domingo, 31 de enero de 2021
El populismo
Igualdad o equidad
miércoles, 27 de enero de 2021
Se va el caimán
“Se va el caimán, se va el caimán, se va para Barranquilla”. José María Peñaranda
Esta evocadora canción, sobre
todo para los que tenemos ya una considerable cantidad de años, nos recuerda
tiempos mozos, recuerdo ligado a la, a veces risible, a veces terrible, censura
franquista. Fue esta “institución” la que llegó a poner en su lista de
canciones prohibidas esta pegadiza canción, en la rocambolesca interpretación
de que el caimán era el mismísimo Generalísimo, y el hecho de que se fuera a
algún lado era por una victoria de la resistencia. De aquella resistencia,
mayor de lo que el régimen llegaría nunca a admitir, y mucho menor de lo que muchos,
demasiados, reclamaron muerto el
dictador, que aprovechó la ocurrencia de la censura para darle la razón, y
convertirla en himno jocoso de una oposición más estética que beligerante.
Hoy, la canción ha vuelto a mi
mente en sus connotaciones políticas. Hoy, me he encontrado tarareando,
parafraseando, el estribillo de marras y poniéndolo de plena actualidad: “Se va
el caimán, se va el caimán, se va para Cataluña”. ¿Sabéis esa musiquilla
pegadiza, machacona, que se pone en vuestra cabeza un día y a pesar del
hartazgo no puedes parar de repetir una y otra vez? Pues eso, se va el caimán,
se va para Barcelona. Y tanta paz lleve como inutilidad y sectarismo deja.
Seguramente se va el peor ministro
de Sanidad desde que existe tal cargo. Su incompetencia, su fidelidad al
partido, y no a las obligaciones de su cargo, su incapacidad para crear un equipo
que se enfrentara a la peor crisis sanitaria que haya vivido el mundo, su
incapacidad para gestionar recursos, infraestructuras, planes de choque, contra
la pandemia, su inutilidad en la imprescindible comunicación veraz, contrastable,
de los datos, recursos y medidas adoptadas, su absoluta subordinación, entrega,
a las consignas de sus superiores políticos, han hecho de Salvador Illa, Doctor
en filosofía, Inútil en sanidad, a un personaje que seguramente dejará huella en
la historia como uno de los más nefastos gestores que haya padecido el pueblo
español, incluida la parte del pueblo español que no acepta serlo y a los que
se ha ofrecido el señor Illa para alegrarles la vida.
Estoy seguro, y dios quiera premiar
mi seguridad con la certeza, que Salvador Illa es eso que llamamos un buen
hombre. Una persona que impregna su entorno de bonhomía. ¡Faltaría más! Pero dios
no lo había llamado por el camino de la responsabilidad. Dios no, pero si Pedro
Sánchez que lo metió en el gobierno cumpliendo sus cupo catalanista, en un
lugar que, a priori, no tenía mayor relevancia, ni complicación.
Pero el presidente del gobierno
propone y la vida dispone, y la vida dispuso que ese puesto sin relevancia, sin
brillo, sin unos requerimientos especiales, por mor de un invisible bichito, se
convirtiera en el ministerio de mayor impacto mediático del gobierno, que
Marlasca me perdone.
Así que de la noche a la mañana,
sin comerlo ni beberlo, ni su escatológica continuación, aquel señor gris, con
traje a juego con la personalidad, con aires de universitario de los formales,
primera fila, apuntes rigurosos y alumno aventajado sin ideas propias, de
filósofo amanuense, con peinado anodino, a juego con su verbo, se convirtió en
la estrella de los informativos, de los periódicos, de las reuniones
internacionales. Y no estaba preparado para ello, su única preparación
sanitaria era la de cobrar su sueldo de ministro, dejar hacer al inexistente
comité de expertos que tenían que acometer la parte técnica y, como mucho, dar
la cara de vez en cuando para repetir, como responsable, como loro responsable,
lo que le hubieran dicho que tenía que decir. Y si así era en un principio, así
ha seguido siendo hasta el final.
