El problema, o no, de las redes
sociales es la repercusión de todo lo que se dice en ellas y que una vez dicho
es complicado que se olvide e incluso rectificar lo dicho. Baste como ejemplo el
de Kuala Lumpur y Leticia Sabater.
Pero si muchas cosas han quedado
al descubierto en estos medios la que más me preocupa es la radicalidad, la
irracional y peligrosa radicalidad, de ciertas posiciones. Supongo que el
amparo de decir cosas sin tener a nadie enfrente que se las rebata con una
cierta seriedad y el tirón de tener no sé cuántos “seguidores”, siempre prestos
a la alabanza, los más esforzados, o al simple y fácil acto de pulsar el me
gusta, a veces de forma “mecánica” una vez identificado el remitente, logra
sacar del interior de algunas personas su más execrable versión, su más
recóndito enconamiento que deja traslucir una vileza ética y moral como para
echarse a temblar.
A mí, personalmente, las
ideologías me producen una insatisfacción desazonante. Esa parte de las
ideologías en las que uno se encuentra indefectiblemente obligado a estar de
acuerdo con toda una serie de postulados para alcanzar el pedigrí y
reconocimiento de todos los que comparten, teóricamente al menos, convicciones,
me impide poder compartir espacios. Todas las ideologías tienen cosas
compartibles y cosas inasumibles.
El problema, el gran problema, es
cuando la ideología se convierte en dogma, cuando la ideología se radicaliza y
entra en el terreno de la intransigencia, de la intolerancia, del totalitarismo
violento y soez. Y ese radicalismo, esa violencia, de momento verbal a falta de
oportunidades, incontenible que ciertas posiciones practican, es uno de los
grandes problemas que a día de hoy tienen la sociedad y las posiciones
ideológicas que los acogen.
Es práctica común entre este tipo
de personas reclamar “su” derecho a la libre expresión, siempre y cuando solo
sea suyo, “su” derecho a manifestarse libremente, la absoluta
incuestionabilidad de “sus” argumentos, la imperiosa obligatoriedad de comulgar
con “sus” ideas para poder recibir el placet de persona democrática y
mentalmente sana. Si alguien no cumple estos mínimos exigidos es inmediata y
ferozmente atacado por el “círculo” mediante insultos y amenazas,
descalificaciones de todo tipo en los que se incluyen de forma automática a la
familia y a cualquiera que pudiera salir en su defensa. Uno de los
calificativos, descalificativos, favorito es el de facha.
“Dime de que presumes y te diré
de que careces”, dice el refranero español, tan extenso y sabio él, tanto que
tiene refranes para todo y para todo lo contrario, que es el único signo de
sabiduría reconocible. Pues resulta que, habitualmente, esa personas, esas que
califican de fachas a los demás, suelen incurrir en actitudes indudablemente fascistas.
El fascismo no es tanto, hoy en
día, una ideología como una actitud. La de la intolerancia, la de anteponer los
derechos propios al respeto ajeno, la de justificar todo lo propio sin importar
a quién se daña, la de intentar imponer un pensamiento único fuera del cual
solo existen la condena, el insulto y el ostracismo. Los totalitarismos en
general, incluido el fascismo, hayan sido políticos, religiosos o de cualquier
otro tipo, son los responsables del derramamiento de la mayor parte de la
sangre que la historia recoge. Y parece ser que a algunos no les ha bastado.
Toda reivindicación que promueve la
defensa de un colectivo oprimido para su integración plena en la sociedad es
necesaria, y debe de ser apoyada. La igualdad de todos los seres humanos es un
fin sin el que la humanidad no podrá considerarse madura. La libertad de todos
los seres humanos en todos los ámbitos tampoco es renunciable. Pero ni la
igualdad pasa porque unos sean más iguales que otros, o porque unos puedan
imponer a otros su concepto de igualdad, ni la libertad pasa por la imposición
de ideas y actitudes de unos colectivos sobre otros. Cuando los movimientos
reivindicativos se radicalizan y reclaman la verdad absoluta y rayan en la
preponderancia de su posición, en la prepotencia, pierden su razón de ser.
Pierden la razón. La igualdad no es uniformidad y la libertad no admite
imposición.
Lo valores a defender son claros,
para todos. Tal vez el problema está en decidir en qué orden se ponen esos
valores, y los de convivencia -respeto, tolerancia y fraternidad- deberían de
estar por delante de la libertad de expresión o los derechos individuales en
cualquier sistema maduro de convivencia. No por renuncia, nunca, por
fraternidad.
No me gusta “tirar la piedra y
esconder la mano”, otro refrán, así que no quiero cerrar esta reflexión sin identificar
claramente a tres colectivos cuya radicalización y vehemencia en sus posiciones
han sobrepasado todo lo tolerable: el feminismo, el anti catolicismo y el
animalismo.
Estoy convencido, y por tanto lo
digo con todas las dudas que mi razón me proporciona, de que cierta posición
política debería de empezar a pensar que difícilmente podrá optar a mayores cuotas
de electorado si cada vez que sus elegidos tienen responsabilidades se dedican
a promover acciones en contra del sentir mayoritario de los españoles. A los
españoles en general las posturas radicales, de radical enfrentamiento, no les
gustan, y motivos, y recientes, tienen. Ahí tendrían que empezar a buscar los
votos perdidos.
La mayoría de los españoles está
contra el mal trato gratuito a los animales, incluso muchos en contra de la
fiesta de los toros, pero no están porque se prohíban las corridas, ni los
encierros populares, ni las fiestas de los pueblos, ni por firmar manifiestos en contra del
consumo de la carne de perro en China. Como no lo estarían con que los indios
firmaran un manifiesto contra el consumo de la carne de vaca en España.
Muchos españoles, tal vez una
mayoría, han abandonado la práctica de la religión católica, pero sus
referencias morales, sus celebraciones tradicionales y sus vivencias diarias
están imbricadas con esa religión, sin serlo. La semana santa ya no es solamente
una celebración religiosa, si no el sentir de una gran cantidad de ciudadanos
que disfrutan de su estética y de una semanita de vacaciones. La fiesta de los
Reyes Magos, estos sí con mayúsculas, no es una celebración religiosa, a nadie
se le pide confesar, comulgar o rezar un padrenuestro para acudir a la
cabalgata, o para pedir y recibir regalos. Solo se les pide ilusión y limpieza
de corazón. La charlotadas alternativas promovidas en ciertas ciudades no solo
han sido bufas, han sido patéticas y
disuasorias para el sentir de muchos.
Muchos españoles, yo diría que
casi todos, creen en la igualdad de la mujer, en la de verdad, en la del día a
día, hombro con hombro, pero son terriblemente contrarios a actitudes radicales
y a espectáculos como los del colectivo femen, por poner algún ejemplo.
Y como
no hay dos sin tres, y no hablo de elecciones, “niño refranero, niño puñetero”.
Pues me lo apunto, y a mucha honra. Me pongo la espera de los insultos
correspondientes. Empezando por el de facha y siguiendo por el de puto viejo,
insulto de honda raíz fascista