martes, 25 de septiembre de 2018

Señora puta:


Sea lo que sea en lo único en lo que seguro que hay acuerdo es en que es el más antiguo del mundo. No cabe duda de que es un oficio y como tal lo desempeñan miles de mujeres y hombres, que sí, que de verdad, que hombres también, en todo el mundo. Sobre que sea un delito o un pecado solo corresponde a posiciones éticas y morales que pretendo que no me incumban, sobre todo porque tengo las mías y me siento impelido a evitar que me colonicen con otras, pacatas, mojigatas, victorianas sean bajo la excusa de una moral dictada por unas alturas tan altas que no alcanzo, o por unas posiciones ideológicas que solo conciben un mundo con pensamiento y comportamiento uniformes.
Si tuviera alguna duda  al respecto de mi posición sobre el tema me bastaría con ver como es atacado, con argumentos diferentes, con motivaciones diferentes, desde la izquierda y desde la derecha con igual saña y, hasta el momento, con igual falta de éxito.
La prostitución existe, perdón Teruel, y existe desde que existe la memoria del hombre. La prostitución existe y en ciertos momentos históricos ha alcanzado tal prestigio social que las concubinas tenían un mayor peso en el devenir de los estados que las reinas o los ministros.
Solemos pensar en la prostitución como en un antro de explotación, de miseria, de corrupción puramente masculina. Es una visión un tanto certera en lo que respecta a una mayoría de situaciones, pero si la analizamos globalmente, con una cierta frialdad y con perspectiva, comprobaremos sin demasiado trabajo que es una visión interesada, una visión que sirve a los fines de ciertas personas, instituciones, ideologías, poderes, preocupados en la estigmatización de la prostitución para su mayor manejo y lucro, o simplemente porque no conciben que exista un mundo diferente al que ellos consideran idóneo.
No voy a defender la explotación de ciertos seres humanos por parte de las mafias, pero no la voy a defender ni en la prostitución, ni en la emigración, ni en la donación de órganos, ni en tantas otras cuestiones y recovecos como las mafias aprovechan, valiéndose de la miseria ajena, para sacar partido de las necesidades ajenas. Pero por lo mismo que no voy a pedir la ilegalización de las donaciones porque las mafias se lucran de ellas, sí voy a pedir la legalización y la normalización, de norma, no de uso, de la prostitución, y voy a saludar con alborozo e interés la creación de ese sindicato que tanto parece horrorizar a la izquierda mojigata como escandalizar a una derecha pacata y victoriana
Algo tendrá el agua cuando la bendicen, algo tenga la prostitución cuando tantos tienen tanto interés en perseguirla.
Yo, afortunado de mí, nunca he requerido de sus servicios, pero no por ello puedo considerarme mejor ni peor, tal vez, incluso, el considerarme afortunado no sea más que un prejuicio que aún no he conseguido superar. Tal vez, pudiera ser, porque aún no haya superado el recuerdo de cierto amigo de mi adolescencia que debido a sus malformaciones no consiguió que ninguna mujer atendiera a sus requerimientos amorosos salvo que fueran acompañados de una contraprestación económica. A veces el amor, a pesar de ser ciego, encuentra algún resquicio por el que mirar y solo considera la normalidad física para lanzar sus flechas.
Prohibir la prostitución, ocultarla, estigmatizarla, no va a hacerla desaparecer, pero lo que si lograría una regulación moderna, acorde con la sociedad en libertad que pretendemos, es evitar la proliferación de las mafias, que viven cómodas en la ilegalidad, es el halo de delincuencia que genera todo lo proscrito, son las inevitables secuelas sanitarias que la falta de rigor normativo puede llevar aparejadas.
Una sociedad antigua menos libre que la nuestra, tenía unos usos, en cuestiones sexuales, que si no eran justos, ni deseables, si eran mucho más diáfanos y consecuentes con sus normas. Desde la injusticia, desde la desigualdad, desde la gazmoñería, desde la hipocresía. Sí, pero integrando en un papel, aunque fuera marginal y social y pretendidamente ignorado, esta práctica como algo inherente a la sociedad y a la convivencia.
Podríamos tirar de historia, y sería larguísima. Podríamos tirar de argumentos, y serían muchísimos. Tiremos simplemente de sentido práctico. Mientras el amor no sea totalmente ciego, mientras haya hombres y mujeres que tengan necesidades sexuales no cubiertas en relaciones estables, o sin relaciones estables, la prostitución, sin género, sin explotaciones inadmisibles, sin cargas éticas o morales ajenas al practicante y al demandante, será una necesidad social que cuanto más normalizada, de norma no de uso, esté menos cobijo dará a indeseables de todo pelo que la usen para lucrase a costa de la explotación ajena. Estoy convencido.
Recordemos, como guión orientativo, cuando cierta eminencia del furor ideológico pretendió prohibir que los enanos -ya me jode aclararlo pero lo aclaro-, dicho sea lo de enano sin ningún otro afán que el de la simplicidad descriptiva, participaran en espectáculos en su calidad de tales, y estuvo a punto de mandar a la miseria a tantos que viven de actividades que los requieren por su aspecto físico.
En resumen, y por mi parte, bienvenidas señoras putas sindicadas, mi solidaridad, mi apoyo y mi absoluto respeto a su iniciativa. Solo espero que no lleguen en el fututo a estar tan integradas que algún ideólogo de excesivo tiempo libre me intente obligar a llamarles señoritas de compañía retribuida. Yo, con su permiso, les seguiré llamando putas, sin cargas y en la seguridad de que ustedes y yo nos entendemos, léxicamente hablando.

