viernes, 28 de febrero de 2020

La justicia popular


Esta es una reflexión incómoda, una reflexión nacida de un resquemor sordo y, posiblemente,  sin fundamento que proviene de la incapacidad de sumarme a una corriente mayoritaria, no porque la considere injusta, o incierta, o impropia, sino porque mi horror por los absolutos me hace salirme de la corriente de opinión única, inspirar fuertemente y reflexionar sobre la situación sin prejuicios, sin planteamientos ajenos, buscando las aristas inevitables con las que toda verdad sin oposición linda con las medias verdades, con las verdades particulares, con las verdades de sentido común, y, a veces, como no, con las mentiras interesadas.
Posiblemente el problema es que a veces no me creo ni a mí mismo, y los movimientos colectivos, sobre todo si son vindicativos, sin son mediáticos, con muchos huecos para ser vengativos, me producen un escepticismo urticante, una incomodidad sistemática que me hace buscar las inocencias del culpable.
No es que dude que haya culpables. No es que dude que los culpables han de ser denunciados y castigados, mi duda proviene del método, de la puesta en escena, de la desmedida ferocidad sin paliativos de un juzgado popular que solo admite la culpabilidad y el linchamiento como salida a la acusación. Y nadie, al menos hasta ahora, se ha preocupado de determinar cuál es la capacitación real de un juez anónimo, irresponsable, polimorfo, ni si su experiencia o sus creencias lo hacen recusable por tener un prejuicio que le impide ser justo. Y cuando el juez tiene miles de cabezas seguramente incurre en una clara orientación moral que lo hace recusable.
¿Para qué necesitamos una organización judicial si la justicia populista, asamblearia, ya se la procuran las víctimas y otras organizaciones de activismo de distinta índole? ¿Para qué necesitamos un derecho procesal si todo el juicio real se desarrolla en los medios de comunicación y en las redes sociales? ¿Para qué necesitamos una sentencia si esta ya está implícitamente contenida en la acusación? ¿Quién necesita de la presunción de inocencia si el mero hecho de invocarla ya presupone el linchamiento del invocador?
Tal vez por todo esto, tal vez por una constatación de un puritanismo victoriano en auge basado en activismos que me son ajenos, en estos casos, cada vez más frecuentes, cada vez más furibundos, tengo la sensación de estar asistiendo a sacrificios realizados a dioses paganos. Tengo la desasosegante sensación de que una parte de la sociedad ha erigido unos ídolos ideológicos y está dispuesta a pasar a todo el que no se pliegue al culto a sangre y fuego, a instaurar en honor de su ídolo las ofrendas humanas necesarias para apaciguar esa “justa ira” que bulle en su interior frente a los que no son capaces de ver la verdad incuestionable. Su verdad incuestionable.
Es verdad que en muchos casos, que no en todos, los culpables acaban confesando. Aunque no puedo evitar pensar que también los acusados por la inquisición acababan confesando. No puedo dejar de pensar que cualquiera sometido a tortura acaba por capitular ante sus torturadores. Y la presión social, el ninguneo profesional, el linchamiento mediático, a mí me parecen torturas suficientes como para crearme una duda razonable respecto a la veracidad de cualquier declaración efectuada en ese contexto.
Habrá quién considere estas palabras mías como una reivindicación de los culpables. Desde luego nada más contrario a mi pretensión. Mis palabras solo intentan reivindicar la presunción de inocencia. Mis palabras solo pretenden tener la vocación de invocar el sistemático incumplimiento de los derechos humanos, o, más concretamente, la interesada infracción de los artículos 5, 6, 7, 8, 10, 11 y 12 contenidos en la declaración de los Derechos Humanos, e incluso, en los casos más extremos, cada vez más frecuentes, del punto 2 del artículo 17. Sin olvidar que todo el proceso me genera una serie de dudas, de preguntas para las que prefiero no tener respuesta, o al menos prefiero no verbalizarla.
¿Por qué todos estos casos siempre tienen como protagonistas a personas que han alcanzado la élite de su especialidad y no a las medianías? ¿Por qué la primera actitud es negar al acusado todos los logros profesionales que tienen que ver con méritos y no con deméritos? ¿Por qué todos parecen producirse al amparo de una corriente de opinión en tiempo y en forma? ¿Por qué todos parecen tener un sinnúmero de víctimas que salen todas a la vez y al cabo del tiempo? ¿Por qué esa comparecencia tiene un cierto aire coreográfico? ¿Por qué en algunos casos, no en todos, me parece que influye más la soberbia que la lujuria? ¿Por qué? Demasiados por qué, demasiados cadáveres en el armario, demasiado tiempo de silencios que se revelan al mismo tiempo, demasiados sufrimientos y popularidades.
Incluso, con la intranquila conciencia de quién ya lleva muchos años a sus espaldas y ha vivido lo suficiente para considerar que ha vivido, repasando experiencias, repasando errores y vivencias, se me ocurre una terrible pregunta personal  ¿Por qué a veces tengo la triste sensación de pensar que a pesar de haber luchado siempre contra la desigualdad me libro de pura chiripa? O lo que es peor, me libro porque al no ser especialmente famoso, especialmente popular, especialmente envidiable, mi fama está a salvo en mi propia mediocridad, mi fama está a salvo en la propia mediocridad de mis posibles demandantes.
Al final, tras tantas palabras, tras tantas idas y venidas, viene a ser que la reivindicación exacerbada de una justa pretensión por los medios inadecuados deviene en una injusticia mayor que la denunciada, que la perseguida. El linchamiento, ya sea físico o moral, de un ser humano contraviene sus derechos y la pretensión, cada vez más popular, cada vez más enraizada en la sociedad, de que podemos escoger quién no tiene derecho a los derechos humanos da paso a pensar que los tales derechos no son derechos, esto es universales, si no graciosas concesiones que pueden ser otorgadas o retiradas al arbitrio de la conveniencia o la moda ideológica del momento.  Y lo acabaremos lamentando.