Hasta este final en que se va el
caimán, se va el caimán, se presenta a candidato. Dicen que los catalanes están
entusiasmados con su presencia. Que su arrebatadora presencia de noi de la
burguesía más pro sistema, va a dar un vuelco a las encuestas electorales. No sé,
es verdad que no puedo presumir de entender a los catalanes, posiblemente me
falte soberbia nacionalista, me falte superior visión periférica de lo ajeno, pero
me resulta incomprensible que una personalidad gris, un gestor manifiestamente
incapaz, un funcionario de “adjunto remito”, pueda crear ningún tipo de
expectativa en nadie.
Seguramente me equivoco, y no soy
capaz de apreciar los ocultos valores de alguien de quien ningún hado ha
logrado revelarme sus capacidades, que no dudo que las tenga, pero que me
parece evidente que no son públicas.
En esta caso, sea para Barcelona,
sea para Barranquilla, o simplemente para su casa, lo que me congratula es que
se va el caimán, y que su falta de personalidad se va con él. Esperemos no
añorarlo en ningún momento, y que el siguiente, la siguiente, no lo haga bueno.
sábado, 23 de enero de 2021
La felicidad
"Si puedes soñar sin que los sueños te dominen;
Si puedes pensar y no hacer de
tus pensamientos tu único objetivo;
Si puedes encontrarte con el
triunfo y el fracaso,
y tratar a esos dos impostores de
la misma manera.
Si puedes soportar oír la verdad
que has dicho,
tergiversada por villanos para
engañar a los necios.
O ver cómo se destruye todo
aquello por lo que has dado la vida,
y remangarte para reconstruirlo
con herramientas desgastadas.”
Rudyard Kipling
El otro día, charlando, me
contabas de la inmensa necesidad que sentías de sentirte feliz, dando por
sentado que no lo eras. No seré yo quién te discuta tu derecho a serlo, ni
siquiera seré yo quien ponga en cuestión tu infelicidad, pero sí que voy a ser
yo quien te anticipe que la felicidad es uno de los estados imperfectos del
hombre.
Tal vez esta afirmación te pille
por sorpresa, tal vez, pero tengo la intención de explicarme.
Todos, absolutamente, todos,
ponemos como condición para ser felices una serie de logros, una relación de
frustraciones que, al menos aparentemente, impiden esa felicidad ansiada, pero,
si lo pensamos con un poco de detenimiento, comprobaríamos que una vez
alcanzados esos logros, otros, que en este momento ni nos planteamos, vendrían
a sustituir a los actuales en la construcción de esa infelicidad indeseada.
La felicidad no existe. La
felicidad es un estado transitorio, inestable, que gratifica un logro, que
permite disfrutar intensamente de una serie de circunstancias que nos son
favorables, pero que no pueden permanecer indefinidamente. La felicidad, tal
como la buscamos, es un mito literario que no se puede dar en la vida real.
“Vivieron felices y comieron
perdices”, dicen muchos cuentos en uno de esos latiguillos con los que solemos
rematarlos. No me lo creo. ¿Significa eso que ni Blancanieves, ni la Cenicienta,
ni la Bella Durmiente, tuvieron en el resto de sus vidas ni un solo
contratiempo? ¿Ni una discusión con el Príncipe? No me lo creo, que no.
Si hablamos de la felicidad en el
amor, que suele ser la primera que se nos viene a la cabeza, solemos cometer el error de pensar en una
felicidad compartida con nuestra pareja ideal, lo que nos lleva a dos
posibilidades, cada una de las cuales es más aberrante que la otra. La primera
es pretender que aquella persona con la que intentamos compartir esa felicidad
sea como la de nuestro ideal, lo que nos lleva a ser infelices en nuestra
búsqueda y, más que o, a hacer infeliz a la otra persona cargándola con la
responsabilidad de nuestra infelicidad, mediante el permanente intento de
lograr que sea lo que no es. La otra desafortunada opción es una búsqueda
permanente, desasosegante, de la pareja perfecta que la convivencia frustra de
manera contumaz. Porque si hay una fuerza que rompe sueños de una forma
demoledora, esa es la rutina, los hábitos convivenciales que erosionan y dejan
al aire los alambres de acomodo, resignación, acatamiento de reglas
sociales y sometimiento que en muchos
casos traman hogares en los que la felicidad es un mito.
