jueves, 28 de abril de 2016

De la convivencia y el respeto

Paseaba el otro día por el centro de Madrid y me encontré, imagen ya habitual,  con un hombre tumbado, todo su largo, frente al escaparate de un comercio y con un vaso de plástico delante. Y me indigné. Me indigné porque el individuo allí tumbado tenía las mismas características textiles y raciales, asumo que me llamen racista y me importa un pito, que la mayoría de los que me abruman en los semáforos intentando obligarme a permitirles que limpien unos cristales que me da la gana de llevarlos como los llevo, esos mismos que se comportan de diferente forma si el conductor es hombre o mujer porque si es mujer intentan intimidar, rebasan el nivel de la grosería e incluso de lo permisible. Si, esos mismos que en grupos numerosos recorren las calles arrasando con bolsos y bolsillos y recurren a la violencia verbal, a la amenaza, si son descubiertos. Los mismos, esos mismos, que ciertos vehículos reparten por Madrid, y estoy seguro que por muchas otras ciudades de este país, para ocupar las plazas a las que han sido asignadas por el cabecilla de turno que horas más tarde hará la recogida de sus compinches y las recaudaciones obtenidas.
Esos mismos que con sus maneras, con sus desmanes, con su absoluta falta de respeto a la convivencia, hacen las calles de nuestras ciudades más inseguras, más sucias, más antipáticas e inhabitables. Esos mismos que han encontrado en nuestro país, en su enfermiza dejación, en la permanente manipulación de los hechos para arrimar el ascua a la sardina que conviene, en su tibieza respecto a la propia estima, en su miedo permanente a ser políticamente incorrectos, en su búsqueda permanente de la excelencia ajena sin reparar en la propia, el paraíso para sus desmanes, la tierra prometida de la permisividad y la tolerancia mal entendida, mal vivida, mal aplicada, mal asumida.
Lo he dicho al principio, habrá, dado que estoy señalando directamente a una etnia concreta, quién piense que este es un comentario racista. Para que no existan dudas, lo es, y lo es porque también es étnico, racista, el fenómeno de las mafias. Porque, aunque sea políticamente correcto, aunque haya intelectuales de salón que amparan el mal gusto, el mal trato de la convivencia, la culpabilidad interesada, la modernidad del todo vale cueste lo que cueste, yo me niego a creer que la felicidad de un verdadero necesitado pase por tirarse en medio de una acera. Porque dudo que la justicia social de una sociedad pase por permitir que ciertas mafias campen a sus anchas en perjuicio de sus ciudadanos. Porque, definitivamente, no me creo que para ser moderno, progresista, haya que tolerar ciertos comportamientos  o simplemente callarse para evitar que los observadores de insulto fácil e intelectualidad dudosa te llamen fascista. Antes muerto que señalado. Antes callado, sumiso, políticamente correcto, que permitir que alguien pueda acusarte de fascista en un ejercicio de fascismo intelectual intolerable.
Ya está bien. Ya está bien de modernos que vienen a decirnos lo que tenemos que pensar, lo que debemos de aborrecer, lo que ellos, iluminados por la verdad máxima, han conseguido comprender para conseguir convertirse en apóstoles de la nueva verdad absoluta que  a lo largo de tanto siglos nadie había conseguido atisbar.
Y me vienen a la mente, como último ejemplo de esta intelectualidad moral y aviesa, las palabras de esa diputada catalana que ha declarado que “follar en el metro no es pecado”. No señora, posiblemente follar en el metro no sea pecado, por más que sus mismas palabras denuncian su única intención en el comentario.
No sé a ciencia cierta si “follar en el metro” es pecado, es más, ni me importa. Si me importara le preguntaría a una autoridad religiosa ya que el pecado, el concepto de pecado, es un concepto puramente religioso y usted no me parece una autoridad en el tema. Es más, siendo consecuente, no sé si “follar en el metro”, por seguir respetando sus palabras, es delito, o falta, porque tampoco me importa. Ni me importa, ni me escandaliza por motivo moral alguno, el que alguien quiera follar en el metro, en la playa, o, ya puestos, en el portal de mi casa si tienen acceso a él. No, pero el que no me escandalice, el que no me haga clamar contra el pecado ni me lleve a crear una cruzada contra la perversión de la sociedad, no hace que deje de pensar que “follar en el metro” o en cualquier lugar sin intimidad, tumbarse en la acera, o hacer otro tipo de exhibiciones públicas, es un ejercicio de mal gusto, de falta de respeto a los demás.
Porque, al parecer, la modernidad, el progresismo, la fineza intelectual y moral, la nueva verdad revelada, pasa porque una parte de la sociedad, la moralmente perfecta, la progresista, la moderna, se dedique a provocar y a faltarle al respeto a otra parte de la sociedad que sin saberlo necesitaba ser salvada por los nuevos mesías de la verdad revelada.
La convivencia es un ejercicio de respeto. La convivencia pasa por respetar lo ajeno aunque no creamos en ello. La convivencia pasa por educarse uno mismo antes de pensar en educar a los demás. Pero esto, que también tiene que ver con la tolerancia, necesita de unos valores éticos, morales, intelectuales, que claramente no están al alcance de ciertos redentores de pacotilla que se sienten capacitados para salvar al mundo de los errores, cuando lo que realmente necesita el mundo es salvarse de ellos.

