domingo, 31 de julio de 2016

De radical a fascista en un santiamén

El problema, o no, de las redes sociales es la repercusión de todo lo que se dice en ellas y que una vez dicho es complicado que se olvide e incluso rectificar lo dicho. Baste como ejemplo el de Kuala Lumpur y Leticia Sabater.
Pero si muchas cosas han quedado al descubierto en estos medios la que más me preocupa es la radicalidad, la irracional y peligrosa radicalidad, de ciertas posiciones. Supongo que el amparo de decir cosas sin tener a nadie enfrente que se las rebata con una cierta seriedad y el tirón de tener no sé cuántos “seguidores”, siempre prestos a la alabanza, los más esforzados, o al simple y fácil acto de pulsar el me gusta, a veces de forma “mecánica” una vez identificado el remitente, logra sacar del interior de algunas personas su más execrable versión, su más recóndito enconamiento que deja traslucir una vileza ética y moral como para echarse a temblar.
A mí, personalmente, las ideologías me producen una insatisfacción desazonante. Esa parte de las ideologías en las que uno se encuentra indefectiblemente obligado a estar de acuerdo con toda una serie de postulados para alcanzar el pedigrí y reconocimiento de todos los que comparten, teóricamente al menos, convicciones, me impide poder compartir espacios. Todas las ideologías tienen cosas compartibles y cosas inasumibles.
El problema, el gran problema, es cuando la ideología se convierte en dogma, cuando la ideología se radicaliza y entra en el terreno de la intransigencia, de la intolerancia, del totalitarismo violento y soez. Y ese radicalismo, esa violencia, de momento verbal a falta de oportunidades, incontenible que ciertas posiciones practican, es uno de los grandes problemas que a día de hoy tienen la sociedad y las posiciones ideológicas que los acogen.
Es práctica común entre este tipo de personas reclamar “su” derecho a la libre expresión, siempre y cuando solo sea suyo, “su” derecho a manifestarse libremente, la absoluta incuestionabilidad de “sus” argumentos, la imperiosa obligatoriedad de comulgar con “sus” ideas para poder recibir el placet de persona democrática y mentalmente sana. Si alguien no cumple estos mínimos exigidos es inmediata y ferozmente atacado por el “círculo” mediante insultos y amenazas, descalificaciones de todo tipo en los que se incluyen de forma automática a la familia y a cualquiera que pudiera salir en su defensa. Uno de los calificativos, descalificativos, favorito es el de facha.
“Dime de que presumes y te diré de que careces”, dice el refranero español, tan extenso y sabio él, tanto que tiene refranes para todo y para todo lo contrario, que es el único signo de sabiduría reconocible. Pues resulta que, habitualmente, esa personas, esas que califican de fachas a los demás, suelen incurrir en actitudes indudablemente fascistas.
El fascismo no es tanto, hoy en día, una ideología como una actitud. La de la intolerancia, la de anteponer los derechos propios al respeto ajeno, la de justificar todo lo propio sin importar a quién se daña, la de intentar imponer un pensamiento único fuera del cual solo existen la condena, el insulto y el ostracismo. Los totalitarismos en general, incluido el fascismo, hayan sido políticos, religiosos o de cualquier otro tipo, son los responsables del derramamiento de la mayor parte de la sangre que la historia recoge. Y parece ser que a algunos no les ha bastado.
Toda reivindicación que promueve la defensa de un colectivo oprimido para su integración plena en la sociedad es necesaria, y debe de ser apoyada. La igualdad de todos los seres humanos es un fin sin el que la humanidad no podrá considerarse madura. La libertad de todos los seres humanos en todos los ámbitos tampoco es renunciable. Pero ni la igualdad pasa porque unos sean más iguales que otros, o porque unos puedan imponer a otros su concepto de igualdad, ni la libertad pasa por la imposición de ideas y actitudes de unos colectivos sobre otros. Cuando los movimientos reivindicativos se radicalizan y reclaman la verdad absoluta y rayan en la preponderancia de su posición, en la prepotencia, pierden su razón de ser. Pierden la razón. La igualdad no es uniformidad y la libertad no admite imposición.
Lo valores a defender son claros, para todos. Tal vez el problema está en decidir en qué orden se ponen esos valores, y los de convivencia -respeto, tolerancia y fraternidad- deberían de estar por delante de la libertad de expresión o los derechos individuales en cualquier sistema maduro de convivencia. No por renuncia, nunca, por fraternidad.
No me gusta “tirar la piedra y esconder la mano”, otro refrán, así que no quiero cerrar esta reflexión sin identificar claramente a tres colectivos cuya radicalización y vehemencia en sus posiciones han sobrepasado todo lo tolerable: el feminismo, el anti catolicismo y el animalismo.
Estoy convencido, y por tanto lo digo con todas las dudas que mi razón me proporciona, de que cierta posición política debería de empezar a pensar que difícilmente podrá optar a mayores cuotas de electorado si cada vez que sus elegidos tienen responsabilidades se dedican a promover acciones en contra del sentir mayoritario de los españoles. A los españoles en general las posturas radicales, de radical enfrentamiento, no les gustan, y motivos, y recientes, tienen. Ahí tendrían que empezar a buscar los votos perdidos.
La mayoría de los españoles está contra el mal trato gratuito a los animales, incluso muchos en contra de la fiesta de los toros, pero no están porque se prohíban las corridas, ni los encierros populares, ni las fiestas de los pueblos,  ni por firmar manifiestos en contra del consumo de la carne de perro en China. Como no lo estarían con que los indios firmaran un manifiesto contra el consumo de la carne de vaca en España.
Muchos españoles, tal vez una mayoría, han abandonado la práctica de la religión católica, pero sus referencias morales, sus celebraciones tradicionales y sus vivencias diarias están imbricadas con esa religión, sin serlo. La semana santa ya no es solamente una celebración religiosa, si no el sentir de una gran cantidad de ciudadanos que disfrutan de su estética y de una semanita de vacaciones. La fiesta de los Reyes Magos, estos sí con mayúsculas, no es una celebración religiosa, a nadie se le pide confesar, comulgar o rezar un padrenuestro para acudir a la cabalgata, o para pedir y recibir regalos. Solo se les pide ilusión y limpieza de corazón. La charlotadas alternativas promovidas en ciertas ciudades no solo han sido bufas, han sido patéticas  y disuasorias para el sentir de muchos.
Muchos españoles, yo diría que casi todos, creen en la igualdad de la mujer, en la de verdad, en la del día a día, hombro con hombro, pero son terriblemente contrarios a actitudes radicales y a espectáculos como los del colectivo femen, por poner algún ejemplo.
Y como no hay dos sin tres, y no hablo de elecciones, “niño refranero, niño puñetero”. Pues me lo apunto, y a mucha honra. Me pongo la espera de los insultos correspondientes. Empezando por el de facha y siguiendo por el de puto viejo, insulto de honda raíz fascista

