domingo, 31 de enero de 2021

El populismo

Me comentabas el otro día que es difícil saber qué es populismo y qué no. Es más, que no tenías muy claro que hubiera un populismo de izquierdas y un populismo de derechas. Llevo días, desde que lo hablamos, intentando encontrar la manera de explicártelo, de explicármelo, aunque basta con ver un par de sesiones de informativos de televisión, o leer un par de diarios para hacerse una idea bastante aproximada.

Antes de pasar a los ejemplos ilustrativos sería conveniente que establezcamos una base teórica para que nos sea más fácil el acercamiento; populismo es todo aquello que comparte tus ideas, pero con lo que tú jamás compartirías lo métodos para conseguirlo. Y aunque se crea que el populismo solo existe a nivel político, no es cierto, los populismos, sus hermanos gemelos, existen en todos los ámbitos de la vida humana. Al fin y a la postre, el populismo político no es más que el hermano refinado del charlatán de feria.

El charlatán de feria saca un artilugio, te hace una demostración asombrosa de su utilidad y facilidad de manejo, te convence de que es exactamente lo que llevas esperando toda la vida, te lo vende, y cuando llegas a casa, e intentas usarlo, te percatas de que eres incapaz de lograr el mismo espectacular efecto que has visto durante la demostración. Seguramente el artilugio es válido, es igual, exactamente igual, al que le viste usar, pero lo que no te contó es cuánto tiempo necesitó para lograr la pericia demostrada. Te engañó, te ocultó el método por el que tú vas a acabar arrinconándolo en algún recóndito y oscuro lugar de tu casa y de tu memoria. Seguramente no vuelvas a acordarte de él hasta una limpieza general o una mudanza.

O sea, que en el populismo todo está en el charlatán, en su habilidad para manejar el objeto y la situación, y, por supuesto, en la capacidad de empatía con el público expectante. Perdón, y en el ambiente, no olvidemos que el ambiente es fundamental. El charlatán de feria necesita del ambiente de feria, que supone una predisposición a la compra, para ejercer su hechizo. El político populista necesita un ambiente de crisis, de frustración, de decadencia, para su florecimiento. Necesita el descontento, la mediocridad, la confusión, para colocar su mensaje.

Pensemos, y soy consciente que en los actuales tiempos de abundancia excesiva es difícil, que un padre tiene un hijo que ansía un artículo de difícil adquisición. Pongamos, en los tiempos de mi niñez lo era, aunque ahora no, que fuera una bicicleta. Las distintas actitudes del padre ante el reto nos llevarán a ilustrar los distintos populismos.

El padre normal considerará que la opción es comprar la bicicleta, para lo cual necesita un dinero determinado que, directamente, o mediante ahorro, podrá adquirir.

El padre populista, antes de plantearse cualquier posibilidad, identificará enemigos externos, aquellos que son culpables de que su hijo quiera una bicicleta y no la tenga, o que, simplemente, ya la tienen y él, el padre, por distintos motivos, considera que no se la merecen. Cierto, eso no va a conseguir que su hijo la tenga antes, pero tampoco ese es el objetivo del agravio.

El padre populista de derechas se fijará en que ciertos niños inmigrantes, o de familias desarraigadas, tienen bicicletas porque se las regalan ciertas instituciones o asociaciones, o porque directamente las roban. ¿Qué tiene eso que ver con su compromiso de comprarle la bicicleta a su hijo? Nada, roben las que roben los inmigrantes, regalen las que regalen las instituciones, en las tiendas seguirá habiendo las mismas bicicletas y al mismo precio. ¿Las bicicletas que tienen esos niños son del último modelo o bicicletas recicladas, o sobrantes? Da igual, el agravio es que hay niños a los que se les ha regalado la bicicleta y al suyo tiene que comprársela.

El padre populista de izquierdas pondrá automáticamente su atención en que hay niños que tienen más de una bicicleta, alguna incluso que fue de sus padres, por lo que parten en una situación de ventaja, ya que disfrutan de bicicleta desde que han nacido ¿Qué tiene que ver eso con su compromiso de comprarle la bicicleta a su hijo? Nada, tengan las bicicletas que tengan otros niños, las hayan comprado o heredado, en las tiendas seguirá habiendo las mismas bicicletas y al mismo precio ¿Hay niños que tienen dos y hay otros que tienen trecientas sesenta y seis? No importa, lo importante es que hay niños que tienen más de una y el suyo aún no tiene ninguna.

El padre populista de izquierdas, además, negará que pueda haber niños inmigrantes que roben bicicletas, o instituciones que las regalen. Y al padre populista de derechas dirá que no importa cuántas bicicletas tengan algunos niños siempre y cuando sean del país.

Y mientras se quejen, mientras sean sus niños los que no tengan bicicletas, todo estará dentro de lo cabal, pero ¡ay de nosotros! si en algún momento esos padres alcanzan la potestad de legislar sobre las bicicletas, porque puede que el mercado de las bicicletas lo resista, pero no la libertad de los niños.

Recuerdo, cuando era pequeño, que mis padres me enseñaron como usar mi conocimiento del gallego para mejorar mi ortografía en castellano. ”Todo verbo similar que en gallego lleva una f y en castellano es una vocal, se escribe con h”, decía mi madre. “fariña, es harina, desfeito, es deshecho”, porfiaba ¿Y esto a que viene? Pues esto viene a que a veces cierto conocimiento del lenguaje nos facilita una mejor percepción del mundo que nos rodea.

Los populistas siempre hablan de repartir, jamás de compartir.

