viernes, 25 de junio de 2021

Cartas sin franqueo (XXXV)- La magnanimidad

Tal como se ha puesto el panorama de actualidad en nuestro país, es difícil hablar de valores, de actitudes, de significados, sin que la política se entrometa en las palabras. Pero precisamente por eso, precisamente por esa incapacitación que lo público parece ejercer sobre lo cotidiano, es más necesario que nunca mantener las distancias y reflexionar intentando esquivar la contaminación.

Me hablabas ayer de la magnanimidad, en tu respuesta a mi carta sobre el perdón, que erróneamente llevaste al significado político, cuando yo hablaba de una experiencia personal, vital, íntima.

Al parecer, al igual que determinadas fuerzas son capaces de deformar el espacio y el tiempo, la insensatez política es capaz de deformar el significado de las palabras y, con ello, la realidad que estas describen. Por eso es tan importante, cuando se habla de virtudes, de valores, coger distancia y abstraerse del ruido con el que la cotidianeidad parece deformarlas.

La magnanimidad, tan de moda estos días, es una sublimación, un superlativo, de la generosidad. Por ser simplistas, la magnanimidad es la gran generosidad, lo que nos puede llevar  a preguntarnos si existe una generosidad tacaña, si toda generosidad es tacaña salvo que sea magnánima, o, si simplemente, hay quién necesita aplicarse superlativos para diferenciarse de los demás.

Curiosamente, la magnanimidad solo es aplicable sobre valores morales, éticos, nunca sobre valores crematísticos, y, también curiosamente, la magnanimidad casi siempre es una cualidad de personas de rango superior: reyes, gobernantes, altos cargos de lo público o lo eclesial. El pueblo, en global o tomados uno a uno sus miembros, puede ser generoso, piadoso, liberal (de liberalidad), pero no magnánimo. Le falta, al parecer, grandeza.

La magnanimidad siempre parece ir asociada al perdón. De hecho, nos costaría mucho aplicar el concepto de magnanimidad a nada que no sea una generosidad en el perdón. Y si esto es así, si la magnanimidad es una cualidad de quién concede el perdón, me remito a la carta anterior sobre ese tema, no puede existir el perdón si no hay arrepentimiento.

Pero, y ya que anteriormente hemos hecho mención de la física, recurramos a su forma habitual de trabajo, planteemos ejemplos que nos sirvan para sostener la prueba.

Dos vecinos están enfrentados, y uno de ellos decide rajar las ruedas del coche del otro, y además lo hace en presencia de otros vecinos, con luz y taquígrafos, que se suele decir. El vecino damnificado presenta la correspondiente denuncia y, mediante el testimonio de los vecinos presentes durante la agresión, el vecino agresor es condenado a reponer las ruedas, a una multa por sus actos y a las costas del juicio.

A partir de ahí, los hechos pueden desenvolverse de distinta forma:

1)      Los vecinos enemistados deciden ignorarse y se mantienen en la comunidad sin más enfrentamientos, ni alharacas. Lo que sería una convivencia más o menos tensa, pero normal

2)      El vecino agresor decide pedir disculpas por su actitud al vecino agredido, disculpas que son aceptadas por el agredido y reanudan una convivencia normal. Se podría decir que el vecino agredido tiene una actitud generosa.

3)      El vecino agresor, además de pedir perdón, solicita del agredido que, debido a su profundo arrepentimiento, y a una mala situación económica, le perdone el importe de las ruedas. El agredido, en un gesto de magnanimidad, accede.

4)      El vecino agresor no solo no pide perdón, si no que no pierde ocasión de decirle a toda la comunidad que, en cuanto tenga una oportunidad, volverá a pincharle las ruedas, que toda la culpa fue del agredido y que además no piensa pagarle las ruedas a las que ya fue condenado. El agredido, no solo no reclama el importe de las ruedas, si no que hace gestiones ante el juez para que le sea perdonada la multa, en aras a una mejor convivencia vecinal. Yo sé, a ciencia cierta, cómo calificaría al vecino agredido, pero me voy a permitir dejarte a ti la posibilidad de calificarlo según su actitud, convencido como estoy, de que el adjetivo que vas a usar no es muy distinto del que a mí se me viene a la mente.