miércoles, 27 de julio de 2016

El 90 cumpleaños

Ayer, papá, fue tu cumpleaños. Ayer, papá, era el día en el que todos, tus hijos, tus nietos, algunos sobrinos, deberíamos de habernos reunido para celebrar que hacía noventa años que habías nacido.

Somos tan dados a las efemérides redondas. Somos tan previsibles y tan aficionados a marcar el camino con mojones que significan tan poco en realidad. Estamos tan preocupados por encontrar un motivo de felicitación que solemos dejar pasar, sin siquiera percatarnos, todos los momentos  rutinarios, normales, en los que deberíamos congratularnos en previsión de aquellos venideros en los que la ausencia de normalidad, la ausencia de felicidad o esperanza, harán que volvamos la vista atrás para buscar el último momento en el que debimos de felicitarnos, de felicitarte.

Ayer, papá, fue el cumpleaños de las ausencias, el cumpleaños en el que el cuerpo de mi padre cumplió noventa años de vida, el cumpleaños al que mi padre, el homenajeado, no asistió por incapacidad, por enfermedad, por abandono.

Hoy se, entonces no lo podía saber, que deberíamos de haber celebrado tu ochenta y ocho cumpleaños como el último que celebraríamos con mi padre, como el último en el que tú participarías con el resto de la familia de tu onomástica. Aunque fuera mermado, aunque fuera parcialmente, aunque a ratos te ausentaras para visitar ese lejano lugar en el que se vive una permanente infancia.

Felicidades, papá. Felicidades.


Estamos tan alejados que sé que mi mensaje no te puede llegar. No hay teléfono ahí donde resides, en ese imaginario lugar al que tu mente ha ido a refugiarse. Aun así no quiero que pase el día sin felicitarte, sin recordarme que, aunque no te olvide en ningún momento, esta fecha, dicen las convenciones sociales, las costumbre arraigadas, la práctica desde niños, es un momento en el que felicitarte es más obligatorio, en el que felicitarte exige un homenaje, un rito, una práctica especial, una parafernalia de expresiones y actitudes que este año están más encaminadas a que los demás intentemos un día de normalización que a que tú te sientas acompañado.

