Desde distintos ámbitos de mi vida han intentado convencerme de que el mundo es un tablero de ajedrez compuesto de decisiones buenas, cuadros blancos, y decisiones malas, cuadros negros, o viceversa, que tanto monta. Algunos, en el paroxismo de la intelectualidad, hablan, con un cierto aire de sabio estreñido, de los infinitos matices del gris, que viene a ser algo así como una digestión incompleta de la usencia del color, del compromiso, de la capacidad de pronunciarse.
Yo, sinceramente, en esta simbólica
batalla del posicionamiento que algunos quieren trasladar a la realidad
cotidiana, siempre me he declarado más de las juntas que separan las casillas,
curiosa contradicción, que de las casillas en sí, no porque haya descubierto en
ellas esos fastuosos e infinitos matices del gris, sino porque en ellas se
juega al parchís, que es mucho más colorido, diverso, y permite unas opciones
fuera de las rígidas normas de la oficial oficialidad, de la dualidad castrante
que intentan imponernos en todos los ámbitos de nuestra vida para un más fácil
etiquetado y una mayor maleabilidad. Buenos y malos, ricos y pobres, listos y
tontos, parias y poderosos, de izquierdas y de derechas, de aquí y de allá.
Políticos y apolíticos.
Como ya he dicho, yo soy más del
parchís, de la oca, de la alegría natural de los colores y sus matices, y no
juego al pantone porque nadie ha inventado el juego todavía. Soy de descubrir
ese “verde pino y astuto” que una niña de seis años me definió en cierta
ocasión entre los distintos lápices de una caja de Alpino. Una identificación
de color que viene a demostrar la frescura y capacidad intelectual superior de
una niña de seis años sobre ciertos “intelectuales” oficiales nombrados por sí
mismos. ¿Se imaginan a esa niña poniendo cara de hallazgo transcendente y
comentando los infinitos matices del verde? ¡Un monstruo!
Bueno, pues por muy cansado que
esté de esta dualidad castrante, y hay, y habrá, muchos que me espeten la
dualidad del ser humano olvidando que, desde la perspectiva del ser humano, lo superior
siempre ha sido trinitario, están intentando presentarme un nuevo diseño del tablero
de ajedrez a ver si al cambiar las figuras me descuido y lo compro.
Ha salido el ajedrez del
Covid-19. El ajedrez que divide entre médicos y pacientes, entre sanos y
enfermos, entre confinados y libres, entre miedosos e inconscientes, entre
contagiadores y contagiados, entre concienciados y conspiranoicos, entre
enmascarillados e insolidarios. Al final, que curioso, que triste, que
frustrante e ilustrativo, entre buenos y malos, entre listos y tontos, entre de
izquierdas y de derechas.
Me he frotado los ojos varias
veces e intentado, repetida, deseperadamente, despertarme de un sueño que tiene
tintes de pesadilla, pero parece que la realidad se impone y debo de asumirla.
Al final lo han conseguido, al final han puesto sobre el tablero el juego
político que pretendieron hacer pasar por médico, demostrando, a quienes no
queríamos creerlo, que nunca han tenido otro interés en la salud pública que
aquella que les podía reportar votos y cuota de poder.
Hace ya muchos años que la
democracia en España no es otra cosa que una palabra que se invoca para
justificar los abusos propios, justificados por los votos recibidos, para
denunciar los abusos ajenos, sustentados por los engañados que los votaron, y
para convocar cuando conviene unas votaciones en las que nadie puede votar
libremente, ni en igualdad, ni ninguna opción que tenga visos de realizarse
tras las votaciones. Hace ya muchos años que la democracia en España es una
falacia, un concepto secuestrado y maltratado por unas estructuras de poder sin
ningún respeto por los ciudadanos que se llaman partidos.
Solemos culpar de esta situación
a los políticos, es lo fácil, pero no por fácil es más cierto; los únicos
culpables de la situación somos los ciudadanos que seguimos jugando a su juego,
a su amañado ajedrez, convocatoria tras convocatoria, engaño tras engaño,
mentira tras mentira, aún a sabiendas de cuál es el resultado del juego antes
de empezar la partida.
Pero si los ciudadanos en general
somos los culpables de la ausencia de democracia real, existen unos culpables
con mayúscula, unos cómplices de la situación, unos ciudadanos capaces de
vender sus valores al amparo de una consigna, de trastocar la verdad a la
sombra de la invocación de una cruzada, de vender su alma por lo que el líder
solicite: los militantes, los forofos. Los que convierten a los discrepantes en
apestados, a sus hermanos en enemigos, a sus adversarios en parias sin
derechos. Personas incapaces de hacer su función elemental: controlar a los
dirigentes, exigir la verdad y honradez de quienes los dirigen, pasar factura a
las mentiras, a las falacias, a las corrupciones y corruptelas. En resumen ser
inflexibles con quienes medran y engañan en su nombre, porque los demás podemos
acabar pensando, en realidad pensamos, que no hacen otra cosa que defender sus
propias mentiras, sus propias corrupciones, sus propias incoherencias, su propia intolerancia y afán de sojuzgar a
los demás, de someter por cualquier medio a los demás a su superior criterio.
Nadie con dos dedos de frente
debería de permitir lo que estamos viviendo en este momento, este ajedrez
infernal en el que tanto las fichas negras como las blancas juegan una partida
en la que los ciudadanos, su muerte, y la verdad propia son los trofeos que
buscan vencedor. Y los forofos aplaudiendo. Los forofos justificando y
asumiendo las barbaridades que se hacen en nombre de una ideología, cualquiera,
que debería de llamarse patología.
Tengo la sensación de que el
COVID-19 ha servido, sirve, para que el gobierno ataque a ciertas autonomías
que no le son afectas y maniobre contra ellas. Tengo la sensación de que esas
autonomías se defienden, la defensa es la excusa perfecta, ignorando las
necesidades médicas de aquellos a los que administran. Tengo la triste
sensación que tanto a unos como a otros les importan muy poco los muertos,
armas con que atacarse, ni la salud, ni los ciudadanos, ni otra cosa que jugar
su macabra partida en busca del poder, del aplastamiento del contrario.
Volverán, como las oscuras
golondrinas, las elecciones a ser convocadas, pero a nada que nos descuidemos,
a nada que sigamos por el camino marcado, la democracia real, esa, no volverá. Las
libertades que nos fueron arrebatadas en nombre de nuestro propio bien, esas,
no volverán. La oportunidad de construir un futuro más justo, más equitativo,
más libre y solidario, esa, no volverá.
Volverán los pasados más oscuros,
los muertos que nunca combatieron, el hambre de la guerra de unos pocos, el odio
de aquellos que perdieron, la soberbia de los falsos ganadores, la mentira
mendaz que suplanta a las razones. Volverán los jinetes varias veces, arrasando
a su paso el pensamiento. Volverá la muerte triunfadora, señora de una vida
despreciada, asombrada de que la busquen con premura. Y el futuro no será,
triste amargura, otra cosa que el terrible pasado que se augura.