jueves, 31 de diciembre de 2015

Día a día

Hace tiempo ya, papá, que no te escribo. Hace tiempo que no fluyen las palabras, la tuyas hace más, las mías algo menos, y se escancian en renglones de un cuaderno. Hace tiempo, papá, que la rutina de acercarte cada día a un abismo, no pone en marcha el reflejo de contarte, de contarme, de contar a quien quiera escucharlo, que cada día estamos más cerca del abismo. Hace ya algún tiempo, papá, que el deterioro que tus actos marca , que tu carencia de palabras explica, que tu declinar físico hace patente,  un día a día de rutina que no nos sobresalta.
Es la decadencia, papá, una rutina que se va apropiando del tiempo, de la vida, del alma, no solo de la tuya, papá, que en cierta forma ha volado, si no de la de todos los que, a tu lado, somos testigos de su marcha. Día a día te miramos, te evaluamos, nos alegramos de no apreciar ninguna diferencia o nos acongojamos, se nos hace un nudo interior y férreo, porque las señales  no son más favorables. Nada llamativo, papá, un gesto, una mirada, o su ausencia, una palabra, o su ausencia, que nos ponen sobre aviso, que nos dan un toque de atención, una llamada. Pero esto como digo, papá, es día a día, como día a día te asomas a mirarte, como día a día te preguntas “¿cómo estará?” por la mañana, para por la noche no saber que responderte.
Día a día, que fatal escala de tiempo que no pasa. Que fatal medida de sopor del sentimiento, de rutina. Que cruel acumulador de espacios que no parecen transcurridos hasta que mirando para atrás, en un momento, te percatas de que el tiempo sí ha pasado, de que los males, que el día a día parece ocultarte, han sucedido ante tus ojos sin que pudieras advertirlo. Día a día el deterioro va avanzando y día a día lo aceptas sin sumarlo y, pasados muchos días, día a día, te encuentras el daño acumulado. Como el discurrir de la aguja de las horas en la esfera, como el deslizar en un tobogán que no se acaba: nada se mueve, ni se para.

Hace ya tiempo, papá, que no escribía porque la rutina del mal me amordazaba. Todos los días esperando que decirte, todos los días esperando a que contaras, todos los días observando, acechando, me volvía a casa sin palabras, sin reparar en que cada día en mi retorno acumulaba una letra más, que día a día, iban conformando esta carta.