El ejemplo planteado, además, toma otra dimensión, seguramente, si el vecino agredido no es un particular, si no la comunidad entera, y el magnánimo no es otro vecino, si no el presidente de la comunidad actuando en nombre de esta.

Y ahora, en aras de ese distanciamiento, casi imposible, de la realidad cotidiana, me toca decir eso tan conocido de: “el ejemplo utilizado en este artículo se debe a la imaginación del autor. Cualquier parecido con hechos o personas reales, es pura coincidencia”. Se magnánimo conmigo, y créelo. Ya sé que cuesta.

domingo, 13 de junio de 2021

Cartas sin franqueo (XXXIV)- El odio

Todos estamos conmocionados con la historia de las niñas, como no podría ser de otra manera. La muerte, siempre innecesaria, se ve más innecesaria cuando se persona en unas vidas infantiles, inocentes, seguramente confiadas, y más cuando se sustancia como una forma de hacer daño a terceros. Y esta historia reúne todos los requisitos para que el dolor de la madre, el objetivo último de este vesánico acto, lo sintamos todos, de alguna manera más leve, pero con la misma incredulidad horrorizada, en nuestro interior.

Es difícil imaginar, es imposible empatizar hasta lograr entender el proceso, el odio que pudo llevar a una persona, empecemos por despojarle del título de padre más allá de su implicación biológica en la gestación de las niñas, a acumular tal cantidad hacia otra que le permite justificar, en una razón ya desviada, un acto de tal envergadura, un acto absolutamente anti natura.

Porque el fondo de esta historia, por mucho que quieras argumentarme otros sentimientos, otras relaciones, es el odio entre  dos personas que en algún momento creyeron amarse. Seguramente con un amor que ya debía de apuntar a defectos ocultos u ocultados. Seguramente en un amor más alimentado por pasiones que por sentimientos, porque al fin y al cabo son las pasiones las que desembocan en los actos irracionales.

El problema, al final, es que las niñas están muertas. Seguramente, si es que tienen la oportunidad, seguirán sin entender por qué les tocó ser un instrumento de dolor infringido de una forma previsiblemente cobarde y desesperada, como tampoco lo entendemos la mayor parte de los miembros “normales” de la humanidad.

Pero no nos engañemos, no bajemos la guardia ante nuestra supuesta “normalidad”, no nos supongamos inocentes, ni libres de caer en manos del odio, porque, a nada que tiremos de realidad, nos podremos dar cuenta de que vivimos rodeados de odio. Puede que sea un odio con sordina, un odio aparentemente controlado, un odio justificado con nuestras propias razones y convicciones, pero el odio, individual o compartido, solo es controlable hasta que se descontrola, y entonces nadie se explica cómo ha sido, donde ha dado ese salto que lleva de la voluntad del daño cotidiano a la necesidad de un daño de mayor calado.

Veía estos días, te lo comenté, una serie que se llama “Revenge”, una adaptación al mundo actual de “El Conde de Montecristo”, y que trata sobre la mutua destrucción de varios personajes cuya única ligazón, cuyo principal motivo vital, es la venganza, el odio que se profesan. Siempre, dentro de las simplificaciones y carencias de la ficción, resulta ilustrativo poder observar los argumentos que se adivinan en las acciones de los personajes, la miseria moral en la que se van sumiendo tanto los que son objeto de venganza, como los vengadores, hasta completar un panorama sin inocentes, sin inocencias, en el que hasta las víctimas ajenas acaban viéndose emponzoñadas por el entorno en el que les ha tocado vivir.