Podríamos hablar de otras
felicidades, en nuestras aficiones, en nuestro trabajo, en nuestra vida social,
pero seguramente hablaremos de felicidades sinónimas, seguramente hablamos de
satisfacción, de éxito, de riqueza, de aceptación.
Así que convengamos que cuando
hablamos de felicidad debemos hablar de, al menos, tres felicidades diferentes,
que vamos barajando según nuestra insatisfacción, o satisfacción, del momento.
La primera, la más evidente, es
la felicidad como ideal, como búsqueda permanente de un objetivo que nos hace
superar el día a día, que nos hace intentar superarnos para arrastrar a nuestro
entorno hacia ese estado de superior satisfacción. Sin duda, y asumido que es
inalcanzable, es un motor irremplazable para lograr una vida en positivo.
La segunda, las más real, la más
accesible, es la felicidad del momento. Es esa felicidad de corto recorrido que
se mueve en el entorno de un instante vital especialmente satisfactorio. Es la
felicidad del beso correspondido, del objetivo logrado, del premio obtenido, de
la percepción de las cosas bien hechas, de la autocomplacencia justificada. Es una
sensación cálida, de plenitud, satisfactoria y efímera. ¿Cómo podríamos ser
felices si no fuéramos, antes y después, infelices, o, desdramatizando, no
felices?
La tercera, esa que perseguimos
como pollos sin cabeza, esa que en muchas ocasiones nos provoca la infelicidad,
es la felicidad vital. Es la búsqueda de un estado permanente de satisfacción,
es la negativa misma de la posibilidad de ser feliz. Nadie puede ser feliz
permanentemente, porque entonces no existe la felicidad. La única, la más
plausible felicidad, el más accesible sentimiento de satisfacción, no puede ser
otro que la aceptación, la valoración, de lo que tienes, de lo que eres, de lo
que te rodea. El disfrute a tumba abierta, sin restricciones, sin recelos, de
tu propia vida.
Si, ya sé, habrá quién considere
que yo hablo de una felicidad que en realidad se llama conformismo. Bueno,
quién piense en esto o no ha entendido nada, o es muy desgraciado. La única felicidad
vital a la que podemos aspirar es la aceptación del pasado, el disfrute del
presente y una expectativa ilusionada del futuro. En otras palabras, y como
apunta Kipling, el logro de aceptarse a uno mismo, y al propio entorno, sin
caer en el engaño.
En el monte las sardinas
Cuando los hombres afrontan un peligro colectivo, una catástrofe de cualquier tipo, la forma más evidente de hacerle frente es formando un grupo fuerte y solidario, un grupo que unido sea más fuerte que el peligro que los acecha, y si no es así, si esa unidad, solidaridad, frente al enemigo común se quiebra, es muy posible que el fracaso sea inevitable. Da lo mismo que tipo de enemigo tengamos enfrente, sea económico, bélico o médico, si no hay un frente común las posibilidades de victoria son remotas.
Parece que en esta pandemia esa premisa se ha ignorado.
Desde el gobierno, desde la oposición, desde los medios de comunicación, desde
el estamento médico, la utilización ventajista de las consecuencias de la
enfermedad, la información sesgada, poco veraz, terrorista en su presentación,
el protagonismo inadecuado de ciertos sectores, y el palmario enfrentamiento
por réditos políticos de los gestores, ha llevado al descredito de los
administradores, al hartazgo hacia los informadores y a cierto recelo por los
excesos de protagonismo, e intento de tutela, por parte de ciertos sectores
médicos.
Son tantas las mentiras, la mayoría tan evidentes, que
recibimos, que empieza a haber un hartazgo, un conato de rebelión, incluso
entre los más solidarios. Se miente en las medidas a adoptar para evitar el
contagio. Se miente en la forma de presentar la información, y se miente en las
estadísticas con las que se pretende refrendar todo lo anterior. Y algunas de
estas mentiras son tan evidentes, tan poco consistentes, que hasta produce un
poco de rubor ver con qué desesperación se acogen por parte de aquellos que
viven en el terror más absoluto, incluso de aquellos que visten su terror de conciencia
solidaria.
