domingo, 21 de febrero de 2016

Fiscales, testigos y chivatos

A veces, casi siempre, después de leer o escuchar una noticia, una pretendida noticia, me quedo con la sensación de que tengo claro lo que me han contado, pero  me cuesta mucho más, a veces no lo logro, saber qué es lo que me han querido contar realmente, o, en la mayoría de los casos, cual es la noticia real. Eso que saldría en un soporte de información de esos que ya no quedan, porque lo que me han servido en realidad, lo que ha llegado finalmente a mí, es la opinión de un señor que interpreta lo sucedido según sus inclinaciones políticas, religiosas o morales.
Nadie parece pensar que se puede servir una noticia sin más, los hechos concretos y no interpretados. Es como si en un plato me sirvieran comida digerida porque pensaran que soy incapaz de digerirla por mí mismo. En el restauante me levantaría indignado, asqueado, y con la firme intención de no volver nunca más y de difundir el hecho a los cuatro vientos para evitarle el mal trago a cualquier otro incauto que acudiera al tal local.
Pero este comportamiento que, seguramente nadie me lo discutirá, no toleraríamos en algunos ámbitos es nuestra experiencia cotidiana en el mundo de las noticias. El linchamiento mediático justificado en aras de la información, concepto ya retorcido e inexistente, en aras de una libertad de expresión que llevada a los límites actuales ni es libertad, es abuso, ni es expresión, si no mueca feroz, mueca de rabia, gesto de revancha, social, política o religiosa, no augura la posibilidad de una ecuánime puesta en valor de los hechos acontecidos y de los implicados. Si además la crónica pertenece al ámbito judicial yo paso del pasmo al escándalo.
Y es que parece ser que una vez emitida la opinión, una vez prejuzgada la persona por algún entorno o individuo con acceso a los medios de comunicación, en realidad, en su inmensa mayoría, medios de opinión y de presión, la justicia no es sino el instrumento de los mismos para confirmar lo que ya ha sido juzgado. Y si la legalidad, que la justicia es otra cosa, opina lo mismo será bendecida, y si opina lo contrario es que ha sido manipulada, intervenida, mancillada, por la parte contraria, sea esta el gobierno, la oposición, la banca, la iglesia o el “sursuncorda”, personaje muy socorrido para mencionar hasta lo inmencionable.
Porque, y aquí no albergo ni la más mínima duda,  un linchamiento es una injusticia, aunque los linchadores sean los ofendidos y el linchado culpable sin resquicios. Un linchamiento siempre será una venganza, un desahogo, una actitud que hace a los verdugos culpables y al reo un poco más inocente, una acción inmoral que priva de equidad a los oficiantes y de defensa al culpable. Una vergüenza moral para todos los que participan, que, habitualmente, como pretendidos superiores morales, devienen en simples sinvergüenzas por mor de su participación en el reprobable acto.
Pero el colmo del linchamiento, el colmo de la información opinada e  interesada es subvertir el lenguaje para conseguir un efecto más aplastante, y esto, principalmente esta manipulación del lenguaje, es la que me ha llevado a este comentario.
Veía el otro día, plácidamente sentado en mi sofá mientras comía, la información que la televisión de turno me servía sobre el juicio del caso Noos. Comentaba con Isabel, como otras veces, la vergüenza ajena que el coro de enajenados vociferantes me produce, ociosos, o profesionales, que de todo habrá, que se dedican a insultar, a gritar, a poner en escena la entrada de los actores principales –me gustaría también atisbar al corifeo, pero ese seguro que tiene despacho y más ocupaciones-. Comentábamos también la prevención que el encausamiento de la infanta me ocasiona porque estoy convencido de que en exactamente las mismas circunstancias si no fuera infanta no estaría encausada, o en el caso de cualquier otra persona no mediática, o no preeminente, su encausamiento supondría toda una corriente de apoyos personales y descalificaciones ajenas de los mismos que consideran legal  la situación de esta señora solo por pertenecer a la familia que pertenece.
Discurrió la noticia por los  medios habituales y aún tardé un rato en darme cuenta de que, en realidad, no había asistido a una noticia si no a un juicio encubierto, a un prejuicio en el que ya estaba claro quiénes eran los culpables, y solo quedaba por saber a qué pena final serían condenados, y eso me disgustó. Me disgustó hasta tal punto que reparé en que entremezclados entre los actores las ratas abandonaban el barco. Unos pretendidos semi héroes, denominados como “arrepentidos”, se quitaban de en medio a cambio de abundar en la condena de los demás. Unos personajes que alcanzaban la consideración de no culpables a cambio de, método inquisitorial habitual, acusar a los demás. Ver como ciertos protagonistas abandonaban el banquillo de los acusados, o se limpiaban parcialmente las manos con el jabón de la culpa ajena, me produjo un ataque de asco, y la palabra arrepentidos un rechazo absoluto.
Arrepentido es aquel que cometiendo un delito se arrepiente, confiesa y se pone a disposición de la justicia. Arrepentido es aquel que cometido un delito y por mor de su conciencia está dispuesto a asumir su culpabilidad y compensar a los perjudicados por el daño infringido. Arrepentido es aquel que cumpliendo la pena por su falta se arrepiente del mal causado, sin componendas ni compensaciones previas.
Lo otro, lo que nos servía la noticia, era toda una suerte de acusadores con los términos cambiados, dignificados por una actitud moralmente sospechosa.
Según nuestro lenguaje en un juicio existen dos tipos de acusadores: los fiscales y los testigos. Unos son profesionales, los otros son ocasionales, pero en ningún tratado de justicia, en ningún apartado de la legalidad vigente, se contempla a los delatores -soplones, acusicas, chivatos, que les llamábamos en el colegio-, cómo personajes que intervengan en una causa legal. Y para mí los “arrepentidos”, los acusados dispuestos a cambiar su sitio por el de testigos a cambio de un beneficio, no son ni moralmente asumibles ni tienen ningún viso de veracidad, ya que su testimonio carece de equidad al ser parte interesada, y además en sí mismos.
Si además de fiscales, testigos y delatores le sumamos a los cotillas, correveidiles y chismosos profesionales que dan su juicio antes del juicio aprovechándose de un acceso privilegiado a los medios de comunicación, ¿de qué justicia estamos hablando? ¿Qué justicia podemos esperar?
No dudo de que el testimonio que den esos señores “arrepentidos sea cierto”, no dudo de que los acusados sean culpables, no dudo de que la sentencia final sea legal. Dudo de la justicia del proceso, dudo de que los juicios sean prejuzgados mediáticamente. Dudo de que el lenguaje pueda encubrir la cobardía de un comportamiento éticamente reprobable.

