Cualquiera de los que contamos
más de cincuenta años hemos vivido bajo una dictadura. Sabemos de primera mano,
no porque nos lo cuenten, no porque nos lo digan los libros, como era la vida y
cuáles eran las consecuencias, cuál el día a día, cuáles las carencias, de
vivir bajo el criterio de una élite que determinaba todos los aspectos de la
vida, desde los económicos a los morales.
Cualquiera de los que contamos
cincuenta, sesenta o más años hemos
tenido la oportunidad de tener que correr delante de los “grises” en las
revueltas estudiantiles o sindicales. Hemos tenido la oportunidad de leer
entrelineas las noticias en Triunfo, en La Codorniz, o publicaciones que
secuestro tras secuestro intentaban hacer llegar hasta nosotros lo que sucedía
en el mundo, más allá de la conspiración judeo-masónica y el oro de Moscú.
Todos hemos tenido la oportunidad de aprender a tratar a las mujeres como
iguales en un ambiente que se empeñaba denodadamente en hacerlas distintas,
hemos aprendido a anhelar y pelear por la justicia social en un ambiente en que
la justicia social era un delito, hemos aprendido a separar la ética y la moral
de la legalidad en un entorno en el que los conceptos ley, religión y moral
pretendían estar indisolublemente unidos.
Todos tuvimos la oportunidad de
emocionarnos con los aires de libertad que de más allá de las fronteras,
entonces si impermeables y disuasorias, de nuestro país nos llegaban en forma
de noticias, canciones, películas o libros, siempre censurados o de forma clandestina,
o, de forma más cotidiana, de imágenes que los aún escasos turistas nos hacían atisbar
viendo sus usos y costumbres.
Todos tuvimos la oportunidad de remover
nuestra formación y nuestra educación para, a pesar de todas las trabas
familiares, políticas y sociales, hacer una crisálida ética y salir e
incorporarnos a una sociedad global que demandaba que recorriéramos en pocos
años un camino que otros habían recorrido en un par de centenas. Algunos usaron
la política para reclamar el cambio, o su ausencia, otros, los más, usamos la
convivencia para conseguirlo, o intentar evitarlo.
Todos tuvimos esa oportunidad.
Todos lo intentamos. Unos tirando, otros frenando, muchos dejándose llevar.
Unos con más fortuna, otros con más esfuerzo y menos logros. Pero todos hemos
sido partícipes del inmenso esfuerzo que ha supuesto la consecución de unos
derechos y libertades que otros ya tenían y a nosotros se nos negaban. De unos
derechos y libertades que a los que tienen menos de cuarenta años les parecen
incuestionables.
Si a cualquier europeo le
costaría encontrar puntos de referencia hoy en día para explicarle a cualquiera
que tenga cuarenta años o menos como era el mundo cuando él tenía su edad, a
los españoles nacidos en una posguerra tardía, o antes, nos sería imposible
porque no hay referencias en la vida cotidiana, ni en el ámbito público ni en
el privado, que nos permitan hacer comparaciones.
Como le explico yo a mis jóvenes
que, solo por poner ejemplos rápidos y llamativos, en semana santa los bares
estaban cerrados, no se podía poner más música, que se oyera, que clásica o
alusiva a la celebración. Ni cine. Como les explico que reunirnos cuatro cinco
personas en pandilla podía llevar acarreada una detención. De botellón ya ni hablamos. Como explicar, con toda la crudeza y
frustración de lo cotidiano, esa moral implacable llena de culpas y sobresaltos
que nos llevaba a condenarnos eternamente en los infiernos por besar, tocarse o
explorar las delicias del sexo ajeno. Como les explico que si además esa
atracción era por una persona del mismo género el infierno no esperaba a la
posible eternidad, se desencadenaba ya en este mundo.
Pues no. No tengo posibilidad ninguna, salvo la corta,
la concisa, la poco reveladora palabra, para provocar en ellos un viaje por el
tiempo en el que puedan siquiera atisbar como nos sentíamos entonces. Nuestra
fe, nuestro compromiso, nuestra permanente provocación hacia nosotros mismos y
hacia lo que nos rodeaba. Nuestra determinación a lograr un mundo mejor, más
abierto, más libre, igual y fraternal.
Por eso, precisamente por eso y
no por otras cosas, que también, me revelo ante este nuevo fascismo que parece
venírsenos encima.
Porque fascismo es, al menos para
mí, ejercer la violencia para coartar la libertad ajena. Porque fascismo es
señalar a los que creemos que nos estorban. Porque fascismo es, y de la peor
calaña, suponer que tengo derecho a imponer mis ideas por el simple hecho de
que estoy convencido de que son las buenas, para todos, y cualquier otra, por
tanto, está equivocada. Porque fascismo es, negro aunque sea rojo, sucio aunque
provenga de ideas limpias, el uso de la fuerza. Porque fascista es, no importa
de qué lado provenga, el insulto, el menosprecio, el linchamiento de los que piensan
diferente. Porque fascista es pensar que todo está permitido si es por un bien
universal, que casualmente coincide con lo que yo pienso que es el bien.
El fascismo no es, hoy en día,
para mí, una ideología, craso error, el verdadero fascismo es la forma de
llevarla a cabo. Los criterios morales que permiten a un individuo someter a
otro para imponerle unas ideas diferentes sin reparar en medios ni
consecuencias.
Claro que no es el fascismo de
Mussolini, de Hitler o de Franco, ni siquiera, si me apuran, el de Lenin, de
Castro o de Mao. Claro que no es fascismo como lo entiende la RAE, pero usar
este término, este palabro, es, tal vez, la única forma de enfrentar a ciertas
personas con sus actos. De enfrentarlos si no han pasado ya la inhumana frontera
de los iluminados.
Los que tenemos más de cincuenta
años hemos tenido la oportunidad de vivir en un mundo dividido en bloques
ideológicos y físicos y sabemos, hemos vivido, del dolor que conlleva. También,
y como consecuencia, hemos aprendido que las actitudes coercitivas, violentas,
totalitarias, no están sujetas a ser separadas por bloques. Que el daño, la
sangre, la frustración de la libertad, provengan de donde provengan, se llamen
como se llamen, no son de izquierdas ni de derechas, son, simplemente, totalitarias.
Los que tenemos más de cincuenta
años en este país, en otros países menos, y en algunos incluso los que están
naciendo, sabemos que el totalitarismo, el integrismo, la intolerancia, no
tienen signo, no tienen cabida, no tienen ni siquiera sentido. Solo son, se
llamen como se llamen, vengan de donde vengan, los traiga quién los traiga, más
de lo mismo.