Los populistas hablan de la igualdad como uniformidad, jamás como equidad

Los populistas siempre hablan de imposiciones, nunca de tolerancias.

Los populistas siempre hablan de fronteras, nunca de límites.

Los populistas siempre hablan de agravios, nunca de causas.

Los populistas siempre ven como defecto ajeno lo mismo que en ellos es virtud.

Los populistas siempre describen y exigen su libertad, nunca hablan de la libertad, de la de los demás, de la de todos

De todas formas, nunca intentes utilizar estos argumentos con un populista, siempre considerará que los culpables, las culpas, son otras, de otros, de los otros.

Igualdad o equidad

Comentando el otro día la carta sobre el populismo, surgió el tema de la libertad, y te escribí reflexionando sobre ella, y enredando, enredando, hemos llegado a la igualdad, porque al fin y a la postre no puede existir libertad sin igualdad, ni igualdad sin libertad, ni ninguna de las dos si existe un clima populista. Tu respuesta me hace de nuevo ponerme a escribirte estas letras. No, no existe la libertad si no existen: la equidad, la justicia y la tolerancia, pero en ese caso estamos hablando de una libertad colectiva, de una convivencia libertaria.

Tal como ya te he dicho, la libertad absoluta no existe, ni siquiera a nivel individual, porque el hombre tiene carencias que sus deseos no suplen. Por más que yo desee ciertas cosas mi encarnadura no me las permite, al menos no naturalmente, y por tanto tendré libertad para imaginarme ser Juan Salvador Gaviota, El Principito, o Tarzán, pero mis limitaciones físicas se impondrán a mi libertad intelectual a la hora de hacerlo realidad. Y si la libertad individual no existe, que tendría que decirte de la colectiva en la que es más importante el punto de renuncia, que la libertad absoluta.

Pero tú me hablabas de igualdad, de lo importante que es la igualdad a la hora de que podamos ser libres. Tu razonamiento es impecable: “En un mundo en el que todos sean iguales, todos serán libres”. Tu razonamiento es tan impecable como lo son los argumentos intelectuales imposibles de plasmar en la realidad.

A mí se me ocurren dos preguntas que hacen tambalear la igualdad al nivel más íntimo ¿Tienes los mismos sentimientos hacia todas las personas? ¿Tendrías, en función de tu respuesta, que negar tus sentimientos en una sociedad igualitaria?

La igualdad, perdón, la Igualdad, así con mayúscula, es una entelequia, un deseo utópico que nos marca una meta hacia la que caminar, pero que es imposible de alcanzar. Las virtudes, los ideales, están concebidos como metas irrealizables, y no como objetivos alcanzables, y menos, como parecen pensar algunos, a corto plazo. Pero, como todos los grandes ideales, la igualdad tiene una forma humana de expresarse, un ideal alcanzable por el que sí se puede luchar a diario y al que se puede, y debe de aspirar, la equidad.

¿Es lo mismo? No, no es lo mismo, la equidad es la forma más justa de acercarse a la igualdad. Sí, ya sé que ciertos intelectuales de salón, y ciertos practicantes del populismo, rechazan que la equidad sea suficiente. No es menos cierto que yo sospecho que no tienen ninguna voluntad real de asomarse a la una, ni a la otra, y todo su esfuerzo no tiene otro objetivo que el propio medraje, que el lucimiento personal.

Aunque inicialmente, tanto una como otra buscan la forma de que todos tengan acceso a todo, una idea igualitaria niega, a priori, cualquier derecho o diferencia individual que matice o enfatice ninguna diferencia en el reparto, en tanto una sociedad equitativa reconoce como derechos reguladores de reparto, la propiedad, la capacidad, el compromiso y la utilidad. Una sociedad igualitaria aplica el reparto ciego de la cantidad entre el número, una sociedad equitativa establece un máximo y un mínimo acceso a la riqueza generada que impida brechas que provoquen clases.

¿Cuál es más justa de las dos? A priori, si todos los individuos son iguales, la igualitaria, pero, basta mirar alrededor, para, sin salir de nuestro mundo cotidiano, formado por individuos con diferentes grados de capacidades, según las tareas a desarrollar, e incluso de discapacidades, para preguntarse ¿Cómo se gestiona la igualdad cuando la realidad la impide? ¿Por dónde igualamos, por capacidades, o por discapacidades? ¿Por habilidades o por torpezas? O, como parece ser la idea más aceptada ¿intentamos instalarnos en la mediocridad de proscribir la excelencia, de tapar y disimular las carencias, en aras de evitar la diferencia? La realidad nos acerca a la sociedad equitativa.

La equidad, esa a la que normalmente se menosprecia, porque hay palabras más rimbombantes que otras, consiste en lograr un sistema donde las inevitables diferencias no se conviertan en privilegios, donde la tenencia no se convierta en acaparación, donde la propiedad no es apropiación, donde la excelencia no se convierte en prominencia, donde la capacidad no se convierta en poder. La igualdad, la que nos venden en algunas esquinas, la de los mítines y las ideologías, no suele ser otra cosa que una añagaza en la que se pretende que deleguemos en unos privilegiados que decidirán por nosotros que es nuestro y que es de todos, empezando por ellos, y se niegan conceptos como la propiedad, el compromiso, la capacidad o la individualidad.

Al final, como casi todas las cosas en esta vida, y en las otras previsibles, todo es cuestión de verbos, todo es elegir entre repartir y compartir, entre imponer y convencer, entre conseguir y esperar, entre merecer y recibir.

