domingo, 31 de diciembre de 2017

Se tiró por un barranco

Hablaba el otro día de canciones infantiles y del tema catalán, como dos ejemplos de sin fin. Y la experiencia de estos días, y la memoria, me llevan a insistir con nuevos argumentos y nuevas canciones. Vamos, con nuevas aportaciones porque tanto el tema como las canciones son “de toda la vida”

Pero como en todas las cosas de toda la vida, el fondo permanece pero las circunstancias varían, permanecen el fondo, a veces las formas, las letras y las melodías, sean de canciones o de sonsonetes.
 
Sonsonete, o soniquete, que vienen a ser lo mismo, preciosas y precisas palabras que llegan a reflejar con exactitud la sensación de hastío que acaban produciendo. Sonsonete, soniquete, pertinaz, contumaz, son todas palabras aplicables y pertinentes en el temita catalán. Incluso en las canciones.

Recordaba, y hacía tiempo que no me sucedía, una canción de excursión, de esas que se pueden cantar durante horas sin desmayo y sin temor al olvido porque la letra varía lo imprescindible para saber por qué estrofa vas. Puedes ir por el 7,346,938 elefante, por el innúmero paletó de Fernando VII, por el enésimo barquito naufragado, o por la parte x de la doncella que se tiró por el barranco toda vestida de blanco y que es la más interesante, aunque sea igual las x -1 anteriores.

Es verdad que en este caso la doncella que se tira por el barranco no va, casi con toda seguridad, vestida de blanco, si no con una túnica cuatribarrada en rojo y amarillo y con una estrella en algún lugar próximo a su corazón, pero puede ser la única diferencia.

Como no hay diferencia en esa especie de éxtasis discursivo en el que parece haber caído el “presidente a la fuga” y en el que el próximo discurso será el más interesante a pesar de que acabará diciendo lo mismo que en todos los anteriores.

Claro que las técnicas de hipnosis requieren de una reiteración de movimiento, de una monotonía estudiada en sonido y movimiento, de un soniquete o  sonsonete, para que sean efectivas, para lograr que se produzca el abandono de la realidad cotidiana y entrar en el universo de la realidad inducida, y el discurso catalanista es sin duda hipnóptico aunque solo lo sea  para aquellos que cometen el error de prestarle atención. Como lo de la mujer de Lot pero en nacionalista y por los oídos.

Y por si a alguien le cabía alguna duda lo de Tabarnia, algo parecido ya sugerí yo hace unas fechas en “Una solución Salomónica”, deja totalmente al aire las vergüenzas de un discurso plagado de demagogias, de tópicos, de lugares comunes inasumibles por nadie que tenga un mínimo de coherencia o de vergüenza, torera o de cualquier otra clase.

Solo alguien abducido, sofronizado, hipnotizado, puede enfrentarse a la desvergüenza de negarle a los demás los argumentos que aplaude para sí mismo. Nadie, salvo un político o un incapaz, es capaz de creerse coherente, razonable, discretamente inteligente o libre cuando considera que un discurso solo es válido si se desarrolla en el ámbito que él determine o con sus condiciones.

Pero resulta, las elecciones así lo dicen, que cierto títere, lo de titiritero le viene grande, especialista en habitar maleteros y en huidas chuscas mientras deja en la estacada a aquellos a los que pretende dirigir y que encima crea una realidad paralela para encubrir su cobardía, su incapacidad, su vileza moral, ha logrado hipnotizar a una cantidad apreciable de personas supuestamente inteligentes o capaces de discernir y que están dispuestos a aplaudirle las gracias, a tirarse al barranco todos vestidos de lo que sea para que se pueda contar la parte siguiente que como todo el mundo sabe es igual que la anterior, que las anteriores, pero se anuncia como la más interesante.

Que semejante personajillo, afortunadamente casi irrepetible, haya conseguido que 940,602 personas se vistan de independentistas ciegos para tirarse por el barranco porque se lo dice el flautista, es tremendo. Vale, descontemos los estómagos agradecidos, descontemos los medradores en busca de relevancia o carrera política, descontemos los de sostenella y no enmendalla, descontemos los que votan eso por motivos inescrutables… siguen siendo muchos, demasiados, los que enfrentados a la realidad de los hechos, a la inviabilidad del proyecto, siguen votando por tirarse por el barranco, por el barranco económico, por el barranco político, por el barranco ideológico, por el barranco institucional. Son tantos que solo puedo pensar que están abducidos, hipnotizados, sofronizados, poseídos o que tiene un fin oculto, tan oculto que lo es incluso para ellos.

En fín, por ir acabando, lo que yo no acabo de entender, lo que me niego a asumir, es que unos personajes que son reos, perdón, presuntos reos, de delitos gravísimos contra el estado estén en situación de impunidad y desde ella intentar repetir con anuncio y clamor de fanfarrias los mismos delitos sin que haya nada que parezca que se pueda hacer para impedirlo. Si existe la prisión cautelar, ¿no existe una inhabilitación cautelar?


Si Puigdemont es nombrado presidente, aunque sea a distancia, que ya tiene bemoles la cosa, yo me apeo por tomadura sistemática de apéndices capilares, que ya me escasean. El que avisa no es traidor.

sábado, 23 de diciembre de 2017

Un barquito chiquitito

Hay una canción popular que habla de un barquito chiquitito que no podía, que no sabía navegar. Apenas dos estrofas más adelante aclara: “Si esta historia parece corta, volveremos, volveremos a empezar”. Es una canción sin fin, como la de los elefantes en la tela de la araña o el cuento de la buena pipa.
Pero parece que esto del sin fin, o el sinfín, que aunque no son sinónimos son sinérgicos a algunos fines, no es solo propio de los tornillos, las canciones o los cuentos, que no solo afecta a las máquinas de movimiento perenne, a la dimensión infinita del universo o al eterno fluir de la existencia y la inexistencia. No, parece que la política en su permanente disparate ha alcanzado también el concepto inabarcable de lo inacabable.
Es verdad que sería tentador, casi identitario, elegir el enredo elefantiásico en una tela de araña para hablar del problema catalán, que la suma de elefantes de la extrema derecha, de la extrema izquierda y del extremo populismo europeos y nacionales no parece que vaya a conseguir romper la tela legal española, ni europea, que el entramado de mentiras y verdades parciales sería digno de una araña ingeniero de estructuras imposibles e inalterables, pero he elegido el barquito chiquitito porque da una dimensión más real de lo que es Cataluña, a pesar de esa soberbia que la lleva, históricamente, a pretender ser lo que nunca ha sido, a pretenderlo incluso en tiempos en los que la tal pretensión choca con la tendencia general de un mundo que se está organizando en bloques. Aunque es posible, dado el carácter general de soberbia del que hacen gala, que lo hagan precisamente por eso, por llevar la contraria, o porque no han sido ellos los que lo han empezado.
Me recuerda, esta última posibilidad, a una experiencia con mi hijo. Tendría tres o cuatro años cuando tomó por costumbre armar la marimorena si alguien de la familia cruzaba un semáforo antes de que él lo dijera. Ni la circulación de Madrid, ni los tiempos programados de los semáforos, ni la paciencia familiar, daban para andar con esas historias, por lo que el niño acababa volviendo a casa con una perra de no te menees, con algún cogotazo que otro y a rastras. Siempre, y en esto también encuentro un cierto paralelismo, te cruzabas con algún ciudadano biempensante y que no tenía que aguantar las tonterías del niño y te miraba con aire reprobatorio a ti y de cierta, distante, solidaridad, al niño. Estaba claro que no era el suyo, el niño me refiero, y que ni siquiera sabía de qué iba el tema, pero, como dice mi mujer, y yo ratifico, no hay nada más fácil que educar a los hijos de los demás. Ni nada más fácil que solidarizarse con las opiniones que nos son ajenas, en el tiempo, en el espacio y en la posición. Me gustaría ver a esos padres, políticos o periodistas bregando con el mismo problema en su propia casa.
Pero hablábamos de barcos, por más que les llamemos barquitos y los hagamos protagonistas de una canción sin fin. Porque lo que me ha llevado, a la hora de escoger un hilo discursivo, a elegir esta canción sobre las demás opciones han sido sobre todo dos razones, que hablaba de barcos, como el tema catalán, y ese final tan propio de este recurrente problema europeo en el que todo episodio se cierra con un volveremos, volveremos a empezar. Exacto, como el barquito chiquitito de la canción.
Porque reclamar las reglas democráticas cuando se están conculcando, es hablar de barcos. Porque contar los votos como interesa, y no como son, en busca de un respaldo mayoritario inexistente, es hablar de barcos. Porque hablar en nombre de un pueblo fragmentado arrogándose una unidad que no existe, es hablar de barcos. Porque imponer el criterio de la minoría obviando, despreciando, ninguneando a la mayoría, es hablar de barcos. Porque hablar de derechos internacionales sin tener el respaldo de ningún organismo internacional, es hablar de barcos. Porque intentar crear un orden legal partiendo de una ilegalidad, es hablar de barcos. Porque tildar de fascistas a los que no opinan como ellos mientras son respaldados por toda la extrema derecha europea, es hablar de barcos, en realidad de una flota entera. Porque reclamar  para uno lo que niega a los demás, es hablar de barcos. Porque intentar pasar una lista de agravios provocadas por la propia actuación, es hablar de barcos. Porque intentar imponer una historia inventada a un pueblo y pretender que los demás se la compren, es hablar de barcos, bueno, en realidad de barquitos, de barquitos chiquititos.
Lo único grande en todo este despropósito es el rencor acumulado, el frentismo entre las personas, el tiempo que habrá de transcurrir hasta que el sentimiento pueda normalizarse, la utilización de la buena voluntad de parte de un pueblo para cumplimentar satisfacciones, ambiciones personales, cuando no para tapar corruptelas familiares.