Yo creería a pies juntillas a un señor que dijera: “yo voy a testificar por mi conciencia y no quiero ni admito ningún tipo de beneficio porque soy culpable”. Lo otro, lo que yo vi en la noticia fue un “sálvese quien pueda”, fue a las ratas abandonando el barco, a los que se habían enriquecido haciendo una función pública y habían tragado con su parte hasta ser descubiertos legando su culpa a mayor perjuicio de otros. O sea  a chivatos. 

sábado, 6 de febrero de 2016

Refraneando

En castellano, y supongo que en cualquier otro idioma, hay refranes aplicables a cualquier situación cotidiana, y, aunque a veces nos sorprenda la vida con sus vueltas, casi ninguna es nueva. Sí, es verdad que hay algunas más dolorosas, más incomprensibles, más, tal vez, ajenas a nuestro devenir diario porque no parecen propias del entorno en el que nos movemos, pero eso es parte de la vida, de la enseñanza y de nuestra propia formación como seres humanos.
Siempre pensé en el refrán que hoy se me vino a la cabeza en términos absolutos, en términos de injusticia palmaria y evidente, pero la situación vivida me ha obligado a dar una vuelta más de tuerca al refrán, a buscar un más allá de un enunciado simple y directo.
“Pagan justos por pecadores” habremos oído cantidad de veces. Es un refrán presente desde el colegio. Era un refrán aplicable cuando el profesor cogía a un alumno con una nota en la mano en medio de un examen y no preguntaba si era suya, si se la habían pasado sin pedirlo, si… tantas circunstancias y el alumno era expulsado con su suspenso correspondiente y todos sabíamos que aquel era la víctima. El culpable, habitualmente, seguía en clase y no tenía la gallardía de identificarse al profesor. El expulsado era el que sabía, el que no estaba acostumbrado a las trampas, el que, unas veces voluntariamente y otras no, recibía una nota que no había solicitado, o que había acordado para ayudar al “listo” de turno. Y entonces pagaba el justo, el que había estudiado, el que sabía, por el pecador, por el que no se había esforzado y además provocaba la desgracia ajena.
“Pagar justos por pecadores”, que habitual. Que tristemente habitual resulta en una sociedad donde ciertos individuos tienen la habilidad para manejar a terceros que hagan su trabajo sucio sin ellos dar la cara, manteniéndose a resguardo de las consecuencias y viendo como en aras de su cobardía, de su egoísmo, de su insidia, otros torpes, otros débiles, aunque no inocentes, expían las culpas de los que no tienen la categoría humana, moral, ética, suficiente para afrontar sus propios actos, o deseos, o ambiciones.
Y si esto es lamentable, si esto es en sí mismo lamentable, cuanto más lo es en entornos donde la moral, la ética, la humanidad, son materias de trabajo personal, donde mejorar es un desafío personal consciente, obligado por la propia decisión de hacerlo y de acompañarse de otros en el camino de realizarlo.
Maldigo a los cobardes culpables de inhumanidad, de desapego, de congelación moral, capaces de resguardarse detrás de la culpa de otros, capaces de ver como consumen ilusiones y posibilidades ajenas en un trabajo sucio, soterrado y, habitualmente, indigno que solo a ellos les es propio. Los maldigo y los desafío, porque, en estos casos en que no hay justos que paguen porque no hay inocentes absolutos, si es verdad que pagan los menos culpables, los “tontos” elegidos por los verdaderos culpables. Y, digamos la verdad entera, culpables somos también en mayor o menor medida, pero culpables, los que mirando para otro lado no ponemos coto, no enfrentamos, no denunciamos, no combatimos, a los que son el origen del mal, a los insidiosos, a los amorales que se aprovechan de nuestra tibieza, o prudencia, o comodidad, para medrar y seguir consumiendo víctimas.

