Es difícil pensar, es difícil que
hable la cabeza cuando las tripas están revueltas, pero tal vez por eso es tan
importante escuchar en los momentos de zozobra, antes de que las pasiones te
arrebaten definitivamente la razón.
Leía con atención máxima a mis
amigos del mundo legal e intentaba, con cierta frustración, comprender las
razones técnicas que ellos aportaban sobre el controvertido tema de la
sentencia a ese grupúsculo infrahumano, de infausto, pero certero
intelectualmente, nombre, juzgado en Navarra en estas fechas pasadas. Leía con
atención y con intención su disertación sobre la pericia y la exactitud de la
sentencia en cuanto esta se ajustaba a derecho.
Y entonces empezó a hacerse la
luz en mi cabeza. Donde yo, y tantos como yo, y seguramente ellos, hablabamos
de justicia ellos hablaban de derecho, de legalidad. Donde yo clamaba contra un
acto inhumano, intolerable, indigno de la condición de ser sintiente, ellos
hablaban de hechos regulados, de agravantes, de eximentes, de interpretaciones
jurídicas, de la ley. Donde a mí se me desbordaban los sentimientos, la rabia,
la frustración, la indignación, a ellos les brotaba el análisis frío y distante
de la aplicación de una técnica y la brillantez y exactitud de su resultado.
Donde yo exigía un castigo por un
delito constatable de lesa humanidad, por un abuso innoble, intolerable,
cobarde y descerebrado, ellos hablaban de una condena por hechos probados
ajustada a derecho.
¿Quién tiene entonces la razón? ¿Los
que desearíamos la aplicación inmediata y feroz de la ley de Lynch, el ojo por
ojo y diente por diente para las mujeres de sus familias?¿O los que defienden
que la única posibilidad civilizada es la aplicación de la ley por mucho que
sus resultados no nos satisfagan?
Seguramente todos… y ninguno. Es
lógico y razonable que ante actos execrables como asesinatos infantiles,
violaciones múltiples, que hacen temblar los cimientos de todo aquello en lo
que creemos, la sociedad se conmueva, se indigne y se manifieste. Es incluso
conveniente. Pero, afortunadamente, y para evitar el tropello al que la masa,
por muy social o civilizada que parezca, tiene una clara tendencia nos hemos
equipado con unas normas de convivencia, con unos manuales y sus técnicas de
aplicación, que determinan de qué forma y en qué circunstancias se puede
aplicar el castigo, y cuanto, una vez demostrado que se cometió un acto
contario a las leyes y quién fue su autor. O sea, eso que llamamos la ley.
Y entonces ¿Cuál es el problema?
Que ni la razón, ni la justicia están al alcance de los hombres, y que en esa
frustración que la limitación humana nos impone en todos los órdenes,
intelectuales, físicos o morales, nos dotamos de técnicas y herramientas que
como humanas son imperfectas, y como imperfectas insatisfactorias en muchas
circunstancias. La legalidad es el intento humano de acercarse a la justicia,
pero precisamente porque lo es, humano, ese acercamiento se hace siempre desde
una sensibilidad de parte, la que tiene el que promueve y dicta la ley. Por eso
las leyes dicen cosas diferentes en territorios diferentes aunque sean sobre
una temática común. El poder legislativo es político y por tanto legisla con un
ojito cerrado mientras el otro no lo puede abrir.
Es verdad que ante sentencias
como ésta la insatisfacción popular, y la mía personal, son palmarias, pero
también es cierto, aunque las tripas se impongan, que con un poco de pausa uno
acaba pensando que a la larga es menos injusta una legalidad en la que todos
saben con qué reglas se juega que la que se produce de forma ciega e inmediata.
Tal vez el debate que toca abrir,
el debate que toca abordar, es cuanto más queremos que la legalidad se aproxime
a la justicia, aunque para ello primero tendríamos que ponernos de acuerdo en
cuales son el concepto y punto de justicia a los que deseamos acercarnos.
No vale cuestionarse éticamente un
día la prisión revisable permanente y pedir al siguiente la pena de muerte para
un delito concreto. No vale pedir rigor en las condenas de un delito
determinado y sin embargo considerar que en otros delitos que nos son más
cercanos o simpáticos considerar que la ley debe de mirar para otro lado. O hay
ley o no la hay, o se actúa conforme a ella o barra libre para todos, pero con
coherencia, y ya todos sabemos de lo que hablamos. O todos tirios o todos
troyanos.
Y es que hay gente que solo
concibe la legalidad como su instrumento particular de venganza, como aquella
herramienta de la cual puede valerse para que se imponga su sentido peculiar y
particular de la justicia.
Se conocía, también estos días,
también en Navarra, la absolución de una mujer por un delito de violación
repetida sobre un menor de 15 años en la casa familiar. Curiosamente muchas de
las furibundas reclamantes de un mayor rigor con la sentencia anterior en este
oscilaban entre la indiferencia y el peregrino argumento de que al ser la
víctima varón no podía haber violación.
¿Cuándo les hacemos caso? ¿Les
podemos hacer caso? Insisto, abramos el debate, el de cómo conseguir una legalidad
que, como la justicia, sea ciega y a ser posible no tenga género. Neutral,
vamos. Sin colorantes ni conservantes.