Hay momentos en que los dioses
permiten, momentos en los que el clima acompaña, momentos en los que las
circunstancias invitan, y se puede asistir a sucesos cotidianos
extraordinarios. Siempre que paseo por Orense los ojos de los soportales
parecen túneles que el tiempo dispone, e invita a traspasar para trastocarse,
para enredarse en su transcurso y poderse asomar a otros momentos que las
piedras guardan celosamente grabados en sus entrañas, personas y personajes que
dejaron su impronta tallada en ellas a su paso. En Orense la lluvia es paisaje,
y memoria, cuando el paseante mira con los ojos más allá de las caras que se
cruza y del tiempo en el que parece vivir.
Todas las calles son caminos
temporales que discurren en un plano habitualmente rígido, lineal, inaccesible en su transcurso. El tiempo que
todo lo ve pero nada concede se vuelve dadivoso, maleable, generoso con el
paseante.
Es así como un paseo por el
Paseo, de Orense, en un día lluvioso, aparentemente desapacible, puede
convertirse en una experiencia de reconfortante intimidad. Es así que mis 65
años, con los que empecé el recorrido, se habían convertido en veinticinco al
llegar al Parque de San Lázaro y en diez, en apenas diez, cuando de nuevo
empecé a oler las garrapiñadas que marcan a los sentidos el final del paseo, el
extremo del Paseo.
En ese tiempo pude ir viendo a
las señoras sentadas en el Miño, escrutando a los paseantes, escrutando, en
realidad sus vidas, y rellenando los huecos que por ignorados, por supuestos,
resultaban más interesantes y jugosos de comentar. Esas señoras que a mi madre
tanto le preocupaban desde la distancia de Madrid y que provocaban la
recomendación que siempre me hacía, y que podía volver a escuchar, cuando en
plena época hippie y rebelde me recordaba siempre en la estación, justo antes
de partir para Orense: “si vas a pasar por el Miño, vete bien vestido”,
magnífica invitación para ir vestido como me diera la gana. “Aunque tú no las
conozcas, ellas sí te conocen a ti”, como si con la edad que yo me gastaba el
reconocimiento fuera diferente a lo que sucede con un cristal polarizado, que
si tú no ves a los que están al otro lado tienes la sensación de que tampoco
ellos te ven a ti.
Me encontré en mi paseo por el
Paseo de Orense con tantas personas queridas, recordadas, en muchos casos
añoradas, que, como siempre sucede en los momentos en los que la magia toma el
control, el alma se va invadiendo de una felicidad calma, lluviosa, de pompa
sin ruido, de charco que no moja, de sonrisa sin rictus. Saludé a personas y a
lugares que hace tiempo que solo residen en las esquinas de la lluvia y la
memoria, de la piedra y el recuerdo. A Marujita Manzano, la gran amiga de mamá,
a Marite y Gloria Vilanova, al chalet de los Losada, a las sesiones vermut en
el Auria, a la Tía Natalia y al tío Juan con su sombrero y su chaleco
irrenunciables, con esa piel de color blanco casi transparente, al tío José Luís, el filósofo, siempre del brazo de la tía María Joaquina, a
los helados de La Ibense, y a la pastelería “Ramos” que conformaba el otro
extremo goloso del paseo. Goloso y aromático. Me encontré conmigo mismo
saliendo del Losada con mi padre de ver mi primera película: “Globo Rojo”. Tantas
personas a las que saludar, recordar, recuperar en ese paseo mixto de tiempo y
espacio, de clima y recuerdo. Paso a paso iba devanando mi memoria y paso a
paso los recuerdos, y los recordados, se unían a mi paseo. Unos se quedaban
conmigo, mi primo Santiago, siempre presente, otros saludaban al pasar, algunos
se paraban a compartir y representar charlas que no había olvidado.
Tanto en la ida como en la vuelta
los pasos eran pausados, de los que se
recrean en el espacio para no perderse el tiempo, para no perderse, por
apresurados, un recuerdo más perezoso que pugnando por salir pudiera sobrepasar
antes de que se manifestara. Tanto a la ida como a la vuelta me visitaron
personas, lugares, recuerdos, palabras, que sin pertenecer al entorno del Paseo
si eran invocados por las personas y los momentos que iban apareciendo.
Cincuenta años largos en dos largos del Paseo, en ese deambular de ida y
vuelta, pausado, expectante, un poco exhibicionista, que era su forma natural
de ser recorrido. Es un recorrido corto en el tiempo que transcurre, pero
extenso en el tiempo recorrido. Un tiempo extendido en los recuerdos de Papá,
del tío Julio, de personas y sucesos que nunca viví porque no había nacido,
memoria heredada que siempre me vinculó a una ciudad que siendo la mía, apenas
fue mi residencia permanente.
Y de nuevo el olor de las
garrapiñadas que me despidió al iniciar mis pasos, la luz del escaparate de La
Viuda que me reclama para una última representación del pasado, comprar un
libro tal como hacía el Tío Toñito cada vez que llegaba a pasar parte de mis
veranos a su casa. Y en ese acto se
incardinan dos situaciones: empezar a evocar la Plaza Mayor, allí donde me
esperaban mi pandilla, mis primeros amores, mis últimos juegos, y el despertar
a la realidad del momento presente, aunque la ensoñación pareciera tener todo
preparado para evocar más y más recuerdos.
Pero seguramente ese será otro
viaje, otra lluvia, otras piedras, otro tiempo y otro momento, que ya me
producen un cierto anhelo, una melancolía húmeda y dulce que me predisponen a
recórrelo, cuando los dioses lo permitan, cuando el clima lo acompañe, cuando
las circunstancias me inviten.