domingo, 30 de junio de 2019

La Vida Eterna


Concebir el futuro es una actividad importante. Desde la magia, desde la ciencia o las artes, fundamentalmente la literatura, asomarse a lo que vendrá ha sido, es y será, un ejercicio con gran predicamento social.
En muchas ocasiones hay personas que desconsideran esa búsqueda como una concesión a la fantasía, como una pérdida de tiempo o como un ejercicio inútil ya que no llegaran a vivir lo imaginado. Cada uno tiene sus valores, sus inquietudes y sus percepciones, y son difíciles de discutir.
A mí me interesa el futuro, tanto el que me tocará vivir, de mañana en adelante, como el que seguramente no llegaré a conocer, ese que con tanta facilidad llamamos lejano olvidándonos de que ya en su momento le habíamos llamado así al presente que vivimos.
Intentar imaginar el futuro es un ejercicio de responsabilidad. Imaginar el futuro proyectando hacia adelante las tendencias y corrientes que vivimos actualmente y la evolución que hemos vivido es una forma de ser más consciente de los errores cometidos y de las consecuencias que las decisiones actuales pueden tener en nuestros descendientes.
Tal vez el ejemplo más claro, más palpable, sean las consecuencias climáticas, me niego a caer en el tópico del cambio, que las decisiones para un consumo desaforado han provocado, y como esas consecuencias condicionan el futuro. Lo terrible sería ignorar lo que sucede y no extrapolar la actualidad para saber qué mundo vamos a legar a los que vengan detrás.
Quitando de nuestro argumentario las mancias y las ciencias, a veces tan cercanas que limitan, si hacemos un repaso por la literatura nos encontramos una cantidad ilimitada de obras, de mayor o menor calidad, que intentan contarnos ese futuro, obras que pertenecen a esa rama de la ciencia ficción que se llama anticipación. Y si bien muchas se recrean en la fantasía, o en los viajes espaciales, o en los avances técnicos, o en los seres que podamos encontrar, otras, y muy serias, intentan hacer un retrato de la sociedad futura, de su entorno, de sus valores, de sus logros y de sus fracasos.
Novelas como “Farenheit 451”, “Un Mundo Feliz”, “1984” o “Sueñan los Androides con Hormigas Eléctricas”, por nombrar solo las más conocidas, son un claro ejemplo de estas últimas, y todas ellas son distopías. Todas ellas recrean un mundo en el que el poder se retroalimenta, la riqueza se acumula en unos pocos, o desaparece, y la sociedad es incapaz de encontrar los cauces para corregir esos errores. Todo queda confiado a las manos de algún rebelde ocasional con más posibilidades de testimoniar un fracaso que de alcanzar a lograr alguna solución.
Sí, es verdad que la distopía es más fácil de contar y tiene más lectores que la utopía, no lo olvidemos, pero también es verdad que los síntomas que se perciben alrededor no dan para imaginar grandes alegrías.
La pérdida sistemática de derechos individuales en favor de derechos colectivos, casi siempre miedos y casi siempre, posiblemente, inducidos o alimentados, la pérdida de valores éticos, cuando no su decadente confusión, y la implacable y cada vez más acentuada brecha entre ricos y pobres en nombre de un ultra liberalismo suicida, como respuesta a unas políticas socialistas que han ido de fracaso en fracaso, hacen concebir un futuro con pocas esperanzas.
Y es esa brecha entre ricos y pobres, esas estadísticas que nos dicen que un reducido porcentaje de la humanidad, donde digo reducido dígase exclusivo, acumula más bienes que la inmensa mayoría, que en gran parte vive en la miseria, es la que hace que la posibilidad de que la humanidad viva momentos de injusticia y opresión sea la más plausible. Pero no una injusticia cualquiera, que de esa ya tenemos mucha, no una opresión cualquiera, que esa ya la sufrimos, en muchas ocasiones sin ni siquiera ser conscientes, si no de las más profundas e intolerables, las que afectan a la vida.
La biotecnología en particular y la medicina en general, avanzan a un ritmo que ha llevado a algunos visionarios, por ejemplo José Luís Cordeiro, a asegurar que a mediados de este siglo el hombre podrá matar a la muerte, o sea, logrará ser inmortal. Que la medicina y la tecnología juntas podrán solventar cualquier dolencia, carencia o accidente que el hombre pueda sufrir. No sé si la fecha es válida, ni sé si ese planteamiento tan absoluto es cierto, pero lo que sí sé es que si ese planteamiento fuera cierto solo lo sería para aquellos que pudieran pagarlo. Que las mafias podrían vender vida, que el dinero podría comprar vida, y que habría una inmensidad de la raza humana que moriría contemplado la perpetuación de unas castas poderosas que les negarían el acceso a la posibilidad de vivir más tiempo. Que la muerte pasaría de ser la gran igualadora a la más despiadada clasista.
No quiero imaginarme ese mundo. No quiero imaginarme un mundo en el que la vida, la duración de la vida, sea un valor de referencia. Un mundo en el que vivir más o menos dependa del estatus social, del poder logrado, de la cercanía conseguida a las fuentes de riqueza. No quiero imaginar la absoluta abyección en la que se llegaría a caer por logar un tiempo más. No quiero imaginar la desesperación de ver morir a un hijo, a una pareja, a unos padres, en la impotencia más absoluta, mientras otros acumulan vida más allá de lo racional. No quiero ni imaginarme un mundo en el que la vida prolongada sea un lujo solo al alcance de unos pocos. No quiero mirar al sistema sanitario de la mayoría de los países de este mundo y proyectarlo sobre un futuro en el que la medicina otorgue una vida de mayor duración, de mayor calidad.
No, a veces es mejor no imaginar, a veces es mejor cerrar los ojos y morir a tiempo.

