domingo, 28 de julio de 2019

La Trampa


Es muy habitual, sobre todo en tiempos de elecciones, oír hablar de un concepto más resbaloso que resbaladizo y que siempre concluye como la famosa frase de Quevedo: “fueronse y no hubo nada”. Hablo de la redistribución de la riqueza.
El concepto en sí mismo ya es tramposo. Cada vez que se produce una transacción económica se lleva a cabo una redistribución de la riqueza, pero no es en este sentido en el que oímos a los políticos hablar de este tema, si no en el sentido  de que hay que intentar que la riqueza se distribuya uniformemente entre toda la población, en el sentido de habilitar mecanismos económicos que persigan una igualdad patrimonial que esos mismos mecanismos desmienten.
Hace ya mucho tiempo, tanto que la abuela tortuga no llega a recordarlo…, perdón por esta introducción de cuento para explicar un cuento, que los que detentaban el poder inventaron el concepto básico  de cómo hacerse con parte de la riqueza que generaban aquellos que estaban bajo su dominio, los impuestos, y como justificar la tropelía, haciendo de un despojo una forma de extraña de prestar servicios comunes. Eso sí, cuanto más absoluto era el poder menos beneficio revertía en los contribuyentes. Cuanto más absoluto era el poder  más opaca era la inversión de lo recaudado.
A nada  que se piense con un poco de lógica aplicada, si es el poder siempre el que determina las reglas y cuantías de la contribución que para sus fines necesita de los que producen, y los mecanismos por los que los que contribuyen tienen acceso a controlar en que se usa la parte de su riqueza, que el poder considera, coercitivamente, que le corresponde para llevar a término su pervivencia, son escasos o inexistentes, es inevitable darse cuenta de que el poder utilizará en primer término su fuerza disuasoria para su propio beneficio.
Es decir, una institución no productiva pone en marcha un sistema por el que se obliga a una solidaridad no siempre consentida a aquellos que sí producen a cambio de unos beneficios, teóricos, uno de los cuales, y de los costosos, es el sistema coercitivo que se empleará, entre otras cosas, para obligar al cumplimiento de los no conformes, que pagan de esta manera su propia represión, imponiéndoles unas reglas y cuantías que no siempre, en realidad casi nunca, son justas, y además se les escarnecerá públicamente tachándolos de insolidarios y delincuentes.
Por si misma esta situación desmiente la bondad del concepto. Un sistema que necesita represión no es solidario, y casi con toda seguridad no es justo. Un sistema que utiliza parte de sus recursos, una parte cada vez más importante, en perseguir y sancionar a los disidentes, es un sistema implícitamente perverso. No se puede imponer la solidaridad, se pueden imponer conceptos negativos que la suplantan bautizándolos con nombres de ideales, cuya consecución no es objetivo real, como puedan ser: el bien común, los servicios sociales o la redistribución de la riqueza. Ideales cuyo logro quedan flagrantemente desmentidos tanto en los presupuestos de cualquier estado como en la vida real y cotidiana.
Así que la recaudación de impuestos no es otra cosa que una forma de obligar a los individuos a que prescindan de parte del beneficio obtenido de su trabajo para que otros que no producen ningún beneficio, conocido al menos, decidan que necesidades, pretendidamente comunes aunque no siempre lo sean, tienen que cubrirse con esa merma de la remuneración personal.
¿Está un pacifista satisfecho con su contribución a la defensa? ¿Está un jubilado conforme con sus carencias mientras contempla como ciertos pretendidos representantes de su situación tienen prebendas que él no puede alcanzar? ¿Está un empresario satisfecho mientras ve como las leyes que se aprueban con su contribución lesionan gravemente las posibilidades de pervivencia de su negocio? Por poner los ejemplos más populistas, dejando de lado los más sangrantes y complejos. Lo dudo. Otros me hablarán, para rebatirme, de la sanidad, de las infraestructuras, de la educación… y yo les hablaré de donde están todas las carencias que los estados permiten.
Habrá en este caso quién me hable de izquierdas y derechas, como si esa falacia tuviera algo que ver con la realidad del problema. Los impuestos se inventaron antes que las ideologías, y las ideologías lo único que han hecho ha sido reinterpretar el sistema en su propio interés. La prueba está, como siempre basta una mirada sin improntas ideológicas, para comprobar que nada ha cambiado, aunque nada sea igual. Defiendo la perversidad del sistema, no su falta de inteligencia. Por lo que se cambian impuestos por libertades, que no tienen costo, pero no se garantizan más allá de lo que los individuos, o el grupo de presión al que pertenecen, son capaces de defender por si mismos.