La estrategia del terror, la estrategia de los
administradores de desviar la responsabilidad hacia los administrados mientras
ellos se convierten en meros observadores cuya única responsabilidad es
denunciar la falta de criterio de las víctimas; la permanente amenaza, el
permanente acoso a sectores económicos sin recursos para defenderse; la
permanente criminalización de la población, está causando tanto daño, moral,
vital y económico, como el propio virus.
Para evitar que alguien se llame a engaño, y me llame
negacionista antes siquiera de que empiece a explicarme –negacionista es a
pandemia lo que facha es a política, una forma de descalificar sin argumentar-,
permítaseme aclarar algunas verdades de esta historia: estamos en una pandemia
producida por un virus, posiblemente de origen militar, artificial, que se
expande de forma imparable, bastante desconocida, y que tiene una velocidad de
contagio alta y produce una mortalidad inaceptable. Y eso es tan cierto como
que hay que protegerse eficazmente y todavía no tenemos claro cómo, ni siquiera
los médicos, y que, si las medidas
dictadas fueran realmente eficaces, menos estéticas, la situación estaría más controlada
de lo que está.
Dicho lo cual, yo centraría las mentiras, o las medias
verdades, o las presentaciones engañosas de la verdad, en tres aspectos básicos
de la información: el contagio, la vacuna y las estadísticas.
A día de hoy, se sigue ignorando más de lo que se conoce
sobre el virus y su forma transmitirse. Está claro que el contagio se produce,
casi al cien por cien, en interiores y mediante aerosoles, pero ni siempre es
así, ni se conocen otras formas de contagio y vías de entrada que no sean los
aerosoles y, muy remotamente, el contacto, aunque se tiene constancia de que
deben de existir. Lo que se conoce hace que las mascarillas en zonas abiertas,
sin una persistencia de interacción entre transmisor y receptor, sin una
proximidad prolongada, sean absolutamente inútiles, una forma de demostrar que
algo hacemos aunque no sirva para nada. Todos los estudios explican que hace
falta una carga vírica que en interiores se produce al cabo de algunos minutos,
y siempre que haya aerosoles producidos por cualquier tipo de actividad
respiratoria que exhale partículas que trasporten al virus. La tos, produce
aerosoles, fumar, produce aerosoles, el jadeo por actividad física intensa,
produce aerosoles, la dificultad respiratoria, produce aerosoles. ¿Qué pintamos
solos por la calle con mascarilla? Justificar que los administradores se
preocupan por nosotros. La mascarilla en espacios abiertos y en movimiento solo
tiene sentido si nos paramos a hablar con alguien. ¿Son los besos y los abrazos
contagiosos? Parece ser que tampoco, aunque dependerá de la intensidad y la
duración para que ese peligro pueda existir, pero no olvidemos que cada vez se
conocen más casos de personas convivientes, íntimamente convivientes, que
habiendo resultado uno infectado el otro no se ha contagiado. ¿Cuánto tardará
la inmensa mayor parte de la población en entender que si se toman medidas y
esas medidas no funcionan, persistir en ellas es inútil? La desmoralización va
cundiendo, y la sensación de que no nos podemos pasar la vida confinados,
enmascarados, huyendo de nuestros semejantes, porque somos entes sociales, se
va haciendo más evidente.
Es evidente, basta con leer con atención cualquier informe,
escuchar cualquier informativo, para ver claramente que la mejor solución para
combatir la pandemia es aumentar las infraestructuras, mejorar los
equipamientos y ampliar los recursos humanos destinados a la investigación,
prevención y atención de los que desarrollan la enfermedad. Pero justo eso es
lo que no se hace, justo eso, que es lo que es responsabilidad de los
administradores, ni se discute. Es más, todas las infraestructuras montadas
durante el primer ataque del virus, me niego a llamarle ola, se desmontaron
apostando toda la acción a las medidas coercitivas contra los ciudadanos y a la
esperanza de una vacuna sobre la que, aún a día de hoy, hay más expectativas que
certezas.
