Es muy habitual, sobre todo en
tiempos de elecciones, oír hablar de un concepto más resbaloso que resbaladizo
y que siempre concluye como la famosa frase de Quevedo: “fueronse y no hubo
nada”. Hablo de la redistribución de la riqueza.
El concepto en sí mismo ya es
tramposo. Cada vez que se produce una transacción económica se lleva a cabo una
redistribución de la riqueza, pero no es en este sentido en el que oímos a los
políticos hablar de este tema, si no en el sentido de que hay que intentar que la riqueza se
distribuya uniformemente entre toda la población, en el sentido de habilitar
mecanismos económicos que persigan una igualdad patrimonial que esos mismos
mecanismos desmienten.
Hace ya mucho tiempo, tanto que
la abuela tortuga no llega a recordarlo…, perdón por esta introducción de
cuento para explicar un cuento, que los que detentaban el poder inventaron el
concepto básico de cómo hacerse con
parte de la riqueza que generaban aquellos que estaban bajo su dominio, los
impuestos, y como justificar la tropelía, haciendo de un despojo una forma de
extraña de prestar servicios comunes. Eso sí, cuanto más absoluto era el poder
menos beneficio revertía en los contribuyentes. Cuanto más absoluto era el
poder más opaca era la inversión de lo recaudado.
A nada que se piense con un poco de lógica aplicada,
si es el poder siempre el que determina las reglas y cuantías de la
contribución que para sus fines necesita de los que producen, y los mecanismos
por los que los que contribuyen tienen acceso a controlar en que se usa la
parte de su riqueza, que el poder considera, coercitivamente, que le
corresponde para llevar a término su pervivencia, son escasos o inexistentes,
es inevitable darse cuenta de que el poder utilizará en primer término su
fuerza disuasoria para su propio beneficio.
Es decir, una institución no
productiva pone en marcha un sistema por el que se obliga a una solidaridad no
siempre consentida a aquellos que sí producen a cambio de unos beneficios, teóricos,
uno de los cuales, y de los costosos, es el sistema coercitivo que se empleará,
entre otras cosas, para obligar al cumplimiento de los no conformes, que pagan
de esta manera su propia represión, imponiéndoles unas reglas y cuantías que no
siempre, en realidad casi nunca, son justas, y además se les escarnecerá
públicamente tachándolos de insolidarios y delincuentes.
Por si misma esta situación
desmiente la bondad del concepto. Un sistema que necesita represión no es
solidario, y casi con toda seguridad no es justo. Un sistema que utiliza parte
de sus recursos, una parte cada vez más importante, en perseguir y sancionar a
los disidentes, es un sistema implícitamente perverso. No se puede imponer la
solidaridad, se pueden imponer conceptos negativos que la suplantan bautizándolos
con nombres de ideales, cuya consecución no es objetivo real, como puedan ser: el
bien común, los servicios sociales o la redistribución de la riqueza. Ideales cuyo
logro quedan flagrantemente desmentidos tanto en los presupuestos de cualquier
estado como en la vida real y cotidiana.
Así que la recaudación de
impuestos no es otra cosa que una forma de obligar a los individuos a que
prescindan de parte del beneficio obtenido de su trabajo para que otros que no
producen ningún beneficio, conocido al menos, decidan que necesidades,
pretendidamente comunes aunque no siempre lo sean, tienen que cubrirse con esa
merma de la remuneración personal.
¿Está un pacifista satisfecho con
su contribución a la defensa? ¿Está un jubilado conforme con sus carencias
mientras contempla como ciertos pretendidos representantes de su situación
tienen prebendas que él no puede alcanzar? ¿Está un empresario satisfecho
mientras ve como las leyes que se aprueban con su contribución lesionan
gravemente las posibilidades de pervivencia de su negocio? Por poner los
ejemplos más populistas, dejando de lado los más sangrantes y complejos. Lo
dudo. Otros me hablarán, para rebatirme, de la sanidad, de las
infraestructuras, de la educación… y yo les hablaré de donde están todas las
carencias que los estados permiten.
Habrá en este caso quién me hable
de izquierdas y derechas, como si esa falacia tuviera algo que ver con la
realidad del problema. Los impuestos se inventaron antes que las ideologías, y
las ideologías lo único que han hecho ha sido reinterpretar el sistema en su
propio interés. La prueba está, como siempre basta una mirada sin improntas
ideológicas, para comprobar que nada ha cambiado, aunque nada sea igual.