jueves, 20 de septiembre de 2018

Con la Iglesia hemos topado

Hay una expresión de uso habitual que me viene al pelo: “con la iglesia hemos topado”, que viene a querer decir que nos hemos encontrado con un obstáculo insalvable. ¿Y cuándo las que topan son varias iglesias? Pues el estruendo suele ser tal que suele derivar en batalla, en guerra, a veces desarmada pero no por ello menos cruenta.

Pues con la iglesia han topado en embestida feroz ciertas posturas derivadas de ideologías que no le son excesivamente afectas y que aspiran a ser una iglesia más, la iglesia laicista que se ampara en el sentido laico del estado para su preponderancia. Y si la iglesia suele ser impenetrable ante los ataques exteriores estas ideologías son inasequibles al desaliento a la hora de confrontar a sus rivales, inasequibles al desaliento e incapaces de un filtro moral a la hora de escoger los medios para conseguir sus fines.

La aspiración de estas ideologías es desposeer a la iglesia, al parecer solo a la iglesia católica, de momento, de todo su patrimonio, o al menos a gravarlo impositivamente de una forma que sea inasumible su pago. La justificación parece ser devolver al pueblo, ese ente indeterminado y de fácil mención y apropiación, su patrimonio.

Si tiramos de historia las experiencias son aterradoras. La pérdida de patrimonio que ha supuesto cada una de ellas me parece inasumible. Ni el estado, ni los particulares, ni el pueblo, en su momento hicieron otra cosa que lucrarse o destruir en nombre propio o ajeno aquello que les pertenecía, al menos teóricamente, a todos. Eso sí, hay montones de coleccionistas privados y museos extranjeros encantados de las joyas españolas con las que han conseguido hacerse gracias a la famosa Desamortización, a los saqueos indiscriminados de ciertos periodos o al libre acceso a bienes no vigilados. Claro, que tampoco el clero es inocente de la disposición espúrea de tesoros que trataron como propios sin que realmente lo fueran.

Como en todo problema en el que las ideologías y los intereses superiores intervienen, ninguna parte tiene toda la razón y ninguna de ellas tiene la más mínima intención de razonar.

En España hay tal cantidad de patrimonio histórico y artístico que no hay fondos estatales suficientes para su conservación, solo hay que darse una vuelta por el país para encontrar ruinas que merecerían un mejor trato o para que te cuenten de lugares que no son accesibles por falta de medios para descubrirlos. Recuerdo, visitando el Monasterio de Piedra, a cierto individuo que arengaba a su grupo sobre la necesidad de que los bienes de la iglesia pasaran a manos del estado. Otro integrante del grupo le preguntó cómo se podría mantener esa propiedad, y el iluminado orador sentenció: con los impuestos, claro. Claro, y ahora vas y le cuentas a los contribuyentes cuanto más tienen que pagar al cabo del año para poder mantener lo que ahora no les cuesta casi nada.