Percibo ese odio venial, cotidiano, innecesariamente alimentado en posiciones cargadas de razones no compartidas por los odiados, en los entornos familiares, en los laborales, en los vecinales, en las redes sociales, e, incluso, en entornos que se suponen más propensos a la concordia y la nobleza de espíritu, y en los que el odio hacia lo ajeno florece en sus distintas acepciones, o en la principal. La xenofobia, la intolerancia, incluso la que se arrogan los que invocan la tolerancia para ellos, la intransigencia, la asunción de la razón propia que pretende deslegitimar las ajenas, la calumnia, la mentira intencionada, la divulgación de verdades cuestionables, el forofismo, la radicalización, son procesos de odio que parecen quedarse en las palabras, en un enfrentamiento verbal que pretende lastimar el alma y respetar el cuerpo, en una especie de odio de las gentes de “buena voluntad”, porque curiosamente el odio es más practicado por los que se consideran buenos, hacia todos aquellos que no coinciden con su voluntad irreprochable, indiscutible, inalterable.

Pero es ese odio cotidiano, ese odio razonable, razonado, es el que desemboca en las guerras, en las matanzas, en los linchamientos, en la eterna rueda de la venganza, en los episodios de violencia extrema que a lo largo de la historia nos han conturbado.

Es verdad que la muerte es muerte, que la disposición de la vida ajena, incluso legalmente, es un acto de una vileza solo explicable desde la irreversabilidad del acto mismo. Todas las muertes, excepto las ocasionadas por el cese natural de la vida, son inútiles, evitables, innecesarias, pero en todas ellas el asesino cree tener la justificación para haber procedido a su ejecución. Razones sentimentales, razones ideológicas, razones religiosas, razones económicas, razones legales, razones sin  cuento, o, simplemente razones irracionales.

Y allí, al fondo, procurando pasar desapercibido, engañoso, el odio. Siempre el odio.

martes, 8 de junio de 2021

Cartas sin franqueo (XXXIII)- El perdón

 Me preguntabas, en nuestra última charla, sobre el perdón, sobre la necesidad de que se exprese, sobre su capacidad balsámica para cerrar heridas propias, y ajenas. Supongo que me hablabas de un perdón de ti para mí, íntimo, social, y no del perdón religioso que nos enseñaron desde niños.

Verás, el perdón religioso parte de la culpa, y yo raramente, salvo en actos de extrema gravedad, creo en la culpa, y menos en la culpa como ofensa. No, yo creo en otra correlación de causa efecto, en otra evolución de la conciencia. Es más, yo creo en una conciencia que emana de la consciencia, de la comprensión de las consecuencias, lo cual nada tiene que ver con el error, con la culpa, y en el alivio que supone ese reconocimiento del daño, de los daños.

Inevitablemente, el perdón debe de ser pedido, y debe de ser otorgado, aunque esto no sea imprescindible, lo que supone un reconocimiento del daño y, una vez reconocido, su encierro en un lugar oculto y casi inaccesible de la consciencia, porque, igual que no puede existir perdón sin la consciencia del daño causado, de nada sirve sin que el dañado sea capaz de restañar la herida y pasar la página, o, al menos, de que se le dé la oportunidad de que lo consiga.

Hay personas que consideran que el perdón lo trae el tiempo, yo no lo creo. El tiempo, sin perdón, solo consigue que las heridas cierren en falso, y eso lleva, inevitablemente, a que supuren con cierta frecuencia, a que no cicatricen jamás.

Seguramente esta actitud, esta forma de proceder, parte de un rubor equivocado, de una timidez errónea, sobre la asunción de errores. No somos muy dados a aceptar que  nos equivocamos. No, al menos, sobre hechos concretos. Nos es más fácil decir que todos cometemos errores, inclusivamente, que decir cometí un error concreto, un error con fecha, hora y caras, porque el primero solo es un lavado de cara y el segundo exige la consciencia del acto.