No sé si ha habido tarta. No sé si ha habido regalos. No sé si habrás tomado el batido, que  a diario se consigue que tomes entre gritos, agravios y engaños, de forma plácida y con ganas. No sé si, a pesar de no percibirlo, tú también habrás decidido celebrarlo. Me temo que no, papá. Yo creo que, si tu cabeza te alcanzara, celebrarías los cinco o los seis años. Sin tarta. Sin regalos. Sin fiestas ni más compañía que la que tu propio ensimismamiento pudiera proveerte.

Ayer, papá, fue tu cumpleaños, tú 90 cumpleaños, y yo no estaba. Ayer, papá, cumpliste noventa años, y tú tampoco.

sábado, 23 de julio de 2016

El Terrorismo Simpático

Tal vez uno de los grandes problemas de la policía para enfrentarse a la actual ola de atentados es que estaban preparados para el terrorismo empático, pero no para el simpático. Es evidente que no estoy hablando de un terrorismo gracioso y amable.
Los servicios de inteligencia de todo el mundo se han dedicado a vigilar, a controlar, a todo individuo con unas características ideológicas o religiosas afines a los grandes movimientos terroristas mundiales. A vigilar, por decirlo rápido, a los afectos al terrorismo por empatía. Personas alineadas y militantes de movimientos susceptibles de cometer actos terroristas. Personas educadas en el odio y el fanatismo.
Pero en los últimos atentados hemos visto un giro dramático en los métodos y en los autores. Nos han empezado a hablar de los lobos solitarios, individuos sin antecedentes, sin afiliaciones, normalmente marginados, excluidos sociales o personas con unas taras psicológicas difíciles de detectar. Estos individuos son los posibles terroristas por simpatía, o por sintonía, o por vibración.
Personas aparentemente normales, unas más aparentemente que otras, con una necesidad compulsiva de sentirse reconocidos, valorados, importantes por algo o para alguien, y que no reparan en medios ni consecuencias para lograrlo.
No son terroristas que puedan ser detectados previamente por el sistema tradicional. Seguramente, la mayoría, no habrán visitado nunca una mezquita, una iglesia o una pagoda. Seguramente, la gran mayoría, no se han afiliado al estado islámico, a un grupo de ultraderecha o a los talibanes afganos. Solo son parias, enfermos psicológicos, tarados morales, que se sienten minusvalorados por una sociedad, `por un entorno, que no les reconoce su enfermiza grandeza.
No son distintos de los adolescentes que un buen día se echan a la calle, se echan un arma a la cara y disparan contra todo lo que se mueva. No son distintos de esos pilotos que estrellan su avión por algún motivo reivindicativo o de ese conductor que se pone a circular en sentido contrario.
No son distintos, efectivamente, pero si lo es la consecuencia de sus actos, porque a sus muertos se unirán más muertos por efecto simpático.
No hace falta una infraestructura. No hace falta un armamento sofisticado. Ni siquiera hace falta un arma, basta con cualquier objeto que mate, un camión, un cuchillo o un madero lo suficientemente contundente. Cualquier objeto susceptible de matar a un semejante. Y ya tenemos un terrorista en potencia. Basta con que se considere además un iluminado, un elegido y los mimbres para otra desgracia ya están tejidos. Ya tenemos un nuevo atentado en ciernes. Solo hay que esperar a ver cuándo y dónde explota. El hecho de que se le de tanta cobertura, fundamental para su auto reivindicación, y que alguna infausta organización lo acoja como suyo, aunque ni haya oído jamás hablar de él ni le importe una mierda, ya es suficiente motivación para ellos.
En este caso sería importante revisar la información. En este caso la primera batalla a ganar es la batalla de los nombres, la batalla de las palabras. De esto sabemos bastante en España que no empezamos a ganar nuestra guerra hasta que no llamamos terroristas y asesinos a los que lo eran. Y, convencido como estoy, me voy a mojar y voy a sugerir que se quite la denominación de acto terrorista a estos últimos perpetrados en Francia o Alemania. No basta con que el ejecutante sea musulmán, o diga serlo, o tenga nombre musulmán, o proceda de un país con mayoría musulmana y mate gente para que automáticamente una barbaridad se convierta en un acto sea terrorista.
Yo titularía: “Un enfermo perpetra un nuevo acto de barbarie creyéndose un terrorista”. Seguro que nadie reivindicaría al enfermo, seguro que los otros enfermos no se van a sentir simpáticamente llamados. Convirtamos la simpatía en antipatía y habremos ganado la primera batalla. Llamemos a las cosas por su nombre y el efecto llamada pasará a ser un efecto susurro, o, incluso, un efecto rechazo.