viernes, 21 de febrero de 2020

Entre la vida y la muerte


Es difícil entrar en temas éticos que atañen a la libertad individual y que chocan con la tradición moral de una sociedad. El mundo evoluciona y ese ancla secular que componen las mal llamadas buenas costumbres, que ni siempre son buenas, ni siempre son costumbres si no imposiciones emanadas de instituciones dominantes, entorpece cualquier debate que quiera abordarse con un mínimo de rigor.

Pero una cosa es reconocer la dificultad y otra muy distinta sería eludir el debate, eludir la responsabilidad que todos y cada uno tenemos de crear una corriente de opinión que pueda transformarse en leyes que se amolden a la mayoría, preservando la posibilidad de la minoría de actuar conforme a sus convicciones.

O sea, lo contrario de lo que suelen hacer habitualmente nuestros políticos. Es fundamental que los ciudadanos tomemos el mando, al menos en ciertos temas que nos van a comprometer antes o después, y no nos recreemos en esperar a que los políticos, forofos del frentismo y profesionales del lío, decidan, para luego poder criticar sus decisiones como si nosotros no tuviéramos nada que ver, que hacer, o que decidir, en el tema.

¿Suicidio asistido, cuidados paliativos o muerte inducida? Está son las tres patas de un banco donde el criterio ideológico no puede suplantar, tapar o anular el criterio ético con el que cada individuo debe de afrontar, casi inexorablemente, durante su vida situaciones que van a demandar una claridad de decisión que debe de sobreponerse a los sentimientos.

Yo siempre he creído, y así lo he expuesto en múltiples ocasiones, que en cuestiones morales o en cuestiones éticas, la ley es un intruso indeseado. Cada persona, cada situación, es una experiencia singular, y, por tanto, no se puede ordenar de forma global ignorando, como habitualmente hace la legislación, la conciencia individual y las circunstancias particulares.

Es verdad que la ley debe de contemplar aquellos supuestos en que hay aun desacuerdo entre partes. Es verdad que la ley debe de vigilar que no se usen recursos excepcionales de forma inconsciente, inconsistente o, llanamente, a la ligera. Es decir, evitar el abuso de la excepción. Pero solventados estos criterios, solventadas estas posibles e indeseables opciones, la ley debe de amparar al que más sufre, al paciente, que no siempre es el enfermo.