domingo, 23 de junio de 2019

La hipocondría inducida


Hablaba el otro día con mi amigo Antonio, Antonio Zarazaga, médico, gestor y renacentista, sobre las cuestiones que la vida nos va deparando, y de tema en tema llegamos al, para él habitual, de la medicina, tema en el que él habla y yo escucho para aprender, que es una costumbre placentera cuando el ponente sabe tanto.

Y hablábamos de esa nueva moda social, de esa obsesión moderna que es intentar resolver la muerte en vida, tratar a la muerte como una ocurrencia o una enfermedad y no como una consecuencia inevitable. Dicho en otras palabras, vivir para no morir en vez de morir después de vivido.

Uno recorre las modernas fuentes del conocimiento, más bien del desconocimiento, asomándose a toda suerte de opiniones, recomendaciones, diagnósticos e informaciones que la falta de preparación básica nos impide matizar, cribar y escoger con criterio. Así que en un alarde de inconsciencia absoluta, en una demostración de estupidez sin parangón, prestamos oídos a algún gurú que pretende tener acceso a conocimientos que, aparentemente, nos van a dejar la vida resuelta de enfermedades, que va a aportar a nuestra salud soluciones que una conspiración universal contra ella perpetran enemigos desconocidos, que nos va a revelar secretos ancestrales que los modernos poderes nos escamotean al tiempo que los modernos poderes ponen a nuestro alcance, al alcance de nuestra estulticia. El enfermo imaginario, ese al que Moliere ya le dedicó una obra, demanda soluciones imposibles. Nunca ha habido persona más engañable, más risible y más digna de conmiseración que el hipocondríaco. Ni persona más despreciable y peligrosa que aquella que armada de una supina estupidez, de una inteligencia lamentablemente enfocada, de una osadía sin parangón, se cree en poder de verdades curativas fantásticas y pone en peligro la salud y la vida de todos aquellos que tienen la desgracia de escucharlos. Y cuidado, hay gurús con bata y título.

Tal vez por eso, o porque todo lo nuevo vende, o por tantos motivos que uno solo no lo explica, hemos pasado de unos enfermos imaginarios a una imaginería de la enfermedad, a la creación de una sociedad hipocondríaca, más preocupada de prevenir una posible enfermedad que de vivir la salud presente, más obsesionada por ritos y magias que por una actitud de saludable disfrute de la vida, más empeñada en vivir un futuro saludable que en vivir un presente con salud.

