Esta es una reflexión incómoda,
una reflexión nacida de un resquemor sordo y, posiblemente, sin fundamento que proviene de la incapacidad
de sumarme a una corriente mayoritaria, no porque la considere injusta, o
incierta, o impropia, sino porque mi horror por los absolutos me hace salirme
de la corriente de opinión única, inspirar fuertemente y reflexionar sobre la
situación sin prejuicios, sin planteamientos ajenos, buscando las aristas
inevitables con las que toda verdad sin oposición linda con las medias verdades,
con las verdades particulares, con las verdades de sentido común, y, a veces,
como no, con las mentiras interesadas.
Posiblemente el problema es que a
veces no me creo ni a mí mismo, y los movimientos colectivos, sobre todo si son
vindicativos, sin son mediáticos, con muchos huecos para ser vengativos, me
producen un escepticismo urticante, una incomodidad sistemática que me hace
buscar las inocencias del culpable.
No es que dude que haya
culpables. No es que dude que los culpables han de ser denunciados y
castigados, mi duda proviene del método, de la puesta en escena, de la
desmedida ferocidad sin paliativos de un juzgado popular que solo admite la
culpabilidad y el linchamiento como salida a la acusación. Y nadie, al menos
hasta ahora, se ha preocupado de determinar cuál es la capacitación real de un
juez anónimo, irresponsable, polimorfo, ni si su experiencia o sus creencias lo
hacen recusable por tener un prejuicio que le impide ser justo. Y cuando el
juez tiene miles de cabezas seguramente incurre en una clara orientación moral
que lo hace recusable.
¿Para qué necesitamos una
organización judicial si la justicia populista, asamblearia, ya se la procuran las víctimas y otras
organizaciones de activismo de distinta índole? ¿Para qué necesitamos un
derecho procesal si todo el juicio real se desarrolla en los medios de
comunicación y en las redes sociales? ¿Para qué necesitamos una sentencia si esta
ya está implícitamente contenida en la acusación? ¿Quién necesita de la
presunción de inocencia si el mero hecho de invocarla ya presupone el
linchamiento del invocador?
Tal vez por todo esto, tal vez
por una constatación de un puritanismo victoriano en auge basado en activismos
que me son ajenos, en estos casos, cada vez más frecuentes, cada vez más
furibundos, tengo la sensación de estar asistiendo a sacrificios realizados a
dioses paganos. Tengo la desasosegante sensación de que una parte de la
sociedad ha erigido unos ídolos ideológicos y está dispuesta a pasar a todo el
que no se pliegue al culto a sangre y fuego, a instaurar en honor de su ídolo las
ofrendas humanas necesarias para apaciguar esa “justa ira” que bulle en su
interior frente a los que no son capaces de ver la verdad incuestionable. Su
verdad incuestionable.
Es verdad que en muchos casos,
que no en todos, los culpables acaban confesando. Aunque no puedo evitar pensar
que también los acusados por la inquisición acababan confesando. No puedo dejar
de pensar que cualquiera sometido a tortura acaba por capitular ante sus
torturadores. Y la presión social, el ninguneo profesional, el linchamiento
mediático, a mí me parecen torturas suficientes como para crearme una duda razonable
respecto a la veracidad de cualquier declaración efectuada en ese contexto.
Habrá quién considere estas
palabras mías como una reivindicación de los culpables. Desde luego nada más
contrario a mi pretensión. Mis palabras solo intentan reivindicar la presunción
de inocencia. Mis palabras solo pretenden tener la vocación de invocar el
sistemático incumplimiento de los derechos humanos, o, más concretamente, la
interesada infracción de los artículos 5, 6, 7, 8, 10, 11 y 12 contenidos en la
declaración de los Derechos Humanos, e incluso, en los casos más extremos, cada
vez más frecuentes, del punto 2 del artículo 17. Sin olvidar que todo el
proceso me genera una serie de dudas, de preguntas para las que prefiero no
tener respuesta, o al menos prefiero no verbalizarla.
¿Por qué todos estos casos siempre
tienen como protagonistas a personas que han alcanzado la élite de su
especialidad y no a las medianías? ¿Por qué la primera actitud es negar al acusado todos los logros profesionales que tienen que ver con méritos y no con deméritos? ¿Por
qué todos parecen producirse al amparo de una corriente de opinión en tiempo y
en forma? ¿Por qué todos parecen tener un sinnúmero de víctimas que salen todas
a la vez y al cabo del tiempo? ¿Por qué esa comparecencia tiene un cierto aire
coreográfico? ¿Por qué en algunos casos, no en todos, me parece que influye más
la soberbia que la lujuria? ¿Por qué? Demasiados por qué, demasiados cadáveres
en el armario, demasiado tiempo de silencios que se revelan al mismo tiempo, demasiados
sufrimientos y popularidades.
Incluso, con la intranquila
conciencia de quién ya lleva muchos años a sus espaldas y ha vivido lo
suficiente para considerar que ha vivido, repasando experiencias, repasando
errores y vivencias, se me ocurre una terrible pregunta personal ¿Por qué a veces tengo la triste sensación de
pensar que a pesar de haber luchado siempre contra la desigualdad me libro de pura
chiripa? O lo que es peor, me libro porque al no ser especialmente famoso,
especialmente popular, especialmente envidiable, mi fama está a salvo en mi propia
mediocridad, mi fama está a salvo en la propia mediocridad de mis posibles
demandantes.
Al final, tras tantas palabras,
tras tantas idas y venidas, viene a ser que la reivindicación exacerbada de una
justa pretensión por los medios inadecuados deviene en una injusticia mayor que
la denunciada, que la perseguida. El linchamiento, ya sea físico o moral, de un
ser humano contraviene sus derechos y la pretensión, cada vez más popular, cada
vez más enraizada en la sociedad, de que podemos escoger quién no tiene derecho
a los derechos humanos da paso a pensar que los tales derechos no son derechos,
esto es universales, si no graciosas concesiones que pueden ser otorgadas o
retiradas al arbitrio de la conveniencia o la moda ideológica del momento. Y lo acabaremos lamentando.