Yo, sinceramente, prefiero una sociedad en la que pueda compartir lo mío, y lo ajeno, convencido de lo que estoy haciendo y de que se respetan mis méritos y los de los demás, a una sociedad en la que se impone el repartirlo todo, lo que supone una estructura de reparto y otra que determina el sistema de reparto y el establecimiento de clases que niegan la igualdad que pretenden buscar en aras de una igualdad que acaba siendo puramente nominativa, y en la que conseguir dirigir el reparto será un objetivo que permitirá preponderancia y privilegios. Dice el dicho que “el que parte y reparte se lleva la mejor parte”, por algo será.

Mi imperfecto ser, mi percepción de esa imperfección, me hace declararme partidario de la equidad, de una equidad siempre ansiosa de una Igualdad no administrada por sacerdotes, por privilegiados que se sienten con capacidad, habitualmente con necesidad, de pensar por los demás y de decidir lo que le conviene y no le conviene a los otros, a nosotros.

Parafraseando a la bruja avería: “viva la equidad, viva la hermandad, viva la justicia social, abajo los duendes que hablan de su igualdad”.

miércoles, 27 de enero de 2021

Se va el caimán

 

“Se va el caimán, se va el caimán, se va para Barranquilla”. José María Peñaranda

 

Esta evocadora canción, sobre todo para los que tenemos ya una considerable cantidad de años, nos recuerda tiempos mozos, recuerdo ligado a la, a veces risible, a veces terrible, censura franquista. Fue esta “institución” la que llegó a poner en su lista de canciones prohibidas esta pegadiza canción, en la rocambolesca interpretación de que el caimán era el mismísimo Generalísimo, y el hecho de que se fuera a algún lado era por una victoria de la resistencia. De aquella resistencia, mayor de lo que el régimen llegaría nunca a admitir, y mucho menor de lo que muchos, demasiados,  reclamaron muerto el dictador, que aprovechó la ocurrencia de la censura para darle la razón, y convertirla en himno jocoso de una oposición más estética que beligerante.

Hoy, la canción ha vuelto a mi mente en sus connotaciones políticas. Hoy, me he encontrado tarareando, parafraseando, el estribillo de marras y poniéndolo de plena actualidad: “Se va el caimán, se va el caimán, se va para Cataluña”. ¿Sabéis esa musiquilla pegadiza, machacona, que se pone en vuestra cabeza un día y a pesar del hartazgo no puedes parar de repetir una y otra vez? Pues eso, se va el caimán, se va para Barcelona. Y tanta paz lleve como inutilidad y sectarismo deja.

Seguramente se va el peor ministro de Sanidad desde que existe tal cargo. Su incompetencia, su fidelidad al partido, y no a las obligaciones de su cargo, su incapacidad para crear un equipo que se enfrentara a la peor crisis sanitaria que haya vivido el mundo, su incapacidad para gestionar recursos, infraestructuras, planes de choque, contra la pandemia, su inutilidad en la imprescindible comunicación veraz, contrastable, de los datos, recursos y medidas adoptadas, su absoluta subordinación, entrega, a las consignas de sus superiores políticos, han hecho de Salvador Illa, Doctor en filosofía, Inútil en sanidad, a un personaje que seguramente dejará huella en la historia como uno de los más nefastos gestores que haya padecido el pueblo español, incluida la parte del pueblo español que no acepta serlo y a los que se ha ofrecido el señor Illa para alegrarles la vida.

Estoy seguro, y dios quiera premiar mi seguridad con la certeza, que Salvador Illa es eso que llamamos un buen hombre. Una persona que impregna su entorno de bonhomía. ¡Faltaría más! Pero dios no lo había llamado por el camino de la responsabilidad. Dios no, pero si Pedro Sánchez que lo metió en el gobierno cumpliendo sus cupo catalanista, en un lugar que, a priori, no tenía mayor relevancia, ni complicación.

Pero el presidente del gobierno propone y la vida dispone, y la vida dispuso que ese puesto sin relevancia, sin brillo, sin unos requerimientos especiales, por mor de un invisible bichito, se convirtiera en el ministerio de mayor impacto mediático del gobierno, que Marlasca me perdone.

Así que de la noche a la mañana, sin comerlo ni beberlo, ni su escatológica continuación, aquel señor gris, con traje a juego con la personalidad, con aires de universitario de los formales, primera fila, apuntes rigurosos y alumno aventajado sin ideas propias, de filósofo amanuense, con peinado anodino, a juego con su verbo, se convirtió en la estrella de los informativos, de los periódicos, de las reuniones internacionales. Y no estaba preparado para ello, su única preparación sanitaria era la de cobrar su sueldo de ministro, dejar hacer al inexistente comité de expertos que tenían que acometer la parte técnica y, como mucho, dar la cara de vez en cuando para repetir, como responsable, como loro responsable, lo que le hubieran dicho que tenía que decir. Y si así era en un principio, así ha seguido siendo hasta el final.

Hasta este final en que se va el caimán, se va el caimán, se presenta a candidato. Dicen que los catalanes están entusiasmados con su presencia. Que su arrebatadora presencia de noi de la burguesía más pro sistema, va a dar un vuelco a las encuestas electorales. No sé, es verdad que no puedo presumir de entender a los catalanes, posiblemente me falte soberbia nacionalista, me falte superior visión periférica de lo ajeno, pero me resulta incomprensible que una personalidad gris, un gestor manifiestamente incapaz, un funcionario de “adjunto remito”, pueda crear ningún tipo de expectativa en nadie.

Seguramente me equivoco, y no soy capaz de apreciar los ocultos valores de alguien de quien ningún hado ha logrado revelarme sus capacidades, que no dudo que las tenga, pero que me parece evidente que no son públicas.