Hay que reconocer, por más que a algunos les pique, que las iglesias y sus bienes fueron financiados por los seguidores de su culto, y que aún a día de hoy esas contribuciones son fundamentales para que su estado sea aún bastante aceptable, cosa que no se puede decir de muchos castillos o construcciones civiles. Pero una vez reconocida esa peculiar contribución, no todos los bienes de la iglesia son lugares de culto, y por tanto no todos pueden tener la misma consideración fiscal y patrimonial.

A mí me parece que el patrimonio cultural, artístico, histórico de un país debe de ser propiedad de ese país y no de ninguna institución, país extranjero o fortuna privada, pero siempre y cuando se pueda garantizar su mantenimiento, su conservación, su integridad. Y eso es complicado, muy complicado. Y caro, muy, muy, pero que muy caro.

El primer paso de una solución pasaría por hacer un inventario exhaustivo de los bienes de interés cultural e histórico sujetos a su control patrimonial por el estado, porque ni todos los templos son monumentales, ni todas las pinturas y esculturas obras de arte. Tal vez así evitaríamos que ciertas posiciones ideológicas pretendan privarnos de los Santiago Matamoros que pueblan nuestra geografía, del saqueo impune de los pequeños templos que sin protección de ningún tipo están diseminados por pueblos y campos de poco tránsito e incluso de adefesios restauradores sin criterio que ultimamente proliferan.

Tal vez la mejor solución pudiera ser que el estado detentara la propiedad efectiva de los bienes artísticos, tanto muebles como inmuebles, ya catalogados,  cediendo el usufructo de los lugares de culto, y sus elementos ornamentales, a las iglesias correspondientes a cambio de mantenimiento y conservación. Pero solo para los lugares de culto o práctica religiosa. Para los demás bienes el trato no tiene por qué ser diferente del de cualquier otro propietario ya que no lo es ni su uso ni su disfrute.

Claro que estoy hablando de todas las iglesias, no solo de la Católica, Apostólica y Romana. No olvidemos que hay mezquitas, iglesias ortodoxas y otros lugares de culto que pertenecen a capitales extranjeros, incluso a estados, y que no debieran tener un trato diferente.

Pensar con el filtro de la ideología suele llevar a posturas monocromáticas cuyas consecuencias posteriores a nadie parecen importarle ante la posibilidad inmediata de recolectar votantes, y a las iglesias, a sus seguidores, que le toquen el patrimonio les duele. Aunque he de reconocer que como  se dice en mi Galicia natal, los políticos que hagan lo que quieran “mientras no me toquen la vaquiña”. Y a la Iglesia Católica sin entrar en razones y sin encomendarse a la razón, se la están intentando tocar, la vaquiña, claro,aunque solo sea, al parecer y por parte de algunos, por el afán de tocarle otras cosas.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

