domingo, 12 de diciembre de 2021

Entre dos mentiras

La verdad no existe, y menos cuando las verdades con apellidos intentan tomar su lugar. Y entre todas estas verdades miserables, entre todas estas verdades a medias, vergonzantes, hay una que es especialmente intolerable, seguramente porque es la que debería de ser una verdad fiable, la verdad oficial. Esa verdad que deberían de contarnos aquellos que tienen obligaciones y responsabilidades por sus funciones, pero aprovechan esa posición de privilegio para escamoteárnosla, para contarnos una mentira con medios y ánimo de crear una realidad alternativa.

Paseaba el otro día con unos amigos por el centro de Murcia, supongo que podía haber sido en cualquier otro lugar de España, de Europa, del mundo, cuando me encontré con un grupo de gente, no demasiada, no demasiado interesada, escuchando a una persona, eran varias pero una llevaba la voz cantante, equipada con un megáfono y con unas cuantas hojas en la mano que pretendían repartir sin demasiado éxito.

Me acerqué, ma non troppo, por aquello de que si la curiosidad mató al gato, la ignorancia mató a muchos más gatos, y escuché un fragmento del discurso negacionista que apenas lograba fijar la atención de unos cuantos, pocos, ya lo dije, viandantes. La historia, conocida. “… tenía 23 años y disfrutaba de una vida plácida y una salud perfecta, pero decidió vacunarse y a los diez días estaba muerta. Sus padres lloran ahora a esa hija tan querida que tomó una decisión presionada por su entorno y los medios de comunicación que colaboran con las multinacionales farmacéuticas… “. No me quedé a escuchar más. Tampoco merecía la pena porque en mi traslado no literal de la historia creo que le he hecho ganar calidad, lexicamente hablando.

El gran problema es que con la misma sensación de rechazo, pero con un desprecio mucho mayor, acojo a diario, sin que haga ninguna intención de escucharlo, metido en mi casa, introducido en mi salón sin pedirme permiso, ni aviso previo, historias igual de lamentables perfectamente construidas por guionistas a sueldo, contadas con suficiencia y prestancia por los locutores oficiales, o construidas con una estructura lingüística impecable por los columnistas reconocidos, pero de signo contrario. Relatos de terror psicológico que nos cuentan que “… destacado negacionista murió ayer a causa del COVID y sin vacunarse”. O “cuatro miembros de una familia que había decidido no vacunarse murieron ayer en el hospital …”. Repugnante.

Si algo debería de removernos las tripas, lanzarnos a la calle, reclamar la honradez que los políticos actuales no tienen, es la imposibilidad de tragar la verdad oficial sin que las arcadas te hagan perder el resuello. Es intolerable que aquellos que tienen el mandato de velar por nuestros intereses consideren que mentirnos es uno, tal vez el principal, de esos mandatos. Es intolerable que la verdad oficial sea una mentira elaborada, trabajada y difundida con los medios que nosotros mismos le proporcionamos.

¿Existe el virus? Existe. ¿Es natural o de laboratorio? Yo apostaría por que es de laboratorio ¿las vacunas son fiables? Solo me atrevo a decir que son eficaces para aquellos que no se contagian, o que si se contagian es levemente, y son ineficaces para aquellos que aún vacunados enferman gravemente, o incluso mueren ¿Habría más muertos sin vacunas? Puede que sí, pero no me consta ¿Yo me he vacunado? Sí, pero aún arrastro secuelas, y lo hice por responsabilidad social, no porque me creyera las historias que se cuentan, o estuviera de acuerdo con la mayoría de los argumentos que se aportan a favor de su uso. Tengo una nieta de cuatro años, dos hijos con sus parejas y una esposa, y no soportaría la posibilidad de que enfermaran por mi causa.

¿No es triste? ¿No es lamentable vivir entre dos mentiras y no poder acceder a una verdad con la que poder defenderte?

Los negacionistas me merecen el respeto, poco pero firme, de aquellos que pelean por su idea sin importarles su imposibilidad de convencer, sin importarles la endeblez y ridiculez de sus argumentos, pero no podría compartir con ellos la posible responsabilidad de contribuir al contagio del virus. Puedo, incluso, compartir con ellos muchas de las preguntas que se hacen, pero no comparto casi ninguna de las respuestas que aportan.

Y por el ala oficialista, pro vacunas, me repelen los especialistas en enfermedades y catástrofes que expanden sus mensajes de terror llamando al enclaustramiento social, al miedo a todo lo ajeno, a la esterilización emocional de la sociedad, como remedio único para una enfermedad de la que parecen desconocer casi tanto como los ciudadanos de a pie. Yo también puedo entender que ante un problema de transmisión la mejor solución médica es el aislamiento total, absoluto, pero, tal vez, esa solución, como tantos medicamentos, tenga unos efectos secundarios indeseables.

En resumen, creo que soy un negacionista conceptual porque considero que nos están mintiendo, pero mi negacionismo es parcial ya que ante la responsabilidad social con los que me rodean opto por tomar todas las medidas que los demás me solicitan para su tranquilidad.

Vivo entre dos mentiras, en la certeza de dos mentiras, y la absoluta abyección de los responsable políticos, científicos, económicos y sociales, me escamotea el derecho a tomar una decisión fundamentada en argumentos ciertos, me escamotea el derecho a vivir responsablemente.

sábado, 4 de diciembre de 2021

Cuando el Grinch fue alcalde de Madrid

Hay personas, habitualmente personajes, cuya memoria, sobre todo si es nefanda, sobre todo si es maligna, perdura más allá de su etapa. Personajes que por mucho que pase el tiempo nos siguen agrediendo con sus obras, con los daños que su gestión ha perpetrado en nuestras vidas.

Creo que desde que, allá por año 2000, Jim Carrey salió pintado de verde, y nos mostró un personaje obsesionado por destruir la navidad, por acabar con el llamado espíritu navideño, el Grinch ya es un personaje conocido en nuestra cultura, un personaje al que a lo largo de los años transcurridos todos hemos podido ponerle alguna cara, la cara de alguien de los que tenemos en nuestros círculos cercanos. Hay mucha más gente de la que parece a la que la navidad no le gusta, incluso les incomoda. Muchos son los argumentos, pero una la conclusión: preferirían que la navidad no existiese.