Así que, y en contra de lo que es habitual pensar, yo no creo que haya que pedir perdón por nada que se haya hecho, por unos actos concretos, dando a entender un error en nuestros actos  que no siempre sentimos, que no siempre asumiríamos, porque nuestros actos, por muy puros, o simplemente justificados, que nos parezcan, pueden causar, causan, daño. El perdón hay que pedirlo por los daños causados a personas que casi nunca hemos querido dañar, que casi nunca hemos tenido en cuenta, y esa es la mayor representación del daño, en el momento en que nuestros actos los dañaron, la ignorancia hacia los dañados, su ninguneo.

El tiempo, de momento, no tiene vuelta atrás. Avanza inexorablemente y nosotros debemos de vivir con nuestros actos, nos gusten o no, pero el perdón nos permite, si no reparar el dolor causado, al menos expresar nuestro pesar por ese dolor y obtener la comprensión del afectado, o, al menos, hacerle saber que hemos llegado a la consciencia de las consecuencias de nuestros actos.

Si en la confesión religiosa, acto directamente imbricado con el perdón, hacen falta tres pasos, el arrepentimiento, la confesión misma y la penitencia, en el acto laico equivalente esos pasos serían la percepción del daño causado, la solicitud de perdón del agraviado, y la reparación de ese daño, si fuera posible, que habitualmente no lo es.

No, no es fácil pedir perdón, como no es fácil perdonar, pero tampoco es fácil, si es que es posible, olvidar y sin embargo esa es la aspiración del perdón, o, cuanto menos, lo es lograr un recuerdo lo menos doloroso posible.

Veía hace poco, en una serie española sobre el País Vasco, “Patria”, un magnífico desarrollo sobre este tema. Como la esposa de la víctima y la madre del asesino iban pasando del odio a la comprensión, al perdón, como único bálsamo posible para poder continuar con una vida que dentro del odio ya no tenía sentido.

 Hay quién piensa en el perdón como en una especie de reparación de algo sucedido, una suerte de vía alternativa a la venganza, pero el perdón verdadero no es eso, el perdón real, a lo único que puede aspirar es a una atenuación de la memoria que permita arrinconar el dolor por el daño recibido, por el daño causado, y evite su continua intromisión dolorosa en la vida cotidiana.

Decía un amigo mío que decidir es morir un poco, yo, siguiendo el mismo camino, diría que pedir perdón, perdonar, es mejorar la vida un poco, y la vida lo merece.

lunes, 7 de junio de 2021

Cartas sin franque0 (XXXII)- ¿Y si hablamos de libertad?

Tal vez una de las peores consecuencias de los tiempos en los que nos movemos, sea que nos hemos acostumbrado a sospechar de todo, a buscarle una segunda lectura a todo cuanto acontece, a pensar que, si no nos engañan, cosa de la que estoy firmemente convencido, no nos cuentan toda la verdad, o nos cuentan solo aquella verdad que interesa a quien interesare, y de esto sí que estoy absolutamente convencido.

Me preguntabas el otro día por un emblema de los tiempos modernos y por qué. Hay muchos; los avances en tecnología, en medicina, en confort, son tan evidentes que es difícil ignorarlos. Todo depende de sobre qué aspecto de la vida quieras poner la lupa para encontrar ese hecho, ese elemento diferencial que pueda representar al evento social que patrocines.

En mi caso lo tengo claro, por todo lo que ha significado, por todo lo que ha aportado, el elemento que ha logrado una sociedad diferente es el coche, es la capacidad individual de desplazarse, es la liberación de las ataduras económicas y colectivas para moverse, la capacidad de ir y venir sin necesidad de supervisión, sin permiso.

El paso del caballo, que necesitaba espacio, manutención y dedicación, al coche, concretamente al coche familiar, fue definitivo en la evolución de la sociedad, en alcanzar unos límites de libertad individual insospechados hasta ese momento.

No se trata de entronizar a Henry Ford en los altares de los derechos humanos, entronización por otro lado problemática, se trata de observar con rigor como el vehículo se convertía en el símbolo del progreso y de la libertad. Curiosamente era en los países socialistas, en los lugares en los que existía una libertad cuestionada, donde el movimiento no era libre, donde el vehículo se convertía en un privilegio de las élites del sistema.