La derecha defiende la mínima intervención directa del poder a cambio de una desigualdad cada vez mayor permitiendo una acaparación sin límites y apenas interesándose por los más desfavorecidos. La izquierda promueve la máxima intervención posible de tal modo que el poder se erige en garante de sí mismo y la redistribución de una pobreza provocada por la falta de libertad individual. Hablo, claramente, de situaciones extremas, pero no por extremas menos ciertas. Como si de una función matemática se tratara diríamos que x = f(n) tendiendo n a infinito, siendo f los impuestos y n el importe. Para n= 0 estaríamos en una extrema derecha ideal, y para n=infinito en un extrema izquierda tan ideal como la extrema derecha ya mencionada.
Creo que hay una referencia histórica que describe la absoluta perversidad del sistema de recaudación de impuestos. Son tiempos de Luis XIV y Francia, en realidad el rey, necesita dineros para dotar las guerras que sostiene, teóricamente para aumentar la gloria de Francia, en realidad la gloria, el poder y la riqueza del rey de Francia y de su élite. La única salida es aumentar los impuestos, y en tal sentido Colbert, el ministro de finanzas, se dirige al cardenal Mazarino explicándole que no encuentra la forma de gravar más a una población castigada ya al límite. Mazarino, lejos de compartir las cuitas de Colbert le da una norma que todos los ministros de hacienda de todos los gobiernos tienen en la cabecera de su mesa como guía y faro: “Hay una enorme cantidad de gente entre los ricos y los pobres. Son todos aquellos que trabajan soñando en llegar algún día a enriquecerse y temiendo llegar a pobres. Esos son los que debemos gravar con impuestos, cada vez más, ¡siempre más¡. A esos cuanto más les quitemos más trabajarán para compensar lo que le quitamos. ¡Son una reserva inagotable¡”
Releyendo la frase se puede paladear toda la perversión que implica. No solo el cinismo sobre la clase media y la burguesía, también sobre las clases intocables. Los pobres son intocables porque si sobrepasamos el límite de lo que les quitamos perdemos al contribuyente. Los ricos porque su verdadero valor está en que siempre podemos, en caso de necesidad, comprar parte de su riqueza a cambio de prebendas que a la larga los harán más ricos.
Intentando concluir, cuestión ya de por sí cuestionable, la de concluir, y para aquellos bien intencionados:  confiar en que el sistema impositivo basado en una apropiación porcentual de la riqueza individual en función de su producción, o riqueza pasiva, pueda contribuir a una redistribución justa de las riquezas es una falacia que solo el poder puede manejar con desparpajo, y con medios detraídos de otras necesidades reales para poder imbuir en la sociedad esa falsa convicción. Lo que se llama propaganda. El hecho de que se permita que ese sistema, además, sea prerrogativa del poder, es como poner a la zorra a cuidar a las gallinas.
Si alguna vez alguien pretende redistribuir la riqueza, si alguien alguna vez tiene un fin justo, solidario, si alguna vez alguien está más interesado en compartir que en acaparar, si alguien alguna vez es más propenso a servir que a servirse, si en algún remoto e inconcebible futuro el administrador está interesado en los administrados y más preocupado por administrar que por recaudar, seguramente empezará por proponer unos límites de enriquecimiento y empobrecimiento que eliminen de la sociedad el lujo y la miseria, que son los extremos de una injusticia social. Si alguna vez la solidaridad es una necesidad común palpable y aceptada, el recorrido estará claramente garantizado.
Tal vez entonces, y solo entonces, entendamos qué es la redistribución tolerable de la riqueza y hayamos logrado comprender la trampa que el sistema tradicional de impuestos supone para aquellos que no son ni el poder ni su élite asociada. Si alguna vez la sociedad llega a asumir que la igualdad no existe, pero que la equidad es un estado alcanzable, habremos recorrido una parte importante del camino
¡Utopía¡, gritarán muchos ante mis palabras. ¡Distopía¡ me permito yo gritar ante sus hechos, sus pertinaces, mendaces e históricos hechos.