Es muy duro, y lo sé por experiencia personal, tomar decisiones que afectan a la vida y al futuro de personas a las que quieres. Pero tal vez, y precisamente en esta frase, están las preguntas que uno debe de hacerse en ciertas circunstancias. ¿Lo que preservas puede considerarse vida más allá de las funciones elementales que la identifican? ¿Existe la posibilidad de un futuro de normalidad o una posibilidad de mejora de la calidad de vida? ¿Reconoces en la ausencia de repuestas, en la degradación de la mente, en la decrepitud física, del enfermo a la persona que quieres? ¿Sabes si, más allá de su capacidad de transmitirlo, o de expresarlo, sufre?

Hay momentos en los que claramente la vida es una prisión cuya única salida es la muerte. Un tormento compartido que vulnera la decencia y la compasión. Un sufrimiento sin premio que solo un final digno, compasivo, sin agonía, sin más agonía, puede compensar.

El meollo de la cuestión, el debate que debe de plantearse es ¿Quién toma la decisión? ¿En qué circunstancias? ¿Con qué medios?

Hay casos famosos: El de Vicent Lambert, el de Ramón Sampedro, el de Ángel Hernández, entre otros. Pero estos casos famosos lo único que nos aportan es la singularidad de cada caso, la complejidad de situaciones, posturas personales y familiares, toma de decisiones y riqueza de matices que el tema comporta.
Pero no todos los casos son famosos. Es más, la mayoría de los casos no lo son. Todos los días, de forma anónima y sin despliegue editorial de ninguna clase, la vida y la muerte juegan su partida ante situaciones sin salida. Todos los días familiares, agobiados por la responsabilidad y el sentimiento, han de enfrentarse a la toma de una decisión de la que nunca obtendrán la compensación de tener la seguridad absoluta de haber hecho lo correcto. Todos los días, padres, hijos, conyuges, han de asumir la responsabilidad de permitir que la muerte acorte su camino y termine con un sufrimiento sin objetivo.

El final paliativo, el cese de la lucha por preservar la vida, esa lucha que instintivamente todos sostenemos, está ya ampliamente reconocido en la sociedad, aunque a veces los argumentos ideológicos, los argumentos morales, aún asomen restos de intolerancias que alargan el pesar de los sanos y el sufrimiento de los enfermos. Nada es fácil en este tema, pero además los sentimientos y las convicciones tienden a enredar más de lo deseable.

Pero el final paliativo es, de alguna manera, una decisión pasiva, una decisión en la que lo único que se valora es el cese de la lucha, la dejación de medios que alargarían la vida del enfermo sin posibilidad alguna de mejoría y con el añadido, en muchos casos, de un sufrimiento físico solo justificable en caso de curación o mejora. Y una decisión pasiva bordea la responsabilidad nunca asumida completamente de decidir sobre la vida ajena, habitualmente querida y ajena.

Pero ¿Qué pasa cuando la decisión es activa? ¿Qué pasa cuando no acortamos la muerte y acortamos la vida?

En estos casos nos enfrentamos al instinto primario del ser vivo, mantener la vida, y al criterio moral colectivo, “no matarás”. Nos enfrentamos al criterio generalizado de que el individuo no puede disponer de su vida, de que el individuo sano no debe de plantearse el disponer de su vida, de que el suicida es un enfermo emocional que actúa bajo una presión producida por su propio mal, que le hace imposible encontrar vías de vida a su sufrimiento.

Y si, conceptualmente, el suicida es un enfermo de desesperanza, ¿cambia la situación si el enfermo lo es antes de una dolencia física que lo aboca a la dolencia moral? ¿Bajo qué circunstancias ese cambio es comprensible desde el exterior? ¿Es necesaria la comprensión exterior?

Una vez más el miedo al abuso, el miedo a la decisión equivocada o interesada, viene a complicar una situación ya de por sí complicada. La complica en el caso del suicidio asistido, y mucho, pero mucho más en el caso de la muerte inducida.

 ¿Qué diferencia a un suicida cotidiano de un suicida excepcional? ¿Una dolencia? ¿Una justificada desesperanza? ¿Cuándo es justificada? ¿Valen los mismos criterios para la muerte inducida?

A esta última pregunta seguramente la respuesta inmediata es no. En un caso es el sujeto de la muerte el que toma la decisión, y en el otro son solo personas afines, o técnicamente preparadas para hacerlo. Pero si lo pensamos, si analizamos con un mínimo de cuidado, la respuesta debería de ser sí, y debería de serlo porque de lo que hablamos es de las consecuencias legales para aquellos que han intervenido activamente en la muerte de un ser humano.