Sinceramente creo, y así lo quiero contar, que el 21 de diciembre a las 12 de la noche en Cataluña, en España, y en toda Europa solo se cantaba una canción, un estribillo: “Volveremos, volveremos a empezar”. Y allá para algún momento del año 2018, repetiremos.

viernes, 15 de diciembre de 2017

Cuéntame un cuento

A veces nos cuentan cuentos. A veces, si analizamos el cuento que nos han contado, nos damos cuenta de que no solo la moraleja es perversa, todo el cuento destila un tufillo venenoso que nos conduce a caminos contrarios a lo que su apariencia explica.
Es importante a día de hoy, viviendo en entornos cuyo respeto por la palabra raya en el insulto, conviviendo con personajes y medios más preocupados de vaciar las palabras de significado para acercarnos a su amorfo mundo, que de ilustrarnos, informarnos o defendernos, ser conscientes de que hay que plantarse y desentrañar los cuentos. Desmenuzar y rebatir esos cuentos adoctrinantes, partidistas y frentistas, que nos colocan con la esperanza de que finalmente caigamos en sus redes ideológicas.
Paseaba hoy por las calles de Madrid y recordaba cómo eran cuando yo era más joven, bastante más joven.  Aquellas calles en las que se podía jugar, en las que los coches eran aún pocos, que no escasos, y en las que cruzarse con una persona de otra raza era un acontecimiento. Y lo recordaba porque cruzarse con un oriental, un musulmán, un negro, o cualquier persona de etnia, ropaje o símbolo diferente a los habituales de nuestro país ya no llama la atención de nadie.
Recordé la palabra, el cuento, MULTICULTURALIDAD. Lo recordé y recordé que ese era un escenario loable, deseable, un objetivo a conseguir. Pero también recordé de forma inmediata las aberraciones, las que mí me parecían aberraciones, del bonito cuento de la multiculturalidad que tengo la impresión de que nos han colocado y que nada tiene que ver con ese concepto fraternal del término que a en principio parece querer describir.
Lo comprendí, lo visualicé claramente, al pasar por una terraza del bulevar de la calle Ibiza. Nos están engañando. Nos están utilizando. Nos están deformando. Un grupo de orientales, más de una familia si hacemos caso a la composición del grupo, se sentaba en la mesa de la terraza de uno de tantos bares, bebían cañas y comían tapas. Y lo hacían a apenas unos metros de un restaurante oriental que estaba en la acera de enfrente. Entonces lo entendí, esa era la multiculturalidad que deberíamos de perseguir, esa era la fraternidad que deberíamos tener en nuestro horizonte cultural. La multiculturalidad que suma, la que convive, la que no se ofende, la que no sirve de excusa para otros fines y posiciones ideológicas que no se confiesan, la cotidiana.
Yo no entiendo la multiculturalidad del que se ofende por las tradiciones ajenas sin renunciar a las propias, no entiendo la multiculturalidad del que se pasea vestido de pantalón corto y deportivas y lleva a su esposa unos pasos más tras con burka, no entiendo la multiculturalidad del que forma guetos en los que solo pueden entrar sus afines y acusa de racismo a los demás, no entiendo la multiculturalidad como una forma permanente de sentirse agredido agrediendo a los otros.
Toda renuncia a lo propio como forma de desagravio a lo ajeno no me parece multiculturalidad, antes bien me parece una forma espúrea de erradicar una cultura favoreciendo a otra.
La palabra, que no el cuento, es ilustrativa. Multiculturalidad es una palabra compuesta de dos términos unidos, para todo el mundo es evidente pero conviene repasar por si acaso, multi, que significa múltiples, más de una en todo caso, y culturalidad, que proviene de cultura, conjunto de costumbres, creencias y conocimientos provenientes de un transcurso histórico. Y esas más de una cultura pueden relacionarse de tres formas: ignorándose, enfrentándose o conviviendo, que al final supone un intercambio y, finalmente, un mestizaje. De todo se ha dado en la historia y de todo ello ha habido ejemplos en nuestra tierra.
Pero cuando alguien nos contó el cuento de la multiculturalidad siempre pareció que hablábamos de convivencia, de tolerancia, de acogida y de respeto. Todo muy bonito, todo un cuento que se reveló en el momento mismo en que se quebró alguna de esas loables intenciones.
Porque cuando una cultura impone su criterio sobre otra, cuando una tradición es erradicada por ofensiva hacia otra, cuando una cultura no puede desarrollar sus tradiciones por imposición de otra, cuando una cultura es incapaz de abrirse a la convivencia tolerante hacia las demás, ya no hablamos de multiculturalidad, ya no hablamos de convivencia, ni de tolerancia, ni de acogida, ni de respeto. Hablamos de agravio, de imposición, de intolerancia y de abuso.
No quiero entrar en detalles, no quiero bajar a lo particular lo que no debe de dejar de ser general, no quiero ofender personalizando. No quiero y no hace falta que dé casos concretos porque cada uno ya tendrá los suyos en la cabeza después de leer mis palabras. No quiero señalar a nadie que no se haya ya señalado a sí  mismo con su actitud. No quiero poner mi marca en ninguna cultura que no se haya marcado por sí misma.
Porque el problema, el cuento, no está en los que creen que lo suyo es lo cierto, que lo suyo es lo que todos deberían de hacer, en los que, de buena fe, pretender extender su cultura a los demás, es lo natural, el cuento, el problema, la mentira, está entre los que pretenden utilizar lo ajeno para acabar con lo propio, los que consideran que cualquier mal foráneo es preferible a cualquier bien propio, los que instalados en un concepto moral superior, superior para ellos, claro, creen esconderse detrás de una actitud de comprensión que oculta una incomprensión feroz, cuando no odio, hacia otras posiciones.

Un cuento perverso mal contado que no persigue otra cosa que un final indeseable, el predomino de una posición hostil enmascarada en una solidaridad inexistente.

Juegos imposibles

Corre el rumor entre los bien pensados de que basta desear algo con determinación y persistencia para que el deseo se cumpla. No me consta. A lo largo de mi vida he deseado, a veces casi con desesperación, cosas que finalmente no fueron. Debe de hacer falta algo más en el entorno para la culminación del objetivo anhelado.
Pero parece ser que mi convicción, mi experiencia, no concuerdan con las de algunas personas, tomadas individual o colectivamente.
Y viene esta reflexión inicial a cuenta del nuevo mantra, nuevo desde la convocatoria de elecciones autonómicas en Cataluña el 21 de este mes de diciembre, que el espectro independentista de la política catalana ha puesto en marcha: “Veremos si el gobierno respeta el resultado de las elecciones”
Y claro, en este mensaje, como en casi todos los mensajes que se han movido en el entorno soberanista durante el proceso, tiene trampa, En realidad no es trampa como truco, si no la habitual utilización del doble lenguaje, del doble sentido de las palabras utilizadas expresando una idea que en realidad quiere poner sobre la mesa otro sentido diferente de la frase.
En el sentido literal lo expresado, es tan absurdo, tan evidente, que inevitablemente nos lleva a la convicción de que no era eso lo que pretendían transmitirnos. ¿Cómo va un gobierno, democrático, integrado en instituciones internacionales también democráticas, a no respetar los resultados de unas elecciones convocadas por él? ¿En qué cabeza cabe? Los votantes irán a las urnas según unas listas electorales públicas y publicadas, depositarán su voto, secreto o voceado, en unas mesas dispuestas y constituidas con tal fin y según sus gustos políticos personales y llegado el fin de jornada esos votos se recontarán, se sumarán, se restarán, se dividirán y se filtrarán, según la ley electoral vigente y darán como resultado la asignación de los escaños del parlamento catalán a los partidos que hayan sido, más o menos, elegidos por los votantes. Y todo este proceso se realizará con las cámaras de televisión, con los interventores de los partidos y con la supervisión de los organismos competentes. Y podrán ser cruzados, descruzados y desmenuzados, tantas veces como se quiera. ¿Cómo no van a respetar los resultados?
Entonces, ¿Qué quieren decir? ¿Qué pretenden insinuar? Una vez más se trata de ganar aunque se pierda, de forzar aunque no se tenga fuerza, de plantear un escenario irreal que pervierta la situación electoral aún antes de que las elecciones se  hayan llevado a cabo.
No, señores independentistas, lo que ustedes intentan empezar a contarnos antes de que empiece el cuento, no sucederá. Estas elecciones son para cubrir los escaños que los parlamentarios anteriores no supieron defender dentro de la legalidad en vigor.
No, señores independentistas, lo que ustedes intentan conseguir antes de que los designen para ello no será posible. La ley será la misma sean cuales sean los resultados de las elecciones y lo más a lo que pueden aspirar es a trabajar para cambiarla y que se acerque a lo que sus partidos propugnen.
No, señores independentistas, lo que ustedes pretenden dar por sentado nunca ha sido puesto en la intención de las elecciones. No son plebiscitarias, no son legislativas, no son un referéndum encubierto. Que no dudamos de que ustedes, en sus juegos de palabras, intenten contarle a los que quieran escucharles, los mismos que ya les escuchan, pocos, que en realidad ustedes están votando algo diferente a lo que están votando los demás, algo diferente al objeto  real de las elecciones convocadas. Y que, por supuesto, como siempre, la razón es la suya.
Yo espero, por el bien de Cataluña, por el bien de España, por el bien de Europa, que el resultado no les permita empezar otra vez con la matraca del proceso, que no les permita esa vena mesiánica que tanto daño ha hecho al mundo a lo largo de la historia, que no les permita volver a poner en marcha la maquinaria del estado a la que tanto partido creen haberle sacado.
La leyes, incluido el famoso 155, seguirán siendo las mismas sean cuales sean los resultados de unas elecciones autonómicas, y los escaños conseguidos serán adjudicados y los parlamentarios tomarán posesión de su lugar, salvo los que antes tengan que pasar por la cárcel.

