domingo, 23 de noviembre de 2014

Una Triste, Una Castrante, Una Interesada Indiferencia

Las cosas cambian y no precisamente para bien. Tampoco es cierto que cualquier tiempo pasado fuera mejor, no, pero tengo la sensación de que nuestra forma de entender  el mundo, eso que pomposamente llamamos civilización, está en un declive imparable.
Y no lo digo por los problemas económicos, que si, ni por los problemas éticos, que también, ni siquiera por los problemas bélicos, lo digo porque la constante intoxicación, el recorte de libertades y derechos, la manipulación política y la crisis de valores inducida por una educación interesada en formar borregos en vez de personas, hacen que sea previsible una caída al lado de la cual la del imperio romano no fue si no agacharse a coger una flor.
¿En qué foro internacional me he documentado? ¿De qué grandes expertos beben mis opiniones? De la calle, de la comparación del mundo que viví con el que vivo, de la percepción de un deterioro sordo, de un desánimo que va creando incomodidad, de un cabreo subyacente que antes o después tendrá que reventar por algún lado y, como siempre que revientan las cosas, que dios nos pille confesados.
Pero como el movimiento se demuestra andando voy a poner un ejemplo de lo que intento explicar. Si quien lee esto se toma un poco de molestia en verificar mi ejemplo comprobará que al mismo nivel popular, callejero, cotidiano hay muchos más.
Recuerdo que en tiempos de mi niñez, finales de los cincuenta, principios de los sesenta, mi abuela, y mucha otra gente humilde, tenía su pobre de cabecera, un señor que una vez al mes se pasaba por la puerta de su casa y recibía una dádiva, alguna vez en especie, las más monetaria, que nunca era excesiva. Mi abuela le preguntaba por sus asuntos, charlaban un par de minutos y este señor se despedía hasta el mes siguiente. Era un pobre reconocido, esto es con reconocimiento de pobreza e imposibilidad verificada de poder trabajar para ganarse la vida. Por aquél entonces no existían los beneficios sociales ni los sueldos de inserción y a los pobres se les llamaba así, pobres o mendigos y no “jomeles” por si se ofendían.
Corrían ya mis treinta años, o sea los ochenta del siglo pasado, cuando en una esquina de Serrano con Victor Andrés Belaunde de Madrid abría diariamente su despacho un mendigo, y lo nombraré a él por poner un ejemplo pero había muchos más, que se acercaba al coche con un cubito de playa, que si llovía se ponía en la cabeza, y me comentaba su necesidad de ropa o de pagar el alquiler de una habitación, o me invitaba a un café, que por supuesto pagaba yo, o me comentaba sus visones de posibles negocios lucrativos, y siempre, siempre, con una sonrisa, una frase ingeniosa o dándote unos panfletos en los que como enviado de la confederación de planetas analizaba “en profundidad” los males de la sociedad y pronosticaban la pronta e imprescindible intervención de la civilización extraterrestre en la que él sería reconocido como enlace y elegido.
Nunca vi que nadie sintiera la necesidad de subir las ventanillas, poner el cierre de seguridad ni ninguna otra acción evasiva con respecto a este buen hombre.
Una vez, estaban cercanas ya las navidades, me comentó que sería un buen negocio vender unos décimos de lotería mientras “paseaba por su esquina”, como él solía decir. A la semana siguiente le llevé un par de billetes y se los di para que los vendiera. Al cabo de unos días me entregó el dinero de los billetes y “mi parte” de los beneficios que yo recogí sin rechistar y que le di como aguinaldo al día siguiente porque sabía que él se sentiría orgulloso de haber hecho un negocio, y también lo suficientemente necesitado como para no rechazar “mi parte” devuelta no como renuncia a mi participación si no como donativo a su labor como “enviado”. Pocos meses después dejé de verlo y me lo encontré por casualidad en otra esquina diferente. Me contó que las cosas se estaban poniendo chungas, que había gente nueva muy rara y que su “trabajo” se estaba volviendo peligroso. Ya no volví a verlo.
Desde entonces a aquí raro es el semáforo en el que no te sientes asaltado, intimidado moralmente, y en ocasiones casi físicamente (peor si eres mujer), agredido por una ingente turba de pretendidos indigentes que, de malos modos en muchas ocasiones, pretenden coaccionarte para que compres algo inútil, te dejes hacer una limpieza innecesaria de cristales, pagues por escuchar un ruido generado por un instrumento musical, o simplemente dejes alguna moneda. No me llegaría el sueldo de un mes para recorrer Madrid durante un día si accediera a todas las pretensiones. No me llegaría toda mi capacidad moral de sufrimiento si pensara que todos ellos son verdaderos necesitados. No me llega toda la rabia del mundo cuando veo ciertas actitudes rayanas, cuando no ciertamente insertas, en el delito ante la absoluta pasividad de los agentes del “orden” ocupados en otros menesteres más lucrativos para los administradores.
Hace ya años paseando por Goya con mi familia, encerrado en mi cápsula de proximidad familiar, algo llamó mi atención. Una señora mayor sentada en un banco parecía pedir, como una pedigüeña más, y como a una pedigüeña más mi mirada la había borrado del paisaje al pasar, pero algo debió de llamar mi atención, no sé el que. Salí de mi capsula y me volví. Era, efectivamente, una pobre señora, bastante mayor, con carencias físicas y apenas un hilillo de voz, que pedía que alguien le parara un taxi. “Si yo llevo dinero, pero no me atrevo a salir del bordillo para pararlo”. Le paré un taxi y la ayudé a subir. Nunca me he sentido más miserable, más inhumano, más triste, suponiendo lo que nos espera.