El muerto, una vez muerto, ni siente, ni padece, ni es alcanzable por ninguna decisión de los vivos, pero los que han colaborado en la muerte si sienten, si padecen y si pueden ser reos de decisiones judiciales. Y ahí es donde realmente reside el debate, ahí es donde realmente la legalidad solo puede entrar a evitar el abuso, a evitar la utilización fraudulenta de un recurso humanitario excepcional con fines que nada tendrían que ver.

Yo no soy partidario de la eutanasia como método terapéutico, aunque si lo sea como salida humanitaria excepcional. En este sentido el matiz es tan importante, más, que el fondo. Yo no legalizaría la eutanasia, pero si buscaría la legalización de un camino, duro, complicado, exhaustivo, garantista, para conseguir la aplicación excepcional de la eutanasia.

Tal vez quién lea mis palabras piense que no sé lo que digo. A veces yo también lo pienso, pero en este caso, y me sucede como con el aborto, me horroriza pensar en la muerte como una salida cómoda a una situación incómoda, en vez de pensar en ella como una salida compleja, dura, mortal, a una situación irreversible. Cuestión de criterios éticos, individuales, emocionales.

miércoles, 12 de febrero de 2020

De trileros

La realidad es que me siento como si estuviera en medio de una partida múltiple de trileros, esos señores que juegan con tres vasos y una bolita que nunca está donde tú piensas, bueno, en realidad, que nunca está. Y esto me pasa con la política. Uno me da vueltas a la bolita de un debate y me expone varias razones que no son ninguna de las que deberían de preocuparme, y el otro trilero que está enfrente me avisa del engaño y me invita a jugar en su mesa donde tampoco va a estar la bolita que me permita ganar.
Todos pretenden decirme  donde debería estar la bolita, todos me ponen ante las narices acciones aparentemente evidentes, llenas de argumentos, para poder elegir su opción, pero ninguno me da la posibilidad que realmente me interesa, la única razón a la que están obligados. Los contemplo con pasmo y zozobra debatir si molinos o gigantes intentando distraer con sus rápidas manos mi vista del único objetivo real del debate.
Donde yo intento buscar para mí y mis semejantes  un presente razonable, un futuro esperanzador, un sistema que permita el pleno desarrollo del individuo y de la convivencia entre todos, solo encuentro ambiciosos, oportunistas, ansiosos del poder o iluminados cuyo único afán es imponer su criterio al prójimo. Trileros.
Pues bien, me niego, me niego a que me engañen unos u otros, o los unos y los otros, que finalmente es lo que sospecho. La política no puede ser una guarida de trincones, de aprovechados, de detentadores de prebendas y de intocables. La política no puede ser la hucha con la que ciertos individuos se van a dotar poniéndola en manos de amigos y deudos para mayor provecho y escarnio del ciudadano, perdón del contribuyente, de a pié. Quiero una política veraz, eficaz, libre de ventajistas y detentadores de derechos inalienables.
Quiero una gestión eficaz que me permita mantener, y mejorar, la calidad de vida que tengo y de mis conciudadanos y me importa un ardite que quién lo haga real se llame, o que sea, socialista, comunista o liberal, porque para empezar no creo, no me lo permiten ni con sus actos ni con su historia reciente, creer que con la simple invocación de su fe ideológica ya sean capaces de reconocer la eficacia o la verdad, o al menos la voluntad de buscarlas.
Recuerdo, aunque a veces uno preferiría olvidar, una conversación mantenida hace unos meses con un militante de un partido. Una conversación que viene a resumir el por qué la situación política ha llegado al absoluto descrédito y descaro en el que nos encontramos sumidos. Una conversación que acaba dejando patente el por qué los mismos votantes, los mismos que protestamos somos los culpables de la situación por la que protestamos pretendiendo hacer a un plural pretendidamente ajeno responsable de lo que propiciamos con nuestra actitud última.
-          ¿Qué te parece el candidato de tú partido?
-          Un imbécil. No comparto en absoluto las cosas que propone.
-          Entonces, no lo votarás, supongo
-          No, una cosa es que sea imbécil y otra es que es mi imbécil.
-          Pero debería de, como mínimos, abstenerte si no está de acuerdo.
-          De eso nada, prefiero que gane mi imbécil a que ganen los otros… 
Para una mayor veracidad de la conversación se puede sustituir imbécil por gilipollas y situar a mi interlocutor en cualquiera de las posiciones del espectro político. El resultado final será el mismo.
Estamos votando a nuestro imbécil afín para evitar que puedan ganar los de una ideología diferente. Preferimos un incompetente que se declare correligionario de nuestras ideas, aunque no sepa gestionarlas, aunque mienta, aunque robe, aunque nos asome al abismo del desastre, a permitir que alguien con otras ideas intente demostrar, seguramente con el mismo infame resultado, su capacidad de gestión o su compromiso real con un proyecto de futuro.
Y el problema, la tremenda desazón, es que eso sucede a todos los niveles, lo que permite que algún imbécil afín llegue a puestos en los que el daño que llega a hacer pueda ser, si no irreparable, de difícil curación.
Él no tiene la culpa. El trilero candidato se limita a saber cuál es la debilidad del sistema y a explotarla en su beneficio. No importa mentir, no importa destruir, no importa, ni siquiera, hipotecar el futuro colectivo, lo único importante es lograr el poder, es alcanzar una posición de satisfacción personal.
Lo único importante es conseguir que la bola nunca esté donde parece estar. Lo único importante es que la bola nunca esté, punto, única forma de asegurarse de que el votante nunca acierte el lugar en el que pudiera estar, porque, a lo peor, al final, el imbécil no es el que logra sus objetivos, si no el votante que se lo permite, el jugador que entra a la partida siendo perfectamente consciente del engaño.