Recuerdo, con cariño por las personas a las que evoco, con arrobo por la inocencia de los personajes, una anécdota de mis años infantiles. Dolores, mi añorada Dolores, era una señora que nos cuidaba los fines de semana por la tarde. Con ella íbamos al Retiro, si el tiempo acompañaba, a los cines de sesión continua, si la lluvia impedía el disfrute del aire libre, o simplemente nos quedábamos en casa viendo la televisión que en aquellos días no hacía la pausa de tarde.

El caso es que Dolores convivía, allá por Arturo Soria, con su hija, su yerno y los hijos de estos. Su yerno, del que no recuerdo el nombre, hablamos de mediados de los sesenta, trabajador en una “fábrica”, no recuerdo de qué, obrero especializado, decidió invertir parte de sus emolumentos en la adquisición de un coche, creo que un Dauphine, que una vez adquirido aparcó, sin problemas dada la escasez del parque móvil, a la puerta del portal de su casa. Y allí permanecía, día tras día, sin moverse, el vehículo que todos los fines de semana recibía los cuidados de aseo y arrobo de su propietario.

El yerno de Dolores nunca aprendió a conducir, y cuando, ocasionalmente, vacaciones, algún puente, la familia decidía ir al pueblo, o a alguna playa, contrataba a un chofer que hiciera el viaje. Pero era libre. No dependía de los billetes y horarios de los trenes, de los autobuses, y además había ejercido esa libertad comprando un elemento que para él la representaba. Era su coche, aparcado junto a su casa y el simple hecho de que estuviera en la puerta cada vez que `pasaba, reforzaba su sentido de libertad, de independencia.

Hoy, observando la ferocidad recaudatoria que los gobiernos ejercen contra los coches, las leyes cada vez más restrictivas a su uso, la invocación que, para justificar esas actitudes, se hace a la seguridad de los usuarios, o al cambio climático, al que argumentan que contribuye, aunque ni un solo estudio serio lo considere un factor determinante, no puedo evitar cuestionarme si tras todo ello no habrá alguna otra razón oculta.

Las limitaciones de velocidad en carretera, no solo son recaudatorias, son terriblemente peligrosas ya que contribuyen al aburrimiento y descuido de los conductores.  Las limitaciones de velocidad en ciudad, no solo son inútiles, si no que aumentan las emisiones de los vehículos equipados con elementos filtrantes que necesitan de una mayor velocidad y temperatura para que su función se desarrolle correctamente. Las restricciones de movilidad, no por estado del vehículo, no por su real efecto contaminante, por año de fabricación, que es un criterio absolutamente ficticio, pero cómodo de controlar y rentable.

Y ahora promovemos medios alternativos de movilidad que no son utilizables por todos los ciudadanos, o que son propiedad de marcas, empresas y fabricantes que hacen su agosto con un producto obligado por la ley. Porque, no nos llamemos a engaño, al menos de momento los vehículos de nuevas tecnologías son inalcanzables para el ciudadano medio, por no comentar esa extraña limitación de alcance que los hace inoperantes para desplazamientos medio-largos.

Impuestos a las carreteras, impuestos a los combustibles, multas de todas clases y colores, casi por cualquier cosa, tasas de circulación, revisiones periódicas en centros administrativamente autorizados, controlados… el flujo de dinero del vehículo hacia las administraciones parece inacabable, coercitivo, por momentos, por estratos sociales, inasumible.

Que quieres que te diga. A mí no me cuadran los argumentos y sus logros. A mí no me cuadra el que los perjudicados por esas medidas sean los de siempre, de la clase media para abajo, aunque nadie parezca advertirlo.

¿Y si al final resulta que de lo que estamos hablando es de libertad? ¿De recortar la libertad individual de los ciudadanos?  Por su bien, por supuesto, como no podía ser de otra manera.