Afortunadamente son, somos, muchos más los que disfrutamos de unas fiestas que parecen facilitar algo más las relaciones entre las personas, los que apreciamos en el aire una cierta calidez humana que no está el resto del tiempo, como si atesorásemos el resto del año nuestros mejores sentimientos hacia los demás, para volcarlos en ese momento.

Puede que no sea así, puede que sea una percepción subjetiva, interesada, pero cuando los públicos, los comercios, las casas, se llenan de luces, cuando empiezan a sonar los villancicos y la gente se echa a la calle, algo parece florecer en el ambiente.

Hoy escribo desde Estrasburgo, desde Alsacia, desde esa región francesa que limita con Alemania y que, a propósito de la Navidad, engalana sus pueblos, sus calles, los llena de música, de colores de adornos y de ambiente festivo para que todos los que queramos podamos compartir las fiestas con ellos. Gente, vino caliente, adornos navideños, música y una alegría sin complejos intelectuales, sin complejos de laicismo de laboratorio, parece ser la fórmula.

Estrasburgo, Colmar, Mulhouse, un montón de lugares, de pueblos que se transforman por navidad, y en los que la gente se ocupa de disfrutar y sacar partido a la alegría, unos sintiéndola y otros vendiéndola, todos paticipando. En mi recorrido ayer por Colmar vi un puesto, seguro que hay más, donde una dependienta velada, presumiblemente musulmana, vendía figuras navideñas, adornos, productos, sin que  la  diferencia de creencia provocara ningún rechazo en la vendedora, ni en los compradores.

Pero no quiero desviarme de mi objetivo inicial, que no es hacer un canto al auténtico laicismo, a la auténtica multiculturalidad, que no es la que cercena nada, si no la que incorpora todo, mi objetivo era contar que estoy aquí buscando poder disfrutar de un espíritu navideño, de un ambiente y decoración propios de la fiesta, porque desde que el Grinch fue alcalde de la ciudad en la que vivo, Madrid, si alguien quiere iluminación, adornos, espíritu festivo (iluminación propia de la navidad, adornos con motivos navideños, espíritu festivo navideño), más vale que salga a buscarlo a otro sitio.

Nuestro Grinch particular, que el olvido pueda caer alguna vez sobre su memoria, Alberto Ruiz Gallardón,  nos dejó una navidad sin espíritu, fría, de diseño, vaciada hasta que la alegría se convierte en un rictus, en una mascarada sin espíritu alguno. Una ciudad que dice celebrar pero no sabe cómo, o si sabe no se atreve, como si se avergonzara de lo que quisiera celebrar.

Desafío a los madrileños a que encuentren entre las luces actuales, entre los adornos, un solo motivo tradicional de la navidad. Figuras geométricas, luces sin forma reconocible, por no hablar de aquella iluminación que pusieron en la calle Velázquez con palabras positivas (alegría, paz, felicidad, armonía, encanto…) y que después de un cierto recorrido uno no sabía si estaba celebrando algo o asistiendo a una sesión de hipnosis luminosa por cuenta del alcalde.

Y también acabó con las cabalgatas de Reyes, aquellas que recorrían la calle Alcalá, llenas de carrozas, abarrotadas de niños y mayores que se hacinaban para verla pasar, siempre espectacular (recuerdo la famosa cabalgata del año en que se estaba rodando en el Retiro “El Mayor Espectáculo del Mundo”), pero sobre todo popular, cálida, llena de ilusión. Por conveniencias que solo a él le fueron reveladas la trasladó al frío e impersonal recorrido actual por la Castellana, al tiempo que empezaba a imponerse una estética que hacía difícil distinguir la cabalgata de Reyes, la de carnaval o la del día del orgullo gay.

Lo de vestir a los Reyes con vestidos de cortinajes, subvertir la historia, y la Historia, en base a unos conceptos puramente ideológicos y actuales, y manipular la fiesta para satisfacción estética propia, ya lo completaron otros hijos del Grinch que gobernaron la ciudad a posteriori.

Al final, lo que cuenta, es que el madrileño que quiere vivir eso del espíritu navideños, los excesos estéticos, el ambiente festivo como tema principal, tendrá que visitar Francia, Bélgica, Alemania, Nueva York o Vigo, o, si se es poco viajero, pasear por Madrid buscando las calles, o trozos de calle, que los comerciantes adornan, con la colaboración técnica del ayuntamiento, con extrañas luces sin simbolismo alguno.

Bueno, y siempre queda la televisión, las películas de una navidad norteamericana vivida sin complejos y en la que el Grinch siempre pierde, no como aquí que gana elecciones municipales.

miércoles, 1 de diciembre de 2021

Cartas sin franqueo (XLVIII)- La ética comparada

Se pueden decir muchas cosas, y se pueden decir de muchas maneras, porque, a veces, en la forma de elegir como se dice está la verdadera esencia de lo dicho. Si, ya lo sé, parece un trabalenguas, pero no es eso lo que pretendía, si no poner la vista en las formas, que suelen ser reveladoras.

Hablábamos, como tantas veces, sobre la deriva indeseada de esta sociedad, política, social, ética y económicamente hablando. Sobre la decadencia evidente de la postura de reclamar derechos sin comprometerse con las obligaciones, o comprometiéndose, siempre y cuando esa obligaciones se le impongan a los ajenos. Hablábamos, como tantas veces antes, de la mediocridad de los dirigentes que intentan trasladar a una sociedad adocenada, dormida, que espera permanentemente a que sean los demás los que hagan lo que, en estricta realidad, les correspondería hacer a ellos: luchar, reclamar, exigir, su propia mediocridad.

Pero, como tantas veces en nuestras conversaciones, y en otras, solemos referirnos a nuestra escala de valores como punto de referencia para el análisis, y esa es una postura perversa, torticera. Cada uno es dueño de su escala de valores, si es que es consciente de que la tiene, y cada uno debe de exigirse a sí mismo, y no a los demás, en función de ella, pero solemos hacerlo justo al revés, exigimos a los demás en función de nuestras convicciones y no toleramos que los demás puedan tener otras diferentes, y puedan planteárnoslas como alternativa. Mal negocio.

Y en estas formas, en esta manera de enfocar nuestras relaciones, es donde mejor se puede observar el mal profundo que nos afecta. Somos reos, tal vez hasta la muerte, de la ética comparada.

Se supone, y no pasa, salvo en las inevitables y venturosas excepciones, de ser una suposición, que uno de los principales anhelos del hombre es la superación, personal y colectiva. Según esto todo ser humano debe de tender a superar sus imperfecciones y alcanzar una plenitud espiritual y social que le permita una felicidad plausible, de eso iban, inicialmente, las religiones, de facilitar un método de superación personal y social.