“Primun non nocere”, primero no dañar. Esta máxima, que además es el título de un blog con opiniones sobre medicina que recomiendo, puede resumir el terrible dilema del hombre moderno que se debate entre una medicina que, a fuer de ser preventiva, se convierte en obsesiva y la obsesiva presión de los “chamanes” del desconocimiento ancestral, de su ignorancia presente, que difunden, sin una base de criterio mínimo, prácticas y técnicas que a la postre pueden resultar letales.

La medicina preventiva ha sobrepasado los límites con los que fue ideada. La moderna medicina anticipatoria significa un paso más en la escalada hacia una sociedad hipocondríaca, a una sociedad obsesionada por erradicar la enfermedad o, al menos, por tratar las enfermedades incluso antes de que asome el síntoma, incluso antes, si fuera posible, de que la dolencia esté descrita.

El problema viene cuando le preguntas a un médico, de los que han hecho la carrera, no de los que diagnostican a golpe de libro de medicinas alternativas o de entrada en internet, y te encuentras que por cada médico que mantiene una opinión, sobre el tema que sea, hay otro que mantiene la contraria. No te queda, entonces, más remedio que recurrir al historial de esos médicos y ver sus logros y publicaciones en el terreno de la investigación: médica, biológica… Con un poco de suerte encontrarás diferencias entre médicos, generalmente con un marcado toque humanista y una larga trayectoria de preocupación por el paciente y por su ciencia, y “doctores” que no han aportado a la medicina más que recetas y opiniones basadas en la experiencia de otros. Como me dijo mi amigo Antonio, en cierta ocasión, hay un momento en el que tienes que preguntarte: “¿Tú eres médico porque sabes, o dices que sabes, porque eres médico?”

Ya en los años 70 Ivan Ilich escribe un libro que se llama “Medical Némesis” y en el que describe tres formas en las que el colectivo médico causa un daño clínico. Esta interacción nefasta, que recibe el nombre de iatrogenia, puede ser directa, por una mala praxis, o social, en la que establece las bases del daño producido por la medicina preventiva y la frontera de esta con la medicina anticipativa, que son las otras dos formas de iatrogenia. Medicina preventiva sería aquella en la que el sujeto a tratar solicita ayuda médica para prevenir una enfermedad y medicina anticipatoria aquella en la que es el médico el que convence al paciente de que necesita su ayuda para prevenir enfermedades. Esta diferenciación la establece Gilbert Welch, profesor del Instituto de Política de Salud y Práctica Clínica de Dartmouth, en un libro en el que trata sobre el sobrediagnóstico.

Otro posible enfoque es a través de estudios médicos, informes estadísticos sobre enfermedades, medicamentos, tendencias y evoluciones. No lo recomiendo. Y no lo recomiendo primero porque la estadística es una ciencia -¿es una ciencia?- que siempre dice lo que quiere oír el que la maneja y segundo porque a determinados niveles hace falta una preparación muy alta en el objeto de estudio para entender los resultados.

Si cogemos un informe médico nos dirá que las estatinas, por poner un ejemplo, han reducido el número de fallecimientos por causas cardiovasculares entre los pacientes que son tratados con ellas, pero si lees otro informe, te dirá que esto es así desde que se bajaron los límites de colesterolemia y empezó a tratarse con ellas a pacientes sin enfermedades cardiovasculares diagnosticadas, es decir, desde que la medicina anticipativa empezó a considerar enfermos anticipativos a aquellos pacientes asintomáticos, sin enfermedad diagnosticada y que por una decisión medico administrativa pasaron a ser sujetos de medicación de la noche a la mañana. No es imposible, pero morirse de una enfermedad que no se tiene es algo más complicado de lo habitual. De hecho el número de muertes por accidente cardiovascular son prácticamente las mismas antes y después de variar el límite establecido por el colesterol, y antes o después del aumento de pacientes tratados con estatinas. Lo que sí ha variado, y de forma exponencial, son los beneficios de los laboratorios que las fabrican.

Y las estatinas no son inocentes. Su administración no es inocente. Las consecuencias de su administración convierten a muchos de sus consumidores en pacientes de dolencias debidas a sus efectos secundarios, contraviniendo la máxima de la que hablábamos, “primum non nocere”, lo primero es no hacer daño. Lo primero es no provocar una dolencia en un sujeto que hasta ese momento no tenía, ni esa ni la que se pretendía anticipar. Lo primero es no crear enfermos a base de anticipar enfermedades.

