustan a la realidad. Yo le llamaría dominancia. Esa capacidad de imponerse sobre otra persona débil, débil en la relación que no necesariamente en los demás ámbitos de su vida, que hace que en la mayoría de las situaciones ni el dominado ni su entorno sean capaces de darse cuenta de lo que sucede, lleva a esos sentimientos de odio, de rencor, de ira, de intolerancia y de incapacidad de diálogo con las otras personas, con el entorno al que se desea aislar.
Hay leyes contra el acoso. Hay leyes contra la dominancia impuesta de forma evidente o violenta, pero no hay ninguna ley que nos proteja, ni a los dominados ni a los que lo sufren como terceros, contra la dominancia más cotidiana y menos evidente.
Los nacionalismos de cualquier tipo son dominancias evidentes, son conflictos que crean rencor en base a unas razones que de forma perfectamente meditada buscan el enfrentamiento entre dos partes de una sociedad. También lo suelen ser los llamamientos ideológicos que buscan argumentos que permitan dividir a la sociedad entre los “míos” y los demás.
Pero también suelen ser dominancias aquellos conflictos familiares en los que la ruptura se produce más por una labor soterrada por parte de la persona ajena a la familia, entiéndase ajena como no consanguínea, que hace que las diferencias se agranden y se hagan insalvables en vez de hacer esa labor sorda y beneficiosa que consigue que se salven las barreras que las relaciones familiares a veces levantan.
He dado dos ejemplos. Podría dar más. Podría dar nombres, fechas, situaciones. Cualquiera podría mirando su entorno o su propia experiencia, pero no se trata de eso, no. No se trata de eso. Se trata de denunciar, se trata de comprender, se trata de que en muchos de esos casos ayudar es más complicado, pero mucho más humanitario. Se trata de no mirar para otro lado y pensar: ese es su problema, yo en eso no me meto, o cualquiera de esos otros mantras que nos permiten mirar para otro lado, que tantas oportunidades dan al mal y al dolor. Busquemos situaciones de rabia, de odio, de frentismo a nuestro alrededor y busquemos la dominancia que hay, casi indefectiblemente, en su origen. La ambición, la soberbia, la envidia o el miedo que hay al final de la búsqueda.  Si conseguimos, aunque sea de forma casi casual, leve, que esa dominancia se suavice, o desaparezca, habremos ayudado a una persona infeliz, a un dominado, pero, y aunque pueda parecer increíble, posiblemente también habremos ayudado, en los casos de actitud inconsciente, al dominador.
No hay ningún conflicto humano, ninguno, que no pueda resolverse de forma amigable, amistosa. Tal vez cordial sería una exageración. Pero siempre será imposible si existe alguna dominancia, algún dominador que las enrede. Las guerras, las luchas fratricidas, los conflictos laborales, los enfrentamientos sociales o cualquier otro tipo de conflicto que busque preponderancia, poder o razón absoluta solo son dominancias ocultas.

Por un mundo sin dominancias, por un mundo en fraternidad.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Perdón papá, perdón, perdón, perdón, perdón.


Perdón, papá, perdón, perdón, perdón, perdón, perdón.  Tal vez las veces que te lo pida sean suficientes, tal vez,  para ti, con una fuera bastante, pero me temo que el que va a tener problemas para perdonarse soy yo mismo. Es posible que tenga la culpa tan profundamente clavada que no consigo encontrar la penitencia para poder aliviar el pesar que me invade.
Alguien tuvo la brillante ocurrencia de inventar la frase de: “una vez viejo, dos veces niño”. Merece un castigo acorde con la futilidad y perversidad de su afirmación. Ayer, mientras te cambiábamos en un estado lamentable, pensaba en cuál era la diferencia entre lo que estaba haciendo contigo y la misma tarea que había realizado el día anterior con tu biznieta. No, la tarea no tenía nada que ver. El problema no era de peso, de facilidad de manejo, o de otras apreciaciones de tipo escatológico. No, el problema era de dignidad. El problema es que la dignidad de un viejo no es el doble que la ausencia de dignidad, la inocencia, de un bebé. Tú jamás hubieras permitido ciertas cosas que ahora te son cotidianas.
Así que lo único que me queda es pedirte perdón, muchas veces, insuficientes veces, convertir el deseo de perdón en un mantra que me permita mirarme al espejo sin despreciarme en mi imagen como hijo.
Perdón, papá, por mi debilidad, por haber cedido cuando tu enfermedad apenas empezaba a manifestarse y permitir que me convencieran de que estabas perfectamente y que era solo mi exageración la que veía un problema donde no lo había. Si no hubiera cedido, si no me hubiera conformado y hubiera intervenido tal vez las cosas hubieran discurrido de diferente forma.
Perdón, papá, por mi cobardía. Cuando la enfermedad ya era manifiesta fui incapaz de enfrentarme para conseguir medidas preventivas que demoraran y aliviaran tu mal. Por mi cobardía hasta hace unos días intentando evitar un enfrentamiento a cambio de no actuar como yo creo que deberíamos para darte los cuidados que yo creo que necesitas.
Perdón, papá, por no preservar tu dignidad, por permitir que sucedan cosas que tú no habrías permitido jamás, por permitir que, a veces, seas una especie de muñeco en manos ajenas. Me sonrojo, me avergüenzo cada vez que lo pienso.
Perdón, papá, por no haberte escuchado con la atención que tus historias merecían y que hoy añoro y me gustaría recordar. Cuantas veces las contabas, en los últimos tiempos casi como si intentaras desesperadamente que nos impregnaran, y siempre estábamos ocupados con otras cosas.
Perdón, papá, por cada minuto de tú no vida actual en la que veo con dolor e ineficacia como tu calidad de vida es absolutamente insuficiente. Por tolerar que tu falta de comunicación se entienda como una falta de sufrimiento.
Perdón papá, por no ser capaz de transmitir a los demás tu situación real y permitir que compren una fantasía amable emanada de una incapacidad de asumir tú estado actual.
Seguiría desgranando mis culpas, mis cuitas, mis necesidades de perdón, pero eso significaría ya meterme en historias con personajes y detalles y, de momento, creo que no toca. No ahora, no por este medio. No.
Es hora de dejar esta carta, de abandonar la auto flagelación, de sustituir las palabras por los hechos. Es hora de darte la cena, la medicación y esperar a las chicas que vienen a cambiarte tres veces al día, como si las necesidades de un cuerpo sin voluntad respetaran turnos. Es hora de asistir a esa rutina que me destroza y me llaga el alma. Es hora, un día más, otra vez, de asistir a mi propia humillación sentida a través de tu cuerpo. Afortunadamente, espero, que en algún lugar indefinible tu espíritu liberado de todos estos sentimientos y frustraciones terrenales entienda lo que digo y me perdone. O tal vez tenga que esperar yo a alcanzar ese estado para perdonarme, al fin y al cabo la culpa, para los que somos capaces de sentirla, reside en el interior de cada uno.

