domingo, 6 de diciembre de 2020

Ética, para-ética y política

Creo que es hora de emplear una mirada hacia la ética, de parar toda opinión y despojarla sin recato de todo tipo de influencia ideológica, de toda inclinación parcial y tendenciosa, a la hora de encarar un presente del que nadie debería de sentirse orgulloso, pero al que muchos se sienten obligados a apoyar. Desgraciadamente el forofismo, enfermedad social y mental que anula la más mínima capacidad de análisis riguroso, ético, sincero, de cualquier tema, es la tendencia imperante en este delicado momento. Se han desterrado la tolerancia, el auto análisis, la disensión, como herramientas para limar una radicalización que las tendencias ideológicas necesitan en un momento de lucha crucial entre modelos de sociedad que se juegan el futuro. Y esa radicalización solo tiene un objetivo, solo tiene un fin, el pensamiento único imprescindible para dominar una sociedad que permita ser guiada sin conflictos a un puerto que, por más apariencia democrática que pueda conservar, será inevitablemente totalitario.

Es particularmente preocupante observar cómo se crea una para-ética política que tiende a justificar cualquier acción o pensamiento, no en base a su contenido, sino justificado por el posicionamiento en contrario de la ideología rival. No importan la verdad, la razón, ni la propia opinión expresada anteriormente, todo debe de girar en torno a pensar lo contrario que el contrario, lo cual, éticamente hablando, es insostenible.

Esto viene a significar que no existe un criterio fiable, que no existe un posicionamiento en cualquier tema que pueda considerarse como estable, porque todo es susceptible de ser cambiado para presentar un frente que permita confrontar al rival, que se convierte en enemigo. Tampoco importa si ese posicionamiento es beneficioso o dañino, ni si es cuestionable o conveniente, ni siquiera es realmente importante si respeta las reglas o las quebranta gravemente, el único valor es el poder y evitar que lo pueda alcanzar otro.

No importan ya los programas, no importan las consecuencias, no importan los ciudadanos, ni importan las leyes. Con la nueva ética, para-ética, antiética, política en vigor, los programas sólo son válidos en razón de que sean populares, aunque se adivinen variables, o imposibles,  según las necesidades del poder. Las consecuencias son justificables en tanto en cuanto la única norma válida es la detentación del lugar más alto. Los ciudadanos son entes manejables que sólo tienen interés en el momento en que se les permite emitir un voto, circunstancia para la cual, previamente, se les ha mentido lo necesario sobre lo propio y sobre lo ajeno, sobre lo sucedido  y sobre lo pretendido, sobre formas, métodos e intenciones. Las leyes, y el poder legislativo, sólo son respetables mientras sancionen las posturas adoptadas desde el poder, con lo que se cuestiona, incluso se interviene si es necesario, y se legisla a medida si las circunstancias lo hacen viable, necesario, conveniente.

El gran problema es en qué derecho, no legislación, puede basar el poder su autoridad, no su autoritarismo, cuando desprecia la ética que parece justificarlo, darle sentido y razón. Qué queda de democrático cuando unas minorías, mayoritarias sólo desde una ley que hurta la representatividad a los ciudadanos, se permiten legislar, maniobrar y burlar,  a una mayoría real invocando una representación que los números demuestran que no se les ha otorgado.

La quiebra de la ética tal como siempre ha sido entendida, y su sustitución por una para-ética que se define en presente y según las necesidades del definidor, el quebranto del lenguaje común para lograr un discurso equívoco, a mí personalmente me parece mentiroso, y la desfachatez en el uso de la mentira como verdad alternativa y justificable, parecen apuntar a un sistema de valores contra el que el ciudadano puede sentirse inerme, indefenso, despojado de sus derechos más elementales, a veces en nombre de la defensa, también mentirosa, de esos mismos derechos.

No puede haber libertad, aunque se invoque, sin unas leyes básicas y estables, con órganos ajenos al poder que las sancionen, que la garanticen. La libertad no puede depender del que gobierna, de su criterio o permisividad, la Libertad  tiene que ejercerse a pesar del poder y de su insaciable afán de cercenarla, y es la única que garantiza su control para evitar que la autoridad derive en autoritarismo. Solo la libertad, la ejercida, no la invocada, puede garantizar una convivencia en valores éticos reales.

No puede haber convivencia si la principal premisa del poder es enfrentar, es afrentar, a la parte no ideológicamente afín de la sociedad que gobierna, porque esa afrenta, esa confrontación solo puede derivar en una reacción de signo contrario antes o después, una reacción que, si aplicamos la ley del péndulo, será más radical, más extrema a cada cambio de signo ideológico que se produzca.

Llevamos, según mi percepción, instalados en esta antiética, en este vaivén de pre-violencia ideológica, desde el año 2000. Las leyes que se promulgan, tanto en entornos sensibles, como en cuestiones fundamentales, ya se sancionan con la clara consciencia del que impone su criterio sin importarle que este vaya a durar lo que dure su mandato, lo que sume a los ciudadanos de a pie, al tejido empresarial y al futuro común en un permanente impasse que va socavando la percepción democrática de los ciudadanos, el rearme ético de la sociedad y oculta, escamotea, una percepción de futuro con esperanzas.

Es lamentable decirlo, es casi una invitación revolucionaria, pero ahora mismo, tal como parece percibirse en la calle, tal como yo lo percibo, los políticos, sus invocadas, y huecas, ideologías, su incapacidad de asumir el reto de representar a los ciudadanos, su soberbia, su necesidad de imponer su valores a los valores, su ética a la ética, su verdad a la verdad, su modelo social al que desea la sociedad mayoritariamente, su pensamiento único e incuestionable a un pensamiento rico, diverso, no ideológico que permita florecer el libre pensamiento, su sed de poder, trascendencia y permanencia, a la democrática alternancia de ideas y realizaciones que permitan un sosegado vaivén, son, seguramente, el mayor lastre convivencial con el que el reto de construir una sociedad libre, fraterna, sana, se encuentra en su camino.

Pero, para solucionar esto, todos, absolutamente todos, desde el primero hasta el último, tendríamos que asumir, infecto verbo, nuestras responsabilidades. Sí, usted también, todos somos parcialmente responsables de la situación actual. Todos hemos caído en alguno de los dos grandes males que nos han traído estos lodos. Todos hemos votado una ley electoral que nos priva de representatividad. Todos hemos votado por rutina a los “nuestros” porque aunque nos parecieran corruptos, mentirosos, manipuladores o populistas, eran los nuestros y, por tanto, preferibles a los otros. Todos hemos justificado lo injustificable con el peregrino argumento del “y tú más”. Todos hemos mirado para otro lado cuando los “nuestros” han actuado de forma antiética sin importarles un ardite las consecuencias, que sabían que no les íbamos a demandar. Todos hemos sido forofos, o, peor si cabe, permisivos con conductas inaceptables.

Nos han hurtado la representatividad, nos van despojando de la libertad, nos han robado la esperanza y, como quién no quiere la cosa, nos están dejando sin ni siquiera la palabra. Todo envuelto en papeles de colores ideológicos que en su interior no contienen otra cosa que soberbias personales, tendencias totalitarias y futuros distópicos. Ambiciones desmedidas de personajes mediocres y afanes de historia que no tiene gran importancia que puedan ser para mal.

Claro que mientras le ley electoral no cambie, mientras en las primarias de los partidos no se elija al que más soluciones coherentes proponga en vez del que a más grite y al que más disparates frentistas sea capaz de enumerar, mientras los ciudadanos no militantes no adoptemos una actitud electoral firme, determinante, votando en blanco, o de alguna forma que permita dejar claro nuestro descontento, nuestra falta de acuerdo con las opciones presentadas, nada cambiará.

Todo tiene un punto de difícil retorno, y solo el compromiso hace que ese punto pueda estar más cerca, o se aleje de forma considerable, pero, para los que tenemos hijos, nietos, descendientes, ellos deberían de ser razón suficiente para denunciar la antiética, la para-ética ideológica, y exigir la vuelta de una ética sin desviaciones partidistas, una ética que permita una sociedad libre, equitativa y fraterna.

sábado, 21 de noviembre de 2020

A la octava tampoco va la vencida

Hay pocas materias en las que, a poco que alguien se interese y lo intente, la patita insidiosa del enfrentamiento ideológico no aparezca por debajo de la puerta de las leyes aprobadas, y cuando hablo de la patita insidiosa no hablo de su idoneidad o su falta de idoneidad, si no de que muchas de ellas son simplemente una apuesta por una propuesta que no va a durar más allá de la legislatura del ministro promotor.

Parece ser que a nadie le importan especialmente los perjuicios que tal proceder le ocasiona a los ciudadanos en general y ciertos cuerpos profesionales de la ley en particular. Y, legislatura tras legislatura, asistimos al empobrecimiento del país por la incapacidad de los partidos que se alternan en el poder de llegar a acuerdos de estado en los temas principales.

Ni en educación, ni en sanidad, ni en justicia, ni en  política impositiva, ni en empleo, son estos políticos de baratillo capaces de llegar a unas reglas de juego que permitan afrontar de una forma decidida y consistente los grandes problemas que realmente preocupan al ciudadano, y tener la posibilidad de profundizar en las soluciones.

Hoy se ha perpetrado el octavo fracaso con nombre, para mayor gloria actual y escarnio histórico, del ministro de turno. Hoy se ha quemado, desde la llegada de la democracia, la octava posibilidad de presentar una ley de educación consensuada y que otorgue al cuerpo docente, y los alumnos futuros, en mayor medida, y actuales, en menor medida, una posibilidad de afrontar un futuro educativo dotado de una cierta estabilidad.

No se trata, eh ahí el quiz de la cuestión, de criticar ningún aspecto concreto de la ley aprobada hoy, ni siquiera de las siete leyes anteriores, no se trata de hacer un análisis político, ideológico o de idoneidad de esta ley ni de las otras. Y no se trata de eso porque eso es lo único que escucho, lo único de lo que se habla, los únicos pros y contras que parecen tenerse en cuenta.

El país, los ciudadanos, los docentes, los educandos, los padres y madres que son tan protagonistas como los anteriores, se merecen una ley de educación que, como el anillo de Frodo Bolsón, los englobe a todos. Una ley que garantice por un periodo mayor que una legislatura, que el discurrir de un ministro, o el efímero periodo de mandato de un partido, una política educativa coherente y previsible.

Que permita a los padres planificar la educación de sus hijos sin los sobresaltos de que un cambio de ley pueda perjudicar sus decisiones. Que puedan descansar del gasto de libros y material didáctico aprovechándolos de unos hijos a otros, y no se encuentren que cada año algún político ha tenido la feliz idea, y posiblemente rentable, de hacer que los libros anteriores sean inaprovechables, e incluso de poder crear unas bolsas de libro usado que favorezcan a los que más lo necesitan.