Por dejarlo claro: “follar en el metro”, tirarse en medio de una acera para hacer exhibición de miseria, dedicarse a provocar por hacerse unas risas o considerarse mejor que los demás, no es pecado, posiblemente no es delito, ni falta, es solo una ordinariez, una exaltación del mal gusto y, sobre todo, sobre todo, una falta de respeto. Y donde no hay respeto no hay posibilidad de convivencia.

sábado, 2 de abril de 2016

Si yo tuviera veinticinco años

Cuando se tiene cierta edad, y el término cierta siempre se refiere a pila de años, y se echa la vista atrás es cuando se puede apreciar la evolución de la personalidad, la maduración de ciertas ideas y un poso de conocimiento, lo de sabiduría me parece un exceso, que te permite intuir la diferencia entre tus actos presentes y los que llevarías a cabo si a día de hoy tuvieras, pongamos, veinticinco años, año arriba, año abajo.
Si en este momento tuviera veinticinco años yo sería, casi con total seguridad, votante de Podemos. Lo tengo claro. Hoy no. Ya estoy oyendo el discurso de los que no esperan a las razones ajenas, seguramente porque carecen de razones propias: “Es que con la edad la gente se va volviendo más carca”. Bueno, no dudo que ellos sí, yo no.
Con veinticinco años yo me consideraba anarquista, vehemente, convencido, sin fisuras. Con algunos más hoy me considero ácrata, vehemente, convencido, sin fisuras, y con mucho miedo de lo que el término significa para otros. Y ahí radica la diferencia. Con veinticinco años a mí me daba igual lo que pensaran otros que pensaba yo, a día de hoy a mí me preocupa mucho lo que piensan otros que dicen pensar lo mismo que pienso yo.
Con veinticinco años yo estaba al lado, o un paso por delante, de cualquiera que quisiera cambiar el mundo, sin importarme ni los medios, ni las formas, ni las consecuencias. Con veinticinco años tenía toda la vida por delante para equivocarme y corregir mis errores, de visualizar ante una vida tan larga como sería el mundo conmigo en él, no podía ser de otra manera, y por tanto valoraba la urgencia de cambiarlo para poder disfrutar de mi sueño. Con veinticinco años las tradiciones eran cosa de los viejos, la historia una materia de estudio y España una cosa de la que hablaba Franco y nos obligaba a la fuerza. A día de hoy tengo hijos y sé que tengo que trabajar, que aportar mi granito de arena para que el mundo vaya derivando hacia el mundo que yo sueño, o, como es el caso, para evitar que el mundo vaya ciegamente encaminado hacia las peores fantasías de la ciencia ficción de los años dorados del género: Un Mundo Feliz, Gran Hermano, La Fuga de Logan… A día de hoy sopeso las tradiciones, incluso aquellas que tienen  un carácter o fondo que no comparto, analizo y valoro la historia como parte de lo que soy y España es un trozo de mundo agradable, y con considerables ventajas sobre muchos otros, en el que vivo y con el que parcialmente me identifico.