Pero lo que vivimos día a día, lo que día a día nos encontramos en nuestro entorno es una aplicación perversa de este principio, una preocupación torticera y dañina por la ética comparada, por el análisis sistemático de la forma de actuar, de actuar mal, ajena para justificar la propia.

No importa robar, siempre y cuando podamos decir que ha habido otro que también ha robado. No importa mentir, siempre y cuando podamos argumentar que otro ha mentido. No importa engañar si ha habido alguien que ha engañado antes y ha dejado abierta la puerta a que todos nos convirtamos en ladrones, en mentirosos, en falsos.

¿Qué enseñanza ética, qué perfeccionamiento, qué ejemplo, podremos obtener de alguien que acusado de cualquier conducta indebida, no la desmiente, no, si no que argumenta la impropia conducta ajena? ¿Es ese, realmente, el camino correcto para alcanzar ciertas metas? ¿Qué se puede esperar de alguien que en vez de asumir las responsabilidades de sus actos, se escuda en los actos ajenos para sortearlas?

-          Tú eres un asesino

-          Tú has matado a doscientos.

¿Realmente importa a cuantos, cuando, con qué motivo, alguien ha matado a gente? ¿O lo realmente importantes es que hay gente que ha privado de la vida a otros? ¿A partir de cuántos muertos, en qué circunstancias, con qué argumentos, alguien debe de ser considerado un asesino? ¿Nunca porque ya ha habido otro que ha matado a alguien, o que ha matado a más, o que ha matado con unos argumentos que nos son más simpáticos?

Personalmente creo que la ética no funciona así. Personalmente creo que la ética debe de tener un nivel de autoexigencia tal, que nunca la conducta ajena puede justificar los actos propios. Personalmente creo que la ética comparada es un invento de sinvergüenzas, de desahogados, que buscan un espejo opaco, un espejo con paisaje pintado y sin reflejo, para poder contemplarse en él y poder seguir adelante.

Y es que, aplicando la ética comparativa, ya podremos empezar a prepararnos, aunque tal vez ya empezamos a ver atisbos de ello, para la existencia de una legalidad comparada, de una legalidad que no juzgue los hechos, las acciones, si no la cantidad, la oportunidad, la originalidad del delito. Un delito será mayor, si antes no lo ha cometido nadie, pero quedará impune si se puede demostrar que otro lo ha cometido mayor, o con peores argumentos.

¿Qué mis palabras te suenen a dislate? Te recomiendo un paseo por los medios de información, una visita a los diarios de sesiones, un garbeo, con chubasquero y paraguas para el espanto, por las redes sociales.

Mis palabras solos son, sin pretenderlo, una breve semblanza del estado de putrefacción de una sociedad que solo cree en la ética comparada. Que no cree en otra ética que en la que le puede servir para atacar al prójimo. O sea, sin ética.

domingo, 21 de noviembre de 2021

Cartas sin franqueo (XLVI)-Los números

Buenos días mamá:

Felicidades, me correspondería decirte en este mundo de números y efemérides, porque hoy cumplirías ochenta y nueve años, aunque hace ya tres que no puedo decírtelo, porque hace ya tres que decidiste morirte de ganas de vivir.

Dicen que el tiempo no existe, lo creo firmemente, pero pasa, pasa sin cesar y traducido a números, como nos hemos acostumbrado a hacer en este lado del telón vida-muerte en el que nos movemos, es un viajero imparable que nos marca su ritmo.

Todo lo medimos, mamá, todo lo contamos, todo lo pesamos, en un afán de convertir todo en un número que nos explique el universo en el que vivimos, y tan inmersos estamos en el intento que hemos decidido que el número es lo importante y no su contenido. Y cuanto más contamos, cuanto más medimos, cuanto más preocupados estamos de explicar en números lo que nos rodea, menos disfrutamos de la vida, del universo, de las maravillas que nos permite la simple observación.

La fiebre de la vida se llama muerte, pero esa fiebre irreversible, el afán por poder anticiparla, que es una forma de morirse antes, nos ha llevado a la calentura de contar, de medir, para estar más pendientes de lo que nos falta que de lo que tenemos.

Intentamos asomarnos al futuro para intentar evitarlo y en ese intento, vano, bobo, perdemos la oportunidad de disfrutar del presente, que es lo único real que tenemos, que es lo único real e inamovible que nos es permitido poseer sin recato. Ese chispazo de consciencia que hace que el yo, el yo del efímero presente, sea algo irrepetible y maravilloso, mágico.

Comemos cuando es la hora, no cuando tenemos hambre. Bebemos sin tener sed. Hablamos sin tener motivo y hemos decidido enterrarnos en vida porque hay un aparato, un invento nuestro, que nos informa de que el tiempo pasa, cuanto pasa, cuando pasa, y nos permite elucubrar cuanto puede quedar.

Siempre me ha parecido terrible esa extraña, pero habitual, dedicación de leer los obituarios de la prensa comprobando la edad de los fallecidos y comparándola con la edad del lector, buscando una distancia, o una cercanía, que no puede aportar otra cosa que una desazón puramente masoquista. Pero, ¡ay dolor!, yo me he descubierto haciéndolo en alguna visita a los cementerios.

¿Por qué nos hacemos esto? No está claro, pero seguramente la razón está en la esencia de nuestro pecado original, está en el momento en el que elegimos el conocimiento en detrimento de la felicidad, está en el momento en el que elegimos el tiempo en vez de la eternidad, está en el momento evolutivo en el que una extraña combinación de células se unió y pudo ser consciente de su existencia, decir yo y sentirse identificadas.

Es difícil explicar este proceso. Es difícil explicar que hayas muerto porque tenías tantas ganas de vivir que te negaste a que pudieran decirte que estabas enferma. Es difícil explicar que un día es una medida de tiempo que corresponde a un movimiento planetario, y no entiendo que haya gente que niegue la astrología pero viva obsesionada por cuantos giros de la tierra alrededor de su eje lleva vividos. No es coherente.

Estamos tan preocupados de explicar lo que nos rodea, lo que nos contiene, lo que nos acompaña, que nos olvidamos de convivir con ello, que no nos acordamos de ser parte de ello.