Que permita a los educadores prepararse para enseñar lo que saben y aprender lo que aún no saben, en vez de tenerse que preocupar de aprender cómo enseñar lo que ya saben y ya habían enseñado.

Hay un cierto tufillo de soberbia en toda esta historia, un cierto afán de posteridad, un “lo importante es que hablen de mí, aunque sea mal”, que denota la mediocridad personal en un firmamento, o bancada, de absolutas mediocridades. Votadas, pero mediocridades.

Y este mismo fracaso, esta misma celebrada, por una parte, denostada, por otra igual de numerosa, aunque la castrante ley electoral española conceda una superioridad ficticia a unos sobre otros, ley la que pone de relieve una incapacidad patológica, un enfrentamiento tan buscado como ficticio a nivel de calle, una mediocridad invalidante, de los políticos que todos, T O D O S, hemos votado.

Dice la teoría que los políticos son los representantes de los votantes. Dice la parte exquisita de esa teoría que una vez elegidos deben de representar a todos, los que los han votado y los que no. No sé lo que sucederá en los mundos paralelos que no están a mi alcance. No sé lo que sucederá, o como se ve esta realidad, en la mente monocromática de los forofos. Pero lo que sí tengo claro es que los incompetentes que tenemos gobernando nuestro país no tienen otro interés que mantenerse en el poder e intentar que su nombre pase a la posteridad. ¿Y a los demás? Ah¡, ¿pero hay otros? 

domingo, 15 de noviembre de 2020

Las visiones (I) - El planteamiento

 Una característica común de todo lo humano es la tendencia a adaptar el entorno a sí mismo, en vez de, lo más razonable, adaptarse él al entorno. Y esta característica no es solo física, es también, o es sobre todo, intelectual. Busquemos en la rama del conocimiento que busquemos esa impronta pequeña, efímera, inmediata, se hace fácilmente visible.

Cuando estudiamos la historia observamos que existe una división en edades que tienen dos características muy humanas, la aceleración y la ausencia de futuro. Las edades son cada vez más cortas según se acercan al momento presente. Si la prehistoria dura cientos de miles de años, la edad antigua apenas dura unos miles, la media unos cientos, la moderna trescientos y la contemporánea que está por ver.

La contemporánea, o sea la de nuestros tiempos. ¿Y la futura? ¿No será contemporánea de los que la viven? ¿Y cómo tendrán que llamarle? Este disparate denominativo, este tapón histórico, ya debería haberse resuelto. De hecho estudiosos como el catedrático Francesc Hernández Maciá ya proponían en el 2011 una solución a esta indefinición.

Yo propondría, desde la más absoluta humildad, que esta época del antropoceno se denominara edad  de las naciones, como hecho más destacable en el devenir de la humanidad desde la Revolución Francesa, hasta estos momentos en los que apunta un cambio de paradigma que supondría incluso un cambio de era. El antropoceno debería de dar paso al tecnoceno, la era de la tecnología, y deberíamos marcar su inicio a mediados del siglo XX, momento en el que el la creación de un cuerpo tecnológico, el avance del conocimiento y la evolución de las técnicas establecen las bases para el tirón vivencial de las siguientes décadas.

Pero reconociendo que, desde mi condición humana, mi pensamiento solo puede referirse a mi escala, lo que sí me parece evidente es que este cambio de era, de paradigma, de posición del hombre respecto a su entorno y a su posibilidad de evolución, me preocupa en tanto en cuanto esos cambios afectan a la forma en la que afectará al hombre, a mí en mis descendientes. Me preocupa el devenir político de un hecho científico, el aprovechamiento social de unas tecnologías que, según quién las use, resultarán balsámicas o definitivamente letales para el género humano.

Desde el momento actual, desde ese murete temporal al que nos asomamos para entrever un futuro que no parece pertenecernos, solo podemos tener atisbos de lo que podrá ser, de lo que puede llegar a ser, y deseos de lo que nos gustaría que fuera. Solo  podemos imaginarnos utopías y distopías que parecen estar al alcance de lo que el presente apunta.

Pero tanto las utopías como las distopías tiene un lugar común, el sesgo ideológico de quién las concibe. Y en ese sesgo ideológico muchas veces, en el afán de lograr el mundo perfecto, se olvidan de que los medios, la puesta en práctica de esas utopías, las convierten de facto en distopías difíciles de asumir.

Yo no sabría cómo poner en marcha una utopía intelectual, y no sería capaz de asumir éticamente la distopía funcional que pudiera producir, pero eso no me incapacita para compartir mi visión, mis visiones, de las utopías y distopías que en estos tiempos parecen luchar por hacerse un hueco en el futuro, para erigirse en el proyecto de futuro con más posibilidades, en muchos casos a costa del dolor y la injusticia en el presente.

En un presente que se debate, entre dos grandes bloque de visiones: la visión centralista y la visión libertaria, la visión corporativa y la visión ruralista, que en su intento de apoderarse del futuro se desgarran y desangran a la raza humana.

Y mi única visión de presente, la que me ha tocado vivir, es la decadencia de los valores, la descomposición sangrante de las fronteras, la apropiación de lo común por lo privado, el genocidio de los no alineados, la degradación avara del entorno, el empobrecimiento de las clases medias y profesionales que podrían volcar el sentido del futuro,  la globalización únicamente económica, y el uso feroz del secreto y del miedo, de la ignorancia y la amenaza.

Esta visión, que algunos optimistas podrán considerar pesimista, que algunos alineados considerarán alienante, que algunos comprometidos considerarán peligrosa, es solo un planteamiento de futuro. La edad contemporánea ha de dar paso a una edad aún más contemporánea, y eso, como será, como no será, es la lucha que los que creemos en que el futuro también es nuestro, aunque sea por interpuestos, debemos plantear desde el puesto de combate que la vida nos haya facilitado.

Por eso, por convicción y compromiso, fuera de todo círculo de poder o decisión, escribo estas letras, este planteamiento que pretendo continuar con una breve exposición de las dos posibilidades del futuro: el de todos y el de unos pocos para todos. El de la democracia y el de otras “cracias” votables de nula representatividad.

sábado, 14 de noviembre de 2020

Yo quise ser Susan Calvin

 Normalmente cuando se escribe algo sobre un escritor ya fallecido es porque celebramos alguna efeméride relacionada con él, pocas veces porque creemos que merece más de lo que la sociedad le ha otorgado, o por la influencia que haya podido tener en nuestra vida, como es en este caso, en mi caso.

Habrá quién presuma, yo dudo que pueda demostrarlo, en realidad dudo que pueda ser cierto, de haber leído todo lo que escribió Isaac Asimov, y mi duda parte de la certeza de que Isaac Asimov usó más años de los que vivió para poder escribir la ingente cantidad de obras que llevan su firma. Divulgación científica, ciencia ficción y misterios son las tres patas de su vasta obra, y, aunque aparentemente parezcan dispares, nos ponen sobre la pista de la profunda devoción de Asimov  por la lógica.

Casi con toda seguridad, si hacemos una encuesta popular, la percepción de Asimov para el gran público, que desafortunada expresión, lo ligaría con los robots, con la ciencia ficción y, sin ninguna duda, con las tres leyes fundamentales de la robótica. Con las tres leyes que parecían fundamentales en un mundo de miedos y valores, y que en el mundo actual, en nuestra cotidiana convivencia con la inteligencia artificial y los algoritmos de dudosa finalidad, parecen una vía apartada antes que superada.

Asimov no es un escritor de valores en cuanto que intente describirlos, denunciarlos o inculcarlos, es un escritor científico, un observador de los futuros presentes. Su obra no está interesada en los buenos y en los malos, sino en entender por qué lo son, en analizar cómo influirá su forma de ser en el futuro de la humanidad,  en anticipar las consecuencias de un conflicto entre tendencias dominantes.

Su obra de ciencia ficción, que es hoy mi objeto de reflexión, es puramente descriptiva; muestra, analiza, insinúa y rara vez se decanta por una postura salvo por las necesidades comerciales del final feliz que exigía su época. Su literatura elude sistemáticamente los temas clásicos de la opera espacial tan en boga entonces, extraterrestres, viajes en el tiempo, inventos insospechados, para adentrarse en un rigurosismo científico desconocido en la edad de oro de la ciencia ficción, de la que él fue un pilar fundamental. Y a pesar de ser uno de los maestros de la edad de oro es, para mí, el primer autor que entreabre la puerta a los autores de la “New Thing” que renuevan el género en los setenta. Autores de galaxias interiores, de interiorización científica, con una nueva visión del compromiso humano y no necesariamente del desarrollo científico.

Seguramente sus convicciones científicas y ateas se marcan de una forma indeleble en su forma de afrontar los problemas. Los objetivos de sus personajes no son trascendentes y para lograr esa trascendencia crea ciencias que permitan anticipar desde el presente, desde un presenta imaginario y, casi siempre, futuro, un futuro consecuente. Así  nacen la robopsicología y la psicohistoria, dos ciencias que, desde distintos ángulos, pretenden alcanzar la aplicación lógica al comportamiento humano, y ambas desde el estudio de los comportamientos anómalos de esa aplicación.

Tanto el Mulo como los robots de yo robot, son anomalías que ponen a prueba las ciencias por él imaginadas. En el caso de las fundaciones solo el paso del tiempo, y una mente analítica privilegiada, la de Hari Seldon, permiten que la anomalía sea corregida sin casi necesidad de intervención humana. En el caso de Yo Robot, de los robots “enfermos” de la obra, es, una vez más, la genialidad de Susan Calvin la que se pone en juego para lograr desentrañar un comportamiento no previsto, no acorde con lo programado, del robot y que pone en cuestión, por conflicto, la aplicación de las tres leyes de la robótica. En ambos casos hay una mente que es capaz de desmenuzar lógicamente los hechos hasta lograr presentarlos como un análisis riguroso de realidades que no contemplan ningún tipo de intervención sobrenatural, ni están sujetas a sistemas de valores.

Adentrarse en la lógica de la mano de Susan Calvin, y las singularidades de los cerebros positrónicos, es una las experiencias vitales más apasionantes que yo haya disfrutado. Hasta el punto de que, corriendo el año 71, mirando hacia mi futuro universitario y profesional, yo quise ser Susan Calvin, yo quise ser, ante el desconcierto general y las sonrisas condescendientes de quienes no sabían de que hablaba, estudiante de robótica.

En un país en el que no había aún, casi, ordenadores, en el que estudiar programación era una imposibilidad reservada a empleados de banca o de multinacionales mediante cursos privados, en el que hablar de robots, de ciencia ficción, de ordenadores, era ser señalado como un “chalao”, yo quería ser Susan Calvin, yo quería, como Asimov, asomarme al mundo de la lógica.