domingo, 2 de febrero de 2020

El consentimiento informado


Cada uno es víctima, espectador, resultado de los tiempos en los que le toca vivir, y que con tan mala fortuna solemos evocar, convirtiendo en tiempos nuestros aquellos cada vez menos presentes de la juventud, y permitiendo que los posteriores acaben pareciendo ajenos.
Yo, siento decirlo, nunca he dejado de vivir en mis tiempos, por muy diferentes que sean los actuales y muy nostálgicos los pretéritos. Bueno, por eso y por falta de tecnología para desplazarme a otros.
Y de esos pretéritos, que permiten una perspectiva, a veces más lineal, a veces más profunda y a veces, simplemente, caballera, uno saca conclusiones que, evocaciones primaverales aparte, me pone los pelos de punta.
Porque los que hemos vivido, incluso nos hemos sumergido, en los tiempos del tardofranquismo, y del postfranquismo, y del post-postfranquismo, porque en este país todo se refiere al franquismo, conviviendo a la vez con el flower power hippy en su máximo esplendor, los que hemos vivido en una sociedad pacata, dominada por una moral universal, y oficial, y nos enfrentamos a ella con la determinación de ansiar para nosotros lo mejor que veíamos en los que venían de fuera, los que aprendimos a convivir en un plano de bastante igualdad con las mujeres, a tener amigos de diferentes tendencias sexuales a pesar de que los demonios nos iban a arrebatar de este mundo para sumirnos en unos infiernos inconcebibles en su sufrimiento, los que aprendimos, con harto esfuerzo por falta de referencias semejantes familiares, a evolucionar de la misa diaria, mínimo semanal, en un entorno que, llamarle hostil es despreciar a los que se movían en entornos realmente hostiles, la URSS, República Dominicana, Haití, El Congo, como mínimo podríamos calificar de poco amigable, contemplamos el mundo actual, insisto, todavía mis tiempos ya que estoy vivo, con una mirada que, al menos en mi caso, contempla una especie de involución de signo contario, pero de consecuencias idénticas, la falta de libertad en aras de una moral estricta de marcado carácter oficialista.
Me asombra, me obnubila, me estremece, contemplar como ciertos movimientos de las nuevas generaciones, que sí reclaman estos tiempos como exclusivamente suyos, intentan por todos los medios instaurar una censura de pensamiento único, unidireccional, al tiempo que hablan de libertad, como si la moral y la libertad pudieran imponerse, como si la libertad y la censura pudieran convivir, como si la censura solo tuviera esa consideración si la instaura un régimen ideológico que no es el suyo.
No son los tiempos favorables a Kant, no lo son. Las morales individuales, los criterios éticos personales no parecen admisibles para cierta parte de la sociedad salvo que estén de acuerdo con los suyos y les den la razón, y eso se llama absolutismo y pensamiento único, sea de izquierdas, de derechas o de la madre que los parió.
Hay una frase que puede en cierta forma explicar mis preocupaciones. “No es no”.
Por supuesto que no es no, por supuesto que nadie tiene derecho a forzar la voluntad y determinación de una persona. Por supuesto que lo contrario es una aberración, un disparate que solo puede contemplarse desde una educación defectuosa o desde una carencia mental. Por supuesto, pero mi perspectiva histórica también me explica, sin rebatir mi convicción anterior, que no siempre no tiene detrás la convicción de ser no. No siempre las circunstancias, las convicciones, las acciones llevan aparejada a la palabra no la negación absoluta. Si esto fuera siempre tan rotundo desaparecerían situaciones tan naturales, naturales de naturaleza, como el galanteo y la seducción.