Hace unos días me contaba una persona que había llorado porque su vida había completado otra revolución alrededor del sol. Me lo contaba con el sentimiento de perder juventud, de perder algo inestimable. Claro que perder algo es doloroso, por supuesto, pero los que padecen ese sentimiento, los que solo miran una cara de la moneda, padecen de una mirada estrábica, de una mirada vaga e incapaz. Durante la vida, siempre que perdemos algo obtenemos otra cosa a cambio. Perdemos abuelos, padres, y ganamos hijos, nietos. Perdemos la infancia, la juventud, y ganamos la madurez, el conocimiento, la experiencia.

Pero, en último caso ¿Qué creemos perder cuando hablamos de perder la juventud? ¿Una posibilidad estética? ¿Una actitud irresponsable? ¿Una pulsión ética? ¿Una capacidad física? ¿Un número? Veamos:

Si es una posibilidad estética, lo que me dice la experiencia es que aquellas personas que acomodan su aspecto exterior a su verdad interior, y no se empeñan en modificar lo visible para renunciar a lo invisible, son bellas siempre, independientemente de las cicatrices que el tiempo pueda marcar en su físico. Incluso hay personas a las que la edad las embellece naturalmente, y, por el contrario, personas que en su afán de retener lo incontenible, acaban siendo una triste máscara de sí mismos.

Si es una actitud irresponsable, es patético ver a esa personas que intentan pasar por su vida sin asumir nada de lo que pasa a su alrededor, permanentemente a la defensiva, incapaces de fijar nada, de ligarse a nada. Los números pasan aunque la responsabilidad no se quede y suelen llegar al final de su vida sin lazos que le hagan la vida más amable.

Si es una pulsión ética, si son de esos que confunden la necesidad de cambiar el mundo con la posibilidad de que el mundo cambie para ellos, si son de esos, que casi todos hemos sido en algún momento, que consideran que el único mundo posible es aquel que ellos harían, si son de esos inconformistas, revolucionarios, anti sistema, lo único que cambia según pasan los años, según el poso de la consciencia de los otros te va calando, según vas descubriendo verdades ajenas, es que lo único que cambia en tus convicciones es la soberbia de una verdad innegociable, es la intuición de que pretender imponer la verdad a otros no la hace más verdadera, y, desde luego, no la hace más duradera.

Si es una capacidad física, que también lo es, lo importante es disfrutar de aquella que tu físico, menos pendiente de los números que de ser escuchado y tenido en cuenta, te va permitiendo, y un físico, tratado con respeto y atendido en sus verdaderas necesidades, suele ir más allá de lo que un número pueda marcar, o dejar de marcar.

Ahora, si la preocupación es simplemente el número porque anuncia la llegada de un número más, y de otro, y de otro, y quisiéramos quedarnos estancados en el actual, es una pretensión vana. Vana y peligrosa. ¿Alguien se imagina vivir en un mundo en el que los hijos, los nietos… llegaran a ser mayores que sus padres? ¿Mayores que sus abuelos?

Más allá de los números, de la capacidad física, el aspecto exterior, la pulsión ética, o cualquier otra consideración, la vida se disfruta aceptando y apurando cada instante, buscando permanentemente y siendo feliz con lo encontrado hasta ese momento, que solo dura un destello. No hay número que nos garantice un futuro, un aspecto, una capacidad física o intelectual, ni siquiera inmediatos, y no hay número que pueda ser bloqueado en el tiempo.

No merece la pena, ni siquiera, llorar por lo que no tenemos, por lo que no tuvimos, por lo que posiblemente no tendremos, pudiendo disfrutar de lo que somos. Ya a todo esto, sin que podamos asegurar que seamos reales, que lo seamos nosotros ni que lo sean los números, o el tiempo.

Bueno mamá, te dejo, pasa el tiempo, al menos para mí, y los números me reclaman a lo cotidiano, a lo perecedero, al discurrir fantástico de un segmento imposible de lo eterno.

Un beso.

domingo, 14 de noviembre de 2021

Cartas sin franqueo (XLV)- Pagar, y pagar, y volver a pagar

 Muchas veces hemos discutido sobre el tema de los impuestos y su perversidad, sobre todo en manos de una izquierda de salón, que divide a la sociedad, con menos imaginación que un guionista de telenovela, en buenos y malos, en empresarios ricos y explotadores, y obreros pobres y explotados, y basa en ese análisis perverso, en esa incapacidad de modernizar su visión de la sociedad, en su forma de querer ser sistema y antisistema en una misma acción, toda la frustración económica que provocan su gobiernos. Los impuestos, y basta con echar mano de la historia, son un invento de los poderosos, los gobernantes absolutos, los caciques, las religiones, para acrecentar su poder y controlar el progreso de las clases gobernadas, o de los pueblos sometidos, no olvidemos que el primer acto de victoria era marcar unos tributos sobre los vencidos. Y este es, sistemáticamente, un medio extraño en el que la izquierda naufraga en una serie de piruetas dialécticas que no consiguen tapar su incapacidad para manejarlo.

Nunca, a lo largo de su aplicación, los impuestos han sido otra cosa que el mecanismo por el que, el que podía, o sea, el poderoso, participaba en el beneficio del trabajo del no poderoso, que no tenía otra opción que pagar lo que le era solicitado (es una forma suave de decirlo), fuera justo, o no, fuera posible, o no, lo que, antes o después, y según la habilidad del gobernante, acababa causando una revuelta contra la presión económica del que mandaba y utilizaba esos recursos que detraía de la necesidad ajenas para su propio lucro, o necesidades.

Los gobernantes más hábiles convertían sus necesidades en logros que beneficiaran lateralmente a los contribuyentes, pero tampoco era especialmente importante que fuera así. Los más poderosos y hábiles, relajaban la exigencia contributiva de sus ciudadanos mediante la esclavitud de los vencidos, si el tributo era físico,  o sus obligaciones de entregar mano de obra y riquezas periódicamente, pero no lograban enmascarar que el fin último no era aliviar esa presión, si no incrementar su poder.

Estas prácticas, absolutamente intolerables, aparentemente, en una democracia, o cualquier otro sistema pseudo democrático moderno, y su planteamiento primitivo, se han amparado en el concepto de redistribución de la riqueza para justificar lo que antes no se justificaba, apropiarse de los beneficios de las clases emergentes para beneficio de los poderosos, y, en  último término, controlar el enriquecimiento de las clases medias para evitar que se conviertan en una clase poderosa. Someter a los que tienen opción, por número, y por recursos si se les permitiera, de subvertir el orden establecido.