Y con ello entramos en el terreno de la vacuna. ¿Por qué una
vacuna, diez? ¿Por qué no un tratamiento eficaz? ¿De dónde salió la certeza de
conseguir una vacuna contra este virus, cuando hay todavía virus anteriores,
como el del SIDA, contra los que no se ha conseguido ni una? ¿Por qué ese
empeño en glosar el avance científico que permite probar vacunas en tiempos
record? ¿Es un problema de records? Los plazos marcados hasta ahora ¿lo eran
por metodología científica o, tal como yo tenía entendido, para dar tiempo a la
aparición y estudio de efectos secundarios? Y si es como yo pensaba ¿Cuánto tiempo
tendrán que esperar los vacunados para tener la certeza de que no sufrirán
efectos indeseados? Pues eso, respecto a la vacuna hay muchas preguntas, muchas
más que las básicas e ignorantes aquí apuntadas, pero son muy pocas, tentado
estoy de decir ninguna, las certezas. La única certeza que parecía haber al
respecto, la fabricación y suministro del específico, parece encontrar
dificultades inesperadas.
Y respecto a la estadística, no hay que hablar de mentiras. La
estadística es lo suficientemente flexible, lo suficientemente manejable para
poder presentar unos datos a gusto del presentador sin que ninguno de ellos sea
falso. Basta con aplicar una base referencial que desvirtúe los resultados para
que el aparente rigor científico del informe apunte a lo que desea el
informador. Llevo desde marzo comentando el uso perverso de la estadística para
presentar como catastróficos unos datos que seguramente lo son, pero que se
presentan de la forma más impactante y menos informativa posible.
Durante nuestro primer confinamiento, el declarado, el
largo, solo se hablaba de muertos, sin otro sistema referencial que los muertos
ajenos en una especie de carrera a ver quién conseguía menos muertos, o más,
que era lo conveniente una vez que la responsabilidad era de los ciudadanos y
no de los gobernantes inoperantes. Nadie nos hablaba de los muertos por cada
cien mil habitantes, del porcentaje de muertos respecto a contagiados, de
incremento de mortalidad respecto a la mortalidad de años anteriores, sistemas
todos ellos que hubieran sido adecuados.
Después del verano empezamos a hablar de contagiados, una vez más en datos
absolutos, sin base referencial que permitiera adivinar el significado real de
la cifra. Y ahora son los contagios medios semanales por cada cien mil
habitantes. Esto es, sumamos los contagiados los dividimos por siete y los
aplicamos contra cien mil. Pero ¿hablamos de contagiados, o hablamos de
contagios detectados? ¿No tendríamos que hablar de pruebas realizadas por cada
cien mil habitantes? ¿No tendríamos que hablar de porcentaje de positivos sobre
los analizados? ¿No tendríamos que proyectar esos resultados, ese porcentaje,
sobre la totalidad de la población, para saber cuál es la situación real?
Pongamos tres ejemplos que ilustren lo que comento:
1.
En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no me
acuerdo pero tendría veinte mil habitantes, se hacen cien pruebas y resultan
cincuenta positivos. La estadística tal como se está usando nos dirá que hay doscientos
cincuenta positivos por cada cien mil habitantes ¿?. La estadística correctamente
utilizada, nos diría que la población infectada podría ser del 50%.
2.
En otro lugar, no necesariamente de La Mancha,
que tiene cien mil habitantes se hacen cien pruebas y resultan 98 positivos. La
extraña estadística que día a día nos presentan, diría que hay 98 positivos por
cada cien mil habitantes ¿?. El correcto uso de la estadística nos daría el escalofriante
dato de que el 98% de la población puede estar contagiado.
3.
En esta última población se producen unas
elecciones y el nuevo gestor decide volver a hacer la prueba masivamente, a los
cien mil habitantes, y, por esas casualidades de la vida, vuelve a haber 98
positivos. La estadística que todos los
días nos proporcionan diría que sigue habiendo 98 positivos por cada cien mil
habitantes ¿?, pero la estadística correctamente aplicada nos diría que solo
hay un 0,098% de habitantes contagiados. Nada que ver con el escalofriante dato
del ejemplo anterior.