En esta caso, sea para Barcelona, sea para Barranquilla, o simplemente para su casa, lo que me congratula es que se va el caimán, y que su falta de personalidad se va con él. Esperemos no añorarlo en ningún momento, y que el siguiente, la siguiente, no lo haga bueno.

 

sábado, 23 de enero de 2021

La felicidad

 "Si puedes soñar sin que los sueños te dominen;

Si puedes pensar y no hacer de tus pensamientos tu único objetivo;

Si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso,

y tratar a esos dos impostores de la misma manera.

Si puedes soportar oír la verdad que has dicho,

tergiversada por villanos para engañar a los necios.

O ver cómo se destruye todo aquello por lo que has dado la vida,

y remangarte para reconstruirlo con herramientas desgastadas.”

 

Rudyard Kipling

 

El otro día, charlando, me contabas de la inmensa necesidad que sentías de sentirte feliz, dando por sentado que no lo eras. No seré yo quién te discuta tu derecho a serlo, ni siquiera seré yo quien ponga en cuestión tu infelicidad, pero sí que voy a ser yo quien te anticipe que la felicidad es uno de los estados imperfectos del hombre.

Tal vez esta afirmación te pille por sorpresa, tal vez, pero tengo la intención de explicarme.

Todos, absolutamente, todos, ponemos como condición para ser felices una serie de logros, una relación de frustraciones que, al menos aparentemente, impiden esa felicidad ansiada, pero, si lo pensamos con un poco de detenimiento, comprobaríamos que una vez alcanzados esos logros, otros, que en este momento ni nos planteamos, vendrían a sustituir a los actuales en la construcción de esa infelicidad indeseada.

La felicidad no existe. La felicidad es un estado transitorio, inestable, que gratifica un logro, que permite disfrutar intensamente de una serie de circunstancias que nos son favorables, pero que no pueden permanecer indefinidamente. La felicidad, tal como la buscamos, es un mito literario que no se puede dar en la vida real.

“Vivieron felices y comieron perdices”, dicen muchos cuentos en uno de esos latiguillos con los que solemos rematarlos. No me lo creo. ¿Significa eso que ni Blancanieves, ni la Cenicienta, ni la Bella Durmiente, tuvieron en el resto de sus vidas ni un solo contratiempo? ¿Ni una discusión con el Príncipe? No me lo creo, que no.

Si hablamos de la felicidad en el amor, que suele ser la primera que se nos viene a la cabeza,  solemos cometer el error de pensar en una felicidad compartida con nuestra pareja ideal, lo que nos lleva a dos posibilidades, cada una de las cuales es más aberrante que la otra. La primera es pretender que aquella persona con la que intentamos compartir esa felicidad sea como la de nuestro ideal, lo que nos lleva a ser infelices en nuestra búsqueda y, más que o, a hacer infeliz a la otra persona cargándola con la responsabilidad de nuestra infelicidad, mediante el permanente intento de lograr que sea lo que no es. La otra desafortunada opción es una búsqueda permanente, desasosegante, de la pareja perfecta que la convivencia frustra de manera contumaz. Porque si hay una fuerza que rompe sueños de una forma demoledora, esa es la rutina, los hábitos convivenciales que erosionan y dejan al aire los alambres de acomodo, resignación, acatamiento de reglas sociales  y sometimiento que en muchos casos traman hogares en los que la felicidad es un mito.

Podríamos hablar de otras felicidades, en nuestras aficiones, en nuestro trabajo, en nuestra vida social, pero seguramente hablaremos de felicidades sinónimas, seguramente hablamos de satisfacción, de éxito, de riqueza, de aceptación.

Así que convengamos que cuando hablamos de felicidad debemos hablar de, al menos, tres felicidades diferentes, que vamos barajando según nuestra insatisfacción, o satisfacción, del momento.

La primera, la más evidente, es la felicidad como ideal, como búsqueda permanente de un objetivo que nos hace superar el día a día, que nos hace intentar superarnos para arrastrar a nuestro entorno hacia ese estado de superior satisfacción. Sin duda, y asumido que es inalcanzable, es un motor irremplazable para lograr una vida en positivo.

La segunda, las más real, la más accesible, es la felicidad del momento. Es esa felicidad de corto recorrido que se mueve en el entorno de un instante vital especialmente satisfactorio. Es la felicidad del beso correspondido, del objetivo logrado, del premio obtenido, de la percepción de las cosas bien hechas, de la autocomplacencia justificada. Es una sensación cálida, de plenitud, satisfactoria y efímera. ¿Cómo podríamos ser felices si no fuéramos, antes y después, infelices, o, desdramatizando, no felices?

La tercera, esa que perseguimos como pollos sin cabeza, esa que en muchas ocasiones nos provoca la infelicidad, es la felicidad vital. Es la búsqueda de un estado permanente de satisfacción, es la negativa misma de la posibilidad de ser feliz. Nadie puede ser feliz permanentemente, porque entonces no existe la felicidad. La única, la más plausible felicidad, el más accesible sentimiento de satisfacción, no puede ser otro que la aceptación, la valoración, de lo que tienes, de lo que eres, de lo que te rodea. El disfrute a tumba abierta, sin restricciones, sin recelos, de tu propia vida.

Si, ya sé, habrá quién considere que yo hablo de una felicidad que en realidad se llama conformismo. Bueno, quién piense en esto o no ha entendido nada, o es muy desgraciado. La única felicidad vital a la que podemos aspirar es la aceptación del pasado, el disfrute del presente y una expectativa ilusionada del futuro. En otras palabras, y como apunta Kipling, el logro de aceptarse a uno mismo, y al propio entorno, sin caer en el engaño.