viernes, 26 de julio de 2019

El dueño del balón


Hablaba apenas hace dos días sobre el diálogo de sordos que estaba desarrollando en el Congreso de los Diputados. Y si hace apenas dos días el diálogo estaba entre sordos y besugos, ayer más parecía entre infantes enfurruñados. Como en el patio del colegio, o cuando jugábamos en la calle, había un dueño del balón que explicaba que o se jugaba con sus reglas o se marchaba, con el balón por supuesto, para su casa.
El dueño del balón,  figura de la infancia de muchos de aquellos que ya tenemos una cierta edad, que provocaba las risas, las puyas y las chanzas apenas se daba la vuelta. La propiedad del balón, que era la única manera en la que alguien que era poco popular, en general antipático y caprichoso, y que encima no sabía jugar al fútbol, podía reivindicar como derecho lo que no era más que una imposición de niño caprichoso y consentido. Porque, que fuera antipático era llevadero, que no supiera jugar al fútbol tolerable, no había ningún Pelé en el grupo, pero esa manía de cambiar las reglas y erigirse en árbitro porque el balón era suyo, eso era insoportable.
“Ha sido gol”, reivindicaba el dueño del balón sobre un tiro que se había ido a las nubes, vamos que el portero ni con escalera. “Me ha hecho falta”, reivindicaba porque le habían quitado el balón, su balón, con absoluta limpieza. Y a continuación la salida política, perdón, la salida de tono: “Pues como el balón es mío me marcho”, y cogía el dichoso balón y se marchaba, el muy idiota.
Esto solía suceder después de navidades, que si sus Majestades de Oriente hubieran sabido para que se iba a usar el balón no se lo hubieran regalado, o sí, que a veces por muy Reyes Magos que sean no se enteran de nada, o de algún cumpleaños, porque con el discurrir del tiempo acababa apareciendo otro balón, o jugábamos a las chapas, que bastaba con ir al kiosco más cercano y coger todas las que hiciera falta, y el interfecto caprichoso se quedaba con su balón viendo como jugábamos los demás. Y es que una cosa es ser niños y otra ser tontos.
Pues eso, que la añoranza siempre acecha y acaba uno hablando de barcos, que ayer en el Congreso de los Diputados el dueño del balón, después de echarle en cara a todos que no aceptaran sus reglas, cogió su preciada propiedad y se fue para casa, que en este caso es la residencia del Presidente del Gobierno de todos los españoles.
Como sería el despropósito para que el Sr. Rufián, siempre tan atento a hacer honor a su nombre, lograra parecer el bueno de la película. Como sería para que pudiera interpretar con éxito el papel de moderado introductor de la razón en un manicomio. Que sí, que claro, que se le veían fácilmente los recibos que pretendía pasar al cobro por su trabajo y el bolígrafo de tinta indeleble con el que firmarlos, pero consiguió que mucha gente mirara para otro lado, para su lado, que se olvidara de lo que habría que pagar por su mediación.
En fin, que a día de hoy volvemos a estar donde últimamente solemos, en la nada precursora de que alguien traiga otro balón, unas nuevas elecciones, o que los demás jugadores agachen la cerviz y juguemos con el balón y con las reglas que nos impongan, todos a abstenerse o a votar sí.
Y digo yo, si el problema es el dueño del balón, ¿No debería de cambiarse el dueño del balón? Si, ya lo sé, este dueño del balón es un experto en resistir y acabar saliéndose con la suya, pero ¿puede un país estar sometido a la tensión que supone esta situación sin que nadie se plantee que un líder, un pretendido líder, que tiene el rechazo frontal y personal de aquellos con los que tendría que llegar a un acuerdo para que se pueda jugar, y no solo con uno, si no con casi todos los demás, lo que tiene que hacer es ir se para casa? , pero para la suya, no para la de todos los españoles, y llevarse su balón. Seguro que encontramos otro balón con el que podamos jugar todos y con las reglas que a todos nos convengan, y no sería la primera vez que un auténtico líder se aparta para permitir que la situación se destranque, incluso en España.