Los impuestos, ese sistema que jamás conseguirá cerrar brecha alguna, porque su mismo mecanismo lo impide, no son otra cosa que un instrumento de control del poder sobre los gobernados, y da lo mismo, porque lo mismo da, si ese poder lo ejerce alguien en nombre de un estado que sea el que administra los recursos, en este caso el poderoso es el estado y el sometido es el ciudadano con lo que además e ven comprometidas la justicia y la libertad, ya que todos los recursos están en unas solas manos, de dictador, de ente ideológico, o de ente religioso, entonces la brecha se produce y  hace evidente entre los que administran el poder y los administrados, o en nombre de una libertad, pseudo libertad, en la que, por caminos más arteros, pero no menos eficaces, la riqueza acaba en manos de unas élites económicas que vigilan con celo sus propios intereses, aunque para ello parezcan compartirlos con los que pagan. Y entonces la brecha social entre poderosos y contribuyentes se hará siempre evidente e irreparable, aunque la misma clase poderosa cuidará de que no crezca más allá de lo que marquen sus propios intereses.

Una sociedad moderna, que apunta a recursos tecnológicos que comprometen la posibilidad del pleno empleo, que apunta a una civilización del ocio, que parece marcar una decadencia del poder como autoridad que impone las obligaciones ajenas por encima de cuestiones éticas, ya no va a poder ejercer un control sobre el trabajo físico, como sucedía en la antigüedad, o sobre el trabajo intelectual, como sucede actualmente, y si busca una verdadera equidad tendrá que empezar por buscar un modelo convivencial en el que los más desfavorecidos, por cualquier tipo de menor capacidad, no se vean relegados a una vida menos plena que los demás. Eso deberá de empezar por una ética de la solidaridad que no admite de imposiciones impositivas, si no de la cercanía entre el que contribuye y el que recibe, del pleno convencimiento de que lo que se da se usa correctamente y de lo que se recibe se recibe con la plena aquiescencia del que lo da.

El sistema actual, me da igual de la izquierda o de la derecha, no tiene otro objetivo que el pago sistemático, reiterativo, de lo que ya hemos pagado, el hurto sistemático de la plena propiedad. Pagamos nuestros bienes individuales reiteradamente, primero para que sean nuestros y luego porque ya son nuestros y queremos que lo sigan pareciendo. Pagamos nuestras infraestructuras reiteradamente, primero porque hacen falta, y luego porque ya están y necesitamos que sigan estando. Pagamos reiteradamente nuestro ocio, primero para que podamos disfrutarlo, y luego porque lo disfrutamos y no queremos prescindir de él. Pagamos por poder beber, por poder calentarnos, por poder tener luz, por aparentar ser libres. Pagamos porque nos protejan, a veces más allá de nuestros propios intereses, porque nos garanticen una salud que no siempre es garantizable, porque nos acojan entre los suyos, aunque no siempre sabemos quiénes son ellos, porque nos reconozcan unos derechos por los que somos incapaces de luchar por nosotros mismos. Todo en nuestra vida, lo que queremos tener y lo que ya tenemos, lo que queremos ser y lo que ya creemos ser, exige de un pago continuado que nos hace deudores del poder que necesita ávidamente de los recursos que nosotros generamos y que utiliza nuestras propias ambiciones, nuestras creadas necesidades, para controlarnos.

Sí, ya lo sé, lo tengo claro, el mundo que intento proponer como ideal, sería una utopía, pero, como tantas veces te he dicho, el hombre se mueve siempre en la dicotomía, y las opciones que tenemos son dos, siempre dos: pelear por intentar acceder a una utopía o, que parece el camino actual, permitir que nos arrastren a una distopía que llegarán a disfrutar plenamente nuestros herederos. Una distopía que puede moverse entre el “Gran Hermano” de la izquierda o el “Blade Runner” de la derecha, que, en el fondo, tampoco son tan diferentes.

Hemos permitido estados tan poderosos que escapan incluso al control de sus propios gobernantes. Hemos permitido la creación de estructuras económicas supranacionales que están por encima de leyes y de estados. Hemos permitido un mundo donde la más disparatada de las conspiraciones es plausible. Hemos permitido que el número ignore a la unidad. Hemos permitido un mundo donde la mentira es un recurso admisible. Hemos permitido, en definitiva, un mundo en el que la distancia entre lo que se dice querer y lo que se quiere sea imposible de recorrer, y lo seguimos permitiendo. Hemos permitido, incluso jaleamos, un mundo en el que el pensamiento está secuestrado por ideologías, por religiones, por el forofismo dirigido por guiñoles de un poder que nos maneja desde la sombra. Hemos permitido que nos arrebaten la dignidad de invocar el yo y saber de quién hablamos. Y este, llegado el momento, será un camino que solo se podrá deshacer con dolor, con un dolor que pagarán otros, los nuestros, pero otros.

sábado, 6 de noviembre de 2021

Catas sin franqueo (XLVII)- La responsabilidad

Sí, yo también estoy horrorizado, nadie que tenga un mínimo de sensibilidad puede por menos que horrorizarse ante lo sucedido. La muerte de una criatura de pocos años, siempre es una tragedia de consecuencias que solo los padres pueden entender, sentir, en toda su dimensión, y esa dimensión en muchos casos, en todos los que estoy pensando en este momento, tiene mucho que ver con la disfunción administrativa, sobre la que apenas hace unos días comentábamos.

Un niño asesinado por un pederasta, violador, condenado y en la calle porque los filtros de la institución penitenciaria han fallado, porque la presión buenista de ciertos círculos sobre la legalidad lo permiten, porque el trasiego político de conseguir votos a costa de no importa qué lo fomenta.

Una niña muerta a la puerta de su colegio por una madre incapaz de controlar el vehículo que conduce, porque obtener un permiso de conducir es un trámite administrativo-recaudatorio que no garantiza que el que lo consigue esté medianamente preparado para ejercer tal actividad, ni siquiera que lo llegue a estar en algún momento a lo largo de su vida como conductor. Pero, si el tal examen fuera todo lo riguroso que debiera ¿Quién pagaría las tasas del examen, las multas, los impuestos sobre los combustibles, los impuestos de circulación, todo el entramado recaudatorio montado sobre una actividad cuyas implicaciones mortales solo son tenidas en cuenta como forma de aumentar la presión monetaria de las sanciones?