Mentir es una facilidad del poder, y parece ser que una
tentación irresistible en su ejercicio, pero para combatir esta pandemia, de
forma solidaria y responsable, co-responsable, lo primero que necesitamos son
verdades y certezas, y no una creciente desconfianza hacia los encargados de gestionar
nuestras haciendas y nuestros recursos, y por extensión nuestras vidas. Nuestras,
que no suyas. Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas, y en
nuestro día a día con la pandemia, hay menos certezas contrastables que dudas razonables.
lunes, 11 de enero de 2021
El discurso perverso y el concepto pervertido
Los recientes, actuales, sucesos en Washington han encendido los medios de comunicación, siempre tan pulcros y alineados, y las redes sociales, siempre prestas al insulto y la descalificación como único argumento válido. Donald Trump es un loco. Seguramente, pero en todo caso es un loco con varios millones de votantes y un poder de convocatoria que no tienen la mayoría de los que lo critican. Donald Trump es un fascista, descalificación, o calificación, que de tanto usarse ya no significa nada. Lo que sí es, es un supremacista, un tipo de valores sociales dañinos y que puede tener lugares comunes con el fascismo. Donald Trump es un populista, claro, y Maduro, y Morales, y Bolsonaro, y Boris Jhonson, pero todos ellos están en este momento al frente de los gobiernos de sus países. Esos y muchos más, tal vez más discretos pero no menos dañinos.
Pero Donald Trump no es el mal, es el síntoma. El populismo, que comparte con otros muchos líderes mundiales, no es el mal, es el síntoma. La enfermedad, el mal que asola un mundo que se cree libre, que se cree modélico, es el retorcimiento de los valores. La enfermedad es la práctica, en todo el mundo, del discurso perverso para lograr la perversión de los valores. La enfermedad es la degradación de las ideologías manejadas por líderes cada vez más mediocres, cada vez más entrampados con un populismo perverso, cada vez más alejados de la gente a la que dicen querer representar. Desde sus atalayas parlamentarias, gubernamentales, asamblearias, pretenden hablar en nombre de un pueblo, de una ciudadanía, de un colectivo humano, que está muy lejos de sentirse representado por ellos.
Hace ya muchos años, desde que se instauró en la antigua Grecia, que el concepto de democracia ha sido pervertido por intereses y valores que nada tienen que ver con ella, que la democracia parece ser un sistema en el que se invita a votar con el único objetivo de arrogarse una representatividad que, ni por número de votos obtenidos, ni por complejas operaciones matemáticas que otorgan mayorías, ni por perversiones territoriales de la representatividad, pueden reclamar legítimamente los pretendidos electos. Ninguno.
Y cuando la mayoría de esos ciudadanos de a pie, sin ideología reconocida, sin carnet de partido o sindicato, sin el odio necesario para afiliarse a ningún partido o movimiento afín a las ideologías, se siente ninguneado desde el gobierno, se siente aludido cuando desde un escaño, y en su nombre, se invocan y promueven valores contrarios a los que sustenta, se siente humillado cuando al intentar mostrar una discrepancia se le insulta, se le ningunea, se le muestra odio, cuando desde las estructuras de poder pretenden arrogarse una verdad no compartida, en su nombre y con su voto, cuando se siente acorralado, amordazado, regañado, desde unos medios de opinión que comparten las consignas del poder o del contrapoder, es entonces cuando el populismo se hace fuerte, es entonces cuando el ciudadano, pervertida su percepción de la realidad por los perversos discursos de líderes de cartón y con hilos, es capaz de votar, por desesperación, por hartazgo, por pura frustración, contra lo que, en condiciones normales, serían sus valores de referencia, es capaz de votar opciones populistas con las que no comparte más que el enunciado de los problemas. Es capaz de creer que la verdad está en Trump, en Maduro, en Abascal o en Iglesias, aunque solo sea porque dicen lo que quiere oír, lo que ansía oír, sin importarle un ardite las consecuencias de su acto. Y eso es, al fin y a la postre, el populismo, la capacidad de decir lo que la gente quiere oír sin que importe lo más mínimo si lo que se dice, si lo que se pretende decir, lo que se quiere hacer para ponerlo en práctica, es viable, es ético, es beneficioso.