A un heroico terrorista, para los suyos, solo lo separa de un enfermo social, sin suyos que lo aclamen o le reivindiquen, la forma de llamarlo y la verdadera motivación de sus actos.

lunes, 18 de julio de 2016

A las barricadas

Hay cosas que no se dicen porque está mal visto decirlas. ¿Por quién? Por aquellos más interesados en una mentira redentora que en una verdad triste y desarmante. Por aquellos cuyo discurso necesita imprescindiblemente de ciertos maquillajes históricos para ser más modernos, más avanzados o más progres. En realidad para ocultar la mediocridad de un discurso difícilmente asumible.
Hoy hace ochenta años que se vivió el penúltimo capítulo de un enfrentamiento entre dos Españas que lleva más de mil años produciéndose. De un conflicto que a día de hoy seguimos sin ser capaces de cerrar y superar porque estamos más interesados en lo que nos separa que en lo que nos une.
Porque ochenta años después seguimos identificando los bandos como buenos y malos con un simplismo descorazonador y culpable. Porque no han bastado ochenta años, ni ochocientos, ni me temo que bastarían otros ocho mil, para que el rencor acumulado, el revanchismo permanente, el odio visceral que destilamos ante ciertos temas permitieran una convivencia basada en el respeto a las ideas ajenas. O sea, una convivencia.
Parece ser que los partidos políticos, sus líderes, sus ideólogos, sus patanes, están más interesados en el enfrentamiento que en solucionar los problemas reales de una sociedad que se desangra en frentes inútiles, estéticos, interesados, en los que no importan los muertos y nadie está dispuesto a hacer prisioneros. No hay rivales, hay enemigos. La sangre por la sangre. El odio por el odio.
Una izquierda rancia, caduca, desfasada, parece tener como principal objetivo ganar una guerra que empezó hace ochenta años, y de la que fue parcial y directamente culpable con sus actitudes, y que perdió hace setenta y siete, clamando revancha contra aquellos que ellos designan herederos de aquellos golpistas que ni entonces tuvieron razón ni hoy podrían sostenerla. Una izquierda elitista y encerrada en sí misma que cada vez que coge esta bandera es derrotada en las urnas por una mayoría de población que clama por alguien que asuma sus necesidades, sus planteamientos y dejar atrás a los moros , a los cristianos, a los carlistas a los liberales a los absolutistas, a los franquistas y al frente popular, porque eso ya no toca, ya no importa por más que muchos sigan intentando removerlo.
Y la derecha de este país, parcialmente heredera de aquella que promovió un levantamiento ilegal y sangriento, la derechona de toda la vida, salvajemente capitalista, irredentamente clasista e insolidaria, se frota las manos viendo como sus contrarios la hacen el trabajo sucio. Como recibe el apoyo que en ningún caso es suyo, pero que los otros dilapidan con sus actitudes revisionistas y frustradas, porque tampoco es de ellos.
España no es un país en el que todos los ciudadanos tenemos una inamovible posición política, un país de afiliados seguidistas. La mayoría de los españoles, como la mayoría de los habitantes de los países avanzados, no comulgamos con ideologías cerradas ni con ciertas posturas minoritarias que se pretenden colar al albur de las mismas. La mayoría de los españoles queremos progreso y convivencia, paz y estabilidad.
Todavía hay gente que no ha entendido, que no ha asumido, que su mensaje no ha sido comprado por muchos porque las consecuencias ya las han vivido, o las han estudiado, o ambas cosas. Nadie quiere vivir una nueva guerra. Nadie, que no sea político o revanchista, quiere  volver a ver las familias divididas y diezmadas, los campos y las ciudades arrasados, la muerte como valor en alza. Todavía hay gente que no ha entendido que el mensaje radical no es compartido por la mayoría de los ciudadanos, sean “putos viejos” o simplemente personas que piensan por sí mismas.
No, lo importante, para ellos, no es el paro, lo importante no es la paz, lo importante no son la estabilidad y la convivencia. Lo importante es quitar los nombres de unos para poner los de otros, que serán cambiados después por los de otros más y quién sabe si en algún momento otra vez por los de unos. Y la mayoría silenciosa y sufriente, la mayoría harta de estupideces y revanchismos no queremos que dentro de ochenta años, y por culpa de unos nefastos, irresponsable e insufribles políticos, y su afán de poder, tengamos que recordar otra efeméride de muerte y pobreza, de miseria moral, social y económica.

