sábado, 12 de febrero de 2022

Cartas sin franqueo (LV)- El pueblo insustancial

Tal vez tengas razón, me quejo tanto del uso inadecuado de las palabras, que la frecuencia de mi queja hace que se pierda parte de la hondura del sentimiento y de la gravedad de lo que denuncio. Mi misma queja incide en el daño irreparable que las malas artes políticas hacen al lenguaje, y la incapacidad de centrar los conceptos cuando queremos expresar alguna idea, porque ese concepto central de nuestra reflexión, debido a su uso continuo y perverso, ha perdido la esencia misma de su significado.

Así que cuando hablamos sobre este sujeto amplio, indeterminado, que a lo largo de la historia ha sido nombrado de varias formas, tengo que recurrir a definiciones complejas para evitar que mis palabras se asocien al concepto insustancial, manipulado y pervertido, que su utilización fraudulenta, por parte de los políticos, ha dejado tras su abuso.

Ya no puedo hablar de pueblo, porque el pueblo es esa masa amorfa cuya representación invocan todos los políticos sin que ninguno de ellos pueda justificarla con los apoyos recibidos, y en nombre de cuyo bien y bienestar toman las decisiones más perniciosas y contrarias al sentir de los que no los han votado. Ya no puedo hablar de la clase trabajadora, incluyamos el término obrero, porque el discurso marxista me retrotrae a una clase explotada, industrial, decimonónica, que nunca ha existido en España en general, aunque si en Cataluña, en Euskadi y en las zonas mineras. Tampoco puedo hablar de los humildes, de los pobres, porque mi concepto de los más desfavorecidos de la sociedad dista mucho de coincidir con la imagen que el populismo nos ha dejado asociado a ese término. Para que hablar de ciudadanos, que sirve lo mismo para dar nombre  a un partido político que no los contempla, que a una forma de dirigirse a la gente en general, otorgándole de palabra unos derechos, unas potestades, que sus propios actos les niegan. Tampoco puedo hablar de mayoría silenciosa, porque el término silencioso supone una actitud voluntaria, que no se corresponde con la realidad de mayoría acallada que realmente vivimos. Acallada con unos mecanismos de representación perversos que hurtan la posibilidad de demostrar la disconformidad.

Así que cuando quiero referirme a esa gente, a esas personas, que no se sienten identificadas con el forofismo militante de los que pretenden apropiarse de su representación, sin que ellos se la hayan otorgado, cuando quiero referirme a esa mayoritaria cantidad de la población adulta que sufre de hastío cada vez que oye las altisonantes palabras de los políticos en campaña, que no tienen otro objetivo que el aplauso fácil de los suyos, y la exhibición chulesca de su desfachatez, me encuentro con el problema de que no existe ya, lo han logrado, un término que me permita identificarlos.

Pero es en su nombre, en su acallamiento, en la suplantación de su representatividad, en el que se cometen toda suerte de bellaquerías, infamias y falsedades. Es en el vaciamiento del significado real de su nombre que se les ningunea, ignora, somete y, en muchos casos, humilla, con el descaro del que presupone su impunidad frente a las tropelías cometidas.

Tal vez pudiera hablar de todo el mundo, concretar en todo el mundo hispano, pero tengo la casi certeza de que lo de este país es especialmente grave, especialmente sangrante.

Es en este país donde podemos parafrasear a Unamuno, y decir sin empacho: “que gobiernen ellos”, y quedarnos tan panchos, tan satisfechos, porque en esa delegación, implícita, que no expresada, se consigue un doble, doblemente denigrante, objetivo, eximirse de responsabilidades, y adquirir el derecho a criticar, criticar que no censurar, que no exigir responsabilidad o corrección de lo incorrecto, cualquier cosa que suceda y no sea de nuestro agrado. Y así, entre el acallamiento de unos, el desinterés de la mayoría, el pasotismo exhibicionista de muchos, y la absoluta falta de ética y de compromiso social de la mayoría de la clase política que llega a los puestos relevantes, parece ser que estas dos características son fundamentales para medrar en ese mundo, junto con la mediocridad y la falta de experiencia en el mundo real, nos coloca en una situación de degradación de lo cotidiano, que no por históricamente habitual, es más asumible.