viernes, 25 de diciembre de 2015

Tirarse los trastos

Hay una frase en castellano que se utiliza para conflictos sin posibilidad de arreglo: “tirarse los trastos a la cabeza”. Y eso es lo que creo que está pasando últimamente. Hay gente que parece considerar que está en su mano forzar un cambio de la historia y, sobre todo, que ese cambio se tiene que producir ya, de su mano, en el breve periodo de un, perversamente llamado, mandato.
Tal vez sería conveniente que alguien les explicara que la historia es inamovible, pertinaz, histórica, aunque parezca una redundancia, y aquellos que pretenden cambiarla, adaptarla a sus deseos, ideologías o necesidades, reciben el cordial título de manipuladores.
Y la largada ¿a qué viene?, pues viene, y va, como el flujo y el reflujo, a la decisión de cambiar los nombres de ciertas calles de Madrid. ¿Es que me parece mal? No. Me parece que las personas implicadas en las muertes de compatriotas por motivos ideológicos no deben de ostentar ningún tipo de reconocimiento público. Ninguna persona y ningún reconocimiento. Pero  estrictamente. No me parece bien que se quite un nombre por motivos políticos y se sustituya por personajes políticos de ideología contraria. A ciertas personas el haber perdido una guerra no las exime de sus culpas antes de que se produjera el conflicto y durante su desarrollo. Eso es tirarse los muertos a la cabeza y me parece un ejercicio innoble, indigno, porque es considerar que en esa guerra, en ese nefasto momento de nuestra historia, hubo muertos de primera y muertos de segunda, y olvidar que muchos murieron donde les tocó, donde les pilló el horror, y su muerte nada tiene que ver con ideologías o valores.
¿Es que solo hubo asesinos en un bando? ¿Es que una denigrada legalidad, puesta en cuestión por muchos de los que ahora la reclaman, justifica las barbaridades cometidas? ¿Es que no todos tenemos muertos en ambos bandos? ¿Es que la historia que me han contado mis mayores, de ambos bandos, de muchas facciones, se la inventaron y solo la saben algunos iluminados de hoy en día?
Tirarse los muertos a la cabeza solo genera más frentismo, más intolerancia, más resquemor entre aquellos que, incapaces de sustraerse a la provocación de ciertas actitudes revanchistas, entran en el juego de los que caen en la tentación, la osadía, de hacer películas de buenos y malos que nunca pueden soportar el menor rigor histórico.
Yo, sinceramente, en este tema encargaría unas placas del callejero que den la opción de cambiar el nombre a voluntad del que gobierne en ese momento. Eso supondría un ahorro considerable con vistas al futuro. O eso, o poner en las calles sus nombre antiguos, o nombres de personajes universales que hayan contribuido al bienestar de la sociedad, de personajes que, el día de mañana, no puedan ser objeto del mismo sectarismo que ahora se pretende perpetrar.
¿Es que los nuevos nombres no se merecen un reconocimiento? Si, definitivamente sí. Pero lo que no se merecen es ser utilizados para un quítate tú para ponerme yo, para un uso que pueda ser cuestionado en el futuro, y en el presente. No olvidemos que entre los nombres propuestos está el de Santiago Carrillo, figura histórica y al que los españoles tenemos que agradecer su cuota parte en la actual constitución y en la construcción de la actual convivencia, cuya figura siempre arrastrará su implicación en ejecuciones colectivas por motivos ideológicos.
Todos los que vivimos tenemos fantasmas, claroscuros, pasajes de nuestra vida de los que no sentirnos orgullosos, pero no  se puede, en nombre de nada ni de nadie, intentar tapar una parte de la historia que no guste ignorando olímpicamente que existe otra parte de la población que se siente más identificada con esa parte que se pretende borrar, que se quiere reescribir. Es una inversión en problemas de convivencia en el futuro.

Es justo reivindicar a los muertos, es justo poner bajo la lupa a todos los personajes que vivieron esa atrocidad, pero lo que no es justo es considerar que todos los buenos estaban en un bando y todos los malos en el otro. Esa es otra forma de provocar en la historia un bandazo que antes o después tendrá que ser corregido, posiblemente, históricamente, con otro bandazo. Y los bandazos se dan, sobre todo, en tiempo de tormenta, y pueden acabar en un naufragio.