Sí, la muerte de los niños es terrible, es antinatural, nos conmueve más allá de las circunstancia, más allá de las consecuencias, más allá de las responsabilidades. Sobre todo más allá de las responsabilidades

¿Qué hace un asesino en la calle? ¿Qué hace un enfermo sin reinserción posible tutelado por un sistema enfocado a la reinserción? ¿Quien se hace responsable de las algaradas cuando se intenta legislar para individuos patológicamente irrecuperables? ¿Qué compensación puede aportar ahora la justicia a los padres, al niño muerto? ¿Puede la legalidad ajustarse a sensibilidades que ignoran las consecuencias de su postura? Y cuando esa postura tiene consecuencias ¿Cuál es la actitud válida para esas personas? ¿Mirar para otro lado como si no fuera con ellas? ¿Explicar que un caso no modifica sus convicciones? ¿Le valdrá esa explicación a los padres, a los allegados, de los niños, de las mujeres, de los hombres muertos por asesinos previsibles?  Claramente a las víctimas ya no les vale ninguna excusa, ningún discurso moral sobre lo que debe de ser y no es.

¿Podemos seguir viendo como, con absoluta impunidad, con la seguridad que da un permiso administrativo, las carreteras, las calles, se llenan de personas incapaces de dominar las máquinas que su estatus les permite adquirir, pero que sus condiciones físicas, psicológicas, les impiden manejar con seguridad? ¿Podemos asistir sin inmutarnos a ver como un alto cargo administrativo incita al linchamiento en la calle, en la carretera, para imponer el dominio de los mediocres? Porque solo los mediocres, solo aquellos que juzgan a los demás por su propia incompetencia, pueden acogerse a la denuncia anónima, cobarde. Y no sólo en el ámbito de la conducción. Basta con asomarse a la historia a las épocas oscuras de la delación del prójimo, a las persecuciones justicieras, a los linchamientos amparados por el poder.

Por si tienen alguna duda, si tienen la más mínima duda, salgan a la carretera algún puente, algún fin de semana, alguna época de vacaciones, observen con atención, con descaro, al personaje que va por el carril de la izquierda, aunque los de la derecha estén libres, y que, requerido para apartarse por otro conductor, se mantiene en ese carril y acelera más allá de su capacidad de dominar el vehículo, que, en la primera curva, en realidad apenas un leve desvío de la dirección principal, necesita frenar, y hace una trayectoria oscilante que denota su impericia, el riesgo que está dispuesto a asumir para que el loco que viene detrás no lo adelante porque el ya va a 120, en realidad no más allá de 115, y a él no tiene porque adelantarlo nadie, y cuando ya, descontrolado, descentrado por su propia persistencia, por su propia limitación, se aparta, o es sobrepasado, inadecuada pero inevitablemente, por otro carril, se desgañita boqueando, haciendo gestos de todo tipo, haciendo ráfagas de luces que afortunadamente no son láseres mortales

¿Acaso ese mal conductor es el culpable de su actitud? No, no lo es ¿Acaso ese conductor entenderá alguna vez que en realidad no es otra cosa que un sujeto móvil de recaudación inmerso en un medio que precisa de una pericia que él no tendrá nunca? No, no lo entenderá ¿Podremos responsabilizar a ese sujeto de que en algún momento su pérdida de control, su impericia, su falta de control psicológico, provoque víctimas? No, no podremos, y no podremos porque las instancias que deberían de haber evitado esa opción, cualquier opción que suponga un peligro para la convivencia, no solo no han ejercido esa función, si no que, en muchos casos, han incitado a una actitud contraria a la que deberían haber promocionado.

¿Es la madre conductora la máxima responsable de la muerte de esa niña a la salida del colegio? No, lo es una legislación que le otorgó un permiso para realizar una función para la que seguramente no tenía las aptitudes imprescindibles. Lo es un sistema que puso en sus manos una máquina peligrosa sin verificar si estaba preparada para manejarla. Lo es una caterva de mediocres al mando, preocupados de sus propios asuntos y de cómo mantenerse en el machito, antes que de su propia responsabilidad.

¿Es el pederasta, el violador, el asesino, en permiso penitenciario, el máximo responsable del daño causado? No, tampoco lo es, la responsabilidad real es del juez que firmó el permiso. Es del legislador que ignoró, seguramente por cuestiones ideológicas, una realidad constatable. Es del sistema que intenta llevar las garantías hasta el punto de olvidar garantizar la integridad  de las posibles víctimas. Lo es de una caterva de mediocres que legislan para la preservación de sus prebendas y poltronas, y no para el bien común, la justicia y la convivencia.

Lo comentaba el otro día contigo, sobre la serie que estoy viendo estos días, "Borgen", y los códigos éticos que los políticos parecen manejar en ella ¿Te acuerdas? Que en la serie los políticos tengan un sentido ético reconocible, es una ficción, que ese código ético, o cualquier otro, se pueda dar en la realidad política actual de España, es una fantasía.

sábado, 16 de octubre de 2021

Lo primero es no hacer daño

Existe una locución latina que pasa por ser la esencia del debate en la medicina, cuyo avance, debido al auge de la investigación, sin duda, pero también sin duda a la necesidad de negocio de los laboratorios, a veces parece anticiparse a las necesidades reales del paciente.

Aunque la profesión médica es, seguramente, una de las más antiguas del mundo, sea bajo el título de médico, chamán, alquimista, bruja o mago, la verdad es que solo el conocimiento exhaustivo del cuerpo, de su comportamiento, y la sistematización del uso de las sustancias curativas que ofrecía la naturaleza para la sanación de los diferentes males y heridas, nos ha puesto en un camino de intervención que preserva nuestra salud, e incluso se preocupa de su posible pérdida.

“Primum non nocere”, lo primero es no hacer daño. Tal es la máxima que una gran cantidad de médicos sostiene e introduce en un debate que intenta delimitar hasta qué punto está justificada la intervención de la medicina en la salud individual y colectiva. Tal vez este debate debería de plantearse a nivel de grandes instituciones nacionales y supranacionales, como la OMS o las agencias del medicamento, pero su prestigio es, a día de hoy, bastante limitado, y sus recomendaciones están siempre bajo la sospecha de favorecer a las industrias farmacéuticas. Su descarado perfil político y sus mismas fuentes de patrocinio las pone en una situación de veracidad comprometida.