lunes, 3 de diciembre de 2018

Va de pulpos


Más despistada que un pulpo en un garaje. Así se encuentra la izquierda en estos momentos, y el problema no es que esté despistada es que está empecinada, es que pretende perseverar en el error de considerar a cualquiera culpable antes que a ellos mismos, en el error de dirigir a una sociedad en vez de liderarla, en el ridículo y soberbio error de decirle a los ciudadanos lo que tiene que pensar en vez de escuchar lo que piensan.
Porque esos son los grandes errores de una izquierda más interesada en sentirse moralmente superior, en imponer su criterio por los medios que sea, en ser más una anti derecha que una fuerza progresista, y la sociedad, los votantes, no se lo perdonan.
Hace no mucho hablaba de la ley del péndulo y sus consecuencias cuando pretende ignorarse. Cuanto mayor sea el desplazamiento hacia uno de los lados mayor será la violencia del retorno, y en eso estamos. La izquierda, en realidad cualquier fuerza política, acostumbra a confundir a los votantes con los afines. Acostumbran a confundir el ideario popular con su ideario ideológico. Acostumbran a confundir, para desgracia de todos, el ejercicio del gobierno con la detentación del poder. Y así nos va, y así les va.
No se puede decir en serio que hay que parar a la ultraderecha en Andalucía mientras uno se perpetúa en una posición de gobernante nacional obtenida con el apoyo de unas fuerzas nacionalistas que no tienen más apoyo en Europa que las fuerzas de extrema derecha ni más objetivo que la subversión del orden que el gobierno dice defender. No se puede y la gente, los ciudadanos de a pié, esos que no son militantes y no compran las mentiras por el simple hecho de que las dice quién las dice, se revuelven y van acumulando inquina que les brota por la ranura de una urna.
Pero nadie parece decírselo a ese proyecto inconcluso, o incapaz, no tengo claro cuál de los dos atributos le corresponde, o si le corresponden los dos, de líderes con maneras absolutistas que la izquierda ha puesto en juego.
No se puede hablar de los peligros de la extrema derecha y mirar hacia otro lado cuando se habla de la extrema izquierda que tiene los mismos objetivos y, prácticamente, iguales métodos. No se puede hablar de extrema derecha insinuando las camisas azules, o pardas, o negras, a la imaginación de la gente y no hablar de la extrema izquierda, enmascarándola como izquierda radical, olvidando sus episodios, tan sangrientos como los otros, aunque fueran llevados a cabo con camisa de otro color, o descoloridas. O todos tirios, o todos troyanos. O todos extremos, o todos radicales. Y sin miedo, sin miedos, sin aspavientos.
No se puede acusar a la derecha de la extrema derecha cuando esta florece por la continua afrenta que sufre en sus convicciones por el frentismo de esa izquierda más preocupada por pasear cadáveres, por subir los impuestos, por ignorar al ciudadano individual que tiene sus inquietudes e intentar difuminarlos en una masa sin cabeza. No la extrema derecha la provoca la izquierda del mismo modo que a la extrema izquierda la alimenta la derecha. Y cuanto más radicales sean izquierdas y derechas más extremas serán sus réplicas.
El ciudadano medio está indignado con la gestión de la inmigración, con la justicia de género, con la memoria histórica vista con un solo hemisferio, con las insinuaciones permanentes de subidas de impuestos, con varios meses de ineficacia, con la incapacidad de solucionar de una forma eficaz el problema de los nacionalismos, con una legalidad solo interesada en los pudientes, con…
Lo lamentable es que el pulpo de la izquierda es de la misma raza que el pulpo de la derecha y lo único que sucede es que de momento solo se puede activar un pulpo cada vez. De momento.