jueves, 24 de diciembre de 2015

Una historia chusca

Hay historias que son chuscas, historias que reflejan como el exceso de celo, entusiasmo o razón, pueden llevar a la estulticia.
Asistí hace un par de años, en la ciudad portuguesa de Tomar, al primer encuentro de caballeros templarios al que acudieron grupos de toda la península y de otros países allende los Pirineos. Había agrupaciones de caballeros templarios de diversas ciudades, unas con mayor rigor histórico y otras con mayor carga tradicional y, o, turística.
Tomar, ciudad que acogió a los templarios en su persecución, ciudad que conserva aún construcciones y restos ligados a los caballeros de la Orden del temple, quería hacer un homenaje a tan controvertidos personajes reuniendo en un desfile,  y conmemorando con mercadillos y actos de aire medieval, a todas las asociaciones, cofradías o capítulos que rememoran su existencia.
Y cuento esto porque de entre todos los que se presentaron para participar hubo una agrupación española que vio como los organizadores rechazaban la inclusión de parte de sus miembros ¿Porque llevaban los uniformes equivocados? No, ni por eso, ni por ningún problema de vestimenta, acreditación o pertinencia. Los miembros rechazados eran mujeres y los organizadores portugueses, cargados de razón, no entendían que en España se admitiera la existencia de “caballeras templarias” ya que nunca habían existido. En todo caso ellos no las admitieron y las “caballeras templarias” y sus acompañantes, indignados, no participaron en el desfile.
Y es que, en España, como somos los más modernos, los más avanzados del mundo mundial, eso de las tradiciones es algo que cualquier recién llegado se siente con capacidad para eliminar, cambiar o adaptar a sus preferencias particulares alegando toda suerte de modernidades propias y oscurantismos ajenos.
Recordemos que ciertos concejales, de cierto partido por cierto ayuntamiento, decidieron que a partir de resultar electos realizarían todas sus intervenciones utilizando el femenino con objeto de reivindicar la igualdad de género, lo que, así a bote pronto, me parece una estupidez supina, y pensándolo mejor, digno de soplagaitas.
Y todo esto viene por la noticia de que alguien en el ayuntamiento de Madrid se planteó que en estas navidades sería bueno que existieran reinas magas. ¿Qué eso que es lo que es? ¿? Y yo que sé. En principio creí que el título correspondía a alguna comedia perdida de Tono o de Miura, pero al ver que no, que la cosa parecía ir en serio, me puse a repasar textos y no fui capaz de encontrar la tal figura en ninguna tradición, en ningún tratado histórico.
Yo que creí que una vez eliminado Gallardón de la vida pública las fiestas navideñas en Madrid ya no podrían empeorar, incluso que podrían mejorar, pero me he encontrado, entre esta historia, la del belén y las luces de diseño, con un todavía más moderno, triste, perverso e insulso planteamiento de las navidades en nuestra capital.
Está claro que alguna mente, de un brillo que no nos permite atisbar su brillantez, ha decidido que tiene que pasar a la historia. Él, o ella, pensará que por su capacidad de innovación, su compromiso con enseñar a todos su verdad y su lucha por la igualdad. Otros, ellos y ellas, pensaremos que por su capacidad chusca.
El caso es que sea por lo que sea lo que sufre con esta historia es la ilusión que los niños, y los no tan niños, tenemos puesta en una de las pocas fiestas que exaltan el escasísimo sentido mágico de la vida. Todos los medios de comunicación, entrando en un juego triste, se han puesto a comentar la noticia abiertamente, sin pensar en, ni penar por, el daño que se realizaba difundiendo esa noticia a los cienes y cienes de niños, y no tan niños, que aún, afortunadamente, creemos en Los Reyes Magos.

Claro que a lo mejor se trata de eso, de eliminar la ilusión, de acabar con el sentido mágico, de hacer de todos nosotros, permanentemente, unos esclavos de la razón más fría, de que todos pertenezcamos a un tipo y mentalidad única que ya se encargaran algunos, los listos, los superiores moralmente, los poseedores de las verdades absolutas, de dictar en que consiste. Peligroso verbo. Dictar. 

lunes, 21 de diciembre de 2015

Ni para ti ni para mi

Entre mi mujer y yo  hay una frase que nos ha dejado la experiencia y que sirve para recordarnos que las cosas no habladas, las cosas que no se cierran con tiempo y comunicación acaban pudiendo ser un auténtico despropósito.
Viene la frasecita de cierta vez que nos alojamos un par de días del mes de diciembre en una casa que habitualmente alquilábamos durante el mes de agosto. Avisamos a los dueños que íbamos a hacer un viaje por aquella zona y, como la casa estaba vacía, nos dijeron de usarla, cosa que aceptamos dado que después de tantos años es como nuestra casa. No preguntamos cuanto nos costaría, no nos dijeron cuanto nos costaría, la casa en agosto es barata, eran dos noches, no es una empresa… pero cuando preguntamos, casi por cortesía, lo que debíamos surgió la frasecita: “Mira, ni para ti ni para mi… “, seguida de un importe disparatado, casi de hotel de lujo. Tardamos algún tiempo en superar el estupor y una vez superado nos quedó la cartera bastante más vacía, la frase para la memoria y una amarga, pero divertida, experiencia.
Bueno, pues cuando esta mañana he leído el resultado de las elecciones lo primero que me ha venido a la cabeza ha sido la dichosa frasecita. Primero he pensado que mi cabeza se atenía solo al sentido literal de la frase, es decir, no hay ganador –ya se, ya se, todos han ganado-. Pero intentando entenderme un poco más he comprobado que no, que estaba pensando en la experiencia completa, en que de esto vamos a salir un poco, o bastante, más pobres, y al cabo de un tiempo vamos a quedarnos con una experiencia amarga -incapacidad de pactar, de llegar a acuerdos, frentismo, intolerancia- y divertida, aunque el humor sea negro y la risa nerviosa.
Ya la exhibición de incapacidad de actitudes de estado del día después es patética. Todos hablan de diálogo al tiempo que afirman rotundos que ya tienen su postura decidida. ¿De qué diálogo hablan? ¿De quedar a tomar café? ¿De comentar las anécdotas de la campaña electoral? ¿De hablar mal de los que no están presentes? ¿De comentar sobre el tiempo o el coste de la cesta de la compra?
Tengo la impresión de que los viejos partidos están dispuestos a infringir un severo castigo al pueblo por su osadía de salirse de la fila, y la aún más triste impresión de que los nuevos partidos mean agua bendita y cuando quieran darse cuenta la gente, castigada por sus incapacidades y falta de cintura, volverá desencantada a la fila. Más pobre, más triste y experimentada, pero sobre todo habiendo perdido una oportunidad y una cuantas hilachas más de libertad.