La justicia geográfica


Estaba el otro día leyendo periódicos, cuando mi cabeza, en uno de esos momentos en que la ensoñación sustituye a la consciencia, se puso recordar aquellas lecturas que llenaron mis primeros años de absorción literaria.
Aquellas denostadas, pero importantes para el inicio lector, novelas de vaqueros y de ciencia ficción que por una cantidad muy moderada te proporcionaban algo más de una hora de entretenimiento y que, casi sin querer, te abrían la puerta a lecturas de mayor calado.
No podría olvidar, ni quiero, a Marcial Lafuente Estefanía y aquellos vaqueros de siete pies de altura que siempre medían sus protagonistas buenos, los malos eran algo más bajos. A él se unían otro cuyos seudónimos saltan a mi mente: Keith Luger, cuyo tono irónico marcaba sus obras, Silver Kane, Lou Carrigan o Clark Carrados eran nombres habituales y deseados al ir al quiosco en busca de nuevas lecturas.
Recuerdo aquellas cien páginas, sus contenidos, sus aventuras perfectamente previsibles, con la añoranza de unos tiempos en los que una editorial, Bruguera, hacía más por la lectura que todos los planes educativos coetáneos y posteriores.
Y recordaba entre todos esos nombres e historias, algo que me causaba un profundo desconcierto, desconcierto que luego se confirmaba viendo algunas películas negras americanas.
En los Estados Unidos de América los delincuentes podían vivir tranquilamente entre los demás. Bastaba con que tras cometer la fechoría que fuera huyeran a otro estado, traspasaran una frontera imaginaria para que sus perseguidores no pudieran detenerlos. Inverosímil. Recuerdo incluso una novela en la que los malhechores tenían una casa que daba a dos estados, con lo que no tenían que huir, les bastaba con cambiar de estancia para ser intocables.
La imagen de los policías persiguiendo a un felón y viendo cómo se alejaba tras pasar por delante de un indicador que marcaba el cambio de estado era algo que mi mente infantil y juvenil, no llegaba a entender. O sea que se podía ser delincuente en un lugar y persona honrada en otro. O sea que haber delinquido en un lugar no significaba ser culpable en otro. O sea que la justicia no era un concepto homologable geográficamente, no era un concepto ético, si no físico.
Aún hoy, recordando aquellas historias, el concepto me parece poco consistente, resbaloso, indicativo de un mal funcionamiento que no acabo de definir. Tengo la íntima sensación de que si alguien burla a la justicia en un lugar sus hechos deben de ser juzgados, esté donde esté.
Pero bueno, eso sucedía en aquellos Estados Unidos de Norte América en los que la gente iba con armas por la calle y se liaban a tiros por una mirada de más, o de menos, o sin mirada. Otro gallo les cantaría a los delincuentes si vivieran de esta parte del océano.
Y a todo esto, cosas de la cabeza, ya no recuerdo sobre que trataba la noticia que estaba leyendo cuando se me fue la olla.