Españolito que vienes al mundo, ni diós te va a guardar.

jueves, 14 de julio de 2016

Morir de nuevo

Ya se escuchan de nuevo las palabras. Los gestos de horror, las condolencias. Ya se repiten los lazos y banderas, las imágenes que contemplar atónitos, transidos, por la incomprensible barbarie que de nuevo nos conmueve.
Ya van llegando de nuevo a mis oídos los lamentos de los heridos, el dolor aún sorprendido de las familias de las víctimas, la soberbia de los que intentan hacer de la muerte ajena un bagaje, la tibieza estética de los que pretenden hacer uso de los cadáveres para demérito de los demás.
Ya resuenan de nuevo las razones podridas, torcidas, innobles, de la sinrazón. Ya saturan de nuevo los medios de comunicación las condolencias tibias, formales, medidas y neutras, de las instituciones. Ya se asoman de forma ladina las palabras de rencor, los mensajes de confrontación, el llamamiento al extremismo y al odio indiscriminado que el hervir de la sangre, aún fresca, de las víctimas parece demandar.
Todo suena viejo, repetido, demoledoramente cansino. Todo parece horriblemente trillado, como una obra de teatro que va perdiendo su frescura por mor de la repetición cansina de los actores. El impacto de la truculencia rememora, repetidamente, truculencias ya vividas. La sangre semeja las sangres ya vertidas en tantos lugares, en ya tantas fechas, que los números, los nombres, se entremezclan.
Hubo tiempo en que una cifra y una letra bastaban para nombrar un dolor. Ya son tantos los horrores que la fecha hay que darla completa. Ya no basta decir 11 M, 11 S, …,  porque raro es el día, el lugar del mundo, en el que el disparate continuado de los asesinos, de los que intentan justificarlos, de los que los espolean con su odio, con su miedo, no se ha teñido con sangre de personas ajenas, cuando no inocentes.
Ya da lo mismo lo que digamos, el dolor que podamos sentir o los mismos sentimientos. Ya no importan para nada las palabras, los gestos, las razones. Todo fue ya dicho en ocasiones anteriores. Todo se repite y volverá a repetirse.

Todo no, hay algo que siempre es diferente. Nadie puede morir de nuevo, nadie puede morir dos veces.

miércoles, 13 de julio de 2016

En defensa propia

Me cuesta a veces encontrar las palabras. En realidad lo que me cuesta es encontrar las palabras pertinentes, las impertinentes son fáciles, cuando ciertas actitudes demuestran la imposibilidad de encontrar los oídos adecuados. La miseria moral, la estética gratuita y decadente que suele acompañarla, el postureo intelectual del todo vale si yo lo digo, me hacen enfermar casi de tanta gravedad como enferma me parece la sociedad que ha parido y acoge a personas de ese cariz.
Recuerdo, como olvidarlo, que en mi primera etapa del camino, bajando de Roncesvalles, coincidí durante unos cuantos kilómetros con una chica, en el sentido temporalmente amplio del término, cincuenta y dos años y abuela, obsesionada con la idea de que lo mejor para el mundo era que el hombre desapareciera del planeta y todo volviera a su origen. Nunca conseguí que fuera capaz de definir con una cierta coherencia cual era ese origen. Eso sí, tan obsesionada estaba con el tema que una de sus fijaciones era restaurar las hileras de procesionarias que alguien había pisado al pasar interrumpiendo su dañino camino. Intenté explicarle que era una plaga, le enseñé los cientos de nidos que infectaban los pinares navarros. Todo fue inútil, elle defendía a los pobres animalitos que un desalmado había agredido matando a parte de sus miembros.
No sé en qué extrañas fuentes naturalistas, ecológicas, bebía aquella mujer. No lo sé aunque sospecho que sus fuentes estaban peligrosamente contaminadas. Oírla hablar me hacía recordar aquella frase de un amigo mío que cuando veía a alguna mascota tratada con la consideración que se le negaba al indigente más próximo: “Madre mía, cuánto daño ha hecho el señor Disney”.
Esta triste, esta decadente sociedad es la responsable de que la absoluta ausencia de educación, no confundir con formación, en valores como el respeto haya producido una suerte de seres humanos cuyo principal afán es imponer sus “valores” por lo civil o por lo criminal, por las buenas o por las malas, desde una postura de violento frentismo y miseria moral que inevitablemente nos salpica a todos.
Los insultos, y no es la primera vez, vertidos contra la muerte de un ser humano por mor de una profesión que no toleran exhibe dos fallos morales de difícil recuperación. El primero, el más preocupante, es su propensión a la violencia. Si, de momento ejercida de palabra, ejercida desde la cobardía de suponerse impunes, desde el aplauso garantizado de sus similares, y evito a propósito el término semejantes por si pudiera inducir a la consideración de seres humanos a la que evidentemente renuncian y que yo no les reconozco.
El exabrupto y la falta de empatía humana que su difusión suponen permiten hablar de una enfermedad profunda, de una enfermedad  social e individual que solo una sociedad en descomposición, sin valores referenciales y con un trasfondo emocional podrido puede producir.
Todo posicionamiento anti es enfermizo de por sí. Todo lo que pretende afirmar desde la negación, desde la contra razón, no es más que una trinchera en la que se refugia una falta de argumentos para convencer, una necesidad culpable de imponer desde el absolutismo que la incapacidad para atraer produce en los frustrados.
Mi rechazo al espectáculo de los toros es total. Mi rechazo al sufrimiento de un ser vivo como acto lúdico es frontal, pero sí tengo claro que solo desde la educación, solo desde el respeto, solo desde la convicción puedo ganar mis batallas contra lo que considero erróneo. Jamás desde el insulto, nunca desde la imposición y la vejación. Lo otro, lo que practican ciertos demócratas de la verdad absoluta, se llama totalitarismo. Resumido: “Tú haces esto, o dejas de hacerlo, porque ese es mi criterio y toda opinión en contra es errónea”. Luego ya pasamos a coser estrellas en la ropa, a matar gitanos, a fusilar a los disidentes o a ejercer de reina de corazones.
Pero si algo demuestra esa dolencia moral, yo estoy convencido de que también intelectual, es que todo parte de la humanización de los animales y, como contraprestación, de la deshumanización de los seres humanos. Actitud, esta última, que hasta hace poco solo era privilegio de los asesinos para poder desarrollar su actividad.
Solo una sociedad sin objetivos, una sociedad despreocupada de sus elementos, una sociedad desinformada y trastocada puede dar lugar a la violencia gratuita, a la violentación de la norma mínima de respeto a la vida de los semejantes.
Hoy deseo la muerte de un torero, mañana la de un anciano que no vota lo que quiero o la del vecino que no me cae bien, y pasado mañana empiezo a matarlos.
Defender a los animales nunca puede pasar por denigrar a un solo ser humano. La razón nunca puede partir de la sinrazón. Son tantas, tan profundas, las contradicciones en las que suelen incurrir en sus argumentaciones, tan contradictorios sus posicionamientos respecto a la vida y al sufrimiento según de quién y cuándo, que solo se puede intuir que viven en una conflictiva amoralidad que les permite opinar una cosa y la contraria según el sujeto de su razonamiento. Tiste bagaje.