El agua clara y el chocolate espeso, dice el dicho. No me jueguen con las palabras porque cuando las vidas, las ilusiones, el bienestar, de las personas están en juego sus juegos malabares con los significados son dolosos, a la par que dolorosos.

jueves, 7 de diciembre de 2017

Educación, la suerte está echada

Tal vez, entre todos los temas que nos pueden preocupar y que no aparecen en los temas más preocupantes para los ciudadanos, la educación sea uno de los más lamentables. Aunque parezca imposible, con la que está cayendo, cuando las denuncias de adoctrinamiento en algunas zonas que tienen las transferencias sobre este tema conferidas, a nadie parece preocuparle la formación de las generaciones venideras salvo como arma política arrojadiza.
Ni nuestras universidades, ni nuestros colegios, ni nuestros docentes,  figuran en lugares destacados en los informes que distintos organismos mundiales elaboran para medir el prestigio y la excelencia de los mismos y que llevan a los estudiantes de todo el mundo a seleccionar el lugar donde cursar sus estudios. El lugar que haga de su propio prestigio un valor añadido al valor curricular del estudiante. Pero esto no parece, tampoco, preocupar a los ciudadanos salvo que les sirva para atacar o denigrar a algún oponente.
Cada gobierno que llega tira por tierra el plan de estudios que ha elaborado el gobierno anterior y que apenas ha dado tiempo a poner en marcha. Gobierno anterior que a su vez ha hecho lo mismo con el sustituido por él. Pero los ciudadanos, en un ejercicio extraño de irresponsabilidad, no ven más problema con la educación que el de contar los días para que el vigente plan educativo deje de estar en vigor y sea reemplazado por otro que será contestado de igual manera, y signo contrario, desde el primer día en que se diga que va a ser elaborado.
Todo parece indicar que los ciudadanos de este país estamos siendo eficazmente adoctrinados, convenientemente pastoreados, diestramente distraídos, en no preocuparnos de cuál es el sistema y nivel de estudios y conocimientos con los que nuestros hijos, e incluso nietos, tendrán que cargar en sus vidas, que serán más mediocres, menos libres, más mediatizadas por la falta de criterio, de valores y conocimientos con los que han sido castigados ante la indiferencia de sus responsables, progenitores y educandos.
La solución, la posible solución, la deseable solución, sería un pacto educativo que permitiera a varias promociones completar sus estudios, desde los primarios a los superiores, sin cambiar de criterios dos, tres, o más veces, durante el desarrollo de los mismos. Pero teniendo en cuenta que en su infinita mediocridad cualquier aportación de un partido será inmediatamente rebatida por el de signo contrario, y que yo no tengo la certeza de que esas actitudes no estén perfectamente planificadas por esos partidos para mayor gloria, poder y ausencia de contestación, casi al contario, estoy convencido que esta aparente imposibilidad de acuerdo es un potente acuerdo para limitar el acceso de los ciudadanos del futuro a la libertad, al criterio y al librepensamiento.
Tal vez, en un mundo cuerdo y consecuente, en un mundo que tuviera un genuino interés en su porvenir, sería el mínimo criterio de garantizar el contenido de las materias a revisar haciendo que este fuera visado y certificado por expertos competentes en la materia. Los componentes de la Academia Nacional, u organismo equivalente. Esta simple precaución garantizaría que todos los aspirantes al saber estudiaran el mismo contenido, independientemente de su ubicación geográfica, de su posición ideológica o de su relación social.
No parece preocuparle a muchos, a la mayoría, a casi todos, que la historia varíe según donde se enseñe, que la literatura sea solo objeto de estudio si pertenece a la ubicación geográfica donde radique la autonomía de enseñanza, que la mediocridad sea el valor referencial y objetivo de los planes educativos, que el fracaso escolar se convierta en un listón en vez de ser un baldón, que la excelencia en el estudio sea un valor incómodo cuando no perseguible, que las asignaturas humanísticas sean objetivo de cajón y ratones de biblioteca, que el conocimiento, por resumir, sea, cada vez más, objeto de desconocimiento. No parece preocuparle a nadie, o al menos nadie dice que le preocupe, que la formación, los responsables de ella y los centros en los que se imparte, sea ahora mismo uno de los mayores vehículos de impartir el conocimiento parcial, parcial de contenido y parcial de parte, el descrédito de los valores y dificultar el acceso del futuro ciudadano a su educación integral.

Pero, a qué poner soluciones si no existe el problema. A qué hacerse mala sangre si el mal solo existe en el ojo observante del que escribe esta queja. A qué preocuparse y desperdiciar tiempo de nuestros sobrepasados responsables si a la opinión pública no le preocupa. Ni la libertad, ni el conocimiento, ni los valores de las generaciones futuras están en peligro para una ciudadanía que adolece de falta de libertad, de falta de conocimiento, de carencia y tergiversación de valores, de criterios mínimos en esta cuestión. La deformación por la formación. Alea jacta est. Perdón, que la mayoría no podrá entenderme, la suerte está echada.

lunes, 27 de noviembre de 2017

La Inseguridad Social



He repasado el estudio que enumera por su importancia los problemas que la sociedad española dice, o cree, tener. La mayoría son de índole económica o de índole política. La mayoría son problemas que no tocan la solidaridad, ni siquiera la insolidaridad.

Estamos preocupados por el paro, lógico, por la economía y los partidos, así en general, por la corrupción y la crisis catalana, ya más en corto. Y luego, en el limbo de los menos preocupantes, algunos que apuntan al carácter social, la sanidad, las pensiones... 

Pero mientras permitamos que los políticos nos hagan creer en problemas falsos, cuando no inducidos por ellos mismos, seguiremos abandonando a nuestros semejantes más desfavorecidos a su suerte. Así lleva montado el mundo desde finales del XVIII. Moviéndose en una dinámica que hace a los fuertes cada vez más fuertes y a los débiles cada vez menos visibles y más miserables. Miserables de miseria física y de miseria moral. Miserables de hambre y de ignorancia. Miserables de abandono y de transparencia.

Pero siempre es posible que el observador esté equivocado, que su percepción de los problemas sea rea de sus propias obsesiones o intereses, así que he decidido hablar sobre alguno de esos colectivos que a mí me parece que la sociedad, para su propia comodidad y confort moral, va arrinconando hasta hacerlos invisibles, cuando no despreciarlos o darles la categoría asociada de delincuentes. Son colectivos que no pueden invocar para su visibilidad ni su raza, ni su origen, ni su religión. Son personas que han vivido perfectamente integradas en la sociedad, con más holgura en algunos casos, con más necesidad en otros, hasta que esta los ha abandonado, los ha considerado amortizados y los ha relegado al rincón de la necesidad desazonante que incita a la limosna.

No cabe duda de que los problemas siempre son incómodos, y cuando además son ajenos la incomodidad se acaba convirtiendo en rechazo, en negación y en abandono. Es verdad que ni todo lo que reluce es oro, ni toda la mugre que nos asalta es rea de miseria. Y ese es uno de los grandes, primeros, problemas que nuestra sociedad arrastra desde tiempos en que la limosna era el vehículo para acallar conciencias. Permitir que los esfuerzos de la dádiva individual, siempre escasa, selectiva e ignorante, que la limosna, mecanismo de acallar conciencias, recurso de los que tienen para evitar pensar en los que no tienen, salvaguarda de paraísos por venir que la moneda sobrante intenta asegurar sin conseguir limpiar el desprecio, el asco, el miedo o la displicencia hacia el necesitado, sustituya en nuestras expectativas a la necesidad social de erradicar la pobreza, la moral y la física, la económica, la educativa. Porque suelen ir todas unidas, sobre todo en colectivos marginales.

Separemos el grano de la paja. Separemos necesidad de negocio, pobreza de picaresca, hambre de medraje. Aunque solo existe el pícaro porque primero existió el pobre. Solo existe el pícaro porque antes la sociedad no le dio al que solicita limosna lo que como persona y ciudadano le hubiera correspondido: acceso a la formación, a la vivienda y al trabajo. ¿Qué no siempre es así? Puede, siempre pueden encontrarse excepciones, pero la excepcionalidad es tratable cuando la generalidad está resuelta.

Yo conozco un colectivo, no marginal antes de empezar a serlo, no conflictivo, que ha sido casi completamente abandonado por la sociedad, salvo por los que están en su entorno, si los tienen, maltratados hasta sumirlos en la pobreza, en el abandono, en el olvido, en la miseria y la frontera de la inexistencia. Un colectivo del que todo el mundo habla, al que todo el mundo compadece, por el que nadie hace nada efectivo. Un colectivo condenado al olvido comentado, que es el más cruel de los olvidos. Al ostracismo compasivo, que es el ostracismo más inhumano.

Nuestros mayores se mueren. Se mueren en la soledad, en la tristeza de contar que sus pensiones, cuando las tienen, no les garantizan ni la más elemental supervivencia. Se mueren viendo como los servicios sociales, cuando tienen acceso a ellos, llegan tarde, son más caros de lo que ellos pueden pagar o están sujetos a tramitaciones fuera de su alcance. Nuestros mayores están abandonados a empresas privadas de servicios sociales en las que prima el beneficio sobre la atención, en las que las reclamaciones y las arbitrariedades denunciables y denunciadas se pierden en despachos de oscuros intereses. Nuestros mayores sufren, lloran y acaban su vida en condiciones en las que el rubor que debería producirle a nuestra sociedad su situación debería de ser suficiente para iluminar el mundo. Nuestros mayores no son un problema que la sociedad identifique como tal.

Pensiones miserables. Centros de atención insuficientes, medicación cara o no cubierta. Impuestos, nuestros mayores pagan impuestos indirectos aunque no tengan donde caerse muertos. Lasitud social. Abandono o insuficiencia de contacto familiar… y además demencia.

Por si nuestros mayores no tuvieran suficientes cuitas, suficiente abandono externo, la enfermedad los abandona de sí mismos, los relega a un estado de dependencia para el que la sociedad, salvo los privilegiados, los más acomodados, no tiene respuesta, no al menos una respuesta contundente y satisfactoria. ¿Cómo va a tener esa respuesta si no identifica el problema? ¿Si no reclama la solución? ¿Si el esfuerzo individual y familiar, cuando la familia existe, palía parcialmente una hecatombe moral a nivel colectivo?

Entiendo que políticamente no son interesantes. No votan, no cotizan, solo gastan. Gastan dinero que los políticos podrían emplear con mejores fines. En sí mismos sin ir más lejos. Gastan recursos, urgencias, tiempos de médicos. Gastan paciencia ajena solicitando cuidados que no siempre son físicamente reales, aunque si sean muchas veces anímicamente imprescindibles. Gastan tiempo, gastan energías. Yo he visto a viejos que acuden a las salas de espera de las consultas externas de los grandes hospitales para tener con quién hablar.A ancianos tirados en la calle, sin techo, expuestos las agresiones de bestias de forma humana. A mayores rodeados de basura, de miseria real y palpable, en una vivienda que apenas pueden pagar y que se deteriora al mismo ritmo, o más rápido aún, que ellos mismos. A gente que muere en soledad, en la ignorancia ajena, sin que su entorno sepa ni siquiera que ha estado enferma

Una sociedad incapaz de cuidar a sus mayores, incapaz de buscar una calidad de vida aceptable para ellos cuando ya ellos no pueden reclamarla, es una sociedad que no se preocupa por la realidad social, por la justicia y por el futuro, porque la vejez ajena de hoy es nuestra situación segura de mañana. 