martes, 23 de julio de 2019

Tres más dos igual a cuatro


Estaba tranquilamente oyendo la radio y se vino a la cabeza aquel viejo chiste del tonto y el sordo.
-        “¿Tres más dos?”, pregunta el sordo al tonto
-        “Cuatro”, contesta el tonto sin dudar
-        “Por el culo te la hinco”, remata el sordo muerto de risa presuponiendo la respuesta del tonto.
¿Qué que estaba escuchando? Aquí, por seguir el guión del chiste, yo diría que un programa de humor a lo que mi interlocutor me reprocharía que estuviera escuchando el debate de la investidura. Y acertaría.
El concepto del diálogo de sordos es  de honda raigambre en el panorama político español, de honda raigambre y de obligado cumplimiento en cualquier debate parlamentario que se precie, pero, sinceramente, creo que ayer sobrepasaron el concepto tradicional para acercarse a una entrañable sección del Tiovivo, el “Diálogo para besugos”, sección que consistía en una conversación entre dos figurados personajes en las que cada uno hablaba de lo que le daba la gana sin tener para nada en cuenta lo que el otro pudiera decir.
Había morbo, cierto morbo, en ver la situación del retransmitido pacto entre el PSOE y Podemos, como lo había en saber las posturas decididas de separatistas, independentistas y soberanistas de todo pelaje, izquierdas, derechas, extremas y moderadas. Había curiosidad  por oír argumentos, posiciones y exabruptos. Y ninguna expectativa acabó defraudada.
El discurso del candidato, plúmbeo, falto de interés, lleno de  menciones a temas menores, incluso a temas que no son de su competencia, y absolutamente carente de ninguna mención a los temas que a los ciudadanos le interesan: los impuestos, el tema territorial y la política económica. ¿Sabía el Sr. Sánchez que en España hay un tema abierto, sangrante, que afecta desde hace unos años a la estabilidad política y económica de España? Oído el discurso se diría que no.
De lo único que no careció el discurso de Pedro Sánchez fue de una barra libre de reproches para todos y por todo, fundamentalmente porque no lo quieren lo suficiente para retirarse a su paso con una venia y dejarle vía libre, si se descuidan por aclamación, a la presidencia de su gobierno. Reprochó al PP, previsible, reprochó a Ciudadanos, inevitable, pero también reprochó a Podemos su falta de generosidad  por no entregarle sus votos a cambio de un plato de lentejas, posiblemente sin chorizo, ni oreja, y hasta puede que sin lentejas.
¿Estará el señor Sánchez haciendo pruebas de campo para escribir un nuevo capítulo de su “Manual de Resistencia”? Parece.
Y una vez que Pedro Sánchez acabó su soporífera diatriba, empezaron los otros, y las respuestas, ¿seguro que eran respuestas?,  a sus intervenciones, que vista la actitud del candidato, haciéndose el distraído, mirando para otro lado, con cara de aburrida y ausente resignación, tampoco es raro que fueran siempre más de lo mismo. Reproches, reproches y más reproches.
Claro que vistas las intervenciones de los diferentes opositores, tampoco daba para mucho más
El discurso de Pablo casado es ideológicamente monocorde, es un discurso viejuno, previsible, lleno de lugares comunes y defendido con poca, o nula, brillantez oratoria. Se echa de menos la capacidad como parlamentario de su predecesor, capaz de improvisar y ser brillante en los debates cara a cara.
Rivera, en lo suyo, en la pasión, en el acoso ciego, en el enfrentamiento, se diría que personal, con el candidato al que le niega el pan y la sal, y el aire y la inteligencia y la posibilidad de tenerla y… acaba negándole tantas cosas que acaba por negarse a sí mismo. Creo que Ciudadanos está tirando por la borda una oportunidad de oro de erigirse en el partido solución que gobierne el país por interpuesto con unos pactos y un control del gobierno que sus votos le permitirían.
Pablo Iglesias brillante, contundente, indignado, ofendido, y, supongo que, sabedor de que la última oportunidad de resistir su imparable caída entrando en el gobierno se está esfumando, furioso por no conseguir ese flotador que ha creído tener tan cerca. Se ve que no ha debido de leer el famoso manual de Pedro Sánchez y le ha sorprendido que no le cedan ni la más mínima oportunidad de perpetuar su partido. Es lógico, en un gobierno de coalición pierde el PSOE, en una rendición sin condiciones pierde Podemos. En cualquier otro escenario, como nuevas elecciones, pierden los dos, pero más Podemos.
Santiago Abascal, previsible. Sacó toda la artillería programática y la exhibió con contundencia y con la certeza de que entre tantas cuestiones planteadas casi todos le comprábamos alguna. No tenía nada que perder, ni que ganar, ni que negociar, así que al menos se permitió el lujo de decir sus verdades del barquero. Ahí quedan, para convencidos, forofos y despistados. El problema de Vox no son sus reivindicaciones, como pasa con podemos, son los métodos con los que las llevaría a cabo.
Con el señor Rufián me pasa como con el cilantro en la comida, me satura y ya no puedo escucharlo más. Me recuerda a los ejercicios de vocalización que teníamos que hacer para que los primeros sintetizadores de voz reconocieran nuestras palabras. Re mar can do  ca da  si la ba  de  ca da  pa la bra, y repitiéndose en una danza patética de la anti oratoria.
Aitor Esteban tiene el mismo desparpajo y contundencia verbal que todos sus antecesores como portavoces del PNV. Siempre son mensajes ponderados, dialogantes, constructivos. Siempre ofrecen su colaboración y siempre dejan claro que esa colaboración tiene precio, aunque nunca dejan claro cuál es ese precio, ni si sería asumible por la mayoría de los ciudadanos españoles.
Mi atención se quebró tras las primeras palabras de la señora Borrás, la portavoz de Puigdemont en el congreso, que fueron un catálogo del imaginario independentista catalán, sin la más mínima concesión al ritmo, al tono o a la veracidad del contenido. Ya no pude más y mi atención se decantó por algo más importante, no recuerdo qué, aunque tengo claro que cualquier otra cosa era sin duda más interesante.
Pues, por resumir, el debate de la fallida investidura podría describirse como tres más dos igual a cuatro y que cada uno le ponga la rima que mejor le convenga.