Si hacemos un breve recorrido por el internet de nuestras entretelas, observaremos una gran cantidad de consejos, prácticas y observancias que debemos de tener en cuenta para llegar a lograr una vida saludable. Y si decidimos, en un alarde de “suigestión”, palabro inventado a base de supina ignorancia y estupidez sin parangón, poner en práctica unas cuantas de estas ocurrencias, lograremos morirnos absolutamente sanos. Sanos y sin haber vivido por falta de tiempo salvo para preservar una salud que acabaremos no teniendo.




Para escribir esta opinión se han tenido en cuenta diferentes entradas del Blog “Primum non nocere”, del Dr. Juan Bravo, concretamente: “Estatinas y Mayores. Pués por ahora, va a ser que no”, “Hipertensión Arterial”, “La Culpa Fue Del Smartwatch” y “Muchas Enfermedades Se Presentan Por Un Número Arbitrario”.

viernes, 14 de junio de 2019

El gobierno cooperativa


En muchas ocasiones me he quejado del retorcimiento indigno con el que los políticos actuales retuercen el lenguaje, con el único fin de que las palabras acaben no significando absolutamente nada y, por tanto, sirvan para no comprometerse tampoco a nada. Es una táctica felona, facilona y que debería de ponernos alerta. Yo jamás podré votar a alguien que atenta contra la riqueza idiomática saboteando esa riqueza, el vehículo fundamental para el entendimiento, y poniendo en cuestión mi propia inteligencia.
Acabamos de asistir al nacimiento de un nuevo concepto para llamar como no era a lo que es, pero que no se quiere que los demás entendamos que es, o, al menos, que no podamos decir que es lo que realmente es aunque sea evidente que es y ellos sepan que lo es. ¿Se me entiende o explicito? Pues eso, que aunque quisiera no podría ser más claro porque ni se me entiende a mí ni se les acaba de entender a ellos, aunque sepamos claramente lo que dicen, lo que quieren decir y que es lo que no quieren que se diga que han dicho.
Auténticos trileros del lenguaje, felones de medio pelo instalados en estructuras con cada día menor prestigio y con mayor poder, ventajistas de lo público, que desprestigian todo lo que tocan, en este caso todo lo que dicen.
Ha nacido el gobierno de cooperación. Existían los gobiernos monocolores, los gobiernos en coalición, los gobiernos Frankestein, -¡si el monstruo levantara la cabeza!-, e incluso los gobiernos de concentración nacional para situaciones especiales, pero ninguna de estas acepciones servían para explicar lo que no interesa explicar, para definir lo que se pretende indefinido, nebuloso, inconcreto, para disimular lo que realmente es, para decir si, pero no, donde dije digo digo diego, o simplemente para explicar lo que finalmente acaba pareciendo sospechoso, o taimado. Como lo de llamar relatores a lo que son interlocutores, como llamar victoria una pérdida de votantes, como… un no parar.
¿Qué es un gobierno de cooperación? Pues, basándome en los hechos y el lenguaje, es un gobierno de coalición en el que el más fuerte no quiere reconocer su debilidad y el más débil lo es tanto que tiene que tragar con lo que sea para sacar algo a lo que sabe que en buena ley no le corresponde. Un despropósito de debilidades para intentar simular una fortaleza que a la postre acabará resultando frágil y quebradiza para desgracia de los administrados.
Tal vez, para acabar de matizar, el término esté mal elegido, o, simplemente, esté incompleto. Tal vez debería de haberse llamado gobierno con cooperantes, o gobierno de cooperación necesaria, y así sabríamos, con mayor precisión, de que cabezas, escasas, dependemos.
Si le hubieran llamado con cooperantes tendríamos una visión más tipo ONG, un gobierno en el que ciertos militantes de otros partidos se prestan a ser ministros de forma desinteresada, sin ninguna contraprestación, afán de beneficio o protagonismo, simplemente por ayudar a un necesitado en unas circunstancias de carencia. Como diría la canción, que inmediatamente entonaría el PSOE, vencedor indiscutible de las elecciones, según su portavoz, y única opción a gobernar: ”NO, no, no, eso no, no, no, eso no, no, no, no es así”. El PSOE no necesita a nadie para formar gobierno, en realidad ni el PSOE ni ningún otro partido, aunque sí para la investidura.
Así que entonces, posiblemente, si los hechos no lo desmienten, estemos ante un gobierno de cooperación necesaria. Un gobierno que no se puede llamar oficialmente así porque lo de necesaria determinaría una debilidad del pretendido componente fuerte, que se niega a asumirla ante los ciudadanos, pero que es evidente para todo el mundo, incluso para ellos. Claro que, tal como veníamos apuntando, en política una cosa es lo que es y otra lo que se dice que es.
Sabiendo las tendencias ideológico literarias de los integrantes de la cooperación, estoy seguro de que en las negociaciones que se mantuvieron, con la permisiva displicencia del PSOE y la generosidad servil de Podemos, se llegó a utilizar el término que más se acomodaba, el de cooperativa de gobierno. De cooperativa pasó a cooperativo y de ahí a de cooperación. Y, claro, como gobierno cooperativa, o cooperativa de gobierno, todo tiene mucho más sentido. Al fin y al cabo la cooperativa es algo que la izquierda de salón ha leído que existe como esfuerzo común de los trabajadores para poner en valor su trabajo. Claro que en la cooperativa, y esto parece escapársele al PSOE, todos los obreros son iguales, e incluso, a veces, el obrero simple, el productivo, acaba siendo más importante que el camarada director.
Hay que ver, lo que da de sí el lenguaje cuando se usa correctamente.