Esa vejez que los niños contemplan con ingenua curiosidad, que los jóvenes ignoran con aprensión y soberbia, y los maduros pretenden ignorar con inquietud de cercanía, no es de izquierdas, ni de derechas, no es una enfermedad ajena, ni una etapa salvable. Esa vejez es nuestro propio destino y al parecer, como sociedad, no nos preocupa. Estamos en otras cosas, estamos en banderas, en religiones en ideologías y otras preocupaciones de nivel superior. Y nuestros mayores, nuestros viejecitos, nuestros abuelos, los propios y los que no tienen nietos, se agostna, agonizan y mueren sin que nadie vele por ellos.

Y nos llamamos civilizados. Que venga dios y los vea.

viernes, 24 de noviembre de 2017

Utopías, distopías y disparates

No hay muchas formas de atisbar el futuro, de asomarse a una rendija que el tiempo permita para ver un tiempo que nos preocupa no solo de forma personal, sino como especie. La literatura, como vehículo privilegiado de la comunicación, ha abierto ventanas a posibilidades alternativas en las que la humanidad no solo analiza esos futuros, más probables unos, más inciertos otros, que no solo hablan de lo que será, si no que apuntan directamente al corazón del presente, a lo que es y puede dar lugar a lo relatado.
Si la literatura siempre ha sido hábil para este fin la ciencia ficción, esa rama tan tardíamente valorada de las letras en nuestro país, ha demostrado que esa capacidad de anticipar el porvenir, de extrapolar los síntomas del presente para crear un futuro posible, ha sido especialmente prolífica sobre el tema. Raro es el autor de calado de esta disciplina que no ha concebido su visión particular de lo que acontecerá. No hablamos de un relato situado ficticiamente en otro tiempo, no de una historia actual con cuatro cachivaches tecnológicos que den un tinte futurista, no, historias que retratan sociedades con sus valores, con sus problemas, con sus logros y anhelos. Y si la literatura escribió los guiones la llegada del cine permitió, a aquellos cuya imaginación no se lo permitía, vivir en imágenes, en sonidos, en atmósferas recreadas, esos aconteceres posibles y previamente contados.
Una cuestión me provoca, estoy convencido de que no solamente a mí, una inquietud de espíritu en la que la razón, las razones, no me sirven como bálsamo. ¿Por qué la mayoría de las ventanas al futuro se abren sobre distopías? Es verdad que la razón literaria me dice que es más fácil contar la excepcionalidad del desastre que la felicidad cotidiana. Es cierto que la carga emocional de lo negativo es más relatable que la tranquilidad de un día de felicidad. Pero estas razones se diluyen cuando veo la realidad que me rodea, la radicalidad, el populismo, las medias verdades como medio de alcanzar objetivos presuntamente deseables, el desplome de los valores, la implantación sistemática mediante colectivos coercitivos del pensamiento único en temas morales y cotidianos, la dilapidación sistemática de los derechos individuales en nombre de unos pretendidos beneficios colectivos como respuesta  a miedos globales, ¿provocados?,  la salud, el terrorismo… que además llevan al predominio de grandes corporaciones sectoriales por encima de los gobiernos, de los colectivos que les sirven, de los ciudadanos. Y entonces la distopía se me hace evidente, cercana, inevitable.
Es cierto que leyendo “1984” en el contexto en el que fue escrita, situada en el tiempo y panorama político en el que Orwell la concibió, habla de una distopía provocada por los sistemas de anulación ciudadana que la realidad de la URSS en aquel momento apuntaban. No es menos cierto que el devenir nos ha permitido comprobar en nuestras propias carnes, incluso con episodios recientes, que en realidad las distopías imaginadas no tienen ideología, tiempo, ni límite.
El objetivo final de toda ideología, cuanto más radical es más evidente aparece ese objetivo, es la erradicación de toda oposición. Varían los métodos, varían los planteamientos, varían los tiempos o los desarrollos, pero el objetivo persiste.
Por cierto, acabo de darme cuenta, menos mal, de que he escrito una página entera sin referirme a los hechos que me han llevado a ponerme al teclado, ni a sus responsables.
El afán que demuestra el Ayuntamiento de Madrid en tomar medidas arbitrarias que afecten a los ciudadanos y a su día a día es digno de mejores fines. Su obsesión, razonada con medias verdades, permite entrever fobias e incapacidades que lesionan intereses legítimos de personas para las que ni han previsto soluciones, ni parece siquiera que sepan que existen, me refiero  las personas, o que les importen lo más mínimo, ni las personas ni las consecuencias.
 El problema se agudiza cuando además interviene el afán recaudatorio que parece convertirse en el fin principal y no confesado de las medidas. Fin último o, al menos, no desdeñable.
Cuando un organismo de servicio público, como es un ayuntamiento, se convierte por mor de sus decisiones en un problema público, algo no está funcionando.
Es comprensible que  todo equipo de gobierno tenga que tomar decisiones impopulares, incómodas, por un bien común que deben de defender, pero eso no está reñido con tomar esas medidas de forma proporcional y sin dañar a colectivos que son necesarios para el correcto funcionamiento del día a día de las personas y sus bienes.
Me contaba un conocido, que tiene una empresa de servicios auxiliares, reparadores que trabajan para atender a los usuarios que sufren averías que necesitan una reparación urgente, que su personal se enfrentaba a persecución y sanciones cuando tenían que intervenir en viviendas situadas en el centro de Madrid, en la zona donde se ha prohibido aparcar durante estos días. Me contaba de un operario, un fontanero, al que la policía municipal sancionó con 200 € mientras estaba descargando material para efectuar una reparación de urgencia en un edificio. De nada le valió la intervención del portero certificando que existía la avería, de nada el mostrar la asignación de trabajo emitida por una compañía de seguros con la valoración de “urgente”, de nada explicar que no podía trasladar los materiales y herramientas a pie desde el aparcamiento más cercano. ¿Quién estaba haciendo servicio público en ese momento?
Llevadas las medidas a ese nivel ¿estamos hablando de interés ciudadano, por parte del ayuntamiento, de una fijación con los vehículos a motor, o de una incapacidad para comprender las necesidades básicas de una ciudad como Madrid? ¿Estamos hablando de preservación o de imposición ideológica aprovechando una situación puntual?
Claro que, si naturalmente yo me hubiera inclinado por la falta de previsión y conocimiento, otras medidas tomadas por ese mismo equipo de gobierno me llevan a considerar que algunas de sus intervenciones me abren el camino de la distopía inmediata. La decisión, la, para mí, absurda decisión, de convertir las calles del centro en calles de sentido único para los peatones me lleva a imaginarme calles como Carmen o Preciados, por poner algún ejemplo, en aceras de una Metrópolis de sentido único físico e intelectual, en Madrid como una ciudad integrada en la Franja Aérea 1 del Super Estado de Oceanía, donde el Gran Hermano nos vigila para que circulemos correctamente. Después de la recomendación vendrá la norma, con la norma las sanciones, y con las sanciones las restricciones. Los vehículos de discapacitados solo podrán circular por esas calles previa autorización previa, y pagada, y en horarios restringidos. Estará prohibida la carga y descarga.
La medida es tan absurda, tan arbitraria, que nos podemos imaginar múltiples disparates posibles.  Imaginemos. A los peatones teniendo que consultar el sentido de circulación peatonal de las calles para poder llegar a su destino de la forma más racional posible. Imaginemos. El ir y venir, los recorridos innecesarios, el peligro de pasarse una esquina, el cachondeo, la incapacidad de algunas personas para orientarse en esas rutas sobredimensionadas. Imaginemos, aún más absurdo. Dado que son calles comerciales si alguien quiere ver la totalidad de los escaparates de los comercios de una de ellas tendrá que hacer un recorrido por uno de los lados de la calle, volver por otra calle diferente y recorrer nuevamente la calle original por el otro lado. ¿Y si se nos pierde un niño? ¿Qué hacemos? ¿Podremos confiar, vistos los antecedentes, en que la autoridad presente y competente, va a comprender la situación?
¿Y después qué? ¿Nos instalamos intermitentes? ¿Marcamos carriles para peatones con líneas continuas para evitar que se cambien demasiado y entorpezcan a los demás usuarios? ¿Se instaurará un permiso de circulación peatonal con puntos? ¿Tendremos que vestir todos uniformemente con nuestro DNI perfectamente visible? ¿Nos hemos vuelto locos? 

Hay que reconocerlo, a veces la realidad supera a la ficción, o, por lo menos, hace todo lo posible por imitarla de la forma más surrealista y desagradable posible. 