La libertad, esa invocación que no se nos cae de la boca, ese derecho fundamental, sin el cual los demás nos son más que palabras, ese concepto que hace que el hombre se plante ante sí mismo y sea capaz de plantearse sus grandes metas, parece ser que solo nos atrae si se nos ofrece tutelada.

¿Libertad tutelada? ¿Es posible? En todo caso habría que preguntarse si somos capaces de ser realmente libres, si somos capaces de ser realmente responsables, si somos capaces de alcanzar nuestros derechos, porque los concedidos, los regulados, los invocados, no son más que palabras tan sin sustancia, tan vaciadas, como lo son pueblo, obrero, ciudadano o democracia. Conceptos que algunos usan, deforman y vacían según su criterio y conveniencia.

domingo, 6 de febrero de 2022

Cartas sin franqueo (LIV)- El encanallamiento

 Posiblemente tengas razón, aunque yo no lo vea así, y el encanallamiento de la vida española sea una consecuencia del desastre político al que asistimos a diario, pero, y voy a intentar razonarlo, ese movimiento de degradación pública y privada, del que tú tienes tan claro el flujo, puede producirse justo al revés. Es más, puede que sea un movimiento de vaivén en el que cada oscilación aumenta el encanallamiento del anterior.

Porque de eso se trata, de encanallamiento, de una pérdida de valores personales y colectivos, públicos y privados, que afectan directamente a los dos valores principales que sostienen a los demás, la libertad individual y la democracia institucional, y ambos, la calidad actual de ambos, deja mucho que desear.

Pero hablar de la consecuencia, sin hablar de síntomas y caminos, es poco más que una falacia. No se llega a la situación actual sin un recorrido culpable, sin una dejación de responsabilidades, sin una ceguera pertinaz, consentida y jaleada, sin una aplaudida falta de autocrítica. Pasar del fanatismo a la desfachatez, y a la exhibición y presunción de impunidad, con la que asistimos todos los días a aconteceres públicos, semipúblicos y privados, a acciones absolutamente aberrantes, que intentan presentarse como necesarias e, incluso, como beneficiosas para la sociedad, cuando es evidente que su falta de ética es tan perversamente dañina que enmascara cualquier posible beneficio de otro tipo, es una camino que ha de hacerse, que se ha hecho.

Tú sostienes, y es en lo que no vamos a estar de acuerdo, que el encanallamiento de la vida cotidiana es consecuencia del de la vida pública, política, y yo no estoy de acuerdo por los motivos que ya te dije. Es tal el nivel de encanallamiento en el que nos hemos acostumbrado a vivir, entre mentiras, corrupciones, medrajes, mediocridades ensalzadas y desfachatez para asumirlas sin complejos, ni responsabilidad, que hablar de libertad es una entelequia, y hablar de democracia es solo otra mentira.

