Concebir el futuro es una
actividad importante. Desde la magia, desde la ciencia o las artes,
fundamentalmente la literatura, asomarse a lo que vendrá ha sido, es y será, un
ejercicio con gran predicamento social.
En muchas ocasiones hay personas
que desconsideran esa búsqueda como una concesión a la fantasía, como una
pérdida de tiempo o como un ejercicio inútil ya que no llegaran a vivir lo
imaginado. Cada uno tiene sus valores, sus inquietudes y sus percepciones, y
son difíciles de discutir.
A mí me interesa el futuro, tanto
el que me tocará vivir, de mañana en adelante, como el que seguramente no
llegaré a conocer, ese que con tanta facilidad llamamos lejano olvidándonos de
que ya en su momento le habíamos llamado así al presente que vivimos.
Intentar imaginar el futuro es un
ejercicio de responsabilidad. Imaginar el futuro proyectando hacia adelante las
tendencias y corrientes que vivimos actualmente y la evolución que hemos vivido
es una forma de ser más consciente de los errores cometidos y de las
consecuencias que las decisiones actuales pueden tener en nuestros
descendientes.
Tal vez el ejemplo más claro, más
palpable, sean las consecuencias climáticas, me niego a caer en el tópico del
cambio, que las decisiones para un consumo desaforado han provocado, y como
esas consecuencias condicionan el futuro. Lo terrible sería ignorar lo que
sucede y no extrapolar la actualidad para saber qué mundo vamos a legar a los
que vengan detrás.
Quitando de nuestro argumentario
las mancias y las ciencias, a veces tan cercanas que limitan, si hacemos un
repaso por la literatura nos encontramos una cantidad ilimitada de obras, de
mayor o menor calidad, que intentan contarnos ese futuro, obras que pertenecen
a esa rama de la ciencia ficción que se llama anticipación. Y si bien muchas se
recrean en la fantasía, o en los viajes espaciales, o en los avances técnicos, o
en los seres que podamos encontrar, otras, y muy serias, intentan hacer un
retrato de la sociedad futura, de su entorno, de sus valores, de sus logros y
de sus fracasos.
Novelas como “Farenheit 451”, “Un
Mundo Feliz”, “1984” o “Sueñan los Androides con Hormigas Eléctricas”, por
nombrar solo las más conocidas, son un claro ejemplo de estas últimas, y todas
ellas son distopías. Todas ellas recrean un mundo en el que el poder se
retroalimenta, la riqueza se acumula en unos pocos, o desaparece, y la sociedad
es incapaz de encontrar los cauces para corregir esos errores. Todo queda
confiado a las manos de algún rebelde ocasional con más posibilidades de
testimoniar un fracaso que de alcanzar a lograr alguna solución.
Sí, es verdad que la distopía es
más fácil de contar y tiene más lectores que la utopía, no lo olvidemos, pero
también es verdad que los síntomas que se perciben alrededor no dan para
imaginar grandes alegrías.
La pérdida sistemática de
derechos individuales en favor de derechos colectivos, casi siempre miedos y
casi siempre, posiblemente, inducidos o alimentados, la pérdida de valores
éticos, cuando no su decadente confusión, y la implacable y cada vez más
acentuada brecha entre ricos y pobres en nombre de un ultra liberalismo
suicida, como respuesta a unas políticas socialistas que han ido de fracaso en
fracaso, hacen concebir un futuro con pocas esperanzas.
Y es esa brecha entre ricos y
pobres, esas estadísticas que nos dicen que un reducido porcentaje de la
humanidad, donde digo reducido dígase exclusivo, acumula más bienes que la
inmensa mayoría, que en gran parte vive en la miseria, es la que hace que la
posibilidad de que la humanidad viva momentos de injusticia y opresión sea la
más plausible. Pero no una injusticia cualquiera, que de esa ya tenemos mucha,
no una opresión cualquiera, que esa ya la sufrimos, en muchas ocasiones sin ni
siquiera ser conscientes, si no de las más profundas e intolerables, las que
afectan a la vida.
La biotecnología en particular y
la medicina en general, avanzan a un ritmo que ha llevado a algunos
visionarios, por ejemplo José Luís Cordeiro, a asegurar que a mediados de este
siglo el hombre podrá matar a la muerte, o sea, logrará ser inmortal. Que la
medicina y la tecnología juntas podrán solventar cualquier dolencia, carencia o
accidente que el hombre pueda sufrir. No sé si la fecha es válida, ni sé si ese
planteamiento tan absoluto es cierto, pero lo que sí sé es que si ese
planteamiento fuera cierto solo lo sería para aquellos que pudieran pagarlo.
Que las mafias podrían vender vida, que el dinero podría comprar vida, y que
habría una inmensidad de la raza humana que moriría contemplado la perpetuación
de unas castas poderosas que les negarían el acceso a la posibilidad de vivir
más tiempo. Que la muerte pasaría de ser la gran igualadora a la más despiadada
clasista.
No quiero imaginarme ese mundo.
No quiero imaginarme un mundo en el que la vida, la duración de la vida, sea un
valor de referencia. Un mundo en el que vivir más o menos dependa del estatus
social, del poder logrado, de la cercanía conseguida a las fuentes de riqueza.
No quiero imaginar la absoluta abyección en la que se llegaría a caer por logar
un tiempo más. No quiero imaginar la desesperación de ver morir a un hijo, a
una pareja, a unos padres, en la impotencia más absoluta, mientras otros
acumulan vida más allá de lo racional. No quiero ni imaginarme un mundo en el que
la vida prolongada sea un lujo solo al alcance de unos pocos. No quiero mirar
al sistema sanitario de la mayoría de los países de este mundo y proyectarlo sobre
un futuro en el que la medicina otorgue una vida de mayor duración, de mayor
calidad.
No, a veces es mejor no imaginar,
a veces es mejor cerrar los ojos y morir a tiempo.