Y, sin necesidad de escarbar, sin necesidad de pararse a investigar, si hacemos una breve enumeración de los valores pervertidos por discursos engañosos, interesados, perversos, podremos comprobar que todos los conceptos enumerados son valores imprescindibles para lograr un mundo más humanamente aceptable: La democracia, la igualdad, la libertad, la justicia, la equidad, la fraternidad y, en definitiva, la convivencia.
Es una vieja táctica del poder por el poder, enfrentar para evitar tener que dar explicaciones, que permitir derechos, que ser puesto en cuestión. El poder absoluto, alternativo pero absoluto, de las ideologías al que llevamos ya décadas sometidos, no es muy diferente del poder absoluto, omnímodo, voraz, de las tiranías de cualquier tiempo. Eso, sí, con votaciones, con alternativas, perfectamente medidas y previsibles, y con la solución de los populismos para que nos dé mucho miedo elegir. Permitir, de vez en cuando, en realidad, promocionar, un Trump, un Abascal, un Bolsonaro, un Putin, un Iglesias, un Maduro, o un Morales, permite mostrarle al mundo lo peligroso que es salirse de lo políticamente correcto, aunque, en realidad, ellos sean una consecuencia de lo políticamente correcto.
Y para ello, y por ello, el discurso perverso, el concepto pervertido, son las grandes armas del poder. Las palabras vacías, los valores vaciados, retorcidos, irreconocibles, con los que nos van adoctrinando día a día, sin descanso, desde los gobiernos, desde los medios de comunicación, desde las redes sociales, desde nuestra falta de compromiso con nosotros mismos.
El desarraigo
Me comentabas sobre el desarraigo, sobre esa actitud tan española que, aunque no es ajena a otros lugares, a otros pueblos, entre el nuestro alcanza cotas de éxtasis y perfección.
Me pregunto a veces, con esa
suerte de preguntas que nacen al albur de una respuesta conocida, si una de las
características primordiales de la mediocridad presente es la necesidad
patológica de ningunear, cuando no de enfangar, cualquier brillo que provenga
del pasado.
Enfangar cualquier brillo que
pueda entrar en contradicción con un criterio único, inamovible, de valores,
mediante la aplicación de criterios que ellos mismos determinan, ajenos a la
época en la que los aplican y que permiten convertir en un error, o en un
horror, cualquier suceso sacado de contexto.
Y no se trata de defender las
actuaciones históricas más problemáticas, más enfrentadas al sistema actual de
valores, que no era el de entonces. No se trata de hacer héroes patrios, no se
trata de nombrar prohombres o buscar virtudes heroicas, con las que ensalzar una
patria de valores añejos, inapropiados para los tiempos que corren. Ni de todo
lo contrario. Se trata de saber quiénes somos y cómo hemos llegado a serlo. Y
es precisamente por eso, porque se trata de saber y no de ser, el desarraigo
resulta aún más patético, aún más culpable, aún más mediocre.
Claro que sé la respuesta. Tan
claro como es mi convencimiento de que la respuesta es de dominio público, que
está, más o menos profundamente enterrada, según criterios que nada tienen que
ver con el mérito, en la mente de todos los que actualmente penamos en este
extraño país que tiende a negarse a sí mismo. Que siente la necesidad, permite
y jalea, cualquier negación de su identidad histórica.
Como es patético observar el
desarraigo de los que pretenden hacer brotar de tal actitud una nueva idea
universalista, pretendidamente universalista, que parte de un mosaico de
actitudes que son incapaces de compartir espacio, que no tienen en común otra
idea que no sea una negativa a lo existente, a lo existido.
¿Le podríamos llamar, en una
pingareta léxica, nacional-universalismo? Porque al parecer la contradicción
semántica de los términos, su perversión, su vaciado significativo, no está
entre los obstáculos de los promotores y está clara su advocación nacionalista
(nacional-aislacionista), y su predicamento, de predicar, que no de dar trigo,
universalista.
¿Se puede construir una nueva
identidad renunciando a todo lo anterior? ¿Por qué? Por supuesto que se puede,
siempre y cuando no se contemple otro fin que el ensalzamiento de los
promotores y no se pretenda otro horizonte de supervivencia que el tiempo en
que estos puedan medrar.