¿Qué de quién hablo? De nadie en concreto, esto es simplemente una reflexión, una licencia literaria que hoy me he tomado, pero eso sí, estoy seguro que mientras lo leíais, mientras los significados entraban en vuestras cabezas, alguna imagen se os ha venido. Y también es posible que si tendéis vuestra mirada alrededor veréis a alguno que se rasca, porque le pica, y ya se sabe que “al que le pica ajos come”. Y ya lanzados al ruedo refranero a mí me gustaría pensar que se acabará cumpliendo ese que dice que: “El que la hace la paga” o aquel otro: “A cada cerdo le llega su San Martín”. Y no digo más, ni quito una coma.

jueves, 4 de febrero de 2016

Los Juegos Reunidos

Cuando yo vivía mi infancia, allá por los años 50 y 60 del pasado siglo, las mañanas de reyes, que entonces no se ponían en duda, eran un acontecimiento que llegaba a su clímax cuando entre los regalos aparecían la bicicleta, el juguete de moda o una caja de Juegos Reunidos Geyper. Había otros, pero los deseados eran los Geyper. La caja roja y amarilla, con el niño sonriente en la portada y las letras del nombre formadas por fragmentos de tableros, llevaba tu vista, rápidamente, ávidamente, con esperanza y delectación hacia el número blanco sobre círculo azul que estaba en la esquina inferior izquierda de la tapa y que indicaba el número de juegos que encerraba la ansiada caja.
La primera parte del milagro estaba conseguida, pero si el número era 45 o 50, la felicidad rozaba el éxtasis. El parchís, la oca, la ruleta, el besugo, el Ke-Te-Kojo, La isla, la construcción, la escalera, las carreras de caballos, el ajedrez, las damas… hasta 50. Era emocionante, un anticipo, abrir la tapa y contemplar, perfectamente colocadas, envasadas, en sus cajas, cogidas con gomas, como nunca más, en mi caso, volverían a estar, todas las fichas y piezas, todos los artilugios que anticipaban, o no, juegos hasta ese momento insospechados. Después levantabas esa capa intermedia de las fichas y allí estaban, los tableros que a través de su imagen, y de la imaginación del que miraba, prometían horas, días de diversión.
Creo que nunca llegué a jugar a todos los juegos, pero a cambio me inventaba otros, hacía olimpiadas en las que los colores competía en carreras a través de los diferentes tableros. Llegué, en mi afán de crearme un mundo paralelo, a comprar chinchetas de colores que me daban una amplitud mayor de juego cuando los tableros eran simples pistas de extrañas carreras.
Lo que nunca, que yo recuerde, se me ocurrió hacer, fue jugar al parchís con las piezas de ajedrez, o al ajedrez con las fichas del ke-te-kojo, una especie de peones que podían apilarse. No, cuando quería jugar a algo concreto, la oca, la escalera…, o con más personas, me leía las reglas, cogía las fichas prescritas en las instrucciones y jugábamos. Aún con las reglas en la mano siempre había alguna disputa. Algún dado que no caía en el lugar debido, alguna ficha que se movía al mover inopinadamente el tablero, en fin, cosas, roces, conflictos que no siempre terminaban con acuerdo.

Y yo, ¿porque estoy contando esto? No sé, esta cabeza mía, yo simplemente estaba leyendo algo sobre las negociaciones para formar gobierno. ¿En que estaría yo pensando?