Tres son, eran, las corrientes médicas que entraban en esta disputa, tres posiciones ante la alocución latina que marca la frontera de lo permisible, tres formas de interpretar hasta donde puede y debe de llegar la medicina en su relación con el paciente, y con sus tiempos. Tres, a las que conviene sumar una cuarta que, si bien era una apuesta de futuro la pandemia la ha puesto de rabiosa actualidad, e incluso de una quinta.

Todo arranca desde la convicción de que cualquier principio químico que se introduce en nuestro cuerpo de forma pautada y para reparar un daño, afecta a este de formas indeseadas, los famosos efectos secundarios, que no siempre son perceptibles, pero que casi siempre existen. Se aplica en este caso el concepto del mal menor, existe un daño, pero el beneficio resultante es mayor y mejora el estado general del paciente. Pero eso nos lleva al meollo de la cuestión, al punto en el que tenemos que establecer donde poner el límite en la busca de la salud, en algunos casos aún no perdida, ni siquiera comprometida.

La medicina tradicional solo intervenía cuando existían síntomas y un diagnóstico de certeza de una dolencia. Independientemente de su eficacia, o de la correcta aplicación del conocimiento por parte del médico, no se planteaba otra interacción con el paciente que el alivio, o cura, de la dolencia presente.

El avance de la ciencia médica, la profundización de sus conocimientos, nos llevó a una medicina que intentaba prevenir males que se presentaban, por historial familiar, por características genéticas, por hábitos vitales, como plausibles. La medicina preventiva intentaba preparar al futuro paciente sobre una base estadística que lo señalaba como probable doliente. El mal menor iba un poco más lejos que en la medicina tradicional, porque no había diagnóstico, ni síntoma, ni certeza, solo probabilidad.

Pero tampoco esto parecía contentar a la ciencia médica, que, espoleada por las potencias económicas, representadas por los laboratorios, y por los políticos, cuyos presupuestos sanitarios eran cada vez mayores, decidió erradicar la enfermedad, incluso cuando no hubiera certeza, ni siquiera probabilidad, simplemente posibilidad. Era la medicina anticipatoria, una medicina que no necesitaba la presencia de la enfermedad para intervenir, a la que le bastaba con el mero hecho de que la enfermedad existiera, intervencionista, muchas veces ineficaz y en ocasiones lesiva. El daño de los efectos secundarios, siempre difusos, siempre difíciles de concretar, siempre estadísticamente irrelevantes cuando se manifestaban, era fácilmente contrastable contra la erradicación evidente de enfermedades que habían causado millones de muertos en el pasado. Sin duda, las vacunas son el santo y seña de esta medicina, pero no lo son menos las pruebas de detección masivas, u otras intervenciones indiscriminadas, cuyos resultados, estadísticamente examinados con rigor, se muestran irrelevantes.

¿Existe algo más maravilloso que saber que hay una cantidad de enfermedades que en el pasado mataron a millones de personas que no nos van a afectar en nuestra vida, o cuya incidencia se va a ver minimizada? Sin duda el mal menor de sus posibles efectos indeseados es un pequeño precio a pagar por la constatación de que hay riesgos de salud que no correremos. Esos medicamentos de mundo feliz son probados, testados, analizados, perfeccionados, durante años antes de que le sean ofrecidos a una sociedad ávida de salud, ávida de vida. Y hacerse una prueba sin motivo, aunque se revele ineficaz en las estadísticas de evolución de la salud colectiva, tampoco hace otro daño que la pérdida de tiempo y la pequeña angustia a la espera del resultado.

Pero llegó la pandemia, el gran terror, en muchos casos inducido, interesado, magnificado por medios de comunicación ávidos de cifras y grandes titulares, magnificado por políticos necesitados de méritos que rentabilizar en futuras elecciones, por grandes empresas farmacéuticas ávidas de ventas y dividendos, y esa medicina anticipativa que tanto se ponía en cuestión en ciertos círculos médicos, que parecía conculcar el “primum non nocere” que presidía el debate, se vio superada, se vio ninguneada por una situación social que el tiempo dirá cuanto tenía de real, y cuanto de impostada.

La medicina especulativa, una medicina que anticipa la solución al conocimiento de la enfermedad, que utiliza como sujetos de experimentación a la misma población que dice proteger, que utiliza la presión social, informativa, política, psicológica, para imponer sus criterios expandiendo mensajes de terror, mensajes contradictorios emanados de su desconocimiento, mensajes que rozan el totalitarismo y la conculcación de la libertad individual con el argumento de un bien sanitario colectivo, parece haber llegado para quedarse. La técnica divulgativa ha sido un éxito, las consecuencias solo el tiempo las revelará. El paraíso médico, la amenaza de muerte para los propios y los cercanos, la propaganda feroz y terrorífica, parecen los nuevos motores sociales que determinan el devenir de la sociedad.

Una sociedad enferma de afán de salud, una sociedad manipulable en sus miedos saludables, una sociedad débil e incapaz de afrontar la muerte como parte de la vida, una sociedad más interesada en la longevidad que en la libertad, una sociedad sometida, será el resultado de lo acontecido. Será el resultado de una medicina especulativa que no necesitará  de ninguna enfermedad, bastará con su nombre, con una breve aparición en algún recóndito lugar, para provocar el ansia de un remedio, el afán de una cura, el derribo de los límites que el “primum non nocere” parecía preservar.

Tal vez, parafraseando a un querido y desaparecido amigo, haya que sustituir la vieja máxima por otra nueva: “mens sana in corpore insepulto”. Aunque, especulativamente hablando, ¿quién necesita “corpore”, origen de casi todos los sufrimientos? Y entraremos en la medicina sustitutiva. Una medicina capaz de sustituir la partes deterioradas, aunque para que esperar a que duela si puede anticiparse al dolor, capaz de corregir los defectos genéticos desde la misma concepción, aunque llegará el momento en que no haya que esperar tanto. El futuro, en parte ya el presente, parece ser de los cyborg, y la medicina sustitutiva se apresta a facilitarlo.

Claro que todo esto me deja en el aire una pregunta, una cuestión que parece ignorar una sociedad enamorada de sus logros, pero laxa en la forma en que se aplican ¿Será esta medicina sustitutiva una medicina social, o acabará siendo solo para privilegiados? ¿Será una medicina al alcance de los que la necesiten o solo para los que puedan pagarla? ¡Ah! que pensaban que estábamos hablando solo de medicina. No solo, no solo.