No de la lógica filosófica, de la lógica ética o de la lógica científica, no, al apasionante mundo de la lógica binaria, a ese apasionante mundo, no sé si se aprecia que la pasión persiste, en el que toda razón puede ser descompuesta hasta una cuestión original que no permite más repuesta que un sí, o un no. A un mundo en el que los matices no son otra cosa que racimos de decisiones binarias no resueltas.

Nunca pude ser, profesionalmente, Susan Calvin, pero a día de hoy, cada vez que me pongo ante un teclado con la intención de desarrollar un programa que ayude a solventar un problema, una rutina, una gestión, siento la pasión de estar educando un cerebro al que le digo qué, cómo y cuándo. La pasión del creador, del educador, enfrentado al logro de su obra. La pasión de desentrañar paso a paso, con lógica, cada uno de los pasos que me llevarán al objetivo final.

Y sí, sin ninguna duda, sin matices, aún me gustaría ser Susan Calvin.

martes, 10 de noviembre de 2020

La vida en besos

 ¿Qué besos son los más importantes? ¿Los dados? ¿Los recibidos? ¿Los que nunca salieron de nuestros labios? ¿De otros labios?

Posiblemente podamos analizar nuestra vida, nuestra personalidad, nuestra felicidad, recordando todos aquellos besos que guarda nuestra memoria y que están ligados a momentos y personas que fueron, o son, importantes en nuestro recorrido vital,  importantes para saber quiénes somos.

En un ejercicio literario, en una vuelta de tuerca a nuestro sentido lírico, podríamos definir los besos como los hitos que marcan los momentos importantes en el camino de nuestra vida, los señalizadores de aquellas huellas que otros han dejado en nosotros y que nosotros hemos podido dejar en vidas ajenas.

Hay besos de cariño, familiares. Hay besos de amistad, besos fraternos. Hay besos de amor, de deseo, de pasión, que no son los mismos aunque a veces tiendan a confundirse. Como hay besos intrascendentes y besos de traición. Y hay besos robados, besos de miel que fueron sin ser, volátiles, apuntados, besos en la frontera de lo real imaginado. Todos tienen rostro, sabor, memoria. Todos vienen rodeados de vivencias, casi todos siguen removiendo algo en nuestro interior cuando acuden, a veces inopinadamente, y se hacen presentes en nuestra imaginación. Incluso los ajenos, aquellos que fueron dados y recibidos sin que fuéramos sujeto.

Pero no todos los besos llegaron a ser reales, no todos encontraron la persona depositaria, o el momento adecuado, o la posibilidad de reciprocidad que hace que un beso sea algo más que un gesto. Y todos esos besos no dados también tienen su historia. Una historia, en muchos casos truncada, que en el recuerdo se recrea como hubiéramos querido que sucediera, una historia variable que visita los distintos universos que la imaginación nos permite visitar sin otro esfuerzo, sin otro requisito, que nuestra propia ensoñación.

Y si todos los besos tienen sabor, aroma, intensidad y sentimiento, los besos incompletos son capaces de tener varios sabores, varios aromas, varios sentimientos, y ahí radica su importancia, en la posibilidad de recrear nuestra vida desde un punto que nos marcan hasta un instante paralelo a nuestro huidizo presente, e imaginarnos como no hemos sido, como no hemos querido ser, como no hemos sido capaces de ser, en nuestro propio universo.

En su sentido primario, original, en su paladeo retrospectivo, simplificando, podríamos dividirlos en dos sentimientos de base: la frustración y la añoranza. Aunque también podríamos convenir en que la frustración puede producir añoranza y la añoranza tiene ribetes de frustración.

Yo diría que son de añoranza aquellos besos soñados en momentos juveniles, en enamoramientos tiernos, blancos,  que se evocan con una sonrisa suspirada, con un suspiro de lejanía inmediata. De añoranza son los que no se pueden  dar a personas queridas por su lejanía o su ausencia. De añoranza son los que no hemos dado, no hemos recibido, por cuitas y enfados a los que es difícil dar importancia. De añoranza son los que se sueñan y no se plasman.

¿Y de frustración? Seguramente los rechazados, los que quisieron ser y no tuvieron respuesta, los que se quedaron en gesto, en mueca, en deseo. También los dolorosos, los que quisiéramos que fueran nuestros pero nunca nos dieron, los que sin pertenecernos nos marcan y se cuelan en nuestros recuerdos.

Pero si algo nos da un poso de tristeza, si algo nos deja un resabor de dolor que no se alivia, de desazón intemporal y recurrente, son aquellos que no llegaron ni a gesto, que ni siquiera fueron insinuados, por cobardía, por timidez, por no hacer daño, por tantas razones que los humanos invocamos para cubrir nuestra propia incapacidad de mostrarnos como somos, de afrontar lo que deseamos con la libertad que, sin embrago, invocamos como si los demás fueran nuestros dueños y nosotros los esclavos.

No voy a hablar de los de traición, los que vienen con monedas y prendimientos, porque me niego a que sean  memoria, aunque su enseñanza perdure y forme parte de cómo somos, de cómo besamos, de cómo aceptamos otros besos.

¿Y de los intrascendentes? De esos no tengo recuerdos, apenas tengo recuerdos. Mi vida sería igual sin ellos.

sábado, 7 de noviembre de 2020

Deterioro Constitucional

 


Es fácil ignorar aquello que no se ha vivido. Es fácil quitarle importancia a aquellas cuestiones en las que uno no ha participado. Es fácil, demasiado fácil, repetir los errores que otros cometieron argumentando que las razones que nos mueven son diferentes, que nuestra base ética es suficiente para garantizar actuaciones de ética dudosa, pero lo único que garantiza la pureza ética de una medida es que no pueda ser usada en detrimento de los derechos fundamentales y, sobre todo, que esa utilización no de opción a que sea lesiva para los ciudadanos según los tiempos y las personas.

Cinco iniciativas sospechosas de ser anticonstitucionales, tres de ellas sospechosas de ir en contra de los derechos fundamentales, son demasiadas para asistir impertérrito a las maniobras de un gobierno que parece decidido, desde su debilidad manifiesta, y desde la capacidad camaleónico-discursiva de su líder, a tomar cualquier iniciativa que asegure su permanencia en el gobierno cueste lo que cueste y le cueste a quien le cueste.

Este discurso, éste ya decididamente frentista, contra una forma de gobernar en contra de las convicciones de la mayoría de los gobernados, sería menos virulento, menos rabioso, si todo ello se produjera en un entorno normal, si no se produjera desde una situación de indefensión de la ciudadanía provocada por una enfermedad y las medidas excepcionales, en mi opinión abusivas, que desarman cualquier posibilidad de respuesta por parte del tejido ciudadano.

En cualquier otro ámbito de la vida llamaríamos a ese tipo de actuación abusiva, cobarde, intolerable. Creo que ha llegado también el momento de llamárselo en el ámbito político. Habrá quién leyendo estas palabras considere que obedecen a un posicionamiento ideológico, pero seguramente a quién considere eso habrá que considerarlo, a su vez, como cómplice necesario de un proyecto, aún proyecto, de despropósito. Como un forofo de la política incapaz de un análisis riguroso de la realidad más allá de las consignas de su manada. Sí, me posiciono definitiva y radicalmente en contra de este gobierno, como me posicionaría con la misma indignación en contra de cualquier gobierno, de cualquier color, cuyas medidas pusieran en cuestión mis derechos y libertades y dejara asomar una deriva totalitaria.

Curiosamente, o no tan curiosamente, casi todas las iniciativas de las que hablo tiene un cierto tufillo franquista, en realidad absolutista, para aquellos que hemos vivido bajo una dictadura. Todas ellas evocan tiempos y vivencias pasados. Con otras palabras, con otros argumentos, pero con las mismas consecuencias. Y, repito, los fines declarados, su diferencia con aquellos, no son sí no palabras, los medios, la realidad, son sospechosamente semejantes, preocupantemente semejantes.

-Modificación de la norma para el nombramiento del Consejo General del Poder Judicial. Modificación para facilitar el nombramiento de esos jueces mediante mayoría simple en el parlamento, lo que equivale a que el gobierno se haga un traje a medida, una injerencia aún mayor, y ya lo era intolerablemente grave desde la última modificación del PP, del poder ejecutivo en el poder judicial. Una degradación grave de la calidad democrática de un país que ha supuesto, incluso, la intervención de la Comunidad Europea.

- Solicitud de hacienda para entrar libre y sorpresivamente en domicilios y empresas aún sin ninguna sospecha o evidencia. Esta medida es de una degradación democrática tal que solo sería concebible en un universo orwelliano, en un 2020 transportado a 1984. Afrenta la presunción de inocencia, destruye la inviolabilidad del domicilio y degrada al ciudadano, cada vez menos ciudadano y más contribuyente, a su condición medieval de siervo de la gleba. Nos retrotrae a aquellos tiempos en los que el recaudador, acompañado de soldados irrumpía en los poblados, en las casas y disponía sin control, ni reconocimiento de derechos, de aquello que le conviniera.

- Reinstauración de la censura, ahora llamada, porque lo importante es el nombre y no las funciones, “Comité de la Verdad”. Ya el nombre asusta porque presupone que hay un grupo de personas que es capaz de sentenciar la Verdad e imponérsela a todos los ciudadanos que, por consiguiente, vivirían en la mentira, o fuera de la verdad oficial. Y de la mentira al delito, y sus consecuencias penales, no hay un paso, no, hay apenas un suspiro. Y ya estamos en el ámbito del delito ideológico, de la instauración del delito de opinión, del pensamiento único, en el cercenamiento de la libertad de expresión. Y ya, también, se ha puesto sobre aviso a la Comisión Europea, tal vez, en los tiempos que corren, nuestra única garante contra derivas de vocación absolutista.

-La decisión de eliminar el castellano, o español, como lengua vehicular, o sea, en palabras llanas, cooficial y predominante en cuestiones comunes, lo que supone, de facto, cesar en la obligación de conocerla por parte de todos los ciudadanos, no se puede considerar una medida de corte absolutista, sí, seguramente, anticonstitucional, aunque por tales  podrían tenerse los  métodos y sus consecuencias. Las implicaciones políticas, económicas, educativas y sociales que comportan la medida serán difíciles de percibir hasta que empiecen a pasar algunos años, pero son de tal calado, suponen un tal empobrecimiento del entramado y la solidez del estado, que seguramente merecen comentarios más extensos y más expertos que este.

Y todo esto se produce en un anormalmente largo, infructuosamente preventivo, percibiblemente deseado, estado de alarma, que rebaja, de forma peligrosa, la capacidad de control al gobierno, y recorta sin paliativos los derechos individuales de los ciudadanos mientras los somete, por la propaganda a un estado de miedo pánico que los incapacita para ningún tipo de reacción

Recuerdo aún con nitidez las mañanas de secuestro de la revista Posible, años 70, de la que mis padres eran accionistas, el por entonces mi cuñado, Manuel Saco, creo recordar que era redactor jefe, y que dirigían Heriberto Quesada y Alfonso Sobrado Palomares, ambos amigos de la familia. Recuerdo las idas y venidas, y una cierta fatalidad, por el tema económico, divertida, por el tema político, que presidía la familia en lo que se esperaba la llamada definitiva de la censura que, casi indefectiblemente, comunicaba el secuestro de la publicación por sus opiniones sobre el régimen. ¿Cómo ahora? Posiblemente como ahora, aunque no sea ahora mismo. La semilla queda plantada. Y a nada que nos descuidemos otros vivirán esas mañanas, y artículos no muy diferentes de este podrán provocar esas vivencias.