sábado, 18 de noviembre de 2017

Una propuesta salomónica

Reflexionando, que como todo el mundo debería de saber es gerundio y por tanto, abundando un poco más en el conocimiento del castellano, tiene la capacidad de resumir, sobre el tema catalán, sobre las distintas posturas, que inicialmente parecen irreconciliables, se me ha ocurrido, y esto es participio y aprovecho para participarlo, una posible solución que a fuerza de no contentar a nadie dejaría a todos insatisfechos, pero en la que todos serían reos de las posiciones demandadas.
Respeta el derecho a decidir de todos y cada uno, incluye los límites legales de la decisión, permite votar la opción preferida de cada ciudadano y contempla la opción de que se tenga en cuenta lo votado.
Únicamente quedaría por valorar, que manera de esquivar el verbo decidir, si el resultado obtenido sería vinculante o no. Sospecho que ninguna de las partes estaría plenamente satisfecha con mi propuesta, lo que la hace aún más atractiva, e ilustrativa.
Yo convocaría un referéndum sobre la cuestión catalana con las siguientes características:
1.       Se votaría en toda España
2.       En Cataluña constaría de dos preguntas y en el resto de España solo de una.
3.       Solo sería vinculante el resultado de la segunda pregunta si también lo es el de la primera.
Hasta aquí yo creo que nadie puede ponerle un solo pero a mi propuesta, aunque lo de nadie posiblemente esté un poco exagerado. Casi nadie, al menos nadie de los que han pedido diálogo, derecho a decidir, democracia o derecho a votar. Todos respetados.
Y ahora viene lo verdaderamente complicado, como siempre. Porque lo verdaderamente complicado en toda cuestión no es responder, si no acertar con la pregunta. Y yo propondría las siguientes preguntas:
1.       Para todos los españoles: ¿Consideran ustedes legítimo, y por tanto están dispuestos a aceptar, el deseo de independencia de algunas partes del territorio español, siempre que así lo expresen por mayoría suficiente?
2.       Solo para los catalanes: ¿Desea usted la independencia de su circunscripción electoral respecto a España aceptando los términos que se especifican en esta convocatoria?
El resultado de la primera pregunta condicionaría la aceptación de la segunda ya que es potestad de todos los españoles cambiar la ley y aceptar ese cambio, pero si dijeran que sí, al día siguiente de la votación todos los pueblos que hubieran elegido su independencia, lo serían. Ya luego si se organizan en nación, estado, territorio independiente o pueblo estado, sería su problema y el de los que lo hubieran decidido. Porque tampoco nadie puede, puestos a ejercer el derecho a decidir, que ese derecho haya que ejercerlo por territorios completos. Ellos mismos lo plantean, cada uno tiene derecho a decidir dentro de su comunidad y a que el resto de territorio más amplio tenga que respetar esa decisión.
Es posible que entonces el territorio a independizarse fuera algo así como Gerona y la parte norte de Barcelona. Tal vez algo de Lérida, y algún pueblo suelto aquí y allá que ya vería como bandearse. Al fin y al cabo lo más  problemático de tomar decisiones es enfrentarse a las consecuencias.
Ya lo de los términos y consecuencias sería cuestión de ser serios y rigurosos. Aranceles a los productos de las zonas independientes. Exclusión automática de los foros internacionales. Pérdida de libre circulación. Pérdida de moneda única.. Tampoco yo sé exactamente. Así, a volapié, que se dice. Seguramente me faltan muchas y, hasta puede que, me sobre alguna.
Estoy seguro de que algunos pueblos no ratificarían ese deseo de independencia. Otros muchos sí, aunque les pareciera una independencia inviable.

En fin, ahí dejo mi propuesta. Insisto, estoy convencido de que no va a dejar contento a nadie porque intenta respetar las convicciones de todos. Salomón me lo hubiera firmado, seguro.

viernes, 17 de noviembre de 2017

Un paraíso penal

Con un cierto asombro, en realidad con un cierto recochineo interno, leo las noticias sobre los requerimientos de información que el sistema legal belga realiza al español a cuenta de la extradición de los políticos catalanes que se han instalado en sus tierras.
Tal vez la culpa sea de los Tercios Viejos y cientos de años después el subconsciente flamenco no haya aún logrado pasar página de una historia aún más vieja que los tercios. Tal vez sean cuadros como el de “Las Lanzas” de Velázquez que rememoran episodios incómodos para los habitantes de Flandes, o tal vez solo sea que entre España y Bélgica, entre sus nacionales, sigue existiendo una relación de mínimo respeto mutuo.
Tal vez sea eso, alguna de esas cosas, o todas, lo que sigue asomando los cuernecillos del mutuo desprecio cada vez que existe oportunidad a pesar de que legalmente pertenecemos a un proyecto presumiblemente común, el europeo. Y digo que presumiblemente común porque cada vez que nuestros caminos se cruzan lo único común, lo único que compartimos es el recelo que el otro nos causa. Y le llamo recelo por no dar otras calificaciones que no serían compatibles con los mutuos intereses, aunque, seamos sinceros, si son compatibles con la cruda realidad.
La verdad, la única verdad a nivel oficial, es que Bélgica se convirtió en su momento en un baluarte en el que los terroristas de ETA encontraron acogida. En sus vericuetos legales y en su descarada desconfianza hacia un país que lo último que necesitaba era un socio que protegiera a los que sistemáticamente asesinaban a sus ciudadanos y ponían en jaque a un sistema político que intentaba salir de una larga pesadilla.
Si entonces fue el terrorismo de ETA el vehículo de la falta de solidaridad legal, voy  descartar la política, que el sistema belga utilizó para demostrar su falta de empatía con España, ahora es el acogimiento a unos presuntos delincuentes por sedición la excusa para demostrar, otra vez, que la solidaridad europea no es otra cosa que papel mojado a nivel de dura realidad.
Es verdad que en tiempos de terrorismo Bélgica aún no lo había sufrido en sus carnes y la falta de empatía que sus decisiones demostraban podían interpretarse desde una carencia de solidaridad preocupante, pero en el caso de la sedición Bélgica tiene el diablo en sus propias tierras y tal vez le sería más fácil ponerse en piel ajena. Bastaría con que se planteasen cual sería la actitud si cambiásemos territorios y personajes.
En fin, tantas palabras para decir tan poco. Tantos trámites para llegar a tan pocos sitios. Tantas declaraciones de solidaridad, de amistad, de identidad europea, para al final dar una larga cambiada. Porque yo creo que al final son las tripas, las históricas y las histéricas, las personales de los intervinientes, las que predominan en estas cosas.
O eso, o tal vez debiéramos de empezar a pensar que Bélgica quiere convertirse en un paraíso penal, en el lugar al que peregrinen los delincuentes comunes de todos los países invocando una persecución política que solo los belgas serán capaces, tendrán las tragaderas, de reconocer.

Si yo fuera el presidente del gobierno español tendría una copia a tamaño natural de “La Rendición de Breda” preparada para regalarle al gobierno belga en agradecimiento. Puestos a tocarnos las partes pudendas, al menos que la nuestra sea más fina, y cultural.

sábado, 11 de noviembre de 2017

El veintidós de diciembre

A veces tengo la impresión, sobre todo a la hora de hablar de ciertos temas, que la gente no dice lo que piensa, o muchas más veces aún, que la gente no piensa lo que dice. Hay varias posibilidades intermedias, matices que se llaman, que van del blanco roto al gris muy oscuro, en una sinfonía de tonos que solo la mente femenina es capaz de describir.

El 21 de diciembre, bien evitado el 28, es fecha señalada de urnas, solamente en Cataluña, telediarios y tertulias interpretativas de los resultados que los distintos partidos participantes en esas elecciones hayan obtenido. Jornada de reflexiones, augurios y reconstrucciones de futuro. Como todas las jornadas de comicios, vamos. Nada nuevo ni que nos pueda sorprender.
Pero siendo claro en sus resultados, también quiero serlo en mis predicciones.
Mucha, pero mucha, gente vive una suerte de angustia preguntándose qué va a suceder si el bloque independentista vuelve a sacar más escaños, más votos o ambas cosas. Qué va a suceder si el escenario parlamentario catalán reproduce, aunque sea con diferentes proporciones en los partidos la configuración de bloque que existe actualmente.
Creo, estoy absolutamente convencido, de que hay mucha gente empeñada en comentar este posible escenario como un problema de difícil resolución. Y no es cierto, ni siquiera en el más que probable caso de que tengan razón.
Hay, dada la perversión del sistema electoral catalán, del sistema electoral español, que las zonas rurales impongan su voto sobre las metropolitanas. Su voto, que no sus votos, y logren configurar un parlamento con una mayoría independentista en sus escaños votado por una minoría de ciudadanos. Puede suceder, muy posiblemente suceda. ¿Y qué?
Puede suceder, incluso, que metidos en esta vorágine de verdades del barquero, no el sentido de incuestionables, si no el de verdades que se lleva la más mínima corriente, los independentistas ganen en votos y en escaños. La pregunta sigue siendo la misma, ¿y qué?
Y me hago esta pregunta desde la consciencia antes de que las votaciones pasen a reflejarse en papeletas introducidas en urnas controlables, por ciudadanos controlables y con metodología homologable. Me la hago porque veo el desconcierto, el rumor, el pesimismo, creo que en muchos casos interesado, con el que en muchos círculos se analiza este posible escenario. Sin rigor, sin reflexionar, sin analizar correctamente el día después del veintiuna de diciembre.
El veintidós de diciembre, digan lo que digan las urnas, la ley será la misma que el veinte de diciembre. Nada habrá cambiado salvo la representación de los partidos en un parlamento que tendrá que ponerse a trabajar en la forma de llevar adelante sus programas respetando una ley que estará tan vigente como dos días antes. E igual de vigente e igual de coercitiva si las acciones lo demandan.
¿Para que valen entonces estas elecciones? Para restablecer el marco legal quebrantado desde posturas interesadas y retomar todos los caminos que a partir de entonces se puedan retomar.
Hay varios caminos que la democracia permite a la hora de reivindicar cuestiones, pero todos parten del respeto a la legalidad vigente. Nadie puede condenar las ideas ajenas, nadie puede cambiar de un plumazo, con unos cuantos papeles depositados en unas urnas, los sentimientos con los que las personas los introducen, las esperanzas, las ilusiones, ni los rencores, ni las cuitas. Nadie puede cambiarlos, borrarlos, y nadie debe de ignorarlos.
Así que lo que si debe de suceder el veintidós de diciembre en Cataluña, es que el gobierno de España y el parlamento democráticamente elegido por los catalanes empiece a pensar en donde sentarse, de que hablar y con qué instrumentos recuperar  una situación política que han manejado con sus propios intereses y no con el de los ciudadnos que los votaron, tanto a unos como a otros.
Encontrar, como siempre ha sido su obligación, los puntos de confluencia, los intereses comunes, las convivencias compartibles. Existen y debería de ser más fuertes que la que nos enfrentan. Solo desde la comprensión, solo desde la generosidad, solo desde el sentido común por ambas partes podrán desmontarse las mentiras, los discursos interesados, las exaltaciones de lo propio y diatribas a lo ajenos cultivadas durante años por ambas partes y mantenidas por sectores interesados en la ruptura y el enfrentamiento.

El veintiuno de diciembre toca votar, y el veintidós empezara construir con materiales nuevos, con cordura. Y allá la conciencia de los que tendrán obligación de hacerlo. La historia se lo demandará, o, si persisten en sus errores, los ciudadanos o la ley de forma más inmediata.

jueves, 9 de noviembre de 2017

Apuntes sobre la crisis catalana, entrega enésima y no última

He leído con todo el interés que la persona merece, como político, pero sobre todo como científico, el artículo publicado por La Vanguardia y escrito por Eduardo Punset y en el que vacía su pensamiento sobre el monotema actual, la crisis catalana. Un artículo lleno de verdad, de su verdad, lleno de sinceridad y pleno de sentimiento y memoria.