 Lo dije hace algún tiempo y lo dicho me resultó tan fuerte que lo retiré. Hoy no me da la gana. Algunos solo defienden a los animales en defensa propia.

Cabeza y corazón

Hace apenas una semana, papá, que creí despedirme de las cartas que te escribo. Hace apenas una semana, tanto, tan poco, que creí cerrar un capítulo en mis reflexiones sobre tu enfermedad, sobre nuestra enfermedad.
Una semana de siete días apenas transcurridos en una rutina de aislamiento, de incomunicación, de inaccesibilidad, que presagiaban, que anunciaban, un corte definitivo en tus relaciones con este mundo que los demás llamamos, inconscientemente, consciente. Solo tus ojos, papá, esos ojos grises tuyos que tantas miradas han compartido con los míos, con los nuestros, que tantos momentos comunes han contemplado, simulaban una ventana a un interior desordenado, a un interior con un orden inalcanzable desde el exterior. Pero tampoco. Al mirarlos solo devolvían miedo, solo devolvían alejamiento, solo devolvían un gesto indescriptible de frontera. La ventana está abierta, la contra cerrada.
Una semana, papá, decía. Una semana y aquí estoy de nuevo, incapaz de contener las palabras que me brotan de la triste contemplación de tu dolencia, de la impotente sensación de inútil acompañante de tus cuitas y desafueros.
Ayer, viéndote gritar de miedo cada vez que te movían, viéndote desorientado, perdido, en la camilla del hospital, requiriéndome los besitos que pedías a tu hermano mayor, José Luís, agarrado a mi mano o a la de mi hermana como si fuera tú ultimo asidero a la vida, no podía evitar pensar en la crueldad, en la indecencia, en la ruina vital, que supone contemplar una actitud infantil en un cuerpo estragado por la inmovilidad, por la ausencia de actividad cognitiva y regular, por los años y la enfermedad.
Y hablaba con mi hermana y reflexionábamos ambos, sin poder evitar el dolor de pensarlo, hasta donde puede justificarse el sufrimiento de una familia preservando una vida que ya es apenas biológica. La vida de un ser remoto de aspecto exterior conocido, una vida que se apaga con la lentitud del paso de los milenios, y que ya no tiene esperanza alguna de recuperación.
Y entonces pedías los besitos, “José Luís, José Luís, dame besitos. Más”, con mirada perdida, con cara de un sufrimiento desorientado, casi ausente, y el dolor de haberlo pensado, el dolor de haber sido capaz de pensarlo, te traspasa y te sientes miserable. Aunque sepas que en realidad no eres José Luís, que él ya no es tu padre, que nunca volverá a serlo. Aunque sepas que el calvario que os queda por delante es peor que todo lo pasado.