lunes, 22 de julio de 2019

Hacer o no hacer...


Solemos hablar de las redes sociales únicamente para denigrarlas, la mayor parte de las veces con toda la razón, pero la verdad es que también depende de con quién puedas mantener relación en ellas. Si te relacionas con seres semi racionales, fanáticos, dogmáticos y peripatéticos, lo más probable es que tu grado de frustración se corresponda con la absoluta falta de alimento intelectual que puedes sacar de ellos. Pero no todas las personas que pululan en la red tienen ese cariz intransigente y refractario al pensamiento libre, no todo en la red son consignas y panfletos, si seleccionas un poco hay amigos que te aportan una nueva vía de pensamiento cada vez que los lees.
Y entre estos amigos, en este caso además de amiga virtual tengo la suerte de conocerla personalmente, está Mar Campillo. Y la menciono, tendría muchas más razones para hacerlo, porque esta mañana ha publicado una frase de Pierre Rey, “uno es lo que no hace”, con la que inicialmente se está en desacuerdo, pero que según va paladeándose intelectualmente se va notando una proximidad inicialmente insospechada, de las que obligan a pensar.
Solemos estar convencidos de que nuestros actos hablan por nosotros, de que somos aquello que hacemos porque hacemos solo aquello que elegimos. Incontestable verdad. Craso error.
Evidentemente nuestros actos pasados determinan nuestro presente y por tanto condicionan nuestro futuro, y esto es cierto, de ahí lo de incuestionable verdad, pero no es menos cierto que no siempre elegimos lo que hacemos, unas veces por ignorancia, otras por conveniencia, y no menos por pura obcecación, y en estos casos lo que hacemos y lo que somos no son la misma cosa, de ahí lo de craso error.
Cada vez que tomamos una decisión, a cada instante que pasa porque no solo son decisiones las conscientes e importantes o reflexionadas, descartamos toda una suerte de posibilidades que darían lugar a una vida  diferente. Yo no seré el mismo después de escribir estas palabras que si no las hubiera escrito, mi mente ha cambiado, mi percepción de mí mismo y de lo que me rodea ha cambiado, aunque sea sutilmente, y, me gusta pensar, y la cosmología lo apoya, que todas esas posibilidades habrán de ser vividas por otras realidades de mi yo.
Recuerdo como Alexander Vilenkin, cosmólogo, explicaba a Eduardo Punset, con Andreu Buenafuente como taxista y testigo, que los universos son infinitos, en número y extensión, pero que lo que está dentro de ellos es finito, luego el contenido se repite con todas sus posibilidades, infinitamente. Y ponía como ejemplo, magnífico ejemplo, de lo que hablaban que seguramente en otro universo el taxista, Buenafuente, podría ser un famoso presentador de televisión.
Hace ya tiempo yo mismo exploré esta misma posibilidad configurando la vida como una serie de estancias en las que hay un número indeterminado de puertas, entre las que tienes que elegir una para seguir adelante. ¿Y las demás? ¿Tenemos que olvidarnos de ellas? No. Estoy convencido de que no, de que hay tantos yos como puestas en cada estancia y que todas son abiertas, en distinto universo, en distinto plano.
Pero no solo en distintos planos seguimos viviendo lo que no hicimos, la memoria, ese recurso maravilloso de la consciencia, nos permite recordar y recrear tantas cosas que en su momento decidimos no hacer que esa rememoración acaba siendo una parte activa de nuestro propio ser. Eso que habitualmente llamamos la experiencia no es otra cosa que el análisis de los aciertos y errores cometidos como parte de nuestra forma de adentrarnos en el futuro presente.
Lo primero que me llamó la atención en la frase original es que hay muchas cosas que no se hacen, más que las que se hacen, que ni siquiera están a nuestro alcance, que ni siquiera llegamos a saber que se podrían, o que no se podrían, haber hecho, luego no podemos ser lo que no se hace. No podemos ser solo lo que no se hace.
Así que, y sin que esto sea definitivo, ya que otros yos le darán mayores, o menores, o diferentes interpretaciones, mi yo existente hasta este momento ha llegado a la conclusión de que, sin dejar de ser lo que hacemos, somos en gran parte lo que hemos dejado de hacer, ya que eso pertenece a nuestro yo exterior, yo al fin y al cabo, y a la memoria y experiencia de mi yo actual. Pero ni aun así estaríamos enteros, ni aun así llegaríamos a cumplir todas las finitas expectativas que el infinito requiere de nosotros, así  que dando un giro más, y reafirmándome a mí mismo, creo firmemente que somos lo que hacemos, lo que hemos dejado de hacer, lo que nunca elegimos no hacer y lo que nunca tuvimos la posibilidad de hacer.
Al final, sea de forma religiosa o científica, toda idea desarrollada nos acerca a una unicidad, a una identidad única de todo. Y cuando hablo de todo me pasa como con los hechos, hablo de lo que existe, de lo que no existe, de lo que nunca existió, de lo que nunca existirá e, incluso, de lo que jamás imaginaríamos que podría existir, o no existir.
Me queda solo darle las gracias a Mar. A Mar y a todos esos amigos de las redes sociales que me obligan a pensar más allá de lo que el día a día me exige, porque cada vez que me fuerzan a hacerlo hacen que proliferen mis puertas y me multiplique en una suerte de explosión polínica del pensamiento. Y darle las gracias, también, a todos mis desconocidos yos lectores, y a los que nunca me han leído, y… “Hasta el infinito y más allá”