sábado, 8 de junio de 2019

La vida sigue igual


Repasando los artículos escritos en fechas semejantes de años anteriores me he encontrado uno titulado “Por Ambos lados” del año 2015 que comenta los resultados de las elecciones que entonces se llevaron a efecto.
Lo confieso, me ha costado resistirme a incurrir en la práctica del corta y pega y publicar exactamente el mismo artículo cambiando algunos nombres, de personas y de partidos, en la sección de actualidad.
Han pasado cuatro años, cuatro, y como si hubieran pasado cuatro días. Todo sigue igual. Tan sospechosamente igual que hay un montón de variaciones que no afectan al fondo del asunto. Porque,  me digo yo, si lo único que cambia no es lo relevante, ¿no será que alguien se dedica a cambiar lo que no importa para evitar cambiar lo que sí importa?
Decía el artículo:
“Por un lado no ha cambiado nada, todos los partidos se consideran ganadores según el criterio que les conviene, pero por otro lado todo ha cambiado con la irrupción de nuevas fuerzas políticas y la desaparición prácticamente total de algunos partidos.
Por un lado los ciudadanos han fragmentado su voto con la aparente intención de evitar la falta de control sobre el poder de la que hemos adolecido en los últimos tiempos en este país, pero por otro lado la necesidad de los partidos de “pillar cacho” los lleva a buscar desesperadamente alianzas que reproduzcan en mosaico el monolito.”
“Lo que en ningún caso parecen haber votado los ciudadanos es el mercadeo, el intercambio de cromos, el frentismo, la división, la mentira, el escamoteo de sus deseos, el espectáculo del triunfo universal, la persecución, la vuelta a la tortilla, que siempre exige otra vuelta más, y otra, y otra.
Por un lado el fracaso una vez más de una ley electoral que no garantiza más que la creación de perversiones, de nichos, de mafias de poder, por otro el deseo de una ley que permita la elección directa de representantes y expresar las diferentes sensibilidades de cada votante que no tienen que corresponderse con las de ningún partido concreto.
Por un lado, como cada vez, como siempre, la voluntad de los ciudadanos de formar una sociedad libre y plural, harmoniosa en convivencia y comprometida con su futuro, por otro, como cada vez, como siempre, la voluntad de los partidos de conseguir el poder a costa de lo que sea y eliminar toda pluralidad que atente contra su predominio y el inmoral, el infecto, el desmoralizador medraje de sus mediocres cuadros.”
Hasta aquí el corta y pega. Sí, estos párrafos, los entrecomillados, pertenecen a hace cuatro años. Y a hoy mismo. Y, si seguimos el mismo camino, a dentro de unos cuantos años, cuatro y más.
Oigo permanentemente la necesidad de cambiar la constitución, es ya una especie de mantra o latiguillo previo a cualquier debate político, pero, curiosamente, ninguno de los que lo menciona lo hace para solucionar los desaguisados que sí le preocupan al ciudadano de a pié.
Que si República o monarquía, que además es una falacia, porque visto el panorama político tendríamos que elegir entre monarquía republicana, la que tenemos, o república monárquica, la que se montara el partido de turno con su líder reyezuelo como Jefe del Estado. Virgencita, ¡que me quede como estoy!
Que si hay que cambiar el modelo territorial. ¿Otra vez? En palabras llanas, ¿Qué ventaja supondría para el ciudadano de a pié ese cambio? Claro, ninguna, solo cambiarían determinadas reglas de cómo repartir el poder y los impuestos, sin corregir desigualdades, sin corregir los fallos evidentes del actual, sin evitar que los ciudadanos de unos territorios sean privilegiados a cuenta de otros. Pues tampoco veo la necesidad acuciante.