Me ha parecido un artículo impecable y emocionante. Un artículo en el que Punset se vacía y tira de memoria, el artículo que solo puede escribir un hombre bueno y convencido de lo que dice. pero una cosa es que un hombre bueno, sabio, como Punset, diga sus verdades y otra cosa es que esas verdades sean absolutas o compartibles por todos. Por mí en este caso, o por organizaciones o instituciones internacionales.

Recuerda Punset sus tiempos de exilio, sus tiempos universitarios, sus militancias en el PCE. Recuerda con emoción su compromiso con la lucha antifranquista y las libertades, como cada uno de nosotros recuerda sus cuitas, sus miedos, sus compromisos y sus actos, fueran muchos o pocos, alineados o personales, en favor de un cambio en aquella sociedad dominada por un pensamiento único emanado de un partido único encabezado por un líder único, omnipotente y omnipresente, o eso pretendía.

Y vienen esos recuerdos a cuenta de la independencia judicial, de su frustración personal porque considera que aquellos acuerdos alcanzados no garantizaban la independencia del poder judicial respecto al poder ejecutivo tal como él lo consideraba. Y lo recuerda hoy, y lo recuerda respecto a lo que está sucediendo en su tierra valorando, sin mencionarlo, todo el entramado judicial que acompaña al proceso, poniéndolo en cuestión. Dando cuerpo a una corriente de opinión, sesgada, que considera que sus políticos presos son presos políticos. Hoy, también, casualmente, y respecto al mismo tema, Amnistía Internacional dice que no hay presos de conciencia, su terminología para denominar a los presos políticos, en el tema catalán, y especifica: ni los "Jordis", ni los consejeros encarcelados.

Pero donde él ve defecto yo veo virtud, donde él ve carencia muchos vemos posibilidades, donde él apunta política, otros, sin descartarlo, vemos legalidad, donde él ve derrota muchos vemos necesidad de lucha.

Se queja el señor Punset de no haber logrado imponer íntegramente en la constitución las ideas que su partido consideraba. Seguramente si le preguntáramos al señor Fraga, o al señor Roca, que silencios los suyos en estos días, se quejarían de lo mismo, pero desde el extremo contrario. Y en ello veo virtud porque lo que significa el fracaso que él siente a día de hoy es la consecuencia de una negociación en la que nadie se salió completamente con la suya, o en la que nadie consiguió imponer totalmente su criterio, que tanto monta. El producto final fue mejorable, visto desde hoy, pero supuso, por una vez en España, que la voluntad de convivencia se impuso a la pulsión fratricida que habitualmente, históricamente, predomina en las ideologías de nuestro país.


Donde el Señor Punset, amargamente, apunta a la carencia de independencia global del poder judicial respecto al poder ejecutivo, yo, y más, apostamos por la independencia personal de los jueces implicados en el trámite legal de las consecuencias de las decisiones tomadas en aras de un proceso independentista no amparado por la legalidad vigente. No apuesto por la pericia procesal, no apuesto por la conveniencia de las decisiones, no, apuesto únicamente por la independencia de conciencia del juez designado, de la jueza en este caso. Porque una vez descartado el orden de factores, reconocido, incluso internacionalmente, que lo que hay en España son políticos presos por sus acciones en contra de la legislación vigente y no presos políticos por sus ideas, a los ciudadanos nos es fundamental pensar, confiar, en la imparcialidad de los jueces, de esos funcionarios a los que pagamos todos y que deben de dirimir, de aportar el factor humano, a aquellas actuaciones que acaban en sus manos. Porque, si no confiamos en los que tienen que administrar la legalidad, más allá de los fallos, de las carestías, de la imperfección legal, ¿a qué podemos acogernos? ¿con qué reglas comunes podemos convivir?

Donde el Señor Punset se muestra desesperanzado, vencido, sin otra opción que pervertir la legalidad que el mismo contribuyó a crear en busca de una justicia que a otros nos parecería dudosa, yo veo una llamada a la lucha. Donde el ve una suerte de camino ciego y sin salida yo veo el punto de partida para luchar por la consecución de un poder judicial más comprometido con la sociedad y menos susceptible de ser señalado por su intervención política.

Habla Eduard Punset del pequeño paraíso de sus primeros años y de como salió de él, y de como esa salida le hizo abrirse a nuevas ideas, a nuevos horizontes, y acaba el artículo con sus percepciones actuales escritas desde ese mismo pequeño paraíso de su infancia y juventud, y tiene uno la sensación, desde el respeto, desde la admiración, de que su vuelta a su paraíso ha sido una vuelta a sus horizontes limitados, a que el entorno cercano, cálido, emocional, ha pesado más en el final de sus reflexiones que esos otros internacionales, universales, multi universales, cósmicos, con los que nos ha deleitado tantas veces.

Así que yo voy a  seguir confiando en la legalidad vigente como regla fundamental de convivencia, en el sistema judicial como órgano administrativo que la interpreta y dicta sobre su cumplimiento, y, sobre todo, en los jueces como eslabón último para interpretarlo, acercarlo a esa Justicia intangible, inalcanzable, a la que todos aspiramos. Y en esa confianza va mi reconocimiento de su imperfección y mi compromiso a luchar por uno mejor, más cerca de la perfección, más próximo a la Justicia que todos, absolutamente todos, anhelamos.





viernes, 3 de noviembre de 2017

La trivialidad de lo importante

Hola papá:
Cuanto tiempo, cuantas cosas. El mundo enloquecido gira y gira y tú apenas te mueves del sillón, apenas sales de esa cada vez más profunda ensoñación que va secuestrando tu percepción del día a día.
He empezado estas líneas con la intención de ponerte al corriente de todo lo que está sucediendo y tú, a pesar de que te pasas las jornadas frente a la televisión, no llegas a captar. El mundo, en un frenesí que roza el histerismo, sale, según los profesionales de la información, a no menos de cuatro o cinco noticias históricas por día, algunas de ellas ya catalogadas como de la década o, incluso del siglo.
Así que, ante tal avalancha, me he puesto al teclado con la fútil esperanza de que al menos mis palabras puedan llegarte, aunque sea como un eco, al lugar, o a la entelequia, en el que pueda estar reposando tu consciencia.
Mi primera intención ha sido contarte, con pelos y señales, el tema de Cataluña. Los vaivenes, los desatinos, los juramentos, alguno incluso en arameo, y la sinrazón que parecen haberse apoderado de todo el mundo, pero de todo el  mundo mundial, papá, no solo del español. Pero pasado el primer impulso me he dado cuenta de que aún no ha acabado y no tengo muy claro cuando, ni como, acabará. Incluso mirándote a los ojos para empezar a contártelo me he dado cuenta de que, tal vez, no sea tan importante.
Luego me he ido a las matanzas, a las de los atentados, fíjate el de Barcelona, en La Rambla, y a esas otras que de vez en cuando algún probo ciudadano norteamericano armado perpetra contra todo el que pilla por en medio. Y también me he percatado, al mirarte, de que hablarte de muertos tampoco es un tema que ahora te sea especialmente interesante.
También se me ha ocurrido ponerte al día sobre los inmigrantes, sobre la política en general, sobre el fútbol o sobre los diversos temas que tan ocupados, cabreados, atentos, nos tienen estos días. Pero al llegar a ellos tampoco me han parecido de tú interés en tu situación actual.
Finalmente, papá, me he dado cuenta de que a pesar de la importancia que les damos, ¿A ti que te importan en este momento? ¿Qué te va a ti en que los catalanes, los corsos o los de Albacete quieran ser independientes? ¿Qué te importa que el Barça vaya primero en la liga o que la pesadilla del ISIS se haya terminado?
Me hubiera gustado poder contarte que ya hay una cura para lo tuyo, que mañana podrás leer lo que sucede en el periódico, que al menos existe una esperanza… pero no, papá, de lo tuyo no hay nada, ni esperanzas. Ni fondos suficientes, ni, y es duro decirlo así de crudamente, parece haber un interés real, de esos que aportan dinero con el que financiar el tiempo de los investigadores.
Sí que me hubiera gustado comentar contigo las primeras gracias de la niña, tu biznieta, a la que aunque llegues a ver no conocerás nunca, no al menos en este plano, en esta realidad, en esta vida. Contarte que es muy alta, que está muy espabilada, que se fija en todo y reacciona ante todo. Que nos parece la más lista de las niñas de cuatro meses que hemos visto. Que… eso, que es nuestra nieta, tu biznieta. La más guapa, la más alta, la más todo.

En fin, papá, gracias por ayudarme a entender que es lo aparentemente importante y qué lo verdaderamente trascendental. A veces es necesario alejarse de este mundo para tener suficiente perspectiva, aunque sea por las malas.