domingo, 21 de julio de 2019

La CN(I)C


Hay organismos que simplemente analizando su nombre dan una idea de lo que se puede esperar de ellos. Habitualmente esconden la frustración de su vocación tras acrónimos que no significan nada, ni lo que hacen, si es que lo hacen, ni lo que dejan de hacer, si es que hacen algo, ni lo que deberían de hacer pero no hacen, si es que… me repito.
Hay entre todos uno que por su absoluta incapacidad, al menos por su absoluta incapacidad para que nos demos cuenta de que intenta hacer algo, me produce una especial ternura. Furiosa, indignada, rabiosa, pero ternura. Y es que el pobre organismo empieza sus problemas ya por su propio nombre, que es difícil que pudiera ser más inadecuado para las funciones que se supone, que ya es suponer, que debe de desarrollar.
Hablo de la CNC. Ya, la mayoría de ustedes ni siquiera sabe de lo que le hablo. Pues es un consuelo, porque una vez que lo identifique la mayoría de ustedes no sabrán para que sirve, y eso es, aún, peor.
La CNC es la guinda de un pastel que tiene a partes iguales desfachatez, desahogo, avaricia, de la de saco reforzado para que no se rompa, y abuso. Hablo del pastel político de las grandes corporaciones nacidas de la privatización y liberalización, por el bien de usuario y la libre competencia, de la energía y las comunicaciones, fundamentalmente.
Porque se supone que la, ¡ay¡ Don José que me da la risa y no puedo decirlo, privatización de las empresas nacionales de energía, Campsa, y comunicaciones, Telefónica, y la entrada de nuevas empresas de capital extranjero de los mismos sectores, haría que la competencia, y es que ya me duelen los costados de tanto reír, abarataría los precios y mejoraría la calidad de servicios a los usuarios, o sea, perdón que me seque las lágrimas un momento, nosotros.
Y es que cada vez que algún político dice que va a hacer algo por nuestro bien, que por cierto nunca nos ha preguntado antes, yo saco la cartera, miro lo que tengo y calculo cuanto menos me va a quedar, eso sí, por mi bien.
Es más, si la RAE me consultara, que ya sé que no lo va a hacer, yo haría una entrada a beneficio ciudadano que diría más o menos: “x. Política. Acción de gobierno encaminada a empeorar la situación de los ciudadanos, de coste desmesurado y beneficio de los representantes políticos elegidos por ellos.” Tal cual, sin más historias.
Pero no nos desviemos de nuestro tema principal, de nuestro actor protagonista, del papel de villano útil que le otorgó el guión de esta película, de la CNC.
Alguien pensó, si establecemos una libertad, ya empiezo otra vez con la risa nerviosa, de mercado tendré que establecer un organismo, más impuestos, más funcionarios, más burocracia, que vigile que parezca que se hacen la competencia entre ellos, que es la justificación primera del latrocinio cometido. Y crearon la CNC, la Comisión Nacional de la Competencia, cuyo nombre ya daba pistas sobre sus funciones, sí, pero sobre todo sobre su ineficacia, que al fin y al cabo es imprescindible para el enriquecimiento, no solo de los accionistas, que tendría un pasar, si no de los consejeros correspondientes que son, en su mayor parte, políticos en decadencia designados por sus partidos para un retiro feliz y altamente remunerado, y figuras emblemáticas del capitalismo más descarnado que controla estas empresas, encargados, a cambio de generosa remuneración, de llevar a la empresa por donde el poder, el político y el económico, lo necesiten. ¿Y el beneficio del ciudadano?, es evidente, aún podía pagar más de lo que paga.  ¿Y la CNC? A lo suyo, como esos empleados que se quejan de toooodo el trabajo que tienen y nunca hacen nada, a emitir comunicados, publicar multas, ineficaces, ridículas en su cuantía y a destiempo, y a quejarse, como no, de que no dan abasto. Ni abasto ni a no basto. Simplemente son de una ineficacia perfectamente útil para quien corresponda.
Ya llamándose comisión  cualquier ineficacia le puede ser supuesta. Una comisión al fin y al cabo una comisión no es otra cosa que un conciliábulo de expertos encargados de estudiar una situación y sus posibles salidas durante el tiempo suficiente para que la situación cambie y las soluciones no sirvan para nada. Y lo cumple, a pies juntillas, la CNC cumple su papel como comisión sin la más mínima concesión a la eficacia o a la función ejecutiva.
No voy a decir nada al término Nacional. No me voy a para a explicar que la mayoría de estas empresas nacidas con recursos nacionaes está ahora en manos de capital extranjero. No le voy a dedicar ni un minuto.
Pero hablemos de competencia. Teóricamente la comisión nació para evitar que las grandes empresas se pusieran de acuerdo y actuaran como un monopolio encubierto. Si, justo, eso que en la actualidad hacen. Porque, ¿quién recuerda una bajada real de la gasolina?, ni siquiera cuando durante meses el petróleo bajaba y bajaba, la gasolina al consumidor reflejó esa bajada de la materia prima. Pero, ¡milagro de milagros!, en cuanto el petróleo empezó a subir el precio de la gasolina subió con ansia. Podríamos hablar de la electricidad, de cómo en un par de años nuestros recibos prácticamente se han duplicado, aunque nos vayan cambiando la forma y tiempo de la facturación para evitar que podamos hacer comparaciones engorrosas para ellos. Vale, vale, hablemos del agua. NO, tampoco el agua. O del cine que durante años reclamó, por el bien del espectador, la bajada del IVA cultural. Bueno, ya bajó. Digo el IVA cultural porque los precios de las entradas han subido.
¿Dónde está el CNC? ¿A qué se dedica? ¿Cuándo y en qué trabaja? ¿Hasta cuándo nuestra paciencia nos obligará a pagar porque noes tomen el pelo? Ya, ya, toda la vida. Estamos tan ocupados ideológicamente peleando por esos temas que a los poderosos le interesan que nos olvidamos de reclamar lo que a nosotros realmente nos interesa.
Hoy he hablado de la CNC, yo le llamaría CN(I)C, con la i de incompetencia bien marcada, pero mañana podemos hablar de la inutilidad ciudadana de otras entidades. Es más, podríamos hablar del concepto nocivo, para el ciudadano de a pié, de gobierno. Pero, parafraseando a los añorados Tip y Coll, mañana, mañana hablaremos del gobierno.