En el monte las sardinas

Cuando los hombres afrontan un peligro colectivo, una catástrofe de cualquier tipo, la forma más evidente de hacerle frente es formando un grupo fuerte y solidario, un grupo que unido sea más fuerte que el peligro que los acecha, y si no es así, si esa unidad, solidaridad, frente al enemigo común se quiebra, es muy posible que el fracaso sea inevitable. Da lo mismo que tipo de enemigo tengamos enfrente, sea económico, bélico o médico, si no hay un frente común las posibilidades de victoria son remotas.

Parece que en esta pandemia esa premisa se ha ignorado. Desde el gobierno, desde la oposición, desde los medios de comunicación, desde el estamento médico, la utilización ventajista de las consecuencias de la enfermedad, la información sesgada, poco veraz, terrorista en su presentación, el protagonismo inadecuado de ciertos sectores, y el palmario enfrentamiento por réditos políticos de los gestores, ha llevado al descredito de los administradores, al hartazgo hacia los informadores y a cierto recelo por los excesos de protagonismo, e intento de tutela, por parte de ciertos sectores médicos.

Son tantas las mentiras, la mayoría tan evidentes, que recibimos, que empieza a haber un hartazgo, un conato de rebelión, incluso entre los más solidarios. Se miente en las medidas a adoptar para evitar el contagio. Se miente en la forma de presentar la información, y se miente en las estadísticas con las que se pretende refrendar todo lo anterior. Y algunas de estas mentiras son tan evidentes, tan poco consistentes, que hasta produce un poco de rubor ver con qué desesperación se acogen por parte de aquellos que viven en el terror más absoluto, incluso de aquellos que visten su terror de conciencia solidaria.

La estrategia del terror, la estrategia de los administradores de desviar la responsabilidad hacia los administrados mientras ellos se convierten en meros observadores cuya única responsabilidad es denunciar la falta de criterio de las víctimas; la permanente amenaza, el permanente acoso a sectores económicos sin recursos para defenderse; la permanente criminalización de la población, está causando tanto daño, moral, vital y económico, como el propio virus.

Para evitar que alguien se llame a engaño, y me llame negacionista antes siquiera de que empiece a explicarme –negacionista es a pandemia lo que facha es a política, una forma de descalificar sin argumentar-, permítaseme aclarar algunas verdades de esta historia: estamos en una pandemia producida por un virus, posiblemente de origen militar, artificial, que se expande de forma imparable, bastante desconocida, y que tiene una velocidad de contagio alta y produce una mortalidad inaceptable. Y eso es tan cierto como que hay que protegerse eficazmente y todavía no tenemos claro cómo, ni siquiera los médicos,  y que, si las medidas dictadas fueran realmente eficaces, menos estéticas, la situación estaría más controlada de lo que está.

Dicho lo cual, yo centraría las mentiras, o las medias verdades, o las presentaciones engañosas de la verdad, en tres aspectos básicos de la información: el contagio, la vacuna y las estadísticas.

A día de hoy, se sigue ignorando más de lo que se conoce sobre el virus y su forma transmitirse. Está claro que el contagio se produce, casi al cien por cien, en interiores y mediante aerosoles, pero ni siempre es así, ni se conocen otras formas de contagio y vías de entrada que no sean los aerosoles y, muy remotamente, el contacto, aunque se tiene constancia de que deben de existir. Lo que se conoce hace que las mascarillas en zonas abiertas, sin una persistencia de interacción entre transmisor y receptor, sin una proximidad prolongada, sean absolutamente inútiles, una forma de demostrar que algo hacemos aunque no sirva para nada. Todos los estudios explican que hace falta una carga vírica que en interiores se produce al cabo de algunos minutos, y siempre que haya aerosoles producidos por cualquier tipo de actividad respiratoria que exhale partículas que trasporten al virus. La tos, produce aerosoles, fumar, produce aerosoles, el jadeo por actividad física intensa, produce aerosoles, la dificultad respiratoria, produce aerosoles. ¿Qué pintamos solos por la calle con mascarilla? Justificar que los administradores se preocupan por nosotros. La mascarilla en espacios abiertos y en movimiento solo tiene sentido si nos paramos a hablar con alguien. ¿Son los besos y los abrazos contagiosos? Parece ser que tampoco, aunque dependerá de la intensidad y la duración para que ese peligro pueda existir, pero no olvidemos que cada vez se conocen más casos de personas convivientes, íntimamente convivientes, que habiendo resultado uno infectado el otro no se ha contagiado. ¿Cuánto tardará la inmensa mayor parte de la población en entender que si se toman medidas y esas medidas no funcionan, persistir en ellas es inútil? La desmoralización va cundiendo, y la sensación de que no nos podemos pasar la vida confinados, enmascarados, huyendo de nuestros semejantes, porque somos entes sociales, se va haciendo más evidente.

Es evidente, basta con leer con atención cualquier informe, escuchar cualquier informativo, para ver claramente que la mejor solución para combatir la pandemia es aumentar las infraestructuras, mejorar los equipamientos y ampliar los recursos humanos destinados a la investigación, prevención y atención de los que desarrollan la enfermedad. Pero justo eso es lo que no se hace, justo eso, que es lo que es responsabilidad de los administradores, ni se discute. Es más, todas las infraestructuras montadas durante el primer ataque del virus, me niego a llamarle ola, se desmontaron apostando toda la acción a las medidas coercitivas contra los ciudadanos y a la esperanza de una vacuna sobre la que, aún a día de hoy, hay más expectativas que certezas.