El galanteo, la seducción, es el arte de conseguir lo que inicialmente se nos niega o parece fuera de nuestro alcance. No por la fuerza, sino por la convicción, por el enamoramiento, por la capacidad de mostrar lo mejor de nosotros mismos para recibir lo ansiado del prójimo, al que en ese momento, por una vez sí, amamos, o deseamos, más que a nosotros mismos.
Eso por no tener en cuenta que, sin presuponer nada, estadísticamente hablando, siempre existirá quién se pronuncie  a posteriori, quién cambie de criterio a hechos consumados, quién pueda utilizar esa forma de actuar por el simple afán lesivo del otro, quién use arteramente el privilegio de ser dueño de la conformidad sin necesidad de mayor demostración o sin reparar en consecuencias, o buscándolas.
Sin que sirva de referencia, en esos tiempos pretéritos que muchos identificarían como los suyos, ninguna mujer que se considerara “decente” decía si ni cuando quería decir sí. ¿Qué son tiempos superados? Afortunadamente. ¿Qué hoy por hoy no quiere decir no? Al 99%. ¿Qué el 100% es una imposibilidad estadística? Es del domino público.
Yo, por si acaso, si estos fueran mis tiempos me iría con urgencia al estanco de la esquina, mira que soy antiguo, o a la farmacia más cercana, y solicitaría un kit de relación amorosa de urgencia compuesto de preservativos y un consentimiento informado oficial que una vez firmado y sellado por mi partenaire, y por mí, nos permitiera dar rienda suelta a nuestra pasión desenfrenada sin ningún temor a cambios posteriores de criterio o equívocos lesivos inesperados. Un consentimiento informado o, por ponerle un nombre menos técnico médico, un “sí es sí” que me permita afrontar el encuentro con la tranquilidad de que la pareja que me va a dar la réplica en el tema en cuestión está perfectamente informada de las técnicas a seguir, perfectamente detalladas en el documento, y expresa sin reserva ni coacción su conformidad a dichas prácticas. Por supuesto por triplicado. Copia para uno, copia para otro, masculino inclusivo, y copia para la autoridad competente que deberá depositarse en el lugar habilitado para tal fin antes de la consumación para evitar argumentos de coacciones a posteriori.
Claro, la pasión se va a resentir, o sea, tiene muchas posibilidades de desaparecer. Claro, en el transcurso de la redacción y la entrega del documento ante el funcionario pertinente que sella la conformidad presencial de los autores, que ahora que lo pienso podrían ser más de dos, puede que alguno, o ambos, o todos, consideren que a cama fría si te he visto no me acuerdo, y váyanse sin que llegase a haber nada. Claro, el sexo será reflexivo, concienzudo, garantista, intelectualmente maduro, o como diría el otro “una mierda”. Claro, que tal vez ya no deberíamos de llamarle pasión, o sexo o pronto, o de ninguna otra manera. Claro que si proyectamos un poco más el tema ya no habrá gallina violada que valga y podremos volver a comer huevos sin cargo de conciencia. Claro.
Claro que más allá de chanzas, ironías o retrancas, no es no y llevar las cosas al límite no consigue otra cosa que un mundo, que unos tiempos que no son los míos, no por cuestión de edad, no por cuestión de identidad, sino por la falta de libertad que se adivina tras una patética e interesada declaración de defensa de la libertad de quienes buscan controlar y administrara la libertad ajena, que unas formas que poco tienen que ver con la realidad, ni con la naturaleza.