Al final ni para ti ni para mí, para ellos, para los de siempre, contra los de siempre. El juego continúa y las cartas están marcadas. 

viernes, 18 de diciembre de 2015

El Efecto Mariposa

Lo decía hace poco, hace nada. Si me llego a retrasar una semana incluiría lo de hoy en lo de entonces. La realidad es tozuda, en este país por lo menos, y se empeña en dar y quitar razones. En mi caso de dar, desgraciadamente.
España es un país de antis, mucho más de antis que de pros, y solo desde esa perspectiva podemos entender ciertos comportamientos, ciertas carencias morales y éticas, ciertas dejaciones lamentables de humanidad.
Lo decía hace demasiado poco y, aún a riesgo de repetirme, lo reafirmo. En España no somos de izquierdas ni de derechas, no somos monárquicos o republicanos, no somos religiosos o laicos, no, somos anti monárquicos o anti republicanos, somos antifascistas o anticomunistas, somos anti católicos o anti laicos, antisemitas o anti islamistas, y una vez que hemos definido contra que estamos por defecto atisbamos lo que nos queda ser, y, por ende, lo somos hasta el paroxismo, con la desesperación propia del que no quiere que lo consideren lo que anti es.
¿Qué no? ¿En que otro país un líder político sería justificado y jaleado por un ataque personal contra otro candidato? ¿En que otro país se permitiría una pertinaz, agobiante, casi exclusiva, retórica del y tú más durante décadas, sin otro argumento político positivo? ¿En que otro país habría tanta gente, además aparentemente inteligente, que se alegrara de una acto absolutamente reprobable?
La violencia se condena o no se condena. Sin matices, sin justificaciones, sin bandos ni bandas, sin sonrisas de complicidad. Y cuando la violencia se condena, se condena incluso la propia, la que en algún momento ejercemos y debemos de reconocer, la que en algún momento podemos considerar inevitable sin dejar de ser culpable.
Es posible, todo el mundo lo dice, que la salida de tono del señor Sánchez el otro día no tenga nada que ver con el acto de violencia contra el señor Rajoy. Es posible. Es claro que en ningún momento el señor Sánchez intentó, o previó, que un lunático asestara el ya famoso puñetazo. Es más, estoy convencido del rechazo absoluto por su parte de la agresión. Pero la violencia, la de los lunáticos, la de los iluminados, la de los antis más extremos, se alimenta de un clima que cuanto más denso, cuanto más sucio, más va cargando de sinrazones a los alunados.
Ninguno de nosotros, nadie en las redes sociales, parece comprender que ciertos niveles de crítica, que personalizar ciertas conductas, que nuestra incapacidad evidente de separar lo público de lo privado, que nuestra incontinencia denigradora contra determinadas personas, alimenta la enfermedad de individuos que se sienten justificados en su dolencia. Nadie parece reparar en que las palabras también están sujetas al efecto mariposa.
Hace ya algunos años, y con motivo de una elecciones, escandalizado por ciertos mensajes de todo signo que atentaban contra la dignidad más básica de personas cuyo único delito inicial era presentarse a un proceso público bajo determinadas siglas, escribí una proclama que se llamaba “A mí no” y que lo único que pedía era que no me hicieran llegar ningún tipo de mensaje, de ningún signo, o partido, o tendencia, que afectara a la dignidad de una persona. Y me costó amigos, de todos los signos, de todas las tendencias, de varios partidos.

Yo voy a empezar por reconocerlo. Yo he contribuido a que un pobre chalado le pegara al Presidente del Gobierno de mi país. Y tú. Tú también.