No puede haber nada que privado de sus raíces
resista al tiempo, ya que no podrá crear una huella que impregne la memoria
colectiva, no podrá generar un impulso que perviva más allá del impulso
inicial, ni puede basar su continuidad en ninguna tradición compartida, y,
sabiendo de antemano que su mediocridad no acepta la palabra tradición como
sinónimo de conducta ajena a sus pretendidos valores, aclararé que uso el
vocablo tradición como costumbre secular, colectiva, cuya evolución se acompasa
a la evolución de los valores despojados de las modas pasajeras. O, en otras
palabras, poso histórico.
Por no hablar de que tal
actitud concita múltiples movimientos,
contrarios unos, escépticos otros, racionales los más, que suelen ser de mayor representatividad que el
de los promotores del desarraigo.
Respecto al por qué, se me
ocurren dos respuestas. La primera porque su soberbia solo entiende del presente
porque ellos son presente, y su ausencia, en el pasado y en el futuro, hace que
ese pasado ajeno les resulte molesto, prescindible, inadecuado, y no les
interese el futuro salvo para ser invocado como justificación de sus actitudes.
Todo parte, así visto, de una enfermiza
necesidad de sentirse protagonistas de la historia, de que el mundo reconozca
su pretendida brillantez, de vivir en el mundo que quieren construir(se), y
apartan a manotazos, a manotazos ideológicos, a manotazos sin sentido, a
manotazos de ignorancia, todo aquello que pueda apuntar a diferente, disidente
o polémico. Tengo un segundo argumento, un segundo por qué, aunque no tengo
claro que no sea el mismo que el primero, porque su mediocridad intelectual,
ética y social les impide aceptar nada que no esté contenido en su endogamia,
que esté más allá del perímetro de su ombligo.
Pero todo lo que es arriba es
abajo, tal como decían los principios alquímicos, y por tanto esa misma actitud
que mantienen a nivel nación, estado, país,
esa misma intransigencia mediocre, de valores axiomáticos, y por tanto
no discutibles, de verdades absolutas, de intransigencias inamovibles, la
llevan a su día a día, a su entorno, convirtiendo la convivencia en un
irrespirable ambiente de absolutismos sin salida, de debates sin contrapunto,
de fundamentos irrebatibles que no conducen a otra cosa que una versión
contraria del inmovilismo que se supone que pretendían combatir.
No, por mucho que una parte de la
sociedad esté decidida a comprar la idea, a apoyarla, a darle su respaldo, mi
percepción me dice que ese desarraigo no es más que la búsqueda inmovilista del
progreso, de un progresismo inmóvil, de postureo, ajeno a las realidades de una
sociedad necesitada de soluciones reales. Ni aunque fueran mayoría, ni aunque
fueran abrumadora mayoría, yo dejaría de pensar en dos frases rotundas.
“Cien mil millones de moscas no pueden equivocarse, coma mierda”
decía una frase mítica del mayo del 68. Ni aunque lleguen a ser una abrumadora
mayoría.
“Como no vamos a ser inmovilistas si ya hemos llegado”. Blas Piñar.
Leído en un muro de la biblioteca del campamento militar situado en El Ferral
del Bernesga, CIR 12. Creo que es una de las frases más brillantes, más
esclarecedoras, que he encontrado en mi vida y que resume en unas pocas
palabras la soberbia del que se cree en posesión de la verdad, de la razón más
allá de las razones.
No. Aunque me llamen vetusto,
viejo o desnortado, (o facha), yo seguiré mirando a mis raíces. Sin juzgarlas,
porque ese juicio habría de celebrarse en el momento de los hechos, sin negarlas,
porque aunque lo haga habrán sucedido, sin añorarlas, porque los tiempos y los
valores han cambiado. Simplemente aceptándolas y sabiendo que en algunos de
esos hechos, conocidos unos, desconocidos la mayoría, había algún antepasado
que formaba parte del suceso, equivocado o no, con una actitud compartible, o
no, paro sin duda allí estaban mis raíces, y conocerlas, y asumirlas, me ayuda
a conocerme y a superarlos. Y a esperar un futuro con otros errores, porque los
ya cometidos han sido superados.