Parafraseando ese dicho popular, que reza: “cuando el dinero sale por la puerta, el amor huye por la ventana”, podríamos concluir, y ojalá no sea profeta, que cuando el absolutismo, el populismo, se asoman por la ventana, la democracia suele salir a empellones por la puerta. El tiempo, ese juez infinito, quitará y dará razones.


domingo, 1 de noviembre de 2020

Diseño penitenciario

Recuerdo cierto cuento leído en los años setenta en el que un humano era secuestrado por una raza alienígena que lo encerraba en una jaula entre miles de jaulas. Los tales extraterrestres eran recolectores de especies para un zoo en su planeta natal. Sin entrar en detalles, el individuo era liberado y devuelto a nuestro planeta de forma inopinada. Al despedirse el tripulante que lo libera le explica: “Comprendimos que eras inteligente cuando ideaste un medio para atrapar a otro ser vivo”, haciendo referencia a una trampa fabricada para atrapar a un pequeño y extraño ser que deambulaba por su espacio de reclusión.

Desde que se ideó la posibilidad de castigar a los delincuentes, a veces simplemente disidentes, a veces solo enemigos, mediante su aislamiento del resto de la sociedad, haciendo que el castigo sea la restricción de derechos, los teóricos de las instituciones penitenciarias han ido perfeccionando el sistema, las características, la morfología del lugar idóneo para mejor cumplir con su objetivo.

Ha habido, a lo largo de la historia, intentos de todas clases para lograr que una consecuencia secundaria, que se acaba convirtiendo en el objetivo principal de la custodia de los internados, o internos, evitar su fuga para sustraerse a la condena, sea imposible. Tal vez, tanto en la realidad como en la literatura, el intento más habitual ha sido el de situar los entornos carcelarios en lugares cuyas características físicas disuadieran a los reclusos del intento de fuga. Entre estos lugares los desiertos, menos, y las islas, sobre todo, se han llevado la palma, sin olvidar, echando la vista hacia el futuro, las cárceles fuera  del planeta, ya fuera en la luna, en una estación espacial, o en una nave prisión.

Napoleón, el Conde de Montecristo, los reclusos de Alcatraz, los protagonistas de series como I-Land  o de películas como El Pozo, más recientemente, han sido  exponentes de esta tentativa en lograr que el entorno fuera incluso más disuasorio que los barrotes y los muros. La realidad y la ficción se dan la mano creando propuestas imaginativas, imposibles o, simplemente, irrealizables en la vida real.

La prisión perfecta no existe. ¿O sí? Tanto la pregunta como la respuesta admiten matices interesantes, admiten cuestiones planteables, admiten reflexiones imprescindibles si estamos interesados en nuestra propia libertad.

Seguramente, si lo pensamos, podríamos hacer un planteamiento teórico de las características básicas de una prisión perfecta, de una prisión que se constituya en una regularidad paralela, en una realidad alternativa en la que la libertad sea un delito a perseguir en aras de la libertad.

1.        El primer requisito, el que puede habilitar o invalidar a todos los demás es que no lo parezca, que no establezca barreas físicas que inviten a ser traspasadas, que no cree barreras psicológicas cuya superación constituya un desafío, que no marque un territorio definible que establezca ningún tipo de frontera entre libertad y confinamiento.

2.       Que su concepción sea aparentemente temporal, con una temporalidad corta, asumible, que cree la esperanza, el convencimiento, de que la espera es una opción más cómoda que el intento de fuga. Que la esperanza de un final inminente, a corto plazo, evite la búsqueda de un final abrupto, anticipado, con consecuencias no deseadas.

3.       Que sea universal, o en todo caso que su ámbito sea lo más amplio y cotidiano posible, que lo excepcional se convierta en común, en cotidiano, en una regla de normalidad compartida donde lo excepcional sea lo de fuera. Los salvajes de Un Mundo Feliz, el mundo exterior radiactivo de la fuga de Logan, o tantas otras sociedades distópicas descritas por distintos relatos de ficción, y, en cierta forma, las sociedades profundamente nacionalistas en la realidad, son un claro ejemplo de cómo constituir un ámbito cerrado que acaba considerándose libre en su cautiverio.

4.       Que lo solicite el propio interno por su bien. Que sea el mismo cautivo el que considere que su cautiverio es necesario, que es conveniente para él, por los motivos que sea. Por motivos éticos, por motivos egoístas, por motivos económicos, políticos o sociales, por motivos de agorafobia o de pandemia, que sea el mismo recluso el que exija su reclusión. Que esa reclusión pase de ser un castigo a ser un beneficio basado en un razonamiento personal, seguramente inducido.

5.       Que todos los internos sean al mismo tiempo reclusos y celadores. Que es casi una consecuencia inevitable del punto anterior. ¿Cómo permitir que el egoísmo ajeno, un equivocado, idealizado, para la mayoría, concepto de la libertad, ponga en peligro el confort de una reclusión casi placentaria? Todos los esfuerzos de los más débiles, críticamente hablando, irán encaminados a preservar contra los insolidarios libertarios el confort solicitado y conseguido. Y en esta situación todos los demás son sospechosos, enemigos potenciales, y todos y cada uno guardianes de una prisión cuyos barrotes acaban siendo la necesidad, seguramente inducida, de una falta de libertad confortable, rabiosamente asumida.

Al final, desgraciadamente, la prisión ideal es aquella, aquella sociedad, en la que se establece una realidad paralela, seguramente inducida, que considera norma y seguridad su propia renuncia a los derechos fundamentales, que entrega su libertad en aras de una seguridad que pudiera ser que nunca hubiera estado comprometida salvo por una inseguridad, seguramente inducida, que se puede llamar terrorismo, mercados o virus, y  que el instrumento máximo del poder, la propaganda, convierte en amenaza vital, y al mismo estado, en realidad el agresor, en garante de esa seguridad innecesaria, pero rabiosamente solicitada, desesperadamente anhelada.

Desde el final de la guerra fría que marcó la caída del muro de Berlín, como hecho emblemático, todos los grandes sucesos a nivel mundial apuntan a un recorte profundo en los derechos y libertades individuales. La irrupción del terrorismo islamista, las torres gemelas, su desarrollo por inmigrantes incontrolados en los países con mayor índice de libertad, y su aleatoriedad, en cualquier lugar, en cualquier momento, hacen que la población demande, para su mayor seguridad, un recorte en los derechos, una delegación atemorizada de la administración de esos derechos en el estado. Las sucesivas crisis financieras destrozan a la clase media, y por tanto, a las clases profesional e intelectual que son siempre el motor del progreso económico y social y marcan el puente de convergencia entre los poderosos y los menos favorecidos. Las crisis de salud: el SIDA, la gripe aviar, el ébola, las vacas locas y ahora el COVID-19, sumen a la población en un temor pánico que permite la puesta en marcha de medidas excepcionales cuya excepcionalidad, alargada en el tiempo y el espíritu de los ciudadanos, manejadas de forma conveniente desde la propaganda y la información interesada, pasan de excepcionales a cotidianas sin que la población sea consciente de ello hasta que es demasiado tarde.

Tengo la sensación, y no creo que sea el único, que estamos viviendo en nuestra carne un proceso inverso al descrito en “La Caverna” de Platón. Tengo la sensación, diría que la certeza, de que hemos vivido en el exterior y nuestros miedos nos han llevado a lo más profundo de la caverna, de la cárcel, a intentar ver el mundo exterior a través de las sombras que la realidad proyecta en ese fondo cavernario de nuestra celda colectiva, y que el miedo irracional, inducido y trabajado, está llevando a una gran cantidad de nosotros, de la sociedad, de la ciudadanía, del maltratado y manipulado “pueblo”, a cerrar nuestras propias argollas, a ceñir nuestras propias cadenas, en forma de miedos a la libertad. Miedo a ser dueños de nuestra propia vida, miedo a la libertad y a sus consecuencias y obligaciones, miedo a la necesidad de pensar por nosotros mismos. Miedo, en realidad, a la responsabilidad plena de nuestros actos y pensamientos.

domingo, 25 de octubre de 2020

Las secuelas

 Toda crisis, toda enfermedad, deja secuelas, terribles algunas, apenas molestas otras, pero pocas crisis como esta, pocas enfermedades como esta, van a dejar en nuestra memoria, en la memoria de nuestro cuerpo, de nuestra sociedad, de nuestro futuro, llagas tan profundas, tan dolorosas, tan difíciles de superar como las que ya empezamos a atisbar.

Secuelas políticas, secuelas económicas, secuelas sociales, secuelas educativas y secuelas médicas. Puede que muchos sean medicamente asintomáticos, pero en el resto de los aspectos no existen los asintomáticos, no existen los inmunes, ni pueden crearse anticuerpos, ni esperar vacunas.

Vamos aprendiendo algunas cosas sobre el virus, entre mentiras, falsedades y medias verdades. Va desvelándose un enemigo que parece más feroz que contundente, más veloz que determinante, más instrumento que fin. Pero entre las cosas más preocupantes que conocemos la que más inmediata preocupación debe de producirnos es la infinita y cruel variedad de secuelas que tras superarlo deja el virus en nuestro devenir médico y convivencial,  y todas ellas graves, todas ellas suponen una posibilidad mortal y una certeza de pérdida de calidad de vida, y de cercanía del entorno.

Desde luego lo que no contribuye a la concienciación madura de los ciudadanos son la mentira permanente y el terrorismo informativo que chocan con la realidad percibida en la vida cotidiana. Cifras, montañas de cifras catastróficas que no se corresponden con la percepción de la realidad cotidiana que nos encontramos en nuestro entorno, en la calle. Cifras apocalípticas vertidas con una falta de rigor, de veracidad, tal que acaban creando la sensación contraria a lo que pretenden.

¿Qué significado tenían los muertos sin dar una escala referencial? ¿Qué significado tienen los contagiados con una escala referencial inadecuada? ¿Por qué en la primera oleada se hablaba de muertos y ahora de contagiados? ¿No hay muertos suficientes para asustar? ¿O es solo incapacidad comunicativa? Si hablamos de muertos tendremos que hacer referencia a una escala poblacional (cada cien mil habitantes), si hablamos de contagios, la escala referencial adecuada es el porcentaje sobre pruebas realizadas, no la población total. Por muchos, o muy pocos habitantes, que tenga una población si hago 10 pruebas y hay diez positivos mi tasa de contagios es del cien por cien, si hago diez pruebas y tengo dos positivos mi tasa de contagio será del 20%. No importa cuantos individuos haya, solo importan los que se someten a prueba y los resultados de esa prueba.