martes, 11 de septiembre de 2018

Hacerse los suecos


Lo decía el otro día en el artículo “Vivir en el extrarradio”. Lo decía y el incremento de votos de la extrema derecha en toda la Europa civilizada demuestra hasta qué punto la multiculturalidad como norma de convivencia es un erial imposible de repoblar. Como la ignorancia de la voluntad popular por sus teóricos representantes es un camino ya fatalmente recorrido.
El gran problema de Europa a día de hoy es eminentemente político, aunque los políticos quieran hacernos ver que es cultural, ideológico o ético. Y es político porque el sistema democrático utilizado como una herramienta para llegar al poder accesible y no como una vía para lograr una evolución de la sociedad, es parte del problema. La democracia, como concepto vacío de representatividad, como instrumento de engaño semántico, como muleta que hurta al ciudadano su propio valor, como falacia utilizada contra su propia esencia, es la primera víctima del complot.
El sistema de bloques izquierda derecha  ha caducado hace tanto que sus estertores nos están sumiendo en los miasmas de su putrefacción. Solo esa división en bloques de la sociedad, y los desesperados esfuerzos fiscales y educativos para evitar que puedan superarse, justifican la existencia de determinadas organizaciones que lo único que aportan es gasto de los presupuestos y permitir el medraje habitual de los mediocres. Solo esa justificación de enfrentamiento de clases mantenidas por los mismos que dicen combatirlas permite que una cierta élite de auto elegidos, aunque ratificados cada cuatro años por nosotros, sin valores éticos ni intelectuales apreciables, organice esta sociedad para que no progrese.
Los papeles asignados a estas izquierdas y estas derechas son tan semejantes, tan iguales, tan intercambiables, que es fácil ver los hilos que mueven a los muñecos. Basta con identificar al protagonista real de la democracia, el ciudadano, el individuo, el elector, que armado de su voto se dirige a la urna dispuesto a ejercer su responsabilidad: elegir a los representantes de su sentir público. ¿Qué resulta de su acción? Un fraude
Empieza por comprobar que no puede elegir a las personas que considera idóneas para configurar una cámara representativa, sí no que tiene que votar una lista de desconocidos a los que no confiaría ni siquiera la lista de la compra. Con los que puede cruzarse en la calle sin reconocer ni sus caras ni sus funciones, posiblemente las más conocidas de las cuales sean apretar el botón que le diga el responsable de turno en las votaciones y cobrar a final de mes.
Continúa por desconocer cuál es el valor real de su voto que varía según el lugar en el que ejerza la acción y que conculca el principio fundamental de la democracia en el que todos los ciudadanos son iguales: ante la ley y ante las urnas.
Si ha conseguido tragar con las dos consideraciones anteriores tendrá que votar según un programa electoral redactado con palabras equívocas, con recovecos insondables y con la clara vocación de ser incumplido, la experiencia lo avala, cada vez que al partido en el poder lo considere conveniente.
¿Y quién defiende las necesidades reales, de a pie, del día a día de los ciudadanos? Nadie, o todos. Todos dicen defenderlas, pero nadie, sean izquierdas o derechas, tienen el más mínimo interés en representar a esas personas que a diario se ven enredadas en un lenguaje ambiguamente desposeído de significado, en una administración agresiva y lesiva para el ciudadano común y corriente, con una justicia incomprensible y económicamente inalcanzable, con unas instituciones que funcionan de espaldas a quienes dicen representar, en una planificación del futuro ajena a sus expectativas: educativas, económicas, convivenciales.
Solo cambia el enfoque con el que el ciudadano es ignorado en sus expectativas una vez que su único valor, el voto, ha sido captado. Las derechas buscarán la ignorancia del individuo, del ciudadano, del votante, favoreciendo la preponderancia económica de las grandes fortunas, su cada vez mayor enriquecimiento. Y las izquierdas buscarán la preponderancia del estado sobre el individuo, sobre el votante, sobre el ciudadano, excusados en un reparto del que solo el estado se favorece empobreciendo a los que lo componen. En ningún caso existe la intención de proyectar un futuro en libertad, en formación libre y comprometida con los valores, en justicia transparente, o en una sociedad económicamente viable, libre del acaparamiento, libre del enriquecimiento por encima de las necesidades, o libre de la pobreza de un sistema impositivo feroz.
Así que el ciudadano acaba votando a aquel que dice lo que quiere oír, aunque sea consciente de que no lo va a cumplir. Al fin y al cabo tampoco lo van a cumplir los otros y al menos se regala el oído. Desgraciadamente lo que si van a cumplir los populismos es arrasar con la libertad en nombre de la libertad, es arruinar a la sociedad en nombre de una sociedad más económicamente igualitaria, es promover el pensamiento único en nombre de su razón y su verdad. Y el ciudadano, como antes, como ahora, será la víctima de unos poderes que ni controla ni sabe cómo enfrentar, pero que siempre parecen salir triunfantes.
Recuerdo un chiste de Hermano Lobo en el que alguien ofrecía al “pueblo” una disyuntiva: “Nosotros o el caos”, a lo que el pueblo contestaba: “El caos, el caos”, “da igual, también somos nosotros” reflexionaba el oferente.
Pues eso, de tanto hacerse los políticos del intercambio los suecos a cuenta de los ciudadanos han visto como los ciudadanos se hacían los suecos votando una opción populista, populista de extrema derecha esta vez. Bueno, en realidad esta vez no se hacían los suecos, ERAN SUECOS, y además se lo hacían.