El camino se inició, el de la desfachatez, el del autoritarismo mentiroso, el de la mentira que justifica los actos, allá por el gobierno de Aznar, durante el cual la corrupción, y no solo del partido en el gobierno central, también de los gobiernos autonómicos de todos los colores, se empezó a enmascarar con gestos de sobreactuación cómplice, y esa corrupción le sirvió a Zapatero para iniciar un periodo de frentismo radical que aún no hemos podido superar, y que llevó a un episodio tan chusco, lamentable y degradante, como el famoso debate de Solbes negando, con fines electorales, una crisis mundial que fue el detonante de una crisis nacional de dimensiones catastróficas para la economía del país. Y esta crisis, a su vez, fue la excusa perfecta para un gobierno, el de Rajoy, basado en el tancredismo y el autismo institucional, ciego y sordo a cualquier objetivo que no fuera el económico y a cualquier medio que no fuera el recorte de derechos y servicios sociales, todo ello rodeados de escándalos de corrupción de los que no salía otra responsabilidad que la del directamente acusado, la impunidad como referencia de las altas jerarquías del partido, lo que llevó a un clima irrespirable, que bien trabajado  posibilitó la irrupción de una nueva fase, de un ¿líder? cuya máxima es que cualquier daño ético ya lo curará el tiempo y cuya falta de verdad, de valores y de humildad nos han llevado al estado actual, en el que la democracia es una palabra, la libertad se mide por la capacidad de hacer lo que nos da la gana y la ética solo se aplica en modo comparativo. Y ese camino desemboca en una de las épocas más oscuras, democráticamente hablando, y desmoralizantes de la historia reciente de nuestro país. Si te sirve como ejemplo, el mercadeo y final chusco de la reforma laboral, pactada por un gobierno de limitada representatividad, que no avalan los socios que lo llevaron a gobernar, y unos supuestos representantes sociales que solo representan a una ínfima parte del entramado laboral español (hablo de números reales, no de conceptos deformables), a espaldas de las verdaderas necesidades de un momento difícil, y vendida como un compromiso, falso compromiso ya que el compromiso era otro, de los partidos en el gobierno con sus votantes, sabiendo, porque lo sabían, desde antes de comprometerse, que no tenían ninguna posibilidad de  derogar la ley anterior en el entorno globalizado en el que vivimos.

Y así leído, así planteado, tú tienes razón, pero si lo examinamos con un poco más de perspectiva, si abrimos nuestro espectro de visión para hacerlo más amplio, podremos observar un fenómeno paralelo, un poco anticipativo, que permite este proceso degradante que estamos viviendo, que justifica el populismo que nos está dominando y que conlleva que no nos quede, ni siquiera, la palabra.

Pensemos una cosa, José María Aznar es, de facto,  el primer representante no histórico de los partidos mayoritarios, el primer presidente del gobierno ajeno al proceso constituyente, ajeno a la transición, y, a partir de él, todos los demás tienen esa misma característica. Todos tienen ese algo en común, algo que no habían tenido los anteriores: gobiernan para sus partidos, o para ellos mismos y su cúpula, no para el país, no con un proyecto de estado. Gobiernan según sus programas, o no, pero siempre de espaldas a las necesidades cotidianas, del pueblo llano, de los no militantes.

Hay dos procesos populares que contribuyen de forma determinante, si no son el origen, de esta incapacidad de asumir las responsabilidades, de este criterio de que mentir soluciona cualquier error, de que hacer lo contrario de lo que se ha comprometido se soluciona con aplausos, con adhesiones inquebrantables, con la ignorancia, o prohibición, de la crítica. El primero son las elecciones primarias, que tan de moda democrática se han puesto y que significan, ni más ni menos, que el candidato elegido es aquel que más puede encender la pasión fanática de los militantes. Nadie piensa en el país a gobernar, nadie piensa en las propuestas políticas del candidato, nadie exige la viabilidad o capacidad de hacer viables esas propuestas, solo importa despertar el fervor de la masa, el populismo. El segundo factor es el fanatismo, seguramente el más dañino y degradante de los factores, porque elimina la capacidad de autocrítica, la capacidad de rigor ético, de una fuerza política.

Si la verdadera democracia reside en el pueblo, que es al mismo tiempo objeto y garante de esa democracia, que es al mismo tiempo sujeto de los derechos que sus representantes tienen que defender, y censor de las malas actuaciones de esos gobernantes, y ese pueblo, en el caso de los partidos sus militantes y simpatizantes, renuncia a esa censura, encanallado en un fanatismo que ampara cualquier actuación de los suyos, la democracia ha dejado de existir, y el gobernante entra en una frase de impunidad, de desfachatez, de encanallamiento.

Y ahí estamos, en el fanatismo, en el forofismo, en la mentira, en el autoritarismo, de momento temporal, en el populismo, en los falsos valores, en la mentira sin consecuencias, en la impunidad, en la desfachatez, en, en definitiva, el encanallamiento del que te hablaba.