Y con ello entramos en el terreno de la vacuna. ¿Por qué una vacuna, diez? ¿Por qué no un tratamiento eficaz? ¿De dónde salió la certeza de conseguir una vacuna contra este virus, cuando hay todavía virus anteriores, como el del SIDA, contra los que no se ha conseguido ni una? ¿Por qué ese empeño en glosar el avance científico que permite probar vacunas en tiempos record? ¿Es un problema de records? Los plazos marcados hasta ahora ¿lo eran por metodología científica o, tal como yo tenía entendido, para dar tiempo a la aparición y estudio de efectos secundarios? Y si es como yo pensaba ¿Cuánto tiempo tendrán que esperar los vacunados para tener la certeza de que no sufrirán efectos indeseados? Pues eso, respecto a la vacuna hay muchas preguntas, muchas más que las básicas e ignorantes aquí apuntadas, pero son muy pocas, tentado estoy de decir ninguna, las certezas. La única certeza que parecía haber al respecto, la fabricación y suministro del específico, parece encontrar dificultades inesperadas.

Y respecto a la estadística, no hay que hablar de mentiras. La estadística es lo suficientemente flexible, lo suficientemente manejable para poder presentar unos datos a gusto del presentador sin que ninguno de ellos sea falso. Basta con aplicar una base referencial que desvirtúe los resultados para que el aparente rigor científico del informe apunte a lo que desea el informador. Llevo desde marzo comentando el uso perverso de la estadística para presentar como catastróficos unos datos que seguramente lo son, pero que se presentan de la forma más impactante y menos informativa posible.

Durante nuestro primer confinamiento, el declarado, el largo, solo se hablaba de muertos, sin otro sistema referencial que los muertos ajenos en una especie de carrera a ver quién conseguía menos muertos, o más, que era lo conveniente una vez que la responsabilidad era de los ciudadanos y no de los gobernantes inoperantes. Nadie nos hablaba de los muertos por cada cien mil habitantes, del porcentaje de muertos respecto a contagiados, de incremento de mortalidad respecto a la mortalidad de años anteriores, sistemas todos ellos que hubieran sido adecuados.  Después del verano empezamos a hablar de contagiados, una vez más en datos absolutos, sin base referencial que permitiera adivinar el significado real de la cifra. Y ahora son los contagios medios semanales por cada cien mil habitantes. Esto es, sumamos los contagiados los dividimos por siete y los aplicamos contra cien mil. Pero ¿hablamos de contagiados, o hablamos de contagios detectados? ¿No tendríamos que hablar de pruebas realizadas por cada cien mil habitantes? ¿No tendríamos que hablar de porcentaje de positivos sobre los analizados? ¿No tendríamos que proyectar esos resultados, ese porcentaje, sobre la totalidad de la población, para saber cuál es la situación real?

Pongamos tres ejemplos que ilustren lo que comento:

1.       En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no me acuerdo pero tendría veinte mil habitantes, se hacen cien pruebas y resultan cincuenta positivos. La estadística tal como se está usando nos dirá que hay doscientos cincuenta positivos por cada cien mil habitantes ¿?. La estadística correctamente utilizada, nos diría que la población infectada podría ser del 50%.

2.       En otro lugar, no necesariamente de La Mancha, que tiene cien mil habitantes se hacen cien pruebas y resultan 98 positivos. La extraña estadística que día a día nos presentan, diría que hay 98 positivos por cada cien mil habitantes ¿?. El correcto uso de la estadística nos daría el escalofriante dato de que el 98% de la población puede estar contagiado.

3.       En esta última población se producen unas elecciones y el nuevo gestor decide volver a hacer la prueba masivamente, a los cien mil habitantes, y, por esas casualidades de la vida, vuelve a haber 98 positivos.  La estadística que todos los días nos proporcionan diría que sigue habiendo 98 positivos por cada cien mil habitantes ¿?, pero la estadística correctamente aplicada nos diría que solo hay un 0,098% de habitantes contagiados. Nada que ver con el escalofriante dato del ejemplo anterior.

Mentir es una facilidad del poder, y parece ser que una tentación irresistible en su ejercicio, pero para combatir esta pandemia, de forma solidaria y responsable, co-responsable, lo primero que necesitamos son verdades y certezas, y no una creciente desconfianza hacia los encargados de gestionar nuestras haciendas y nuestros recursos, y por extensión nuestras vidas. Nuestras, que no suyas. Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas, y en nuestro día a día con la pandemia, hay menos certezas contrastables que dudas razonables.

lunes, 11 de enero de 2021

El discurso perverso y el concepto pervertido

En la sociedad actual, puede que a lo largo de la historia, es costumbre inveterada tomar el síntoma como si fuera el mal, lo que permite al mal prosperar sin que nadie le ponga una barrera eficaz. Es el la perversión del discurso que oculta el concepto pervertido.

Los recientes, actuales, sucesos en Washington han encendido los medios de comunicación, siempre tan pulcros y alineados, y las redes sociales, siempre prestas al insulto y la descalificación como único argumento válido. Donald Trump es un loco. Seguramente, pero en todo caso es un loco con varios millones de votantes y un poder de convocatoria que no tienen la mayoría de los que lo critican. Donald Trump es un fascista, descalificación, o calificación, que de tanto usarse ya no significa nada. Lo que sí es, es un supremacista, un tipo de valores sociales dañinos y que puede tener lugares comunes con el fascismo. Donald Trump es un populista, claro, y Maduro, y Morales, y Bolsonaro, y Boris Jhonson, pero todos ellos están en este momento al frente de los gobiernos de sus países. Esos y muchos más, tal vez más discretos pero no menos dañinos.

