El infierno sólo existirá en tanto en cuanto haya gente que desee su existencia, y gente que viva para provocar el infierno ajeno. Solo la tolerancia tiene la capacidad de sofocar las llamas de cualquier infierno.
En nuestro error, en nuestra
obsesión por juzgar, en nuestra intolerancia, llenamos el infierno de personas
que han cometido nuestros pecados, no los suyos, porque los juzgamos desde
nuestros valores, no desde los suyos, y esto sucede porque tendemos a
considerarnos mejores, depositarios de virtudes y valores imponibles a los
demás, y porque juzgar y condenar es más fácil e inmediato que tolerar y educar.
Si estamos tan convencidos de nuestros valores, como para juzgar a los demás
por nuestro rasero, lo lógico sería que nos esforzáramos en transmitirlos y
convencer a los demás de su bonanza, pero nos pueden la prisa, la intolerancia,
la soberbia, e intentamos imponernos, imponerlos, mediante la obligación y la
represión, y en ese mismo acto los condenamos, y nos condenamos, porque el
infierno siempre será de ida y vuelta, de rencor por rencor, de condena por
condena.
El afán de revancha, la
intransigencia con lo ajeno, son las razones que siguen alimentando las llamas
de todos los infiernos del mundo, de los religiosos, de los económicos, de los
éticos, de los políticos, sobre todo, en la actualidad, de los políticos. Aquí
por la dictadura franquista, en Cuba por la dictadura castrista, en Rusia por
las barbaridades soviéticas, en Alemania por las barbaridades nazis... y vuelta
a empezar, y vuelta a mantener el infierno vivo para que ardan otros, que antes
o después lo mantendrán vivo para que ardan de nuevo los primeros, y el
infierno seguirá ardiendo y garantizándose su futuro porque siempre habrá
alguien que considere justo y necesario que siga existiendo. Pero del infierno podremos
decir cualquier cosa, menos que sea justo.
Ningún sistema represivo, a lo
largo de la historia, ha logrado imponer sus criterios más allá de su tiempo de
preponderancia, al final del cual pasa de represivo a reprimido y completa un
recorrido de péndulo que volverá a repetirse.
Lo curioso de este sistema viciado, vicioso,
victimante, es que las víctimas pretenden pasar a ser verdugos antes de ofrecer
el cese del movimiento pendular, sin darse cuenta de que ese es un funcionamiento
perverso e imposible. El vencedor siempre puede mostrarse generoso, inútilmente
generoso, porque solo las víctimas tienen una generosidad creíble y la
capacidad de frenar el movimiento oscilante.
Recuerdo aquel conocido chiste
que empezaba preguntándose ¿por qué los políticos invierten más en cáceles que
en escuelas? Porque las cárceles acabarán visitándolas y las escuelas nunca
más. Es sangrantemente revelador. Es toda una declaración humorística de una
verdad universal. La represión siempre es más productiva a corto plazo, y más
previsible, que la educación.
Me pregunto, cuando leo que hay
que ser intolerante con los intolerantes, frase muy mona, muy redonda, y muy
aplaudida en redes y ciertos foros, ¿Se dan cuenta los que la pronuncian que se
declaran derrotados? ¿Se dan cuenta de que están comprando el mensaje de los
que dicen combatir? Con los intolerantes hay que ser intransigentes,
implacables, impermeables, inagotables, inasequibles, pero jamás intolerantes.
La tolerancia es una virtud, una actitud, que pertenece al pensamiento y el
pensamiento es libre, incluso el mal pensamiento, principalmente el mal
pensamiento, que nos permite tomar conciencia de nuestra imperfección y
sobreponernos a ella. Otra cosa es que pasemos a los hechos, que intentemos
hacer realidad los pensamientos, los malos pensamientos, porque ahí sí que hay
que ser todas las cosas que he dicho, e incluso alguna más.
El infierno, en definitiva, y así
lo reflejo en algunos poemas de juventud, es la tierra, es la vida que vivimos,
y lo es por elección nuestra. Y cuando el combustible tradicional de ese
infierno empieza a fallar, porque hasta las ideas más perversas acaban fallando
y agotándose, se inventa una nueva, en nuestros tiempos el combustible son las
ideologías, y con ellas se alimenta el fuego de los infiernos, de los del odio,
del frentismo, de la sinrazón. La ideologías, como antes las religiones, como
antes el estatus, como antes las fronteras, son los señuelos que ponen a
nuestra disposición el rigor descalificatorio, discriminatorio, deshumanizante,
para crear los infiernos, casi siempre en plural, casi siempre en binario, Ya
el problema es elegir cuál de los dos infiernos, de los muchos infiernos, estás
dispuesto a homologar. Yo ninguno. Tal vez por eso prefiero las realidades,
aunque sean en forma de cuento, a los cuentos, aunque sean en forma de
realidad. Yo no creo, en general en la inocencia, y si hay ideologías de por
medio no es que no crea en ella, es que la descarto.
Estas redes de nuestras miserias están
plagadas de aprendices de Torquemada -en realidad de aprendices de George
Jeffreys, Lord de Justicia de la corona Británica, que provocó más muertos
durante el limitado ejercicio de sus funciones que la Inquisición española en
toda su historia, aunque la propaganda diga otras cosas- individuos que se
dedican a predicar, desde su justa ira, justa solo para ellos, esa sinrazón propia
de los fanáticos, los infiernos para todos aquellos ajenos a su verdad. Y al
tiempo que abren las puertas de esos infiernos, van entornando las de los propios
que, antes o después, su intolerancia abrirá de par en par, para que otros los
arrojen a ellos. Porque, al final, la intolerancia es el acceso seguro al
infierno ajeno, un infierno que, más
tarde o más pronto, acabará siendo nuestro propio infierno.
Existe el infierno, y como
existe, nosotros nos encargamos de ello, existen los demonios, el demonio de la
intolerancia, el demonio del odio, el demonio de la soberbia, todos los
demonios de nuestros propios fracasos, el demonio de nuestra propia incapacidad
para apagar todos los infiernos que tanto provecho provocan a los que se lucran
de alimentarlos.