viernes, 19 de julio de 2019

Cuando el nombre no nombra


Mantener una posición equilibrada, que no equidistante ni farisea, ante ciertos problemas, es como andar por el alambre, si está pintado en el suelo uno se desenvuelve con cierta facilidad, pero si está a treinta metros de altura el simple hecho de poner el pie encima ya te desequilibra, y no podemos olvidar que además, a treinta metros de altura, puede haber algún tipo de viento, que en esas circunstancias, y por muy leve que sea, contribuye a hacer más complicado cada paso que se da.
En estas fechas que nos ocupan hay un ejercicio similar en Madrid, porque, tirando de simbolismo,  el tema LGTBI es el alambre sobre el que queremos pasar, y aunque no queramos está tan presente en todas partes que es inevitable. La altura sería el día festivo que se ha denominado, creo que con muy poca fortuna, “Día del Orgullo Gay”. Y finalmente el desafío, andar sobre ese alambre a esa altura durante un cierto recorrido y sin que te tumbe ninguno de los posibles y cambiantes vientos laterales, es escribir sobre este tema sin caerte hacia alguno de los lados.
Partamos, plataforma en el extremo del cable dios mediante, en nuestro recorrido de una primera aseveración: no entiendo el nombre, no entiendo porque se llama día del orgullo gay a una fiesta que no dura un día, no presupone, al menos en principio una superioridad moral o física, y no es solamente gay, si no LGTBI. Empezamos mal si empezamos por llamar a las cosas como no son.
Yo le llamaría Semana de la Visibilidad LGTBI, y creo que el nombre además de ser más exacto sería igual de reivindicativo, o más. Y además eso desmontaría, aunque a algunos tal desmontaje le chafara planes y risas, muchos argumentos de personas que hablan de oídas sobre la tal festividad.
Lo de llamarle semana en vez de día no pasa de ser una reivindicación un tanto tiquismiquis, lo que dura la fiesta no aporta nada al hecho reivindicativo. Llámese semana o día no variará ni su contenido ni su continente, con lo que es puramente ornamental, aunque pueda describir que es algo más que la celebración principal.
Pero en el segundo término, en lo del orgullo, creo que alguien ha metido más el subconsciente frentista que la intención reivindicativa. Dice el DRAE, máxima autoridad en estos temas, que la palabra orgullo tiene dos acepciones, y si una no se ajusta, la otra es preferible pensar que tampoco.
“Exceso de estimación hacia uno mismo y hacia los propios méritos por los cuales la persona se cree superior a los demás.” No dudo, que entre todo el batiburrillo de personas, personajes y proyectos que los actos mueven, haya un porcentaje, y no precisamente despreciable, de partidarios de la confrontación y la soberbia, que es un sinónimo aceptable de esta acepción del orgullo. Pero es que radicales y personas que buscan tapar sus inseguridades personales aprovechando el ruido y una cierta impunidad en el número, las hay en todas las manifestaciones humanas que sobrepasan el número de tres. Seguramente esos mismos que viéndose amparados por los que les rodean y jaleados en sus actitudes de confrontación se crecen y bordean lo despreciable, serían absolutamente incapaces de mantener ni siquiera una actitud moderada en solitario. Insisto, eso se da en todos los ámbitos y podría sacar ejemplos como los campos de fútbol, los grupos  que promueven linchamientos o, en más pequeño, esas manadas de violadores que últimamente parecen haberse puesto de moda.
“Sentimiento de satisfacción hacia algo propio o cercano a uno que se considera meritorio.” Yo creo que esta definición tampoco se ajusta a lo que se supone que intenta esta fiesta. Porque partimos de que la sexualidad no se elige, al menos no se busca voluntariamente, sino qué, ante unos sentimientos y una percepción, se vive. Uno no se educa, se prepara o se esfuerza en una opción determinada de cómo vivir su sexualidad, si no que la vida, los deseos y sentimientos, lo van poniendo ante opciones que toma o rechaza, luego ninguna opción es meritoria, como ninguna opción debe de constituir un demérito.
En todo caso, en ambos casos, la palabra orgullo es inapropiada ya que en ningún caso existe mérito alguno en practicar el sexo en ninguna de su posibles formas, y el único mérito es vivir esa sexualidad con plenitud y sin interferencias, ni propias, ni ajenas. Y donde no hay mérito no puede haber orgullo. Salirse de lo normal, de norma o mayoría, por muy natural, de naturaleza, que sea la opción tomada nunca será un motivo de orgullo, aunque pueda ser un motivo de íntima satisfacción.
Y por último gay. Para empezar la G de gay es solo una parte del colectivo, pero es que, además, es difícil elegir peor un término, primero porque se toma del inglés algo que es de origen provenzal u occitano: gai, alegre, pícaro y que sin embargo en Inglaterra hacía referencia a la prostitución masculina. Y segundo porque es un término que se aplica únicamente a la homosexualidad masculina. Y no entiendo en un colectivo tan identificado con las cuestiones de género que se deje fuera a las lesbianas y a los transexuales. Gay, y ya no solo en Inglaterra, si le preguntas a cualquier peatón no concienciado por su equivalente en castellano no se lo va a pensar dos veces, marica. Y lo de ”Día del orgullo marica”  que al fin y al cabo es lo mismo pero en español de toda la vida, ya no resulta ni tan reivindicativo, ni siquiera invita a festividades.
En estos casos, lo mejor, al menos lo más inmediato y ajustado, es preguntarles a las personas que tienes alrededor y que pertenecen al colectivo LGTBI, y resulta que la mayoría de ellas, no me gusta decir todas, viven hoy en día con una visibilidad discreta, como la de los heterosexuales, una integración social completa, como la de los heterosexuales, y un cierto rechazo a los excesos de puesta en escena de algunos participantes en la fiesta, como el de los heterosexuales.
Es verdad que lo que han pasado no es un camino de rosas. Es verdad que no todo está conseguido. Pero no es menos cierto que el exceso de visualización, el desbarre reivindicativo de una minoría, convierten una fiesta que intenta una visibilización de un colectivo y sus problemas, en una exhibición frentista que bordea, a veces por dentro, el mal gusto y una suerte de exclusión perversa de los que no compartan sus ideas. Insisto, es una minoría, pero precisamente por eso suele ser la más ruidosa y visible.
Y entonces empiezan los insultos, los de unos y los de otros, las sinrazones, los exabruptos y las falacias que pueblan las redes, y una fiesta, que como tal debería de ser universal, como tal y por interés de los organizadores, para reivindicar una normalidad en la convivencia, se convierte en todo lo contrario, se convierte en una exhibición de la diferencia y en una reivindicación de la intolerancia, propia y ajena, aunque sea por parte de una minoría, aunque sea con la posterior condena, a veces ni siquiera, de los organizadores.
Ciertas personas, habitualmente de izquierdas, más con ánimo de sentirse ellos buenos que de defender  realmente lo que significa la fiesta, se lanzan con beligerancia hacia cualquiera que quiera denunciar lo que de negativo tienen ciertas actitudes. Yo, como no me importa ser bueno o malo, como no necesito justificarme ante mí ni ante los demás, me permito hacer una llamada de atención sobre una celebración que cada año que pasa es menos lo que dice ser y más lo que nunca quiere reconocer que está siendo. Empezando por el nombre que no nombra lo que pretende reivindicar.