lunes, 30 de octubre de 2017

Política climática

“Después de la tempestad llega la calma”. Ttodo el mundo que me lee, y que tiene la paciencia de escucharme, conoce de mí agradecimiento a dichos y refranes que de forma tan acertada expresan las situaciones. El problema de aplicar estas frases es que a pesar de su implícita sabiduría, de su contrastada lección de cordura, mal aplicadas nos pueden llevar al despiste.
La calma, como casi todo es mundo sabe, es esa situación en la que aparentemente no sucede nada, y solo se puede apreciar por el contraste inmediatamente anterior o posterior con su ausencia. Pero a veces, tal vez demasiadas, se cometen dos errores fundamentales a la hora de aplicar la fase inicial. El primer error es confundir la calma con algún sinónimo de aparente identidad. La calma no es la parsimonia, ni es la tranquilidad, ni es la ausencia de acción. La segunda es no evaluar correctamente la ausencia de calma, o sea confundir una tempestad con un huracán. La tempestad es un frente que pasa y deja una calma sin fecha límite. Pero existe también calma en el ojo del huracán, una calma expectante que tiene como límite el paso del resto del huracán. Es verdad que a veces los huracanes se deshacen espontáneamente, o pierden fuerza en su camino, pero no debemos de recrearnos en tal expectativa.
Y a mí me parece que en esas estamos, que a pesar de que la sensación general es balsámica, de tranquilidad aparente, de una cierta felicidad por lo que pudo ser y parece que no va a ser, hablo de Cataluña, estamos aún en el ojo del huracán. Estamos viendo el sol y disfrutándolo como compensación de todo un largo periodo tormentoso. Un periodo de tiempo donde se perdieron las formas, las institucionales y las personales, donde se perdieron las perspectivas, las temporales y las éticas, donde se perdió el tiempo, el económico y el vital, sin otro fin lógico que satisfacer ciertas soberbias, personales, políticas e, incluso, xenófobas.
Es posible, parece probable, que esas aspiraciones que el tiempo calificará más adecuadamente que la inmediatez que ahora vivimos, que esa perversión y retorcimiento del lenguaje del que se han valido para reclamar como propias aspiraciones que nunca dejaron de ser generales, hayan dejado paso a unos momentos más relajados. Pero en el relax está el peligro, en la falta de perspectiva de que el huracán solo ha puesto sobre nosotros su ojo, pero su parte activa ha dejado un frente, tal vez varios, que empezaremos a sufrir en cuanto esta calma aparente toque a su fin, tal vez mañana sin esperar más.
Me preocupa que el sentimiento de reivindicación de lo español que ha surgido como contestación al desafío planteado desde Cataluña, lleve a algunos a justificar los comportamientos extremistas que tanto daño han hecho históricamente a nuestro país. España tiene que empezar a ser de todos y esa actitudes solo intentan reivindicar una propiedad del sentimiento y los emblemas que excluiría a la mayoría de los ciudadanos españoles. No, los extremos siempre se tocan y yo no veo diferencias entre la extrema derecha y la extrema izquierda. Ambas persiguen decirnos como tiene que ser el mundo en el que queremos convivir, sin matices, sin libertades, sin capacidad para disentir o para aportar opiniones. Los extremismos son el pensamiento único y la persecución de los que no  se acomoden a su totalidad.
Pero tal vez, con ser el peligro más evidente, no es el único ni el mayor. Lo sucedido y los compromisos adquiridos nos abocan a una revisión de la constitución, y ese sí que es un peligro grave, porque hay tantas reivindicaciones, tantos anhelos, tantos funcionamientos mejorables vistos durante estos años, tantas sensibilidades que no se sienten representadas por la actual redacción, que miedo me da pensar en cómo cerrarla una vez que se haya abierto.
La ley electoral, el encaje territorial, el reparto de las competencias, monarquía o república, el respeto a los fueros particulares que suponen un beneficio sobre los demás territorios, y tantos otros grandes y pequeños melones que estamos deseando abrir y que puede ser complicado acordar para su aprobación.
Se avecinan tiempos difíciles y eso me hace buscar entre los que hay a los timoneles adecuados para capear el temporal, y a los que veo, los que actualmente están a los mandos, no me inspiran ninguna confianza. Más preocupados de la ideología que del bien común, más preocupados por el poder que por el servir, más apegados al triunfo personal que al triunfo de la razón y del Estado.

Si, tras la tempestad llega la calma, pero en el ojo del huracán la calma es una situación transitoria. Transitoria y engañosa. Pintan bastos.

jueves, 26 de octubre de 2017

Prevariciar, acercamiento al meollo de la cuestión

Sigo pensando que todo el problema está en el lenguaje. Todo el problema político, por supuesto. Y es que cuando los hechos no pueden ser explicados con las palabras no queda más remedio que intuir que existe un vacío lingüístico que impide la identificación diáfana de la situación a explicar.
Y yo creo, estoy convencido, de que eso es lo que sucede en Cataluña. Se habla por todos los canales, desde todas las posiciones, a la más mínima oportunidad, de lo que acaece, lo que debería suceder y lo acontecido en fechas pasadas a cuenta de un batiburrillo de derechos, deseos y aspiraciones que las buenas gentes del condado llevan en su imaginario sin saber ya muy bien en qué posición exacta se encuentra. La mayor parte son gentes de buena voluntad, ciudadanos amables y razonables que creen en algo que está por ahí, perdido entre los gritos, las consignas y las mentiras que las propagandas foráneas les han creado. El problema, el gran problema, es que también los hombres lobo son magníficas personas mientras no sale la luna llena.
Unos creen defender el derecho a decidir, así sin matices ni nada, otros creen en el derecho a votar, así sin reglas ni nada, algunos desean la independencia, así sin saber muy claramente a donde les lleva la realidad soñada ni nada, y otros aspiran a llevar a los más inocentes a la calle, al barullo, a la algarada, que es donde ellos se mueven a gusto. Curiosamente, casi con toda seguridad, ninguno cree en todas esas cosas, ninguno piensa, o si lo piensa lo piensa para adentro, que pasado el tema hay muchos de los que ahora gritan a su lado que gritarán contra ellos y ese anhelo por el que ahora creen estar en su onda.
Pero no todos son inocentes, no. Y claro, esos no inocentes, esos que si saben lo que están haciendo y tienen claro que los sueños, los ideales y los derechos invocados son agua de borrascas, si, como lo oyen, de las borrascas que ahora nos están lloviendo, es de los que hablamos. ¿Y como se llama lo que hacen estos indignos representantes de sí mismos? Pues yo lo he estado mirando con calma y resulta que hay que dar un montón de conceptos, determinar las prioridades y al final entramos en el argot político que, como todos sabemos, significa lo que significa, lo que ellos quieran que signifique o todo lo contrario.
Así que devanándome los sesos, mirando aquí y allá, intentando explicar lo básicamente inexplicable, he dado con un verbo inexistente que retrata no solo la situación catalana si no algo muy común en toda la especie humana: Prevariciar
Prevariciar: tomar una decisión o dictar una resolución injusta a sabiendas de que lo es con el fin de acaparar bienes, prebendas u honores.
Y si conjugamos el presente de indicativo, no nos metamos ya en pretéritos pluscuamperfectos ni en futuros perfectos, queda todo mucho más claro.
Veamos. Yo prevaricio, tú más que yo, lo de Puigdemont es un escándalo, los españoles prevariciamos bastante, los del Govern prevariciais una pasada, y los demás ya ni te cuento.

Pero mucho más claro. A pesar de que es, evidentemente, un verbo altamente irregular, delictivo diría yo.

martes, 17 de octubre de 2017

Estimados hijos de puta

Estimados hijos de puta:

Lo cual, así dicho, puede llamar a equivocarse, por lo que aclaro sin demora y en primer término. Estimado no en su acepción afectiva y amistosa, no, si no de convicción, es decir que estimo, que estoy convencido, que no son ustedes unos presuntos, si no unos hijos de puta de los pies a la cabeza, sin paliativos, componendas o beneficio de duda alguno.

Habrá quién les aplique el calificativo, benigno, equívoco, de pirómanos, pero yo ese prefiero reservarlo para aquellos que tienen una enfermedad que les lleva a la necesidad compulsiva de prender fuego, pero no es el caso. Yo no se que necesidad compulsiva les guía a ustedes en sus actos y por tanto, y a la espera de un término científico que disimule algo su miseria moral, permítanme que les llame simplemente hijos de puta, la gente me va a entender.

Aclaremos, también, que el usted que empleo en esta misiva sin franqueo no es de respeto, como algunos poco avisados podrían suponer, si no que es tal la aversión, el asco, que sus actos me producen, tal la necesidad de separarme de ustedes, incluso como especie, que el único término que me aleja para nombrarles es este que siempre marca distancias.

Pero a lo que íbamos, ustedes a destruir y yo a explicarles el por qué de mi carta.

Ayer, por motivos familiares, tuve que desplazarme a mi ciudad de origen, a Orense. Llegando a Puebla de Sanabria, ya se apreciaba en el ambiente una cierta bruma, inconsistente, leve, que le confería al paisaje un halo de irrealidad. Esa inconsistencia fue revirtiendo en consistencia según descontaba kilómetros hacia mi destino hasta que, pasado el túnel de La Canda,  esa bruma se convirtió en un denso y odorífero humo que traía a nuestra pituitaria el olor de la vileza y a nuestras gargantas el sabor acre y picante del fuego que quema indiscriminadamente.

El sol, ese fuego que preside nuestros días, era una bola perfectamente perfilada de color rojo vergüenza por lo que estaba viendo desde sus alturas. Rojo vergüenza, rojo rubor, que a menudo se ocultaba para no seguir viendo tras la capa espesa de humo que enmascaraba el paisaje. El monte, el campo, componían un damero infernal de casillas verde vida, cada vez mas escasas según avanzábamos en nuestro camino, y negro hollín, negro miseria, negro muerte, jalonadas por esqueletos de lo que hasta hacía no mucho, tal como atestiguaban sus restos aún humeantes, habían sido árboles. No llegamos a ver ningún fuego, la densidad del humo en algunos momentos apenas dejaba ver lo necesario para poder continuar el camino. Bueno, por eso o por la poética sensación de que incluso el fuego se avergonzaba de lo que le estaban obligando a hacer y se escondía tras su propia humareda.

La sensación opresiva, la inevitable idea de que las puertas del averno estaban apenas unos metros más adelante en todas las direcciones, solo contribuía a lacerar el alma, de la que los ojos son a veces espejo pero en este caso ventana, aún más. Un alma que se condolía viendo en negro esa laderas que en breve deberían de reventar en los amarillos de la mimosa, del toxo, de la xesta. En esas laderas frondosas de pino, de castaño, de salgueiro, y de eucalipto, maldita sea, también de eucalipto. De ese eucalipto invasor e invasivo que tanta responsabilidad tiene en favorecer sus planes y hacer de los fuegos esa orgía de devastación que tan adecuada parece ser para sus planes.

Claro, que esa es otra. ¿Cuales son los planes de unos hijos de puta? ¿que fines persiguen? No lo se. Bueno, seamos sinceros, depende del nivel del hijo de puta del que hablemos, porque hay niveles. El de los que las autoridades acabarán cogiendo, porque los acabarán cogiendo, el fín de los hijos de puta pringados que plantan los fuegos es el de cobrar los aproximadamente cincuenta euros por foco que les paguen. Ya el fin de los hijos de puta de siguiente nivel, el de los expertos que planifican y coordinan para hacer el mayor daño posible, y que supongo que también será económico, me resulta más difícil de imaginar. Pero el que me resulta absolutamente inimaginable, por procaz, por inhumano, por miserable, es el de los hijos de puta mayores, esos que nunca cogerán y que son los que parten el bacalao, los capos del fuego.

