¿Justicia o ruido mediático? Esa
es la cuestión. ¿Hasta qué punto es admisible la presión radical en aras de una
justicia popular? ¿Es ese, realmente, el modelo de justicia que demanda nuestra
sociedad? ¿Cuánta presión pueden soportar los jueces en los casos mediáticos?
¿Hay motivos para que la soporten?
Son todas preguntas que emanan de
una actualidad excesivamente radicalizada, de una actualidad excesivamente
gritona y coercitiva en la que determinados grupos quieren, mediante el ruido y
la presión, hacerse pasar por representantes de una mayoría de opinión que no
existe en la realidad, de una actualidad en la que el activismo quiere quebrar
el brazo de una justicia a veces excesivamente tímida, desprotegida y señalada
por su ineficacia, por su tardanza, por su rigidez y por su alineamiento
ideológico.
No puedo evitar dejar de
sorprenderme porque existan jueces señalados como conservadores y otros como
progresistas, por lo que ello implica, desde el minuto cero de un proceso
salpicado por la ideología, para la neutralidad de alguien que tiene que
analizar con el mayor rigor e independencia unos hechos y actitudes para emitir
un veredicto que se supone imparcial.
¿Puede un juez conservador juzgar
con equidad un proceso sobre actitudes e implicaciones presuntamente
progresistas? ¿Puede juzgar un juez progresista sin sospecha a un grupo
de conservadores y sus actitudes e implicaciones? La respuesta debería de ser
que ante unos hechos y unas actuaciones ningún juez es progresista o
conservador, es simplemente juez. Debería de ser, pero no lo es. Ni lo es ni lo
puede ser cuando desde la prensa, desde las organizaciones políticas, sean
partidos, asociaciones o grupos de presión de cualquier índole, o desde
cualquier ámbito pre posicionado se señala
desde antes, durante y después, si la sentencia no es la deseada por ellos, la
sospecha de que la posición ideológica, o simplemente ética, del juez de turno va
a anteponerse a la justicia, a la aplicación rigurosa de la legalidad vigente,
que le ha sido encomendada por su cargo.
Basta así cualquier motivo,
incluso ninguno, en cualquier momento para ir socavando la credibilidad del
juez, y de las instituciones a las que representa, para crear un clima propicio
a la imposición por algarada, por acoso mediático o por linchamiento del
funcionario, y considerar su actuación impropia por diferencia ideológica, o
ética, de base. Y está pasando, y está
pasando a diario y las voces radicales e interesadas se unen en un ejercicio de
buenismo de muchos que se cuestionan todo desde posiciones ideológicas más
templadas que moderadas.
Y una vez desacreditada la
justicia, valor básico de la democracia, y que el sistema se tambalee, ciertos
objetivos estarán más cercanos. Si los gritos tienen mayor peso que los
valores, a gritos gobernaremos, a gritos nos moveremos, a gritos se determinará
quién puede hablar y quién tiene que callarse, qué se puede hacer, qué es
lícito y qué es ilícito, y nadie conocerá cuales son sus derechos y cuales sus
obligaciones hasta que los gritos los refrenden o los sancionen. No habrá
legalidad, se gritará, no habrá libertad, se gritará, no habrá igualdad porque
dependerá del volumen de los gritos que despierte su ejercicio.
A mí un sistema en el que mi vida
dependa de los gritos a favor o en contra, sobre todo en contra, que mis actos
puedan ocasionar, no me interesa. Entre otras cosas porque soy de poco gritar y
enseguida me quedo afónico. Y porque a mí me importan más los valores, más que
las ideologías, más que la necesidad de tener razón, más que los gritos
desaforados, convencidos o pagados, de los que van o de los que pasan por allí,
más que la necesidad de que mi entorno me diga lo mucho que le gusta lo que
digo. Eso sin contar que, habitualmente, los gritos son inversamente
proporcionales a la profundidad del argumento gritado, y por este motivo
prefiero una sociedad susurrante y dialogante, que practica el respeto y valora
los derechos ajenos en el mismo nivel que los propios, a otra que perdido el
respeto hacia los demás grita e insulta como único medio para imponer los
derechos y convicciones propios sobre los ajenos.
A veces hay que elegir. A veces
hay que decantarse por lo que no funciona bien porque la alternativa funciona
aún peor y porque parte de nuestra vida consiste en enmendar nuestros errores e
intentar hacer perfecto lo imperfecto.
Yo elijo democracia, elijo
libertad, igualdad y justicia imperfecta antes que gritos, imposiciones y
justicia arbitraria. A lo mejor es cosa de la edad, o a lo peor de la
experiencia.