Y esta permanente mala información puede ser inocente, por incapacidad, por ignorancia, pero, ya pasado el tiempo, la permanente elección del dato epatante acaba percibiéndose intencionada y provocando la cauterización de la concienciación en vez de su sensibilización, que debería de ser el objetivo buscado.

Y si las secuelas médicas son terribles, tanto las directas como las indirectas (el deterioro por encierro de los mayores, las enfermedades cutáneas por el uso de mascarilla, la falta de atención a otros enfermos por saturación, entre otras) no van a ser menos terribles las no médicas.

En el plano económico pasarán años, si es que vuelve, antes de que podamos recuperar la tasa de empleo. La crisis, mal gestionada, mal dirigida, mal comunicada por interés político, se produce en un momento en el que el empleo está en plana transformación por la incorporación de las nuevas, ya no tanto, tecnologías, que parecen apuntar, incluso, a un cambio de paradigma. Pero si el dato preocupante es la pérdida de empleo, una mirada un poco más avisada nos pondrá sobre la pista de que el verdadero drama económico es la destrucción de la clase media comerciante, que sustenta, en España sobre todo, la mayor cantidad de riqueza circulante y la mayor tasa de creación de empleo. ¿Quién va a crear el empleo en nuestro país? ¿El gobierno (todos funcionarios)? ¿Las multinacionales (cuatro españolas y cinco extranjeras que coticen aquí)? ¿Cuántos sectores alrededor de la hostelería se van a ver arrasados por los cierres primero y la subida de impuestos después (automoción, seguros, producción agropecuaria, servicios, mobiliario, …)?

No olvidemos tampoco la crisis educativa. No vamos a ver las consecuencias de una formación no presencial improvisada, sin los recursos mínimos imprescindibles, sin los docentes preparados para hacerle frente, sin una guía política interesada en otra cosa que los números,  por supuesto sus números, y en que los estudiantes sigan adelante sin importar su nivel de conocimientos, hasta que pasen los años, hasta que tengamos ingenieros sin base matemática, médicos sin base moral, anatómica o científica, hasta que no tengamos gestores que solo conozcan el corta y pega, aunque puede que eso ya lo tengamos. O dicho de otro modo, hasta que la mediocridad de las clases instruidas haga más pobre, más entregada, más incapaz, la sociedad general.

La secuelas políticas, la incapacidad, la mediocridad, el sectarismo, el desprestigio, la falta de rigor público, la corrupción generalizada, pueden considerarse más precuelas que secuelas en ese ya desprestigiado ámbito, pero su profundización agravada por las crisis social, económica y educativa, puede sumir a este país, y no solo, en unos tiempos aún más oscuros que los actuales para los conceptos de democracia, de libertad, de igualdad, de solidaridad.

Y si además, como todo apunta, alguien pretende corregir la deriva económica con los impuestos, ese instrumento del poder tradicional, del poder absoluto, que la izquierda dice manejar y maneja con impericia económica e ideológica, acrecentando la pobreza  y la deuda, y que la derecha maneja con soltura, al fin y al cabo les es propia, acrecentando el abismo económico entre pudientes y necesitados, estaremos cayendo en una abismo insondable. La política impositiva nunca podrá ser la solución a una brecha económica que cada facción ideológica, cada una a su manera, tiene interés en resaltar.

La crisis social pude ser, seguramente sea, será, la gran secuela de una crisis que no por largamente anunciada logró que la sociedad y sus teóricos representantes se prepararan para afrontarla. Un feroz, inclemente e interesado confinamiento ha alejado a las familias, a los amigos. La gente, por la calle, ya no sabe saludarse. Han desaparecido el confort del abrazo, la cercanía del beso, la calidez del contacto y han sido sustituidos por el recelo hacia el otro, por el nerviosismo de unos gestos en los que no creemos, por el autoconfinamiento pánico, histérico, castrante, que el terrorismo informativo induce en las mentes más impresionables. Pero, con todo, posiblemente la más desgarradora e irreparable secuela de esta pandemia sea la brecha económica, ya antes casi insalvable, y que tal como apunta se puede convertir en endémica.

Al final, suponiendo que exista, suponiendo que entre las vacunas anunciadas haya alguna real, suponiendo que entre las vacunas prometidas haya alguna que sea algo más que un placebo, suponiendo, y conste que yo no lo supongo, que el virus pueda ser erradicado o controlado, los ricos se habrán hecho mucho más ricos y los pobres se habrán acercado mucho más a ser una clase subvencionada, improductiva y cautiva de una clase política que promete lo que no está a su alcance, o que ni siquiera tiene interés en cumplir.

Yo espero no vivir para contemplar una secuela social, económica, médica, educativa, que permita crear espacios libres de enfermedad y convertirlos en mercancía. Al tiempo.

sábado, 24 de octubre de 2020

El verbo preveer 2020

 

Estamos "podidos"(*) , sin duda, y nos quejamos. Si, en plural, en este país todos nos quejamos de algo y, en un alarde sin precedentes de unanimidad de opinión, todos nos quejamos de los políticos que tenemos. Un poco como, adaptando el dicho, cada uno con sus quejas y los políticos en las de todos.

Y ante esta tesitura, la de la unanimidad, solo existen dos opciones:  o tenemos unos políticos ineptos, corruptos, insensibles y sordos, o aquí hay algo que falla y ellos son tan víctimas como nosotros.

Así que como la opinión generalizada ya hace años que se ha decidido por la primera opción yo, en mi incansable búsqueda de la otra verdad, he decidido investigar con el rigor que me caracteriza las posibles pruebas de que la segunda opción sea la verdadera.

Y ya puesto a la faena me he encontrado con la prueba definitiva de que los políticos no son los culpables de su propia ineptitud, no, la culpa es de la Real Academia de la Lengua, y en último caso del idioma, posiblemente, y ya remontando de verdad, incluso del latín que siendo como es la fuente principal del nuestro nos incapacitó para resolver algunos temas.

Por partes. Todos sabíamos lo que podía pasar si se aprobaba el estado de alarma, todos sabíamos lo que podía pasar con el COVID, todos sabíamos lo que iba a pasar con la crisis, todos podíamos prever las consecuencias de determinados sucesos, ¿Y los políticos?, los políticos también, preveían, pero ahí se quedaron, en preverlo y sin proveer las medidas necesarias, las acciones fundamentales para evitar las consecuencias, todos hicieron el Don Tancredo de los videntes.

¿Es que nuestros políticos, esos esforzados y sacrificados seres humanos, son unos incapaces? Si, definitivamente sí, pero lo son porque el lenguaje no los provee de una herramienta que les impida, que los aboque, a la resolución de los problemas y no solo a su deseperada previsión y enumeración.

Así que fruto de este sesudo y clarividente estudio propongo la creación del verbo “preveer”. Un híbrido de los verbos prever y proveer que asegurará que todo aquel que prevea un problema pueda en la misma acción verbal proveer los medios necesarios para su evolución indeseada.

Mediante este verbo todo el que prevea proveerá. Es decir, y utilizando el nuevo verbo, “preveerá”. Y yo ya he previsto que nadie me va a hacer ni caso y he decidido proveerme de unas vacaciones que me permitan recuperarme de mi agotamiento intelectual. Esta todo “preveisto”.

Nota del autor: “Actualidad escrita hace 5 años, me ha bastado cambiar el estatuto catalán por estado de alarma y el ébola por el coronavirus”

(*)podidos, del verbo arregular podar. Estamos podidos es equivalente a estar j**idos y recortados (podados), en este caso en nuestros derechos.

domingo, 18 de octubre de 2020

Puntos de vista

 Oigo hablar de percepciones, de puntos de vista, de interpretaciones, de maneras de enfocar un problema. Y aunque últimamente solo oigo hablar de un problema y el surtido de percepciones, casi todas contradictorias, se refieren a su solución, o, para ser más exactos, a su futura solución, las percepciones, o ámbitos de percepción, son casi invariablemente los equivalentes para cualquier otro problema.

En este problema que nos acucia, el coronavirus, desde el primer momento he tenido la percepción de que nadie nos cuenta la verdad, o de que todos nos mienten, que, al fin y al cabo acaba siendo la misma cosa. Pero esa percepción, sin variar en el fondo, sí ha variado en la motivación: empecé pensando que nos mentían por ignorancia, luego pensé que nos mentían por incapacidad, pero ahora mismo pienso que nos mienten por soberbia y por interés. Claro, es mi punto de vista, que no tiene por qué ser mejor que el suyo, el de usted estimado lector, o el suyo de ellos, de los que tendrían que estar llamados a informar y formar nuestros puntos de vista.

¿Y quiénes son ellos? –y parezco Perales-, pues los que están en boca de todos, los científicos y los economistas, los que todos invocan, los políticos, organizaciones mundiales y actores sociales, y a los que todos ignoran, los ciudadanos de a pie.

Así, a primera vista, la simplificación que lleva a la confusión, seguramente interesada, me parece evidente, y permite ser usada con absoluta inadecuación y descaro por los beneficiados de que la gente de a pie no tenga un punto de vista propio, independiente, inteligente. Nada nuevo.

El debate está planteado entre los puntos de vista de los científicos y de los economistas. Así, a lo bruto, sin matices, como si fuera el día después del sorteo de navidad y nosotros fuéramos de los no agraciados: “lo importante es la salud”, suele decirse con un toque de falsa resignación. Está claro, los muertos no necesitan economía. Pero los vivos sí, sobre todo los más desfavorecidos, que al final de una crisis suelen ser más, en número, y menos, en capacidad económica y social. El caso es que, según la conveniencia e interés, el título de científico es otorgado o retirado por las facciones opinantes sin ningún rigor, ni conocimiento

Para empezar suele meterse en un mismo lote, o grupo, para evitar ofensas, a los médicos, a los científicos y a los “expertos”. Todos son científicos si dicen lo que de antemano queremos oír, y todos son unos indocumentados, o unos visionarios, o unos vendidos, o unos charlatanes,  si opinan lo contrario. ¡Que bobada!

El bloque de los llamados científicos, nos pongamos como nos pongamos, es un pandemónium sin posible uniformidad de criterio, ni de formación. Ni todos los médicos son científicos, ni todos los científicos son médicos, ni todos los que se desenvuelven en el mundo de la medicina son ni una cosa ni la otra, pero parece que son los únicos a tener en cuenta en cuanto a su punto de vista, según la mayoría de los opinadores oficiales y oficiosos.

Claro que parece ser, y esto es pura observación personal en el tráfico de las redes sociales, que solo son serios y fiables los que opinan a favor del gobierno, mientras que los que opinan de otra forma, son profundamente sospechosos de motivos políticos al pronunciarse. Más simples que el mecanismo de un chupete.

