Hace tiempo ya, papá, que no te
escribo. Hace tiempo que no fluyen las palabras, la tuyas hace más, las mías
algo menos, y se escancian en renglones de un cuaderno. Hace tiempo, papá, que
la rutina de acercarte cada día a un abismo, no pone en marcha el reflejo de
contarte, de contarme, de contar a quien quiera escucharlo, que cada día
estamos más cerca del abismo. Hace ya algún tiempo, papá, que el deterioro que
tus actos marca , que tu carencia de palabras explica, que tu declinar físico
hace patente, un día a día de rutina que
no nos sobresalta.
Es la decadencia, papá, una
rutina que se va apropiando del tiempo, de la vida, del alma, no solo de la
tuya, papá, que en cierta forma ha volado, si no de la de todos los que, a tu
lado, somos testigos de su marcha. Día a día te miramos, te evaluamos, nos
alegramos de no apreciar ninguna diferencia o nos acongojamos, se nos hace un
nudo interior y férreo, porque las señales no son más favorables. Nada llamativo, papá, un
gesto, una mirada, o su ausencia, una palabra, o su ausencia, que nos ponen
sobre aviso, que nos dan un toque de atención, una llamada. Pero esto como
digo, papá, es día a día, como día a día te asomas a mirarte, como día a día te
preguntas “¿cómo estará?” por la mañana, para por la noche no saber que
responderte.
Día a día, que fatal escala de
tiempo que no pasa. Que fatal medida de sopor del sentimiento, de rutina. Que
cruel acumulador de espacios que no parecen transcurridos hasta que mirando
para atrás, en un momento, te percatas de que el tiempo sí ha pasado, de que
los males, que el día a día parece ocultarte, han sucedido ante tus ojos sin
que pudieras advertirlo. Día a día el deterioro va avanzando y día a día lo
aceptas sin sumarlo y, pasados muchos días, día a día, te encuentras el daño acumulado.
Como el discurrir de la aguja de las horas en la esfera, como el deslizar en un
tobogán que no se acaba: nada se mueve, ni se para.
Hace ya tiempo, papá, que no
escribía porque la rutina del mal me amordazaba. Todos los días esperando que
decirte, todos los días esperando a que contaras, todos los días observando,
acechando, me volvía a casa sin palabras, sin reparar en que cada día en mi
retorno acumulaba una letra más, que día a día, iban conformando esta carta.