De alguna forma que no consigo
explicar, ni explicarme, sé que lo sabes. Es difícil entender como lo sé, es
complicado inferir que lo sabes, pero ciertos cambios en ti lo indican.
Mamá ha muerto, el otro día. En
trece días se nos fue sin darnos oportunidad a retenerla, a distraer a la
muerte que la había señalado. Y tú, tan ajeno a este mundo, tan aparentemente
desconectado, has querido mandarnos las señales para que supiéramos que desde
algún sitio, de alguna manera, sigues lo que sucede.
Es verdad que el otro día, cuando
te llevamos a tu biznieta para que la conocieras ni siquiera la miraste. Ni
siquiera pareciste consciente de que estaba a tu lado. Es verdad que en tu
permanente aislamiento actual no has preguntado por la ausencia de mamá, de “esa
señora", como la llamabas, ya hace tiempo, cuando aún te salían las palabras. Es
verdad que cuando te miramos y nos miras tus ojos no reflejan emoción,
reconocimiento, comunicación. Todo eso es verdad, papá, pero ahora, sin
embargo, suceden cosas que nos llevan a pensar que, a pesar de tu lejanía, queda
un hilo por el que accedes a los sucesos de este mundo tan apartado del tuyo.
No nos has preguntado por mamá,
no has verbalizado la pregunta, pero desde que ella se marchó, desde que salió
de casa para no volver, tu comportamiento cambió. Había una inquietud que no
habíamos notado antes. Parecía que notabas que te faltaba alguien, la usencia
de la voz que te reconvenía o te animaba a comer, o te hablaba aunque no
obtuviera respuesta, o se imaginaba tu respuesta para seguir la conversación. Y
expresabas ese cambio en el entorno con un cambio en tu comportamiento. Si, ya
sé, eso no significa que fueras consciente, claro, o sí, sabemos tan poco de la
mente.
Por supuesto, papá, que no te
llevamos a visitar a mamá en el hospital, ¡qué barbaridad¡ ¿Cómo íbamos a
llevarte? ¿Para qué? Pero ahí estás, desde dos días después de su muerte, en la
habitación enfrente de la que ella ocupó hasta dejarnos, que esta noche al
volver a tú habitación estuve a punto, lo que hace la costumbre, de meterme en
la que fue la suya, haciendo una suerte de visita forzada. Claro que no lo has
hecho a propósito ¿en qué cabeza cabe?, que no te has puesto enfermo para poder
visitar el sitio en el que mamá vivió sus últimos momentos, o si, sabemos tan
poco de nosotros mismos.
Claro, papá, claro, ya sé que en
tú proceso nada tiene que ver que vuestra compañía haya durado más de sesenta
años, que últimamente, un últimamente de más de veinte años, no os hayais
separado una distancia superior a cien metros. Que desde que ella tuvo la
lesión que le impedía andar con normalidad tú fueras ese bastón, ese sostén,
que ella requería para ir a cualquier lado. Es evidente que una cosa nada tiene
ver con la otra, o sí, porque si sabemos poco de la mente, nada sabemos del
alma, e incluso llegamos a negarla.
No sé por qué tengo la intuición
de que en ese mundo desconocido tuyo no rigen la distancia ni el tiempo, que la
leyes físicas no están en vigor y las limitaciones de los cuerpos que nos
transportan quedan obsoletas. Tal vez por eso mismo estoy convencido de que sabes
perfectamente, iba a decir que has escuchado pero sería inexacto, las palabras
que sobre mamá dije en el funeral en Orense.
Pero, a pesar de todo, papá, no
me resisto a adjuntarlas a esta carta. Ya sé que no me vas a decir que sí, ni
que no, que no te vas a dar por enterado de ninguna forma, pero permíteme que
esta tarde, mientras esté junto a tu cama, cuando me aprietes la mano,
interprete que te han gustado.
Tal vez en ese mundo intermedio, ajeno
aunque cercano, inaccesible para nosotros aunque insertado en el nuestro,
puedas tener algún acceso a los que se fueron, a mamá por ejemplo. Si es así dile
que la queremos y que ya la echamos de menos. Te pongo a continuación las
palabras de mamá. Un beso, papá, un beso, que no quiero que me quede ninguno
sin ofrecértelo.
Panegírico
“La muerte no importa.
Estoy simplemente en la
habitación contigua.
Yo soy yo, tú eres tú. Seguimos
siendo lo que éramos los unos por los otros.
Dadme el nombre que siempre me
disteis.
Hablad de mí como siempre lo
habéis hecho.
No empleéis un tono distinto o un
aire solemne o triste. Seguid riéndoos con lo que nos reíamos juntos.
Rezad, sonreíd, pensad en mí,
rezad por mí.
Que mi nombre sea pronunciado
como siempre lo fue, sin énfasis, sin sombra. La vida significa todo lo que siempre
ha significado.
Es lo que siempre ha sido.
El hilo no se rompe. ¿Por qué
estaría fuera de vuestros pensamientos, simplemente porque estoy fuera de
vuestra vista?
Os espero.
No estoy lejos, justo en el
camino contiguo.