lunes, 3 de septiembre de 2018

Gato por liebre


Hay situaciones que me ponen en guardia, que me hacen concebir sospechas sobre lo que está sucediendo, y esas situaciones se producen cuando me parece que un medio se convierte en un fin, que un camino se convierte en una meta. Entonces empiezo a elucubrar y a buscar desesperadamente que me están escamoteando. Porque esas situaciones, y no hay más que mirar al mundo de la política, no se producen porque sí, si no por un afán de toreo al ciudadano.
Y eso es lo que me está sucediendo últimamente con los temas que el gobierno está planteando. Tengo la sensación de que solo le interesan aquellos temas que pueden acaparar titulares, que todo es improvisado, atropellado y desmesurado, pero siempre impactante para la opinión pública.
El traslado de los restos del dictador a una ubicación diferente a la que tiene es respetable, seguramente compartido por la mayoría de los ciudadanos, pero nunca se puede convertir en un fin, en una especie de pulso a la legalidad existente y a todo el que se oponga, en un objetivo a conseguir a costa de lo que sea.
No es moralmente aceptable que un dictador con una cantidad importante de sangre en sus manos ocupe un lugar de honor por encima de sus víctimas, las afines y las enemigas, porque de toda esa sangre hay en su historia. Pero hay otros dictadores con tanta, e incluso con más, sangre en sus manos y sus mausoleos son visitados a diario por cientos de personas sin que nadie se lleve las manos a la cabeza. Que por otra parte eso sí lo han conseguido, que un monumento que languidecía ahora reciba más visitas que nunca.
¿Cuál es el fin de lo que pretende el gobierno? Pues parece que trasladar a Franco de lugar, titular al canto, y luego ya veremos si esto o lo otro o… Ya, ya ¿pero que hemos resuelto? ¿Qué objetivo fundamental para la sociedad se ha conseguido? Ninguno claro. Ni siquiera podremos asegurar que el día de mañana otro gobierno de algún partido que hoy se opone decida hacer el camino contrario.
Lo lógico, lo normal, lo políticamente correcto sería elaborar un plan global en el que esta medida procesionaria ocupara su lugar, un lugar discreto y no polémico, un lugar en el que tal actuación cumpliera su función de medio para conseguir un fin deseable por la mayoría de la ciudadanía. Pero eso no proporcionaría titulares.
Eso no permitiría al gobierno presentar ante las próximas elecciones un curriculum en el que pudieran presumir de enfrentar todos aquellos temas que los demás no se atreven, temas polémicos que muevan pasiones y si es posible de difícil resolución porque así dan más de sí. Dan más de sí y permiten encubrir la incapacidad de tomar medidas que la ciudadanía si necesita.
Porque la propaganda sí que funciona y se hace oír, pero la eficacia brilla por su ausencia.
En educación otros titulares populistas, nueva asignatura y apartamiento de la religión. Defenestración de la educación concertada.  De soluciones reales, plan de estudios pactado y eficaz, ninguno.
En Impuestos: más para los de siempre, todos, y amenaza de subida que no se cumplirá a los recurrentes de siempre, los ricos esos que varían según las necesidades del titular a conseguir. De reparar la brecha entre ricos y pobres real, nadad de nada.
En legalidad adhesión inquebrantable ante las demandas vocingleras y silencio absoluto en los temas de calado. Nada sobre las ocupaciones organizadas, nada sobre la impunidad de los pequeños delincuentes, esos que afectan al día a día de todos, nada sobre la impunidad de los políticos en temas de estado, nada real sobre la violencia doméstica , nada sobre la carestía de la legalidad. O sea nada de nada. De justicia, como de costumbre, ni hablamos
En economía más de lo mismo. Van a acabar con los recortes pero poco a poco, no vaya a ser que alguien se dé cuenta de que no se hace nada.
En sanidad: tampoco se puede acabar precipitadamente con el copago. Sanidad universal pero dentro de un orden porque es competencia autonómica y a ver como se paga. Listas de espera no pero que se gestionen solas porque no hay ni ideas ni iniciativas para solucionarlas.
Y en eso estamos mientras paseamos al dictador. Lo paseamos de un titular a otro, de un periódico a otro. Una procesión, vamos. Un sin vivir.
Mientras tanto los que vivimos la dictadura, los que conocimos al dictador y sus maneras, asistimos asombrados a este reverdecer de su popularidad, a este trajín populista y mediático del que parecen vivir los que no tienen otra cosa que ofrecer.
A mí, personalmente, donde descansen los restos de este señor, me tiene absolutamente sin cuidado. Nunca le he llevado flores ni tengo necesidad de medrar a costa de su memoria, pero sí me preocupa, y mucho, que de tanto en tanto me intenten tener ocupado con tal strajín y lo único que pretendan sea darme gato por liebre en tantas cosas que si me importan. A mí y a todos los ciudadanos, pero, como en el escondite, a mí el primero.