Pero Donald Trump no es el mal, es el síntoma. El populismo, que comparte con otros muchos líderes mundiales, no  es el mal, es el síntoma. La enfermedad, el mal que asola un mundo que se cree libre, que se cree modélico, es el retorcimiento de los valores. La enfermedad es la práctica, en todo el mundo, del discurso perverso para lograr la perversión de los valores. La enfermedad es la degradación de las ideologías manejadas por líderes cada vez más mediocres, cada vez más entrampados con un populismo perverso, cada vez más alejados de la gente a la que dicen querer representar. Desde sus atalayas parlamentarias, gubernamentales, asamblearias, pretenden hablar en nombre de un pueblo, de una ciudadanía, de un colectivo humano, que está muy lejos de sentirse representado por ellos.

Hace ya muchos años, desde que se instauró en la antigua Grecia, que el concepto de democracia ha sido pervertido por intereses y valores que nada tienen que ver con ella, que la democracia parece ser un sistema en el que se invita a votar con el único objetivo de arrogarse una representatividad que, ni por número de votos obtenidos, ni por complejas operaciones matemáticas que otorgan mayorías, ni por perversiones territoriales de la representatividad, pueden reclamar legítimamente los pretendidos electos. Ninguno.

Y cuando la mayoría de esos ciudadanos de a pie, sin ideología reconocida, sin carnet de partido o sindicato, sin el odio necesario para afiliarse a ningún partido o movimiento afín a las ideologías, se siente ninguneado desde el gobierno, se siente aludido cuando desde un escaño, y en su nombre, se invocan y promueven valores contrarios a los que sustenta, se siente humillado cuando al intentar mostrar una discrepancia se le insulta, se le ningunea, se le muestra odio, cuando desde las estructuras de poder pretenden arrogarse una verdad no compartida, en su nombre y con su voto, cuando se siente acorralado, amordazado, regañado, desde unos medios de opinión que comparten las consignas del poder o del contrapoder, es entonces cuando el populismo se hace fuerte, es entonces cuando el ciudadano, pervertida su percepción de la realidad por los perversos discursos de líderes de cartón y con hilos, es capaz de votar, por desesperación, por hartazgo, por pura frustración, contra lo que, en condiciones normales, serían sus valores de referencia, es capaz de votar opciones populistas con las que no comparte más que el enunciado de los problemas. Es capaz de creer que la verdad está en Trump, en Maduro, en Abascal o en Iglesias, aunque solo sea porque dicen lo que quiere oír, lo que ansía oír, sin importarle un ardite las consecuencias de su acto. Y eso es, al fin y a la postre, el populismo, la capacidad de decir lo que la gente quiere oír sin que importe lo más mínimo si lo que se dice, si lo que se pretende decir, lo que se quiere hacer para ponerlo en práctica, es viable, es ético, es beneficioso.

Y, sin necesidad de escarbar, sin necesidad de pararse a investigar, si hacemos una breve enumeración de los valores pervertidos por discursos engañosos, interesados, perversos, podremos comprobar que todos los conceptos enumerados son valores imprescindibles para lograr un mundo más humanamente aceptable: La democracia, la igualdad, la libertad, la justicia, la equidad, la fraternidad y, en definitiva, la convivencia.

Es una vieja táctica del poder por el poder, enfrentar para evitar tener que dar explicaciones, que permitir derechos, que ser puesto en cuestión. El poder absoluto, alternativo pero absoluto, de las ideologías al que llevamos ya décadas sometidos, no es muy diferente del poder absoluto, omnímodo, voraz, de las tiranías de cualquier tiempo. Eso, sí, con votaciones, con alternativas, perfectamente medidas y previsibles, y con la solución de los populismos para que nos dé mucho miedo elegir. Permitir, de vez en cuando, en realidad, promocionar, un Trump, un Abascal, un Bolsonaro, un Putin, un Iglesias, un Maduro, o un Morales, permite mostrarle al mundo lo peligroso que es salirse de lo políticamente correcto, aunque, en realidad, ellos sean una consecuencia de lo políticamente correcto.

Y para ello, y por ello, el discurso perverso, el concepto pervertido, son las grandes armas del poder. Las palabras vacías, los valores vaciados, retorcidos, irreconocibles, con los que nos van adoctrinando día a día, sin descanso, desde los gobiernos, desde los medios de comunicación, desde las redes sociales, desde nuestra falta de compromiso con nosotros mismos.

El desarraigo

Me comentabas sobre el desarraigo, sobre esa actitud tan española que, aunque no es ajena a otros lugares, a otros pueblos, entre el nuestro alcanza cotas de éxtasis y perfección.

Me pregunto a veces, con esa suerte de preguntas que nacen al albur de una respuesta conocida, si una de las características primordiales de la mediocridad presente es la necesidad patológica de ningunear, cuando no de enfangar, cualquier brillo que provenga del pasado.

Enfangar cualquier brillo que pueda entrar en contradicción con un criterio único, inamovible, de valores, mediante la aplicación de criterios que ellos mismos determinan, ajenos a la época en la que los aplican y que permiten convertir en un error, o en un horror, cualquier suceso sacado de contexto.