Pero sobre la ley electoral, y el escamoteo permanente que un sistema partidocrático ejerce sobre el control electoral de los ciudadanos, nadie dice nada, y si alguno lo dice es porque cree que es lo que queremos oír. Sobre solucionar que se pague a 351 señores para que aprieten 351 botones que podrían pulsar tranquilamente 8 o 9 y nos ahorrábamos el bochorno de ver a durmientes, jugantes, diletantes y paseantes a los que pagamos por dormir, jugar, disparatar o pasear, sobre eso, nada. Sobre conseguir que todos y cada uno de los votos emitidos tenga el mismo peso electoral que los demás haciendo una circunscripción única, como en las europeas, nada de nada. Sobre poder votar directamente a quién me dé la gana, con nombres y apellidos, con la posibilidad, porque soy un picaflor, de votar al número cuatro de un partido y no a los tres primeros, y al dos de otro, porque me parece inteligente y necesario, en vez de tener que elegir a una ristra de desconocidos, que lo van a seguir siendo, desconocidos y ristra, después de cuatro años, nada de nada.
Sobre instaurar un sistema educativo único, no ideológico, duradero y eficaz, que incida en las humanidades, que forme en un saber histórico común y contrastado (un país no se puede permitir tener varias historias enfrentadas), que se preocupe de los valores sin detrimento de los conocimientos específicos de las distintas áreas, que ayude a conseguir ciudadanos íntegros, librepensadores y altamente cualificados, y no una especie de terapia ocupacional sin ánimo de molestar, formar o educar como existe actualmente, nada de nada de nada.
Sobre cómo conseguir un modelo eficaz, en gestión y en gestión de los tiempos, sobre las personas mayores y dependientes, cómo dotarlo para que algunos no reciban la ayuda después de muertos, para que no tengamos a diario que contemplar, en la calle y en las noticias, personas en desamparo y soledad culpable, culpable por parte de la sociedad y de quién dice administrarla, para que no tengamos que avergonzarnos de casos y cosas que cuando llegan a nuestro conocimiento llevan años de injusticia burocrática, para poder sentirnos orgullosos de que en nuestro entorno no hay nadie que tenga una necesidad, de las reales, no de las inventadas, que también hay, que no haya sido atendida correctamente y, sobre todo, a tiempo, se habla mucho y se hace poco.
Y podría seguir, con la ley, con la seguridad, con el sin vivir que día a día supone el abandono del ciudadano en aras de intereses superiores que en nada le interesan, cuando no le perjudican, con la economía, con el latrocinio de las grandes empresas con derechos sobre sectores básicos y de interés social, con la injusticia social, con el disparate laboral, con…
Y al final la vida sigue igual, que ya lo cantaba el cantor, o un poquito peor, porque lo que no mejora… empeora.

domingo, 2 de junio de 2019

De fascistas y antifascistas


Tal como se ha puesto la situación dialéctica, y parafraseando al poeta, podríamos espetar sin epatar aquella frase que dice:  ”¿Y tú me lo preguntas? Fascista eres tú”

Tan barato han puesto ciertos energúmenos que por las redes sociales pululan vertiendo a diestro y siniestro, esto es a izquierdas y a derechas, su veneno pseudo ideológico que ya, hoy por hoy, es fascista, para personajes que se creen de izquierdas sin ser capaces de hilvanar más de dos mejoras sociales que no le hayan soplado al oído sus líderes,  cualquiera que discrepe con sus ideas.