No te preocupes, papá, mientras estemos aquí, a tu lado, no faltará José Luis para darte besitos, ni faltarán tus hijos para agarrar tu mano. Aunque las fuerzas a veces fallen, aunque los labios apenas puedan insinuar el beso en medio de un bostezo de cansancio, aunque la mano esté lasa de agotamiento, aunque a veces, solo a veces, papá, solo cuando la realidad se impone al sentimiento, la cabeza nos marque una distancia que el corazón acaba no aceptando. 

domingo, 3 de julio de 2016

Hasta luego, papá, adiós

Al principio solo fueron las palabras, la dificultad de interpretarlas, la creciente distorsión de las historias, la ruptura paulatina de los canales de comunicación. Sabíamos, habíamos oído, que era duro. Sabíamos, conocíamos casos, que nos enseñaban a esperar un empeoramiento permanente, pero solo la vivencia en primera persona, solo la convivencia con el deterioro, con la diaria sensación de pérdida, no por prevista menos dolorosa, hace que te des cuenta de la verdadera pendiente que el tobogán vital va adquiriendo día a día.
Hoy, papá, puedo seguir hablándote hacia dentro de mí mismo, pero la dificultad se ha hecho distancia, la distancia, lejanía, pozo y ya sima insondable a la que difícilmente llegan las palabras, los actos, los sentimientos. Estoy seguro de que aún no has alcanzado la profundidad máxima que la enfermedad puede deparar, pero también sé que estás en ese límite en que nuestra percepción ya no puede ahondar más, en que nuestra cordura no puede seguirte, en que nuestra consciencia nos impide rebasar el límite sin arriesgarnos a precipitarnos nosotros mismos en la negrura.
Entre el límite que estás sobrepasando y la muerte física seguramente aún hay un recorrido considerable, una escalada de situaciones y penurias para las que debemos de prepararnos, aunque la preparación sea inútil, pero tú, la persona a la que siempre me he dirigido en mis cartas presuponiendo que de alguna forma tenía que comunicarme contigo, estás ya fuera de mi alcance, estás en ese estadio intermedio entre el no es y el no está que antecede al se ha ido.
Yo seguiré escribiéndote, seguramente incluso más allá de la vida, suponiendo que siempre puede haber un canal desconocido que por el que mis palabras puedan llegarte, o, simplemente, probablemente, porque necesito decirlas y pensar que tú puedas acceder a ellas.

Adiós papá, adiós de momento, creo que ha llegado el momento en que mis palabras tengan que volverse hacia mamá, en que tenga que preocuparme más de la vida aunque no olvide mirar de reojo al limbo en el que ya habitas, y son muchas las palabras pendientes para ella. Víctima y verdugo, víctima de su propia personalidad y verdugo de todos, empezando por ella misma.

