Un año más estamos inmersos en la celebración del
“Día del Orgullo Gay”, que a mí, personalmente, me epata. No, no empiecen ya a
fusilarme, no me epata la fiesta, ni la celebración, lo que me epata como
humilde artesano de la palabra es el nombre. ¿Puede llamarse algo de una forma
más inadecuada?, no, es muy difícil.
Partamos de que a mí la sexualidad, en cualquiera
de sus múltiples facetas, me parece un hecho natural, como me parece que la
heterosexualidad es el hecho normal, de norma, dentro de la sexualidad
reproductiva que ha sido la dominante
durante toda la historia de la humanidad. La necesidad imperiosa de
reproducirse para perpetuarse era una fuerza que imponía unos criterios, unos
roles, que pasados a la vida cotidiana marcaban unos papeles que naturalmente,
de naturales, se acogían y aceptaban. Que esos roles se enquistaran en la
sociedad y dieran lugar a conceptos morales que fueron transformándose en
conductas sociales que etiquetaban como antisociales o condenables las
tendencias que chocaban con ese fin reproductivo, ha sido una consecuencia
indeseable de ciertas instituciones que se erigieron en garantes únicos de la
verdad y la perpetuación de la raza, estableciendo unas normas rígidas e
indeseables en este momento de la historia.
Pero a día de hoy la sexualidad, cada vez más y en
consonancia con una sociedad decadente, ha tomado un sesgo en el que el fin
fundamental ya no es la reproducción, si no el placer. Y en esa visión lúdica
del sexo, en esa búsqueda del placer y la satisfacción, todos los caminos son
transitables. Cada uno, cada individuo, debe de merecer el respeto absoluto de
la sociedad con la que convive. Cada hombre o mujer, en su intimidad personal,
tiene derecho a explorar su plenitud sexual sin sentirse amenazado o menoscabado
en sus derechos.
Pero igual que se reclaman los derechos que todos,
al menos todos los que queremos una sociedad libre, debemos de apoyar hay que
comprometerse a ser consecuentes con las obligaciones que todo derecho acarrea.
Una persona que se escandaliza viendo besarse a dos personas del mismo sexo no
tiene por qué ser necesariamente homófoba o cualquier otra lindeza semejante.
Puede ser, existen, que a esa persona le molesten, por su formación, por sus
convicciones, las expresiones públicas de afecto. Puede sucederle, incluso, por
educación, a alguien que sea homosexual. No olvidemos, que lo olvidamos, que no
hace aún cincuenta años que por besarse en público se multaba a las parejas.
Doy fe personal de ello.
Si en vez de insultar, calificar o descalificar,
como se quiera, al incomodado, simplemente lo evitamos restringiendo nuestra
efusividad pública, que no nuestra sexualidad, acomodando nuestra libertad a la
ajena habremos conseguido dos objetivos en uno: dejar sin argumentos a alguien
que ya no los tenía y evitar, en el mejor de los casos, la radicalización de
una persona que se siente menoscabada en su libertad, sin meternos en si ese
sentimiento es válido o no.
Pero, desgraciadamente, esa no es la tendencia. La
cada vez mayor radicalización de las minorías de diferente tendencia, la falta
absoluta de la educación en respeto, el sentimiento de frentismo aplastante que
ciertos colectivos minoritarios desarrollan frente a la mayoría de la sociedad
nos lleva por un camino en el que las barreras entre posiciones son cada vez
más escarpadas, más impermeables, más odiosas e irreconciliables. Y eso no
lleva a sitio alguno, al menos no a ningún sitio confortable y tolerante.
Decir amén a cualquier proposición o iniciativa que
emane de algunos colectivos es la única posición aceptada en ciertos entornos
sociales. Su dogmatismo y falta de rigor crítico llegan a hacer incómoda su
defensa. Tanto que llegas a plantearte, cuando alguien coincide con ellos, si
lo hace por convicción, por estética social o en defensa propia. Niegan a los
demás la libertad que exigen para sí mismos, niegan a los demás el respeto que
consideran merecer ellos, niegan a la sociedad la tolerancia de la que
denuncian adolecer.
Pero me he desviado. No es de sexualidad de lo que
yo pretendía hablar, no. Yo pretendía hacer un análisis del nombre de una nueva
fiesta. De la inadecuada denominación de unos actos lúdicos que la sociedad
acoge y cuyo tema y fin es participar a la sociedad la necesidad de
normalización de la homosexualidad. De hacer visible, tal vez de una forma
excesiva, la reivindicación social de un colectivo natural. Yo pretendía hacer
una crítica léxica partiendo de que nadie es perfecto, estamos de acuerdo, pero
que de ahí a rayar la imperfección hay un trecho.
Pero vayamos por partes, como el destripador:
1.
Día. Empieza
por llamarse día cuando dura una semana, y esta es, al fin y al cabo, la menor
de las incongruencias que la incongruencia oficial, la mediocridad
institucional o la grandilocuencia del grupo o ente nominante, ha podido
cometer.
2.
Del. Nada que objetar al uso de esta apocope de
la conjunción y el artículo. Perfectamente usado
3.
Orgullo. ¿Orgullo? Dice el DRAE: “Arrogancia,
vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de
causas nobles y virtuosas”. Hombre, yo puedo estar satisfecho, puedo estar encantado,
de tener una cierta característica natural, que, si lo es, natural digo, viene
implícita en mis genes, en mi equipación básica humana y no supone, por
consiguiente, ningún logro personal del que enorgullecerme. Sentirse orgulloso de lo que uno es, alto,
bajo, gordo, listo, homosexual o rubio, y no de lo que uno logra es una falla
moral de un calibre considerable. Quizás en vez de orgullo deberíamos llamarle
exaltación, me parecería mucho más adecuado porque lo que pretendemos es poner
en valor, hacer visible, reivindicar.
4.
Gay. Gay…, ¿gay? G, a, y, gay… (intercálese aquí
un chasqueado de lengua, como si paladeáramos). Gay. Del inglés: “Dicho de una
persona, especialmente de un hombre: homosexual”. No me llena, se me queda
corto, restrictivo, marcando fronteras en vez de quitarlas, casi frentista si
lo cogemos en el conjunto del nombre.
No, definitivamente no me gusta el nombre. Es más,
me resulta inadecuado. Porque, vamos a ver, ¿se pretende reivindicar una
libertad general o solo la de unos cuantos? ¿No hay más colectivos sexuales
discriminados o, incluso ilegalizados? Si, los hay. No olvidemos a los que
quieren practicar la poligamia, a las que quieren practicar la poliandria. ¿Por
qué ellos no pueden? ¿Por qué nadie se preocupa de su libertad? No es diferente
de la libertad para practicar otras opciones sexuales y sin embargo la ley los
persigue.
Puestos a reivindicar, y es a lo que estamos
puestos, yo establecería la “Fiesta de exaltación por la libertad sexual” y
entonces estaríamos todos metidos, incluso los de las sexualidades
inconfesables, los de las fantasías perversas, los Grey y compañía, que
haberlos haylos.