Fascista, si existiera una clasificación ad hoc, sería el adjetivo calificativo más usado para descalificar en cualquier conato de debate. Fascista es el tapón dialéctico más utilizado para atacar a las ideas ajenas sin contraponer las propias, por falta de ellas o por incapacidad para desarrollarlas hasta convencer. Fascista es el argumento definitivo más usado para quién rebasado en su razón pretende quedarse con ella.

Se usa tanto, tanto, tanto y tan mal que un término que, dadas sus consecuencias para la humanidad, debería estar guardado en el armario de los horrores léxicos, para que su sola pronunciación pusiera los pelos de punta, se ha banalizado hasta no significar otra cosa que  un escape intelectual para incapaces de pensar por sí mismos.

Dice el DRAE:
  1. adj. Perteneciente o relativo al fascismo.
  2. adj. Partidario del fascismo. Apl. a pers., u. t. c. s.
  3. adj. Excesivamente autoritario.

Habría que añadir la cuarta acepción: “Persona que tiene un criterio diferente al que califica”. E  incluso una quinta: “Persona de actitud violenta con tendencia a imponer su criterio ideológico por la fuerza”.  Si, ya lo sé, criterio e ideológico apenas son compatibles, pero lo digo por clarificar, dialécticamente.

Habría que ponerse a escribir las “hazañas” del fascismo tradicional, y las del no menos fascista “comunismo” del siglo XX, para que con los pelos de punta pudiéramos, muerto a muerto, con caras, con nombres, con testimonios de sus familias, recuperar una leve sombra del horror de los que lo vivieron. Debiera bastar este ejercicio para que la palabra no se volviera a usar  salvo para situaciones de lesa humanidad y por personas de elevada solvencia intelectual.

Calificaciones que se usan banalmente, ignorando la sangre y el sufrimiento producido por las actitudes intolerantes y totalitarias, o sesgándolas, o apropiándose para el propio interés de un concepto  de tamaña crueldad, deberían de descalificar automáticamente al calificador. Y si es político aún más, aún mayor debería de ser el ostracismo al que debiera ser sometido. Jugar con el horror, con la muerte, con el dolor, con la humillación de una gran cantidad de seres humanos debería de producir, al mismo tiempo, asco y rechazo. En definitiva, que el uso inadecuado de estos adjetivos, cualquiera que comporte crímenes por opinión, debiera de ser perseguido y castigado.

Pero no es así. Seguimos banalizando el peligro, seguimos minimizando el riesgo de que, como en el cuento de Pedro y el lobo, cuando venga el lobo de verdad no tengamos un recurso léxico eficaz para advertir el peligro.

En realidad ya está sucediendo, ya dices que viene el fascismo y no sabes si mirar para el que lo dice, para donde apunta, para ninguno de esos sitios o para todos lados. O, tal vez, lo más habitual, mirar para otro lado en actitud de cansancio y desprecio por el que lo ha dicho.
Desde luego, si yo quisiera una vuelta del fascismo lo primero que haría sería vaciar de contenido la palabra, violentar su significado hasta que no significara nada concreto, vulgarizar el sonido hasta que no produjera ninguna sensación de peligro o de rechazo, banalizar el término hasta que los que pretendieran señalarme no tuvieran dedos con los que hacerlo.

Y en eso, me temo, estamos. Basta con asomarse a una red social y discrepar en vez de pulsar el “me gusta” para ser automáticamente tildado de fascista. Curiosamente, en muchos casos, con actitudes absolutamente fascistas protagonizadas por autodenominados antifascistas.

Lo cual me lleva a una última reflexión, en general, ¿hay algo más pro que un anti? Yo, ahí lo dejo.