El caso es que, nos pongamos como nos pongamos, si solo tenemos en cuenta el punto de vista médico, la solución al problema será puramente médica, sin tener en cuenta ningún otro factor, sin tener en cuenta que los vivos tienen necesidades  que no se contemplan en una pura solución cuya principal motivación puede ser  preventivista, cuando no anticipatoria, con lo que eso supone de cuestionable incluso dentro de la misma profesión médica.

Nadie quiere muertos, nadie puede contemplar impávido la muerte a su alrededor, su propio riesgo de morir, sin sentir un pellizco en el alma, pero eso no significa que entreguemos nuestro futuro, nuestro bienestar y nuestras libertades en manos de un punto de vista previsible y sin equilibrio. Y en ello estamos

Tampoco el punto de vista que aportan los economistas difiere mucho, en su parcialidad y falta de análisis suficiente de las consecuencias, del científico, pero en este caso solo se analiza la parte económica, y las medidas médicas oscilarán entre la carencia y la insuficiencia. Su principal preocupación, característica de los mal llamados actores sociales, será el estado de beneficios de la gran empresa y la consolidación de unos presupuestos de aliño que permita la permanencia del consumo y la mínima inversión en infraestructuras que palíen de forma real las necesidades de ellas que la crisis ha dejado al descubierto. Ni las organizaciones empresariales, ni los sindicatos, ni los teóricos económicos de la macroeconomía, tienen demasiado que decir en cuestiones médicas, ni representan a una sociedad basada en una economía de autónomos y pequeños empresarios a los que nadie tiene en cuenta.

¿Y entonces? Entonces hace falta una clase política con un punto de vista capaz y comprometido con el bienestar de los ciudadanos que sea capaz de poner en marcha las medidas necesarias para paliar la crisis médica sin crear una incapacitante crisis económica que arrastre a una sociedad a un calvario del que difícilmente se podrá salir en  años y que, permítaseme la maldad, tiene el diseño perfecto de fosa común para la clase media.

Pero en esta país la clase política no tiene otro proyecto conocido que mantenerse en el poder, que atacar con ferocidad y sin reparar en daños al contrario con todos los medios a su alcance, crisis incluida,  y no tiene otra capacidad conocida que una mediocridad política e intelectual incapacitante, ni tiene otro argumento que la maldad de la alternativa, ni sus líderes otro proyecto que ser el más listo de los tontos.

Nadie nos lo cuenta, y solo los crédulos lo ignoran, todos acabaremos, antes o después, infectados por este virus y por otros. La infección la contraeremos en el interior de algún lugar donde nos habremos reunido con algún fin con alguno, o algunos, que ya lo tenían. Alguno lo desarrollará de forma grave, y la mayoría no. Pase el tiempo que pase las infraestructuras no habrán mejorado porque los presupuestos centrales y autonómicos no contemplan tal posibilidad. La clase media saldrá doblemente empobrecida, o no saldrá, en muchos casos, de la doble trampa económica que la mediocridad y afán de protagonismo habrá provocado en la sociedad: trampa de consumo provocada por un confinamiento errático, inútil y puramente estético, y trampa impositiva usando los recursos fiscales para rematar el empobrecimiento de aquellos ya perjudicados por la crisis principal.

Claro que este es solo mi punto de vista, porque lo tengo, porque me permito tenerlo , sea certero o no, al margen de los puntos de vista oficiales, aplaudidos, consentidos y castrantes. Y, por no callarme nada, en este país no habrá soluciones mientras no haya DEMOCRACIA: LISTAS ABIERTAS, CIRCUNSCRIPCIÓN ÚNICA. Un hombre un voto, en la calle y en el congreso. En este país no habrá soluciones mientras no podamos lograr el gobierno de los mejores y no, como tenemos en la actualidad, el de los más avispados entre los más mediocres, el de los tuertos.

domingo, 11 de octubre de 2020

Las matemáticas y dios

 Cuando hablamos de dios es complicado elegir en los términos en los que podemos sostener un discurso, puesto que hablamos de ideas, de supuestos, de entelequias, incluso de inexistencias.

Suele suceder esto porque intentamos reducir el concepto de dios a las dimensiones humanas, intentamos explicar a dios desde una concepción antropomorfa en vez de considerar a dios como un concepto global que no interacciona, que no necesita demostración y que no resiste el fraccionamiento. O, para dejarlo más fácil, identificar a dios con lo inexplicado y lo inexplicable.

La ciencia, esa divinidad humana que se considera capaz de explicarlo todo, también suele caer en esa tentación y parte de la consideración de que no puede existir nada más allá de lo que son capaces de ver o de imaginar, a pesar de que cada descubrimiento que realiza suele llevar aparejadas nuevas percepciones, nuevas posibilidades, a pesar de que sus mismas herramientas reconocen su imposibilidad de acercarse a una verdad universal.

Si yo tuviera que intentar explicar mi concepto de dios, un dios no revelado, un dios no consciente, un dios no intervencionista, elegiría las matemáticas como posible medio de alcanzar lo que inicialmente me parece inalcanzable. Esa es una de las virtudes de la matemática, de la matemática como herramienta filosófica, que permite proyectar hasta casi alcanzar lo inconcebible.

¿Qué es dios? Dios es el conjunto, o entorno, compuesto solamente por  todos  los números naturales, un entorno en el que no existen los fraccionarios, ni los irracionales. ¿Qué es dios? Dios es la escala única. ¿Qué es dios? Dios es la base1.

Cualquiera de estas proposiciones puede acercarnos, aunque sea especulativamente, al concepto de dios, e intentaré explicarlo con la torpeza que la dimensión y mi escasez de conocimientos me permitan.

El primer problema de la ciencia es su fundamento,  su necesidad de comprenderlo todo, su necesidad de establecer unas unidades referenciales, que son consecuencia de su percepción limitada del entorno, para explicarlo todo. Y no ha sido poco problema, ya que nuestras medidas, nuestro sistema de organización numérica, nuestra reglamentación comprensible y compartible del entorno, no ha sido homogénea hasta hace apenas trescientos años.  En realidad sigue sin serlo totalmente.

Hasta la revolución francesa cada lugar tenía sus propias medidas, medidas que tenía que convertir a otras si el investigador, el comerciante, o el usuario tenían que adaptar algún cálculo a las suyas con la consiguiente pérdida de precisión que tal operación suponía. Incluso cada actividad tenía sus propias unidades: los marinos, los terratenientes, los agricultores, los prestamistas, los constructores. Una infinidad de interpretaciones dispares del entorno que el hombre iba creando según su necesidad de medir, de contar, de pesar el mundo que contemplaba, que manejaba, para hacerlo perceptible en sus propias dimensiones.

Había sistemas numéricos en infinidad de bases, según la cultura local. Base veinte, base diez, base doce, base seis, base quince, todas ellas bastante antropométricas. Había unidades de peso según el peso de una semilla, de un recipiente, de un mineral. Había medidas de longitud que se referían al pie, al codo, al pulgar, a la extensión de los brazos, a la longitud de una zancada.

Me pregunto por primera vez, ¿es posible medir la existencia en codos? ¿Pesar el universo en arrobas? ¿Concebir un concepto de dios en base doce? ¿Limitar el universo en metros? ¿Comprender la infinitud de las capas de lo surgido observando desde la escala humana?

Me temo que no. Me temo que la dimensión humana de la ciencia salpica incluso a su capacidad de especulación. El ser humano es capaz de imaginar solo aquello que puede acabar llevando a cabo.

Los números fraccionarios, los números irreales, son un reconocimiento de la incapacidad del hombre para comprender el universo. Los números periódicos dan una devastadora idea de su incapacidad de ser exacto, que es el único camino para llegar al conocimiento real. ¿Cómo puede ser los números que sustentan el universo, el pi y el phi, sean periódicos indeterminados, inexactos, imposibles?

El concepto de dios como principio integrador de todo lo que existe, lo que no existe, lo que nunca existirá, ha existido o es inconcebible, no puede tener decimales, no puede expresarse en negativo, no puede aceptar un periódico puro, porque va en contra de su misma esencia, de su misma infinitud. El universo mide siete coma cuarenta y cinco, cuarenta y cinco, cuarenta y cinco, periódico puro, pulgadas divinas. ¿En serio? ¿A la unidad se le escapado un decimal y ha comprometido su propia esencia de exactitud, de totalidad? La unidad, la totalidad, no admite representaciones fraccionarias, ni imágenes negativas, ni redundancias.

Por eso precisamente tengo la convicción de que la mejor expresión de este dios conceptual al que intento acercarme solo puede ser la base 1, esa base en la que solo existen el cero y el infinito, o el cero y el cero, si nos ponemos trascendentes. Creo que el génesis lo explica magníficamente, en principio no había nada hasta que dios decidió crearlo todo a partir de nada. El que nosotros estemos en un punto imposible de la eternidad que transcurre entre el cero y el cero, y que hayamos creado una entelequia llamada tiempo para poder ser conscientes de nosotros mismos, el que los tiempos percibidos entre el comienzo y el comienzo sean, a escala humana, apabullantes, no hace más plausible que exista ese tiempo, ni que transcurra un solo e imposible instante entre nada y nada. Dios es base uno, es nada y todo en el mismo e inexistente, imposible, inimaginable punto que es la eternidad. Principio y fin, ¿Nos suena?

¿Podemos entonces pensar, lo que supone existencia y consciencia, que no hay una diferencia real entre existir y no existir? ¿Qué esa falta de diferencia es, precisamente, la esencia de dios?

Juguemos por último al juego de las escalas. “Todo lo que es arriba, es abajo. Todo lo que es dentro es fuera”. Este principio del Kybalión, atribuido a Hermes Trimegisto, puede resumir la esencia del concepto de totalidad infinita, de eternidad, que podemos nombrar como dios. Todo lo que existe en una escala existe en todas las escalas, en las infinitamente grandes, exteriores, y en las infinitamente pequeñas, interiores, hasta que ambas tendencias se encuentran, cosa que sucede en todas ellas, porque todas las escalas, en su plena aceptación, solo son una. Cuando el interior se hace exterior, y el exterior interior, deja de existir tal dualidad y existe la unidad. Ouroboros.

Imaginemos un espejo enfrentado a un espejo. ¿Cuál de las imágenes reflejadas es la auténtica? ¿Hasta qué escala inferior y superior llega la capacidad de reflejarse? Cada vez más, con mayor frecuencia, las imágenes captadas por los microscopios y las de los telescopios se confunden y somos incapaces de distinguir unas de otras. Cada vez más, según avanzan las posibilidades, la percepción de lo grande y lo pequeño se identifican, se asemejan, se unifican.