Defiendo la perversidad del sistema, no su falta de inteligencia. Por lo que se
cambian impuestos por libertades, que no tienen costo, pero no se garantizan
más allá de lo que los individuos, o el grupo de presión al que pertenecen, son
capaces de defender por si mismos.
La derecha defiende la mínima
intervención directa del poder a cambio de una desigualdad cada vez mayor
permitiendo una acaparación sin límites y apenas interesándose por los más
desfavorecidos. La izquierda promueve la máxima intervención posible de tal
modo que el poder se erige en garante de sí mismo y la redistribución de una pobreza
provocada por la falta de libertad individual. Hablo, claramente, de
situaciones extremas, pero no por extremas menos ciertas. Como si de una
función matemática se tratara diríamos que x = f(n) tendiendo n a infinito,
siendo f los impuestos y n el importe. Para n= 0 estaríamos en una extrema
derecha ideal, y para n=infinito en un extrema izquierda tan ideal como la extrema
derecha ya mencionada.
Creo que hay una referencia
histórica que describe la absoluta perversidad del sistema de recaudación de impuestos.
Son tiempos de Luis XIV y Francia, en realidad el rey, necesita dineros para dotar
las guerras que sostiene, teóricamente para aumentar la gloria de Francia, en
realidad la gloria, el poder y la riqueza del rey de Francia y de su élite. La
única salida es aumentar los impuestos, y en tal sentido Colbert, el ministro
de finanzas, se dirige al cardenal Mazarino explicándole que no encuentra la
forma de gravar más a una población castigada ya al límite. Mazarino, lejos de
compartir las cuitas de Colbert le da una norma que todos los ministros de
hacienda de todos los gobiernos tienen en la cabecera de su mesa como guía y
faro: “Hay una enorme cantidad de gente entre los ricos y los pobres. Son todos
aquellos que trabajan soñando en llegar algún día a enriquecerse y temiendo
llegar a pobres. Esos son los que debemos gravar con impuestos, cada vez más,
¡siempre más¡. A esos cuanto más les quitemos más trabajarán para compensar lo
que le quitamos. ¡Son una reserva inagotable¡”
Releyendo la frase se puede paladear
toda la perversión que implica. No solo el cinismo sobre la clase media y la
burguesía, también sobre las clases intocables. Los pobres son intocables porque
si sobrepasamos el límite de lo que les quitamos perdemos al contribuyente. Los
ricos porque su verdadero valor está en que siempre podemos, en caso de
necesidad, comprar parte de su riqueza a cambio de prebendas que a la larga los
harán más ricos.
Intentando concluir, cuestión ya
de por sí cuestionable, la de concluir, y para aquellos bien intencionados: confiar en que el sistema impositivo basado en
una apropiación porcentual de la riqueza individual en función de su
producción, o riqueza pasiva, pueda contribuir a una redistribución justa de
las riquezas es una falacia que solo el poder puede manejar con desparpajo, y
con medios detraídos de otras necesidades reales para poder imbuir en la
sociedad esa falsa convicción. Lo que se llama propaganda. El hecho de que se
permita que ese sistema, además, sea prerrogativa del poder, es como poner a la
zorra a cuidar a las gallinas.
Si alguna vez alguien pretende
redistribuir la riqueza, si alguien alguna vez tiene un fin justo, solidario,
si alguna vez alguien está más interesado en compartir que en acaparar, si
alguien alguna vez es más propenso a servir que a servirse, si en algún remoto
e inconcebible futuro el administrador está interesado en los administrados y
más preocupado por administrar que por recaudar, seguramente empezará por
proponer unos límites de enriquecimiento y empobrecimiento que eliminen de la
sociedad el lujo y la miseria, que son los extremos de una injusticia social. Si
alguna vez la solidaridad es una necesidad común palpable y aceptada, el
recorrido estará claramente garantizado.
Tal vez entonces, y solo
entonces, entendamos qué es la redistribución tolerable de la riqueza y hayamos
logrado comprender la trampa que el sistema tradicional de impuestos supone
para aquellos que no son ni el poder ni su élite asociada. Si alguna vez la
sociedad llega a asumir que la igualdad no existe, pero que la equidad es un
estado alcanzable, habremos recorrido una parte importante del camino
¡Utopía¡, gritarán muchos ante
mis palabras. ¡Distopía¡ me permito yo gritar ante sus hechos, sus pertinaces,
mendaces e históricos hechos.