Veis, todo está tranquilo”
Sirva este poema de Henri Scott
Holland, esta reflexión, para transmitiros lo más importante de mis palabras,
el inmenso agradecimiento por vuestra presencia, por vuestra compañía, por
vuestro consuelo. Tanto mi hermana como yo o el resto de la familia agradecemos
en el alma a los que aquí estáis, o a los que ya han estado durante este
proceso, vuestra cercanía.
Es habitual en estas ocasiones
hacer un panegírico de las grandes virtudes de la persona que se ha ido, pero
si yo hiciera eso el poema inicial no tendría sentido, ni ninguno de vosotros
que la conocíais y la compartisteis con nosotros la reconoceríais en ellas.
Mamá era una persona normal, una
persona más, llena de virtudes perfectamente equilibradas con un sinnúmero de
defectos que la hacían ser ella misma y ninguna otra. Pero si tuviera que
definirla con tres características estas serían: Generosa, divertida y dueña de
su realidad.
Muchos de vosotros, y muchos
otros que ya se fueron, han sabido de su generosidad, de su casa siempre
abierta, siempre llena de transeúntes, siempre presta a la acogida. De su
necesidad, que hacía virtud, de estar rodeada de gente que iba y venía. Parada
obligatoria de todo orensano que residiera en Madrid, que viajara hacia otro
punto de España o al extranjero. En casa siempre había una cama, un plato de
comida o un rato de charla esperando al que llamara a la puerta, y el timbre no
solía descansar.
Divertida. Con ese estilo tan
peculiar para contar las cosas, incluso
las dramáticas, de tal forma que provocaba la risa de los que la escuchábamos.
Era difícil compartir con ella un velatorio, una enfermedad, sin acabar
riéndose, incluso a veces inconvenientemente, a carcajadas. En eso salía a los
Ferreiro, a mi abuela Chelo, al tío Toñito. Hasta tal punto que sus últimas
palabras conscientes fueron para preguntar por su biznieta y después hacer un
chascarrillo último sobre su situación en ese momento. Ya no le oí más
palabras. Solo quedó el silencio de su respiración dificultosa, algún gesto de
asentimiento o denegación y finalmente nada.
Pero sobre todas sus
características la de la necesidad de controlarlo todo era quizás la más
fuerte, la más evidente. Lo controlaba, o pretendía, tanto todo que siempre
existían a su alrededor dos realidades, la suya, que predominaba, y la de todos
los demás. Cuando después de muchos años de cojera y dolores conseguimos
mediante engaños que un traumatólogo nos diera su veredicto solo sirvió para
que nosotros supiéramos que era lo que realmente le pasaba, que por supuesto no
coincidía con lo que ella estaba dispuesta a reconocer que le pasaba, y que
adquiriéramos la clara percepción de que los médicos poco saben de salud consueliana.
¿Sabrían los médicos? Cuando a consecuencia de ese diagnóstico el médico le
dijo que lo suyo era fácil de operar y ganaría considerablemente en movilidad
nos dijo: “Ya me lo dijo fulanito (siempre había un fulanito o fulanita que le
había dicho lo que le convenía oir), Chelo, tú cabeza o piernas, y yo he
elegido cabeza”
Estoy convencido de que mamá,
Chelo, Chelito o Cheliño para casi todos vosotros, Consuelo para el tío Julio y
para mí, tenía tal control sobre su situación que la muerte, para poder
llevársela, tuvo que acceder a sus condiciones y las tuvo que cumplir hasta el
final. Siempre dijo que ella no quería ir a ningún médico porque le iban a
descubrir cierta enfermedad y ella se negaba a tenerla. Y la muerte tuvo que
cumplirlo, murió sin que nadie le dijera que tenía esa enfermedad que delante
de ella no se podía ni nombrar. Siempre dijo que ella quería morir, sin saber
lo que tenía y sin sufrimiento. Y así murió, aferrada a su propia realidad y
plácidamente. Agarrada a mi mano, sin un gesto, sin un temblor, sin un suspiro.
Se apagó. Ambas cumplieron su parte, la muerte con su mejor cara y ella
dejándose ir en el momento en que se cumplieron las condiciones.
Echaremos mi hermana y yo, como
no, de menos sus manías, sus narraciones, sus regañinas que acababan
convirtiéndose en discusiones. Echaré de menos estar, de vez en cuando, unos
días sin hablarle, o su cocina, o su desesperante irrealidad. Echaremos todos de menos,
y os incluyo a todos vosotros, las charlas, su peculiar forma de ver las cosas,
su bienvenida siempre presta, su risa. Por eso estáis hoy aquí, a nuestro lado,
porque todos vosotros habéis sido parte de su vida, parte muy importante de su
vida, y, aunque a lo largo de todos estos años siempre hubo quién pretendiera
dañarla, siempre tuvo alrededor muchos más que consiguieron que se sintiera
querida. Vosotros. Todos vosotros
Gracias. Gracias por haber estado
con ella y gracias por estar hoy aquí. Nuestro recuerdo y cariño hará que siga
viva para todos.