La ciencia nunca alcanzará el concepto último de dios, simplemente porque es inalcanzable salvo desde la plena identidad. La partícula divina, la llamada partícula divina, por ejemplo, no es otra cosa que una forma de denominar un descubrimiento, como en tiempos de los griegos se denominó átomo, indivisible, a la partícula más pequeña que entonces fueron capaces de concebir. Después, transcurrido un tiempo, la misma ciencia se desdice para encontrar algo más grande, algo más pequeño, algo más elemental, algo más allá, que rebate esa soberbia con vocación mística de algunos científicos. El universo mismo, con su inmensidad, tal vez no sea más que una ínfima infinitud de la eternidad. La misma limitada vida, capacidad, tamaño, existencia del hombre, ya nos pone sobre la pista de que lo infinito nos es inalcanzable, y la eternidad simplemente nos resulta inconcebible, lo que no quiere decir que exista, o que no exista, o ambas cosas en plena identidad. Tal como empieza a apuntar la física cuántica las partículas no se definen hasta que son observadas. Tal vez la existencia no se sustancia hasta que se invoca. Tal vez. O tal vez no. O ambas cosas.

sábado, 3 de octubre de 2020

Llanto por la democracia

 Lo confieso, sin rubor, hoy sentarme al teclado es un castigo a mi ánimo sombrío, a mi desanimo avergonzado, a mi vergüenza ajena, al sentimiento de ajeno que todo lo que está sucediendo me produce.

Observo con estupor, con rabia, con una absoluta incredulidad la desastrosa deriva que las ideologías han introducido en los últimos años en nuestras vidas y tiemblo por el futuro, por cualquiera de los futuros, que se atisba tras el odio, el frentismo, el ambiente pre bélico en el que parecemos sumidos. Por ese futuro que parece que aguarda a mis hijos, a nuestros nietos.

Nunca me he llamado a engaño, nunca he sido especialmente optimista sobre la calidad democrática que nuestro país, sobre todo desde el último mandato de Aznar hasta hoy, estaba aplicando. La ley electoral que primaba la preponderancia de los partidos sobre la representatividad de los ciudadanos, no parecía exactamente una democracia. La intromisión consentida, regulada, progresiva, acaparadora y protagonista, del poder ejecutivo en los otros poderes, propiciando una ignorancia de la necesidad de su separación extrema, tampoco dejaba mucho lugar a la esperanza.

Pero nadie, en plena euforia del 78, podía adivinar que la mediocridad ascendente, castrante y acaparante, de los políticos y de sus militantes podría conducir al bochornoso espectáculo de la actualidad, al desesperanzado atisbo a los futuros previsibles.

¿Puede la democracia tener apellidos? Yo creo que no, que hay democracia o no la hay. Cuando alguien le pone apellidos a la democracia lo único que pretende es desvirtuarla en su propio beneficio. Estamos en una democracia forofista, frentista, cuyo único fin es intentar llevarnos a cualquier precio hacia una democracia popular o hacia una democracia orgánica. Nadie tiene interés en respetar otra libertad que aquella que cada uno concibe. Nadie pretende, o parece pretender, otra cosa que tener el poder suficiente para imponerle al resto su visión de la sociedad. Sin concesiones, sin otro pasado que el suyo, sin otro futuro que aquel en el que toda la sociedad es como él la sueña. Eso, sí, a cualquier precio.

¿Puede la democracia resistir el insulto? Yo creo que no, que no hay democracia sin respeto al que piensa diferente. Luego vienen los que argumentan que no se puede respetar al que no respeta, y de repente nos encontramos con que basta con incluir en la categoría de los que no respetan a cualquiera que piense diferente y ya tenemos una sociedad en la que lo importante no es la convivencia, esencia de la democracia, si no la preponderancia, base del totalitarismo.

¿Puede la democracia resistir la intolerancia? Yo creo que no, que no hay democracia sin la permisividad imprescindible para escuchar, debatir, rebatir y compartir. No hay democracia sin diálogo, sin sentir la necesidad de diseñar un espacio de convivencia en el que los ajenos se sientan casi tan cómodos como los afines, un espacio de convivencia sin agresiones ni frentismos, un espacio de convivencia justo y estable.

¿Puede la democracia resistir la mentira? Yo creo que no. Ninguna mentira, ni la verdad variable, ni siquiera la finta dialéctica, permiten la confianza en alguien que hace del lenguaje inconcreto, de las palabras huecas, de las tergiversaciones, del permanente cambio de discurso según lo que le convenga, de la negación del contario por el simple hecho de serlo, la esencia de su discurso. Claro que esta es la característica principal de la democracia forofista. El líder sabe, y lo usa con descaro, como desafío, sin recato, que si ayer su cla aplaudió su discurso, hoy sus forofos aplaudirán otro que diga lo contrario, y lo justificarán sin importar las contradicciones con lo dicho anteriormente. Lo ha dicho el líder, el aparato propangandista del partido, punto final.

No, la democracia no resiste ninguna de estas características, ni el frentismo, ni el sectarismo, ni el predominio de las minorías, ni el populismo, ni el fascismo, ni el mesianismo, ni el recorte de libertades, ni la desigualdad económica, ni la utilización partidista de los problemas, sean económicos, médicos, legales o sociales, ni la ambición desmedida de los líderes, ni la falta de una educación o de proyecto de educación, ni la mediocridad inducida de los mediocres, ni la falta de controversia, ni las uniformidades impuestas, ni tantas otras cosas que observo cuando me asomo a las ventanas de mi casa.

Cuando me asomo a las ventanas que dan a la calle. Cuando me asomo a las ventanas del cuarto poder, también intervenido, también silenciado, también integrado en el poder único que todo lo quiere controlar. Cuando me asomo a las ventanas mediáticas, empañadas de odio, de intolerancia, de frentismo, de forofismo. Todas la ventanas me asoman a un presente repugnante, a un futuro sin esperanza, sin democracia, sin equidad, sin libertad, sin fraternidad.

No forofos, no, vosotros, los mal llamados militantes, los aplaudidores de ignominias, mentiras y falacias, los tristes cabestros de un rebaño sin bravos, las huestes del hostigamiento popular, populista, populachero, las mediocres y entregadas tropas de mesías sin paraíso, sois el verdadero cáncer de la democracia. Representáis las amargas lágrimas de una esperanza que no pudo ser. Levantáis las barreras con palabras que nunca debieron de ser pronunciadas pero que hacéis vuestras. Palabras que defendéis no por lo que digan, sino por quién hayan sido pronunciadas. Palabras que entierran la razón, el futuro, la esperanza.

Yo lloro hoy por la democracia, por la que pudo ser y no la dejaron, por la que pudimos construir y destruimos día a día, por la que hubiéramos podido legar en vez del páramo que legamos. Y aún ahora habrá quien piense que hablo de los otros , o de ellos, y no que hablo, como hablo, de todos nosotros, de todos los que de una forma u otra, votando, justificando, insultando, denigrando, o mirando para otra parte, permitimos este estado de las cosas. Fomentamos el llanto, el pésame y el profundo llanto, por una democracia que no tenemos valor, independencia o criterio, para defender.

domingo, 27 de septiembre de 2020

El juego de la democracia

 Desde distintos ámbitos de mi vida han intentado convencerme de que el mundo es un tablero de ajedrez compuesto de decisiones buenas, cuadros blancos, y decisiones malas, cuadros negros, o viceversa, que tanto monta. Algunos, en el paroxismo de la intelectualidad, hablan, con un cierto aire de sabio estreñido, de los infinitos matices del gris, que viene a ser algo así como una digestión incompleta de la usencia del color, del compromiso, de la capacidad de pronunciarse.

Yo, sinceramente, en esta simbólica batalla del posicionamiento que algunos quieren trasladar a la realidad cotidiana, siempre me he declarado más de las juntas que separan las casillas, curiosa contradicción, que de las casillas en sí, no porque haya descubierto en ellas esos fastuosos e infinitos matices del gris, sino porque en ellas se juega al parchís, que es mucho más colorido, diverso, y permite unas opciones fuera de las rígidas normas de la oficial oficialidad, de la dualidad castrante que intentan imponernos en todos los ámbitos de nuestra vida para un más fácil etiquetado y una mayor maleabilidad. Buenos y malos, ricos y pobres, listos y tontos, parias y poderosos, de izquierdas y de derechas, de aquí y de allá. Políticos y apolíticos.

Como ya he dicho, yo soy más del parchís, de la oca, de la alegría natural de los colores y sus matices, y no juego al pantone porque nadie ha inventado el juego todavía. Soy de descubrir ese “verde pino y astuto” que una niña de seis años me definió en cierta ocasión entre los distintos lápices de una caja de Alpino. Una identificación de color que viene a demostrar la frescura y capacidad intelectual superior de una niña de seis años sobre ciertos “intelectuales” oficiales nombrados por sí mismos. ¿Se imaginan a esa niña poniendo cara de hallazgo transcendente y comentando los infinitos matices del verde? ¡Un monstruo!

Bueno, pues por muy cansado que esté de esta dualidad castrante, y hay, y habrá, muchos que me espeten la dualidad del ser humano olvidando que, desde la perspectiva del ser humano, lo superior siempre ha sido trinitario, están intentando presentarme un nuevo diseño del tablero de ajedrez a ver si al cambiar las figuras me descuido y lo compro.

Ha salido el ajedrez del Covid-19. El ajedrez que divide entre médicos y pacientes, entre sanos y enfermos, entre confinados y libres, entre miedosos e inconscientes, entre contagiadores y contagiados, entre concienciados y conspiranoicos, entre enmascarillados e insolidarios. Al final, que curioso, que triste, que frustrante e ilustrativo, entre buenos y malos, entre listos y tontos, entre de izquierdas y de derechas.

Me he frotado los ojos varias veces e intentado, repetida, deseperadamente, despertarme de un sueño que tiene tintes de pesadilla, pero parece que la realidad se impone y debo de asumirla. Al final lo han conseguido, al final han puesto sobre el tablero el juego político que pretendieron hacer pasar por médico, demostrando, a quienes no queríamos creerlo, que nunca han tenido otro interés en la salud pública que aquella que les podía reportar votos y cuota de poder.

Hace ya muchos años que la democracia en España no es otra cosa que una palabra que se invoca para justificar los abusos propios, justificados por los votos recibidos, para denunciar los abusos ajenos, sustentados por los engañados que los votaron, y para convocar cuando conviene unas votaciones en las que nadie puede votar libremente, ni en igualdad, ni ninguna opción que tenga visos de realizarse tras las votaciones. Hace ya muchos años que la democracia en España es una falacia, un concepto secuestrado y maltratado por unas estructuras de poder sin ningún respeto por los ciudadanos que se llaman partidos.

Solemos culpar de esta situación a los políticos, es lo fácil, pero no por fácil es más cierto; los únicos culpables de la situación somos los ciudadanos que seguimos jugando a su juego, a su amañado ajedrez, convocatoria tras convocatoria, engaño tras engaño, mentira tras mentira, aún a sabiendas de cuál es el resultado del juego antes de empezar la partida.

