A veces, casi siempre, después de
leer o escuchar una noticia, una pretendida noticia, me quedo con la sensación
de que tengo claro lo que me han contado, pero me cuesta mucho más, a veces no lo logro,
saber qué es lo que me han querido contar realmente, o, en la mayoría de los
casos, cual es la noticia real. Eso que saldría en un soporte de información de
esos que ya no quedan, porque lo que me han servido en realidad, lo que ha
llegado finalmente a mí, es la opinión de un señor que interpreta lo sucedido
según sus inclinaciones políticas, religiosas o morales.
Nadie parece pensar que se puede
servir una noticia sin más, los hechos concretos y no interpretados. Es como si
en un plato me sirvieran comida digerida porque pensaran que soy incapaz de
digerirla por mí mismo. En el restauante me levantaría indignado, asqueado, y
con la firme intención de no volver nunca más y de difundir el hecho a los
cuatro vientos para evitarle el mal trago a cualquier otro incauto que acudiera
al tal local.
Pero este comportamiento que,
seguramente nadie me lo discutirá, no toleraríamos en algunos ámbitos es
nuestra experiencia cotidiana en el mundo de las noticias. El linchamiento
mediático justificado en aras de la información, concepto ya retorcido e
inexistente, en aras de una libertad de expresión que llevada a los límites actuales
ni es libertad, es abuso, ni es expresión, si no mueca feroz, mueca de rabia,
gesto de revancha, social, política o religiosa, no augura la posibilidad de una
ecuánime puesta en valor de los hechos acontecidos y de los implicados. Si
además la crónica pertenece al ámbito judicial yo paso del pasmo al escándalo.
Y es que parece ser que una vez
emitida la opinión, una vez prejuzgada la persona por algún entorno o individuo
con acceso a los medios de comunicación, en realidad, en su inmensa mayoría,
medios de opinión y de presión, la justicia no es sino el instrumento de los
mismos para confirmar lo que ya ha sido juzgado. Y si la legalidad, que la
justicia es otra cosa, opina lo mismo será bendecida, y si opina lo contrario
es que ha sido manipulada, intervenida, mancillada, por la parte contraria, sea
esta el gobierno, la oposición, la banca, la iglesia o el “sursuncorda”,
personaje muy socorrido para mencionar hasta lo inmencionable.
Porque, y aquí no albergo ni la
más mínima duda, un linchamiento es una
injusticia, aunque los linchadores sean los ofendidos y el linchado culpable
sin resquicios. Un linchamiento siempre será una venganza, un desahogo, una
actitud que hace a los verdugos culpables y al reo un poco más inocente, una
acción inmoral que priva de equidad a los oficiantes y de defensa al culpable.
Una vergüenza moral para todos los que participan, que, habitualmente, como
pretendidos superiores morales, devienen en simples sinvergüenzas por mor de su
participación en el reprobable acto.
Pero el colmo del linchamiento,
el colmo de la información opinada e
interesada es subvertir el lenguaje para conseguir un efecto más
aplastante, y esto, principalmente esta manipulación del lenguaje, es la que me
ha llevado a este comentario.
Veía el otro día, plácidamente sentado
en mi sofá mientras comía, la información que la televisión de turno me servía
sobre el juicio del caso Noos. Comentaba con Isabel, como otras veces, la
vergüenza ajena que el coro de enajenados vociferantes me produce, ociosos, o
profesionales, que de todo habrá, que se dedican a insultar, a gritar, a poner
en escena la entrada de los actores principales –me gustaría también atisbar al
corifeo, pero ese seguro que tiene despacho y más ocupaciones-. Comentábamos
también la prevención que el encausamiento de la infanta me ocasiona porque
estoy convencido de que en exactamente las mismas circunstancias si no fuera
infanta no estaría encausada, o en el caso de cualquier otra persona no mediática,
o no preeminente, su encausamiento supondría toda una corriente de apoyos
personales y descalificaciones ajenas de los mismos que consideran legal la situación de esta señora solo por pertenecer
a la familia que pertenece.
Discurrió la noticia por los medios habituales y aún tardé un rato en
darme cuenta de que, en realidad, no había asistido a una noticia si no a un
juicio encubierto, a un prejuicio en el que ya estaba claro quiénes eran los
culpables, y solo quedaba por saber a qué pena final serían condenados, y eso
me disgustó. Me disgustó hasta tal punto que reparé en que entremezclados entre
los actores las ratas abandonaban el barco. Unos pretendidos semi héroes,
denominados como “arrepentidos”, se quitaban de en medio a cambio de abundar en
la condena de los demás. Unos personajes que alcanzaban la consideración de no
culpables a cambio de, método inquisitorial habitual, acusar a los demás. Ver
como ciertos protagonistas abandonaban el banquillo de los acusados, o se
limpiaban parcialmente las manos con el jabón de la culpa ajena, me produjo un
ataque de asco, y la palabra arrepentidos un rechazo absoluto.
Arrepentido es aquel que
cometiendo un delito se arrepiente, confiesa y se pone a disposición de la
justicia. Arrepentido es aquel que cometido un delito y por mor de su
conciencia está dispuesto a asumir su culpabilidad y compensar a los
perjudicados por el daño infringido. Arrepentido es aquel que cumpliendo la
pena por su falta se arrepiente del mal causado, sin componendas ni
compensaciones previas.
Lo otro, lo que nos servía la noticia,
era toda una suerte de acusadores con los términos cambiados, dignificados por
una actitud moralmente sospechosa.
Según nuestro lenguaje en un
juicio existen dos tipos de acusadores: los fiscales y los testigos. Unos son
profesionales, los otros son ocasionales, pero en ningún tratado de justicia,
en ningún apartado de la legalidad vigente, se contempla a los delatores -soplones,
acusicas, chivatos, que les llamábamos en el colegio-, cómo personajes que
intervengan en una causa legal. Y para mí los “arrepentidos”, los acusados
dispuestos a cambiar su sitio por el de testigos a cambio de un beneficio, no
son ni moralmente asumibles ni tienen ningún viso de veracidad, ya que su
testimonio carece de equidad al ser parte interesada, y además en sí mismos.
Si además de fiscales, testigos y
delatores le sumamos a los cotillas, correveidiles y chismosos profesionales
que dan su juicio antes del juicio aprovechándose de un acceso privilegiado a
los medios de comunicación, ¿de qué justicia estamos hablando? ¿Qué justicia
podemos esperar?
No dudo de que el testimonio que
den esos señores “arrepentidos sea cierto”, no dudo de que los acusados sean
culpables, no dudo de que la sentencia final sea legal. Dudo de la justicia del
proceso, dudo de que los juicios sean prejuzgados mediáticamente. Dudo de que
el lenguaje pueda encubrir la cobardía de un comportamiento éticamente
reprobable.
Yo creería a pies juntillas a un
señor que dijera: “yo voy a testificar por mi conciencia y no quiero ni admito
ningún tipo de beneficio porque soy culpable”. Lo otro, lo que yo vi en la
noticia fue un “sálvese quien pueda”, fue a las ratas abandonando el barco, a los
que se habían enriquecido haciendo una función pública y habían tragado con su
parte hasta ser descubiertos legando su culpa a mayor perjuicio de otros. O sea
a chivatos.