Mi amigo Boni

Estos días he recordado al bueno de Boni, y hacía mucho tiempo que no me venía a la memoria. Boni era un buen hombre, su inteligencia no era la más brillante de sus facetas y vivía en un sobresalto permanente.
Conocí a Boni en el local de Eridani, asociación que en los años setenta, e incluso ochenta, nos reunía a una serie de personas que sentíamos curiosidad por el tema de los OVNIs y por la parapsicología, lo que hoy en día se llamaría frikis. Con la mayor seriedad a nuestro alcance y con medios muy limitados e ideas más entusiastas que científicas nos reuníamos para debatir nuevos casos, estudiar testimonios que nos llegaban por diferentes medios y debatir sobre nuestras ideas sobre estos temas.
Un día llegó a nuestra puerta Boni, era ya el ocaso de la asociación, y desde el principio lo acogimos con el cariño y el respeto que demandaban su bonhomía y su corta inteligencia.
-        El otro día iba por la acera del cementerio y oí un ruido muy raro y al cabo de un rato pasaron los bomberos. Que cosa tan extraña, ¿no?
Decía Boni en medio de una reunión. Todos nos mirábamos porque esas eran las historias de Boni. A nadie se le ocurría reírse ni burlarse. Alguien contestaba.
-        Sí que es raro Boni.
-        Pero poco a poco todo se sabrá
Respondía Boni indefectiblemente. Era como la firma personal de la historia. Si no se cerraba con esa frase es que nos lo habían abducido.
He recordado a Boni en estos días post electorales porque la teoría de la conspiración electoral  contra Podemos me ha recordado a esas historias, sin coletilla, sin firma, sin la inocencia de Boni, pero con la misma sustancia final.
Son muchas y variadas las historias que la frustración de los resultados para ciertos partidos ha depositado en las redes sociales. Son muchas y todas obvian algo que todo sistema con una cierta fiabilidad exige, la redundancia. El cruce de información que obliga a la homogeneidad de resultados obtenidos por diferentes caminos. Todos los que hemos trabajado en programación, en análisis de aplicaciones, sabemos que siempre que se diseña un sistema se van poniendo etapas de control consistentes en cruzar resultados desde diferentes tratamientos de la información con el fin de verificar su integridad, su correcto tratamiento y que en caso de detectar un fallo solo haya que revisar desde el anterior control hasta ese punto.
Por poner un ejemplo. Un votante emite un voto. Ese voto, además de ser recontado en la mesa que es emitido, es recontado por todos los interventores de los distintos partidos que los remiten a sus propios sistemas, pero incluso dentro del sistema oficial genera cinco, o más, puntos de información: mesa, colegio, población, provincia, comunidad y global. Todos ellos deben de ser cruzables entre sí, y todos ellos tienen que ser compatibles con los que los interventores han generado para sus propios sistemas. Y nótese que digo compatibles y no idénticos, porque por mucha fiabilidad que tenga un sistema siempre contendrá errores, asumibles, y la identidad es un mito no alcanzable.
Pensar que se pueden trastocar los datos en etapas intermedias sin hacer saltar las alarmas del propio sistema, que sería retorcidamente factible, o de los sistemas ajenos, que no son accesibles por el global, es una pura entelequia. Las únicas formas accesibles de manipular unas elecciones es falseando el censo o creando una conspiración en la que participen los integrantes de mesa y los interventores de los partidos para generar actas falsas. No hay otra. Lo demás son actas erróneas, suposiciones de salón y una muy considerable ignorancia sobre cómo funciona el sistema y cómo funcionan los sistemas.
Respecto al tema de los insultos y descalificaciones quiero suponer que se han realizado en un momento de calentón, porque si no fuera así tal vez lo único que demuestran es la incapacidad de convivencia en un sistema democrático de quienes los han proferido. El momento culminante de una democracia no es el momento de votar si no el momento  en el que se acepta el resultado y, sobre todo, el momento en el que el elegido se compromete a velar por los intereses de todos, los que votaron a favor y los que votaron en contra.
Si, ya se, por eso España no es una verdadera democracia, porque no tenemos un sistema justo de votación y sobre todo porque vivimos una absoluta ausencia de la generosidad de los vencedores respecto a los perdedores. El colmo es que ya tampoco haya un mínimo respeto de los menos votados hacia quién ha demostrado tener el respaldo de la mayoría, e incluso hacia los que han votado esa mayoría.
Yo hasta ahora creía vivir en una democracia fallida en muchos aspectos, ahora creo que el aspecto más fallido de nuestra democracia es el de la educación democrática. Votamos, pero parece que lo hacemos con el único y deleznable propósito de imponerle a los demás nuestro propio criterio, de sumir a los demás en la provocación permanente de nuestro poder, en el frentismo más deleznable. Una especie de dictadura de cuatro años.
Como comentaba con otro amigo hace poco, esto parece ser una especie de democracia orgánica, concretamente del órgano reproductor del que saca más votos.
En fin amigo Boni yo confío, parafraseándote, en que poco a poco todo se arreglará, en que los españoles dejemos de ser esos seres ancestralmente más preocupados por el malestar ajeno que por el bienestar propio, más preocupados por el demérito ajeno que por el mérito propio, más preocupados por como hundir al que destaca que por averiguar que podemos aportar a los que nos rodean.
Si, Boni, poco a poco, es verdad. Y el camino por recorrer es tan largo que no se atisba el final, pero en algún momento habrá que empezar. Y que mejor principio que empezar porque las nuevas generaciones se aparten del frentismo, se aparten del odio, del revisionismo permanente y empiecen a construir con limpieza, con espíritu democrático real, con generosidad y fraternidad hacia los que no piensan como ellos. Aunque si empiezan por despreciar a sus mayores, a insultarlos, a considerar que sobrepasar una cierta edad es síntoma de caducidad vital, intelectual o ideológica, a lo mejor es que se están retratando ellos mismos, es que vuelcan en los demás lo que son incapaces de ver en su propio círculo.

El exterminio de los que estorban, tan aludido en estos días, aunque sea como deseo, es una propuesta absolutamente fascista, fascista de izquierdas y fascista de derechas. Ya lo decía Muñoz Seca: “Los Extremeños Se Tocan”.