miércoles, 17 de julio de 2019

El día que alunizamos


Estamos celebrando el cincuenta aniversario de nuestra llegada a La Luna. Así, en plural mayestático, porque los seres humanos somos muy de reivindicar personalmente los grandes logros y de borrarnos de los grandes, o pequeños, fracasos. Así que usamos el plural de marras para sentirnos representados en cualquier acontecimiento que suponga algún hito social, deportivo, político o de cualquier otra clase. De tal forma que igual que hemos ganado la liga sin jugar ni un minuto, descubrimos américa, sin conocer el mar en muchos casos, o sistematizamos la penicilina sin pisar un laboratorio, hace cincuenta años pisamos por primera vez La Luna sin habernos levantado nunca del suelo más que los “ta y tantos” centímetros que logramos saltar encogiendo mucho las piernas.
Es verdad que antes, literariamente hablando, ya habían llegado algunos viajeros: el Sr. Barbicane, de la mano de Verne, o Tintín, en su cohete arlequinado, o Cyrano de Bergerac, o el romántico espacionauta de Melies, o Bedford y Cavor, que reivindicaron en 1901, gracias a la cavorita y a H.G. Wells, el honor de ser los primeros hombres en La Luna. Muchos, muchos más que los mencionados, fueron, a lo largo de la historia del hombre, aupados literariamente hasta La Luna e incluso más allá. Pero no es hasta estos días del año 1969 que una hazaña científica y tecnológica permite a dos seres humanos, acompañados de un tercero que no llega a descender hasta la superficie de nuestro satélite, pisar físicamente La Luna y a toda la humanidad acompañarlos solidaria y mayestáticamente.
Así que sí, en un aparatejo extraño, de aspecto casi informe, lleno de tentáculos patas y protuberancias, como una centolla, y en el que apenas cabían dos personas, llegamos a la Luna varios millones de personas. Es más, pásmese usted Don José, por mor de la televisión lo vimos como si nosotros mismos hubiéramos bajado la dichosa escalerilla y desde una ventanilla exenta fuéramos testigos presenciales y privilegiados del famoso corto, pero tan largo, paso.
“Houston”, debería de decir la historia, “aquí estamos todos, en la Luna”. Que todos tampoco, porque entre los que se quedaron a la luna de Valencia, que parece ser que es otra luna diferente, y los que no se creían nada de lo que veían, y siguen sin creérselo, pues faltaba más gente de la que en principio pudiera parecer.
Porque, parece ser que, para cierto tipo de gente, es más fácil engañar que conseguir. Es más fácil pensar que, como en cierto capítulo de mi añorada serie “Misión Imposible” en el que le hacían creer a un diplomático ruso, siempre mucho más torpe que los occidentales, donde va a parar, que iba en un tren en marcha hacia occidente y ya podía revelar sus secretos y tal, que todo lo que se ve es una película, tipo Guerra de las Galaxias o Star Trek, y nada tiene que ver con la realidad. Y luego los toques complementarios, la bandera, la sombra, el reflejo… un verdadero sin vivir, que ya hay que ser torpes con el presupuesto que tenían cometer todos esos fallos.
Es verdad que tampoco hubiera sido raro, dado lo que se jugaba EEUU en el embate, y que no se podían permitir un fracaso, que la llegada a La Luna que vimos no fuera exactamente la que vieron los astronautas y los técnicos de la NASA, pero tampoco me atrevería a aseverar lo contrario.
Al fin y al cabo yo sí creo que hace cincuenta años, y en un alarde técnico que ha supuesto con el tiempo una mejora espectacular de nuestra tecnología cotidiana, los hombres pisamos por primera vez, al menos en este ciclo histórico, La Luna, nuestro satélite. Que hace cincuenta años alunizamos  en esa roca muerta y de frío brillo que lleva toda nuestra vida, como individuos y como especie, colgando sobre nuestras noches, empujando nuestras mareas y regulando ciclos vitales que aún no dominamos del todo.
Si, hace cincuenta años alunizamos. Y si en mi caso me aplico al plural mayestático, no es solo por mi solidaridad con la especie, sino porque yo, aquel día, una horas antes, también había llevado a cabo mi alunizaje particular.
Serían las once de la mañana, o algo menos, cuando en el Km. 12 de la carretera de Bayona a La Guardia, circulaban en un Seiscientos dos personas, un adulto y un niño, que a causa de una fuga en los conductos de la calefacción perdieron la consciencia al respirar los gases del escape. Como consecuencia de ello chocaron con un mojón y el menor, o sea yo, salió despedido por el parabrisas, llevándose por delante la luna correspondiente y aterrizando de malas maneras cuatro cinco metros más adelante. Como resultado varias brechas, algunas abrasiones, doce puntos y quince días de hospital en Vigo. Yo alunicé primero, el mismo día, unas horas antes y en medio de una carretera, pero primero.
Claro que, en una habitación del Hospital Almirante Vierna de Vigo, a la hora en que la televisión asomaba a la humanidad a los primeros movimientos humanos en La Luna, un niño con la cabeza vendada y un brazo escayolado, que había alunizado en una carretera local unas horas antes, no pudo ver la increíble hazaña. Lo que me lleva a pensar que a veces, cosas de la técnica, era más peligroso recorrer 25 kilómetros en un Seiscientos que 384.00 en un cohete en medio del vacío. Feliz aniversario, a los astronautas, a toda la especie humana, y a los que nacimos, algunos por segunda vez, en aquellas fechas.