Pero si los ciudadanos en general somos los culpables de la ausencia de democracia real, existen unos culpables con mayúscula, unos cómplices de la situación, unos ciudadanos capaces de vender sus valores al amparo de una consigna, de trastocar la verdad a la sombra de la invocación de una cruzada, de vender su alma por lo que el líder solicite: los militantes, los forofos. Los que convierten a los discrepantes en apestados, a sus hermanos en enemigos, a sus adversarios en parias sin derechos. Personas incapaces de hacer su función elemental: controlar a los dirigentes, exigir la verdad y honradez de quienes los dirigen, pasar factura a las mentiras, a las falacias, a las corrupciones y corruptelas. En resumen ser inflexibles con quienes medran y engañan en su nombre, porque los demás podemos acabar pensando, en realidad pensamos, que no hacen otra cosa que defender sus propias mentiras, sus propias corrupciones, sus propias incoherencias,  su propia intolerancia y afán de sojuzgar a los demás, de someter por cualquier medio a los demás a su superior criterio. 

Nadie con dos dedos de frente debería de permitir lo que estamos viviendo en este momento, este ajedrez infernal en el que tanto las fichas negras como las blancas juegan una partida en la que los ciudadanos, su muerte, y la verdad propia son los trofeos que buscan vencedor. Y los forofos aplaudiendo. Los forofos justificando y asumiendo las barbaridades que se hacen en nombre de una ideología, cualquiera, que debería de llamarse patología.

Tengo la sensación de que el COVID-19 ha servido, sirve, para que el gobierno ataque a ciertas autonomías que no le son afectas y maniobre contra ellas. Tengo la sensación de que esas autonomías se defienden, la defensa es la excusa perfecta, ignorando las necesidades médicas de aquellos a los que administran. Tengo la triste sensación que tanto a unos como a otros les importan muy poco los muertos, armas con que atacarse, ni la salud, ni los ciudadanos, ni otra cosa que jugar su macabra partida en busca del poder, del aplastamiento del contrario.

Volverán, como las oscuras golondrinas, las elecciones a ser convocadas, pero a nada que nos descuidemos, a nada que sigamos por el camino marcado, la democracia real, esa, no volverá. Las libertades que nos fueron arrebatadas en nombre de nuestro propio bien, esas, no volverán. La oportunidad de construir un futuro más justo, más equitativo, más libre y solidario, esa, no volverá.

Volverán los pasados más oscuros, los muertos que nunca combatieron, el hambre de la guerra de unos pocos, el odio de aquellos que perdieron, la soberbia de los falsos ganadores, la mentira mendaz que suplanta a las razones. Volverán los jinetes varias veces, arrasando a su paso el pensamiento. Volverá la muerte triunfadora, señora de una vida despreciada, asombrada de que la busquen con premura. Y el futuro no será, triste amargura, otra cosa que el terrible pasado que se augura.

lunes, 21 de septiembre de 2020

Hablando de estadística

 Hablemos de estadística. Hablemos del contenido principal, desde hace ya meses, de los informativos, sean escritos, hablados o televistos. Hablemos de una técnica derivada de una ciencia, que en el momento que se usa, y según como se haga, deja de ser exacta.

En estos casos es pertinente, en primer lugar, consultar el diccionario para asegurarnos que todos hablamos del mismo concepto, de la misma acepción:

“1. f. Estudio de los datos cuantitativos de la población, de los recursos naturales e industriales, del tráfico o de cualquier otra manifestación de las sociedades humanas.

2. f. Conjunto de estos datos.

3. f. Rama de la matemática que utiliza grandes conjuntos de datos numéricos para obtener inferencias basadas en el cálculo de probabilidades.”

Si analizamos con cuidado las tres acepciones que reconoce la RAE, ya empezamos a asomarnos al abismo del que pretendía hablar en esta ocasión, a ese abismo que abre el uso inadecuado de la estadística, a ese abismo que sugiere el famoso chiste estadístico, ese que plantea que si entre dos personas se comen dos pollos, estadísticamente se han comido un pollo cada una, aunque en la realidad uno se haya comido los dos pollos y otro ninguno.

Acepción 1: Estudio de los datos cuantitativos de la población. Eso significa, en román paladino, que si la población no está bien elegida, no es suficientemente numerosa y significativa, el resultado será tan poco significativo como la población elegida. Cuanto mayor sea el número de sujetos incorporados al estudio, más posibilidades hay de acercarse a los datos correctos, cuanto más diversas sean sus tendencias, más representativa de una población más amplia será la población de muestra. También, y es muy importante tenerlo en cuenta, influye en los datos finales la cuestión planteada para requerirlos, y la forma de plantearla, ya que cuanto más se induzca una respuesta menos válida será la misma. Elemental, querido Watson.

Acepción 2: Los datos se suman y son ciegos, aún no tiene interpretación, ni significado. Son solamente unos datos que obedecen a unos requisitos de planteamiento y sus reacciones posibles ante ellos.

Acepción 3: fíjense con qué cuidado exquisito el diccionario evita hablar de resultados, de conclusiones, de certezas. Habla de inferencias, habla de cálculo de probabilidades, habla, sin mencionarlo, de interpretaciones, porque ya depende de cómo y quién presente los datos para que estos digan una cosa u otra, incluso la contraria. Aquí, en esta acepción es donde realmente la estadística puede separarse de las matemáticas y hacerse puramente especulativa, incluso manipuladora.

Así que  podemos deducir con facilidad, cuando en estadística queremos hacer comparativas, que son la base de la información evolutiva, que necesitamos poblaciones homogéneas, planteamientos equivalentes e interpretaciones idénticas. Cualquier desviación de estas consideraciones solo lleva a la desinformación, claro que esta puede ser ignorante o culpable, y eso ya queda a consideración del consumidor. Yo, cuando se habla de política suelo tender a la desinformación culpable, o sea, para los que le cueste entender, I N T E R E S A D A.

Tomemos como base de análisis estadístico la información sobre el COVID-19. No voy a hacer ninguna aseveración, solo quiero compartir preguntas, ya que el interés de este escrito es inquirirme y compartir mis dudas, no analizar ni concluir sobre las posibles respuestas.

Distingamos dos fases en la información, como dos fases parece haber habido en la información de la enfermedad. Analicemos la integridad de los datos en cada una de ellas y, ya que se comparan, en esta comparativa.

¿Por qué en la primera fase solo se hablaba del número de muertos y de la comparativa con otros países?

¿Por qué en la segunda fase  solo se habla de contagios y de la comparativa entre comunidades autónomas?

¿Por qué en la primera fase nunca se utilizó una población homogénea con los países que se comparaba, ni se usaba un ratio que fuera comparable? Lo lógico hubiera sido una forma de contar las muertes igual en todos los territorios comparados, pero cada país utilizó su propio sistema. Lo validable hubiera sido usar el ratio de muertos por cada x habitantes, pero solo se usaba el número de muertos que al ser poblaciones diferentes no es un ratio comparable. Que Rusia debería de tener más muertos que Andorra no necesita de estadísiticas.

La agresividad del virus en la primera fase es incuestionable, pero, pasada esa primera fase, ¿cuántos muertos por encima de lo normal, que incremento de mortandad real, ha habido? Porque si la media de muertos en los nueve primeros meses del año, en los últimos años (dato del INE), por afecciones respiratorias es de cuarenta y cinco mil personas y este año ha habido cincuenta mil, por poner una cifra, significaría que el incremento de mortalidad es de cinco mil personas, es decir, que el virus mata antes, pero apenas más, pero si la cifra de este año sobrepasa los ochenta mil significa que el virus mata mucho y con rapidez.  Pero estas cifras no aparecen en ningún sitio.

Tampoco es posible comparar los ratios de contagio entre la primera y la segunda fase, ya que, y esto no tiene ya remedio, en la primera fase solo se hacían pruebas de confirmación a los ingresados y a los muertos en hospitales, mientras que las pruebas en esta segunda fase se hacen a la población en general, incluso a aquella que no presenta síntomas. Ante poblaciones estadísticas diferentes y metodologías distintas no cabe comparación posible.

Hay muchas más preguntas, muchísimas más, sobre este tema, pero no hay respuestas, y las respuestas que hay parecen más destinadas a crear confusión y miedo que a aportar luz entre una ciudadanía cada vez más incrédula que atribulada.

¿Cuántos muertos por enfermedades víricas ha habido este año?  ¿Cuántos por la misma causa en años anteriores? ¿Cuántos en otras pandemias víricas anteriores? Porque a lo mejor nos encontramos con que lo verdaderamente significativo del COVID 19 es su virulencia inmediata en condiciones favorables, para él, claro está, no su mortalidad en sí misma. Con que lo terrible del COVID 19 fue la inhumanidad, la tragedia humana y familiar que se creó alrededor de su ataque, más por razones de incapacidad, incompetencia y desconocimiento, que por razones médicas.

Lo de las mascarillas en lugares públicos, en condiciones normales, ya no es estadística, es tomadura de pelo, es conveniencia política (¿nadie ha observado que las medidas restricitivas, salvo que sean en una comunidad gobernada por la derecha, son de izquierdas y el cuestionamiento de las medidas, salvo en el mismo caso, son de izquierdas?, ¿es esto serio?) Sigo sin ver ninguna explicación real al hecho de que en espacios abiertos la mascarilla tenga otra utilidad que la de aparentar, y más cuando los que realmente tienen riesgo de difundir el virus por vía aérea son los que están exentos de su uso: deportistas, fumadores y personas con afecciones respiratorias. No es que sean más contagiosas, no es que sean ninguna suerte de apestados, simplemente su forma de exhalar el aire de sus pulmones permite una mayor capacidad del virus para mantenerse en el aire.¿ Hay, en estos casos, una carga vírica suficiente para que el contagio sea efectivo? No lo sé, y si alguien lo sabe, se lo calla, o no le permiten decirlo, que todo puede ser.  Lo que sí sé, porque me lo han dicho, es que donde realmente hay riego de contagio es en los interiores, pero ahí nadie usa la infausta prenda.

Lo que cada vez tengo más claro es que esto no parece ser una guerra entre la economía y la salud, guerra que parecen haber perdido ambos contendientes, sino una guerra entre la política y la información, y esta también tiene perdedor conocido, todos nosotros.

A mí, personalmente, me atemorizan todas las enfermedades, todos lo virus, bacterias y degeneraciones celulares que nuestro cuerpo acoge, reproduce y nos devuelve en forma de enfermedades de diferente gravedad, sobre todo los que aún no han llegado pero están en camino, pero no hay miedo más profundo que el temor a cuales son los objetivos de los que no me cuentan la verdad. Y para saber si me la cuenta, en muchas ocasiones,  me basta con mirar las estadísticas, y no permitir que me las interpreten.