Alguien debe de estar trabajando en nosotros para provocarnos una triste, una castrante, una interesada indiferencia hacia nuestros semejantes. Y con éxito.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Gastronomie Fictión

Siempre me ha gustado la ciencia ficción. Desde que descubrí el género, y antes de que para mí tuviera nombre e identidad propia, los títulos de Julio Verne y H.G. Wells, las inolvidables series de Irwin Allen (Viaje al Fondo del Mar, El Túnel del Tiempo, Perdidos en el Espacio), y otras como Los Vengadores o The Thunderbirds, me permitían viajar por mundos y posibilidades que mi entorno me negaba. Viajar a la luna, pelear contra alienígenas desalmados, que no malvados,  descubrir un fondo del mar lleno de misterios… me entretenían, sí, mucho, y formaban mi espíritu para poder aceptar como posible todo lo que mi vida me deparara.
Después vino ese tiempo perdido para la infancia actual en el que uno empezaba a ser adolescente sin prisas, jugaba y buscaba una nueva etapa con cierta pereza, compatibilizaba las chapas y las chicas sin ningún tipo de complejo ni de necesidad de quemar el camino. En esa época descubrí que la ciencia ficción era un género, sospechoso, despreciado, que hacía que los demás te miraran raro, pero un género que contaba cosas que a mí me preocupaban y las contaba de tal forma que yo podía aportar mi propia visión, mi propio criterio e imaginación a lo que me estaban narrando porque aún no había sucedido. La publicación de las traducciones de Fantasy & Science Fiction por parte de Editorial Bruguera y revistas como Génesis y Nueva Dimensión nos permitieron a los lectores de aquellos años asomarnos a una literatura que apenas traspasaba el umbral de los quioscos.
Y vinieron después las novelas, Bradbury, Asimov, Heinlein, Farmer, Clarke, Vogt, Philip K. Dick…, tantos que sería imposible nombrarlos a todos abrieron de par en par unas puertas que los relatos y cuentos habían ya entreabierto, y empecé a pensar que siempre hay otra forma de contar la historia, las historias, las grandes, las pequeñas y las cotidianas y que no siempre los buenos son tan buenos, ni todo es lo que parece a simple vista. Siempre hay que mirar varias veces.
Llegaba ya el periodo de mi tardo adolescencia, se acercaba inexorablemente la edad del patito y todo parecía estar descubierto cuando empezaron a llegar las novelas de autores como Ballard, Ellison, Vonengurt, Silverberg, Aldiss, lo que se llamó la “New Thing”, y empezamos a entender que el espacio no solo estaba fuera, empezamos a buscar el espacio en nuestro interior y a comprender aquella máxima alquímica de que todo lo que es fuera es dentro, lo que es arriba es abajo.  Empezamos a asomarnos a las dimensiones, a los multiversos, un asomarse y no parar, una capacidad casi tan infinita como la existencia de imaginar y que lo imaginado fuera tan cierto como lo vivido.
Hace un par de meses me topé con un pequeño y extraño relato que me hizo sonreir, sonrisa no exenta de complicidad, de “esto ya lo he pensado yo alguna vez aunque no lo haya verbalizado”. El relato cuenta como una raza extraterrestre que quiere conquistar La Tierra no desembarca con sus naves, no somete a los pobres terrícolas a bombardeos masivos, ni se los comen, no. Los extraterrestres en un plan de largo alcance se hacen con la propiedad de las industrias químicas y van modificando con vertidos y emisiones el clima del planeta para acomodarlo a sus necesidades, van modificando el genoma de los humanos mediante la alimentación y los medicamentos de tal forma que consigan sobrevivir los individuos más resistentes convertidos en dócil ganado de trabajo. A que os suena…

Y claro, como siempre, mi cabeza se puso a inventar y darle vueltas a esto de las conspiraciones y mezclarlas con las obsesiones personales y me dije: Si yo quisiera hacerme con el control alimentario de un país, ¿Qué haría? Primero, prioritario, hacer que sus logros históricos se fueran perdiendo en el tiempo, naturalmente, como sin querer, en un proceso irreversible, crear una alternativa y sumir en el desinterés, y finalmente en el olvido, sus raíces. Comunicación y alternativas. Segundo: me haría con sus canales de distribución y comercialización y conseguiría que sus productores estuvieran mal pagados, lastrados con cuotas, industrializados sus productos más emblemáticos que perderían su carácter, y eso permitiría introducir los productos y productores que a mí me interesaran. En fin, una conspiración alimentaria en toda regla. ¿Qué os suena? Pues no lo entiendo. Esto es simplemente un comentario de “Gastronomie Fictión”. Sí. En francés. Me suena mejor.