Hay quienes ya les llaman terroristas, pero al menos el terrorista tiene la excusa de pensar que tiene una motivación moral. religiosa o política para cometer sus aberraciones, y esa excusa los hace humanos, lamentablemente humanos, pero humanos. No es su caso. Seguramente serán ustedes morfologicamente, biologicamente, constitucionalmente humanos, pero moralmente ustedes perteneces a otra especie, a la de los hijos de puta.

En fín, no me voy a alargar más, entre otras cosas porque esta carta solo está escrita para poder vaciar el dolor que siento por mi tierra, por sus gentes, por sus seres hasta hace una horas vivos y hoy abrasados por su miseria. Pero en ningún caso porque piense que los hijos de puta tengan oídos o entendimiento suficiente para entender de lo que hablo, ni mucho menos tenga la esperanza de que puedan sentirse aludidos.

Deseándoles, en la convicción de que nunca será suficiente, el mayor de los sufrimientos, se despide sin el más mínimo atisbo de sentimiento de empatía.

Rafael López Villar

En Orense a 17 de noviembre del 2017

martes, 10 de octubre de 2017

Éramos pocos y parió la abuela, cuando los extremos se tocan

Éramos pocos y parió la abuela, dice el dicho. ¿A quién alimenta la extrema izquierda? A la extrema derecha. ¿A quién alimenta la extrema derecha? A la extrema izquierda. Dios los cría y ellos se juntan, sigue diciendo el saber popular, que sabe mucho, aunque sea de forma parda. También se dice que los extremos se tocan haciendo referencia a que llegados al extremo es difícil separar los métodos y los fines, aunque para lo que nos ocupa  habría que decir que los totalitarismos se tocan.
Era inevitable, yo creo que en realidad estaba perfectamente previsto por los estrategas al uso, que la presión sobre España, antes o después, haría salir el sentimiento español que el pueblo guarda para los deportes y algunas, pocas, ocasiones más. Y cuando aflorara ese sentimiento de reivindicación patriótica, habitual en todos los pueblos del mundo, sucedería algo que solo sucede en España, usar la resaca postfranquista para identificar español y fascista, para identificar los símbolos y reivindicaciones del estado con un movimiento heredero del Movimiento que en su día Franco utilizó para apoderarse de los símbolos de todos.
Y ya puestos en esta tesitura era fácil suponer, y ha sucedido, que la dormida extrema derecha nacional sacara la cabeza para reivindicar un protagonismo que nadie le ha conferido y que nadie le debería de reconocer. Pero, al igual que la CUP en la parte catalana, los fascistas de signo contrario en la parte española se retroalimentan y justifican mutuamente.
Hablan los unos de trabajadores, de cooperativismo, de desobediencia, de anticapitalismo, de libertad, de romper el sistema para erigirse ellos en sistema y laminar cualquier atisbo de libertad o democracia. Hablan los otros de unidad, de grandeza, de raza y de libertad, de romper el sistema para erigirse ellos en salvadores de la patria, patria única sin atisbo de libertad o democracia. Hablan ambos, como si fueran diferentes siendo los mismos, de cómo el mundo sería mejor como ellos lo conciben, eso sí sin consensuar ese mundo con nadie más que con ellos mismos e imponiéndolo por los métodos que consideren necesarios, purgas, asesinatos, pensamiento único, represión a todos los niveles.
Hablan de distintos valores, tienen distintas banderas, cantan diferentes canciones y reclaman al pueblo como propio sin otro fin, común, que imponerle su moral, su sentido político y su élite, para sojuzgarlo.  No nos engañemos, recurramos al refranero para saber que son los mismos perros con distintos collares. Tanto unos como otros no buscan otra cosa que imponernos su Verdad, la que les confiere el grado de elegidos y las prebendas de los salvadores indiscutibles.
Es fácil, en medio de la algarada, en medio de las reivindicaciones, identificarnos con esos tipos simpáticos, descarados, osados,  que llevan lo que estamos pidiendo hasta un poco más allá de lo que nosotros nos atrevemos y nos hacen cómplices de su actitud desafiante y sin resquicios. Sí, es fácil que nos caigan simpáticos y que los jaleemos y nos hagamos unas emociones compartidas. Es tan fácil como difícil es darse cuenta de que cuando nosotros queramos parar ellos seguirán adelante y acabarán convirtiéndonos en sus enemigos y, llegado el momento, en sus víctimas.
Yo no puedo pedirle a los catalanes independentistas que se separen de la CUP, no se lo puedo pedir porque hace ya tiempo que se pusieron en sus manos, que les permitieron elaborar y dirigir sus estrategias y no les van a permitir que le pongan límites a su guerra en la que han logrado implicar a los dirigentes que deberían de haberles puesto coto. Por interés, puede, al principio, ahora porque no tienen más remedio.
Pero si puedo pedirle a todos los ciudadanos que de buena fe salen a la calle dispuestos a demostrar su sentido de españolidad sin anclajes políticos, sin afanes rememorantes, sin nostalgias de pasados difícilmente deseables, que no compartan, que no jaleen, que no toleren a los que aprovechan el río revuelto para mejorar como pescadores. Todo en la vida tiene un límite, y el de los ciudadanos debe de estar donde empiezan los extremos. Además hay que tener en cuenta eso mismo que el pueblo ha acuñado como frase referente: “dime con quién andas y te diré quién eres”, o quién acabarás siendo. Negaros siempre a ser cómplices, simpatizantes, colegas de calle, de aquellos que no tienen otro fin que el suyo y se aprovechan de vuestro ruido, de vuestro sentimiento y de vuestra presencia, para hacerlos de su propiedad. Para justificarse.
Frente al totalitarismo, democracia. Frente a libertad condicional, libertad real. Frente a pueblo, ciudadanos. Frente a intolerancia, fraternidad. Frente a ellos, nosotros, que somos más y mejores.

Y, puestos a no poner de mi parte ni una sola idea original, quisiera rematar esta reflexión con aquella frase que solía decir el Hermano Lobo: “El que avisa no es traidor, es avisador”. Pues eso, que en todas partes cuecen habas.

lunes, 9 de octubre de 2017

Ahogándose en la orilla

No sé, porque mis conocimientos sobre la mente y sus trastornos no me lo permiten, si el trastorno que sufre el PSOE es una paranoia, una esquizofrenia, o un trastorno bipolar, pero lo que si tengo claro es que sea lo que sea lo hace débil, quebradizo y poco fiable. Eso y que todos esos males los traslada a la sociedad a la que debería representar como partido más votado de la oposición en unos momentos más que delicados para el país.
Hace poco que comentaba que el proceso catalán, su planteamiento, su evolución, eran un salvavidas al que podría agarrarse la izquierda para reconectarse con esa población mayoritaria y sin ideología predeterminada que es con la que se ganan las elecciones. Esa mayoría, en general silenciosa pero determinante, que se siente cómoda con la monarquía, insatisfecha con la corrupción pero sin que la obsesione, identificada con los signos del estado y feliz con la forma de vivir en España. No son nacionalistas, no son, ni muchos menos, fachas, pero les molestan las posiciones equivocas, las pitadas al signo, el continuo cuestionamiento de la historia de la que se sienten moderadamente orgullosos, o los planteamientos equívocos respecto a los valores que respetan y con los que se sienten identificados.
El problema, el maldito problema, es que la simplicidad del mecanismo del salvavidas hace que no venga acompañado de un manual de instrucciones. Cualquiera con dos dedos de frente sabe que el salvavidas, el clásico flotador de toda la vida, se pone en la cintura y se usa en el agua con la cabeza hacia arriba. Alguien en la izquierda española no tiene dos dedos de frente y ha decidido usarlo invertido, con la cabeza dentro del agua y los pies en alto, y se están ahogando sin alejarse de la orilla.
Ante la crisis catalana el PSOE ha demostrado, una vez más, que engloba a dos partidos cuya coexistencia no tiene otro fin que el sumar votos y, o, considerarse herederos de unas siglas a las que están desprestigiando. Basta con oír las declaraciones, con darse una vuelta por las redes sociales, para observar dos posturas absolutamente dispares, irreconciliables, respecto a cualquier cuestión que se plantee. Hay un PSOE institucional, con sentido de Estado y compromiso con la sociedad que conecta con esa mayoría de la que hemos hablado pero que carece del apoyo de la mayoría de los militantes, un partido que ha perdido la confianza de sus bases y al que muchos de ellos, los más radicales, y con esa facilidad instalada entre nosotros para insultar a cualquiera que disienta aún a costa de vaciar de contenido el insulto, tildan de facha, y hay otro PSOE más marginal, levemente radical, con regusto postfranquista que se siente incómodo con cualquier identificación nacional y que se siente más cerca de PODEMOS que de sus propios, teóricos, correligionarios. Este último es el que controla ahora el aparato del partido y el que se aleja cada vez más de los votantes neutrales y le lleva a cometer errores tan tremendos como la moción de reprobación precipitada, innecesaria y absolutamente inoportuna, a la vicepresidenta del gobierno en un momento en que mantener el bloque es prioritario sobre las ideologías. Y eso se paga. Se paga con el desprestigio del  líder y el de las siglas a las que representan.
Siguen hablando de diálogo como única estrategia para reconducir la situación pero, planteado en tales equívocos términos, que es difícil saber si están contra el gobierno, contra la legalidad, contra las dos cosas, contra el presidente del gobierno, contra sí mismos, o simplemente tan necesitados de significarse que quieren ser la referencia moral de una situación imposible.
También sé que la manifestación de ayer es un toque de atención. Un toque de atención en el que el PSOE volvió a ponerse de perfil, recomendando la presencia de las personas pero remarcando la usencia del partido. ¿Por qué el partido no va? ¿Porque es más importante marcar los contras, que los pros? ¿Porque manifestarse bajo la bandera española es sospechoso de franquismo? ¿Porque tenemos que marcar las diferencias a costa de lo que sea?

No lo sé, pero sí sé algo con bastante convicción, mientras la izquierda siga anclada en su postfranquismo inútil, mientras no reivindique su sitio bajo los símbolos del estado que representan a la mayoría de la población, mientras jueguen a la élite moral que no escucha al pueblo al que dice representar, mientras no sea clara, madura y ejerza sobre la sociedad la docencia del progresismo y no la superioridad despectiva que le lleva a justificar sus fracasos como equivocaciones de los que tienen que votar, esta será una izquierda inútil para la sociedad, inútil para el país e inútil para el Estado. Esta izquierda será parte del problema, y parte importante. Bueno, para ser coherente, estas izquierdas.