Y no se trata de defender las actuaciones históricas más problemáticas, más enfrentadas al sistema actual de valores, que no era el de entonces. No se trata de hacer héroes patrios, no se trata de nombrar prohombres o buscar virtudes heroicas, con las que ensalzar una patria de valores añejos, inapropiados para los tiempos que corren. Ni de todo lo contrario. Se trata de saber quiénes somos y cómo hemos llegado a serlo. Y es precisamente por eso, porque se trata de saber y no de ser, el desarraigo resulta aún más patético, aún más culpable, aún más mediocre.

Claro que sé la respuesta. Tan claro como es mi convencimiento de que la respuesta es de dominio público, que está, más o menos profundamente enterrada, según criterios que nada tienen que ver con el mérito, en la mente de todos los que actualmente penamos en este extraño país que tiende a negarse a sí mismo. Que siente la necesidad, permite y jalea, cualquier negación de su identidad histórica.

Como es patético observar el desarraigo de los que pretenden hacer brotar de tal actitud una nueva idea universalista, pretendidamente universalista, que parte de un mosaico de actitudes que son incapaces de compartir espacio, que no tienen en común otra idea que no sea una negativa a lo existente, a lo existido.

¿Le podríamos llamar, en una pingareta léxica, nacional-universalismo? Porque al parecer la contradicción semántica de los términos, su perversión, su vaciado significativo, no está entre los obstáculos de los promotores y está clara su advocación nacionalista (nacional-aislacionista), y su predicamento, de predicar, que no de dar trigo, universalista.

¿Se puede construir una nueva identidad renunciando a todo lo anterior? ¿Por qué? Por supuesto que se puede, siempre y cuando no se contemple otro fin que el ensalzamiento de los promotores y no se pretenda otro horizonte de supervivencia que el tiempo en que estos puedan medrar.

 No puede haber nada que privado de sus raíces resista al tiempo, ya que no podrá crear una huella que impregne la memoria colectiva, no podrá generar un impulso que perviva más allá del impulso inicial, ni puede basar su continuidad en ninguna tradición compartida, y, sabiendo de antemano que su mediocridad no acepta la palabra tradición como sinónimo de conducta ajena a sus pretendidos valores, aclararé que uso el vocablo tradición como costumbre secular, colectiva, cuya evolución se acompasa a la evolución de los valores despojados de las modas pasajeras. O, en otras palabras, poso histórico.

Por no hablar de que tal actitud  concita múltiples movimientos, contrarios unos, escépticos otros, racionales los más,  que suelen ser de mayor representatividad que el de los promotores del desarraigo.

Respecto al por qué, se me ocurren dos respuestas. La primera porque su soberbia solo entiende del presente porque ellos son presente, y su ausencia, en el pasado y en el futuro, hace que ese pasado ajeno les resulte molesto, prescindible, inadecuado, y no les interese el futuro salvo para ser invocado como justificación de sus actitudes.  Todo parte, así visto, de una enfermiza necesidad de sentirse protagonistas de la historia, de que el mundo reconozca su pretendida brillantez, de vivir en el mundo que quieren construir(se), y apartan a manotazos, a manotazos ideológicos, a manotazos sin sentido, a manotazos de ignorancia, todo aquello que pueda apuntar a diferente, disidente o polémico. Tengo un segundo argumento, un segundo por qué, aunque no tengo claro que no sea el mismo que el primero, porque su mediocridad intelectual, ética y social les impide aceptar nada que no esté contenido en su endogamia, que esté más allá del perímetro de su ombligo.

Pero todo lo que es arriba es abajo, tal como decían los principios alquímicos, y por tanto esa misma actitud que mantienen a nivel nación, estado, país,  esa misma intransigencia mediocre, de valores axiomáticos, y por tanto no discutibles, de verdades absolutas, de intransigencias inamovibles, la llevan a su día a día, a su entorno, convirtiendo la convivencia en un irrespirable ambiente de absolutismos sin salida, de debates sin contrapunto, de fundamentos irrebatibles que no conducen a otra cosa que una versión contraria del inmovilismo que se supone que pretendían combatir.

No, por mucho que una parte de la sociedad esté decidida a comprar la idea, a apoyarla, a darle su respaldo, mi percepción me dice que ese desarraigo no es más que la búsqueda inmovilista del progreso, de un progresismo inmóvil, de postureo, ajeno a las realidades de una sociedad necesitada de soluciones reales. Ni aunque fueran mayoría, ni aunque fueran abrumadora mayoría, yo dejaría de pensar en dos frases rotundas.

“Cien mil millones de moscas no pueden equivocarse, coma mierda” decía una frase mítica del mayo del 68. Ni aunque lleguen a ser una abrumadora mayoría.

“Como no vamos a ser inmovilistas si ya hemos llegado”. Blas Piñar. Leído en un muro de la biblioteca del campamento militar situado en El Ferral del Bernesga, CIR 12. Creo que es una de las frases más brillantes, más esclarecedoras, que he encontrado en mi vida y que resume en unas pocas palabras la soberbia del que se cree en posesión de la verdad, de la razón más allá de las razones.

No. Aunque me llamen vetusto, viejo o desnortado, (o facha), yo seguiré mirando a mis raíces. Sin juzgarlas, porque ese juicio habría de celebrarse en el momento de los hechos, sin negarlas, porque aunque lo haga habrán sucedido, sin añorarlas, porque los tiempos y los valores han cambiado. Simplemente aceptándolas y sabiendo que en algunos de esos hechos, conocidos unos, desconocidos la mayoría, había algún antepasado que formaba parte del suceso, equivocado o no, con una actitud compartible, o no, paro sin duda allí estaban mis raíces, y conocerlas, y asumirlas, me ayuda a conocerme y a superarlos. Y a esperar un futuro con otros errores, porque los ya cometidos han sido superados.