Por eso con veinticinco años yo habría votado a Podemos, o habría sido jacobino si la época hubiera coincidido, sin importarme los medios, las formas, las consecuencias, convencido de que era el camino inmediato y feliz para un cambio que ordenara el mundo. Por eso hoy en día no puedo votar a Podemos, porque no tiene una ideología formal y que pueda reconocer y actúa como una amalgama de activistas donde cada uno cree que puede imponer a la sociedad sus credos, porque hace de la provocación una forma de actuación, porque, como todos los radicales, religiosos, anti religiosos, políticos o anti políticos, consideran que destruir todo lo existente es el camino para crear un mundo más justo y más feliz. Que todo lo pasado es pernicioso o en todo caso borrable.
Porque con veinticinco años no hay nada por encima de los valores, pero con cierta edad uno ya ha visto lo que se hace con los valores, lo que la política acaba haciendo con los valores y como los dictadores se envuelven en la bandera de la libertad, y como los demagogos se camuflan como activistas sociales, y como los ávidos de poder usan las necesidades de la sociedad para su propio medraje, y entonces importan las formas, los medios, las consecuencias. Por eso yo con veinticinco años habría votado a Podemos, pero con cierta edad, con la que tengo ahora, solo comparto con ellos los valores pero no la política, o sea, las formas, los medios, las consecuencias.
Permítaseme una reflexión de ser humano con una cierta edad, con un compromiso con la igualdad, la libertad y la fraternidad, una pregunta, o preguntas, que no tiene otro fin que el de invitar a que reflexionen conmigo
¿Podemos, que ironía, borrar de nuestra memoria como sociedad, como país, todo lo que nos ha llevado a ser quiénes y cómo somos? ¿Podemos, seguimos con la ironía, edificar una nueva sociedad sin memoria? ¿Podemos superar a la naturaleza que nos ha llevado a ser mamíferos sin olvidar que antes fuimos otras cosas? ¿Podemos, a estas alturas de la vida, consentir que alguien nos obligue a pensar como no pensamos? ¿A dejar de sentir lo que sentimos? ¿A que nos prohíban lo que no nos da la gana que sea prohibido porque ellos lo rechazan? ¿Realmente podemos? ¿Debemos?
Bueno, la soberbia también es una característica de los veinticinco años, año arriba, año abajo, edad en la que la experiencia es algo que dicen tener otros y la usan para evitar que los de veinticinco años, año arriba año abajo, puedan reclamar la razón que indudablemente creen tener.
Habrá quién leyendo esto piense “quien tuviera veinticinco años”. Yo no, primero porque es una quimera, segundo porque ya los tuve y estuvieron bien y tercero, y fundamental, porque ahora tengo, disfruto y paladeo, una cierta pila de años.
Claro que siendo sincero, totalmente sincero, si yo tuviera veinticinco años sería votante de Podemos, pero ahora, con cierta edad, con la pila de años que tengo, no me siento capaz de votar a Podemos, ni al PSOE, ni al PP, ni a Ciudadanos, IU, o cualquier marea o compromiso que me salga al paso, porque ya la experiencia me dice que ninguno de ellos garantiza el cien por cien lo que yo creo que necesita la sociedad. Porque creo que son organizaciones al servicio, o al servicio del ansia, del poder. Porque creo que la disciplina de voto, que feo verbo disciplinar, es inversamente proporcional a la libertad, porque las estructuras rígidas y monocordes que son los partidos son inversamente proporcionales a las ansias democráticas de la sociedad.

Tal vez si hubiera listas abiertas… Tal vez. O si yo tuviera veinticinco años.