 

P.D.: Alguien pensará que me he olvidado de la medicina alternativa, pero es que, para mí, tiene dos defectos importantes: no me parece medicina y no la considero alternativa. Opinión que parecen compartir todos aquellos a los que la salud les falla gravemente. 

martes, 12 de octubre de 2021

Usar el tiempo ajeno

 Aunque este ansiado retorno a nuestras costumbres habituales, y lo digo así, cansado de lo de la vuelta a la normalidad, se muestra casi imparable, me temo que ciertas costumbres, algunas realmente espantosas, tienen pinta de quedarse entre nosotros. La más dañina, la más innoble, la cita previa.

La cita previa, tal como la entienden los bancos, los estamentos oficiales, la mayoría, e incluso algunos profesionales, es aquella artimaña por la que alguien que tiene la obligación de atenderme, dispone de mi tiempo como si fuera suyo y además considera que tengo que estar reconocido.

Me ha pasado ayer en un notario, aunque los notarios siempre han usado la cita previa como parte de su parafernalia laboral, y además estoy convencido que luego incluyen en la minuta mi tiempo, aunque la cobren ellos.

Como iba diciendo, el notario me citó a las nueve y media de la mañana, y, por eso de ser impuntualmente puntual, llegué a las nueve y veinticinco. Me identifiqué ante la recepcionista que, en un acto de sinceridad que no siempre existe, me dijo que la oficial encargada de rematar nuestro escrito había salido a tomar café.

¿En serio?  ¿Me dan cita dos semanas antes a una hora en la que la persona que a esa hora debe de recibirme toma café? ¿O es que esa persona, de nombre Olga, en un absoluto ejercicio de mala educación decide irse a tomar café a pesar de que sabe que a esa hora hay una persona citada? ¿O simplemente es que mi tiempo administrado por esa notaría, crece absolutamente de valor? Para ellos, claro. Mi dignidad me dice que, ante tamaña tropelía, mi respuesta debería de ser levantarme e irme, pero, en esta notaría, como en el banco, como en la cola del paro, o en cualquier otra cola de una institución pública o privada, saben que tu dignidad tiene el mismo valor, para ellos, que tu tiempo, y que, si te levantas y te vas, a ellos poco les puede afectar, pero tú tienes que volver a empezar para acabar pasando, de nuevo, por ese mismo proceso, más por todos los trámites anteriores. Eres reo de tu necesidad, y de su papel imprescindible. Así que te tragas tu dignidad, tu orgullo y tu cabreo, menú de difícil digestión, y acabas poniendo cara de aquí no pasa nada, no vayas a regalarle, además de tu tiempo, el espectáculo de tu inútil cabreo. Y, estoy convencido, ellos lo saben y les importa un ardite.

Bueno, por seguir en la historia de este notario de Almería, que podría haber sido de Teruel, Madrid o San Sebastián, o de cualquier punto, porque la libre, y liberal, disposición de nuestro tiempo no es patrimonio de ningún lugar concreto, como no lo es de una actividad profesional concreta, una vez que la oficial en cuestión nos recibió, asistimos a otros veinte minutos de repaso del escrito, corrigiendo, borrando o incorporando datos que ya figuraban en la documentación que habíamos aportado dos semanas antes. Al fin, una hora después de la que inicialmente se nos había citado para firmar unos papeles, dos folios, tres caras y media, fuimos pasados a una sala mayor, a la que también fue convocado el señor notario, para proceder a la firma. Y aquí sí que estuve a punto de explotar.

Al cabo de unos minutos, posiblemente diez, el notario se persona en el quicio de la puerta en la que estábamos, introduce un pie y, antes de llegar a introducir el otro, se gira requerido por alguien el pasillo, que le comenta algo “sottovoce”. Inopinadamente, sin saludar, sin un gesto de reconocimiento o disculpa, se gira y vuelve a introducirse en el despacho con alguien que acompañaba al murmurador del pasillo. Y pudo ser otro cuarto de hora, tranquilamente, el tiempo ajeno del que dispuso sin ningún tipo de consideración, sin el más  mínimo atisbo de educación.

Cualquiera puede entender que haya alguien que, por amistad, por urgencia, por contactos, por la vía española, que yo le llamo, te pisa el turno. Pero ¿la educación no entra entre las materias que un notario debe de aplicar en su trato con los clientes? ¿No sería más razonable, educado, saludar a las personas que están en la sala, y con cualquier excusa volver al despacho?

El caso es que algo más de hora y media después de la cita, y en un acto de cinco minutos, conseguimos estampar nuestra firma en un documento imprescindible, e imprescindiblemente pasado por notaría, para nuestros fines. No fue caro, en dinero, en tiempo y en humor impagable

Pero, por no quedarnos en las notarías, no olvidemos esos bancos, esas ventanillas de citas de organismos públicos, esos embudos públicos y privados en los que vemos como desaparece nuestro tiempo absorbido por una organización que ya nos considera reos de su falta de interés en la atención a nuestros problemas, que, queramos o no, tiene que pasar por sus manos.

¿Nuca ha entrado a una oficina de banco, diez o doce clientes en la cola, siete ventanillas de atención al público de las que solo una está operativa, con una persona que tarda más de veinte minutos en resolver su gestión?

¿Nunca ha ido a un organismo público para solicitar una cita, coge número y hay setenta por delante, y observa, con indignada resignación, como de todos los puestos de atención, menos de la mitad están operativos, y cuando llegan unos funcionarios se ponen a conversar con los que están, y a continuación los que estaban se van y se quedan, pero aún sin coger ritmo, los que han venido, que alguno aún se levanta y se pierde por los pasillos o mamparas que delimitan los oscuros e inaccesibles pasajes de la dependencia, sin que importe cuántos quedan atendiendo, cuántos esperan, ni durante cuánto tiempo?

Si alguien retribuyera los sistemáticos tiempos que pasamos esperando turnos, por imperativo legal, por pelotas, la mayoría de los ciudadanos de este país no tendríamos que trabajar, cobraríamos mucho más que el salario mínimo, y podríamos, sin la mala baba, sin la desesperación, sin el cabreo monumental que habitualmente nos acompaña, dedicarnos a hacer colas interminables para mayor provecho y placer de aquellos que viven de que las haya, y el tiempo nos sería devuelto, le sería devuelto a sus legítimos propietarios.

sábado, 9 de octubre de 2021

Cartas sin franqueo (XLIV)- El orgullo y la soberbia

 

Sigo pensando, tal como te dije el otro día, que esta costumbre nuestra, no sé si ajena porque no he vivido en otros países, de utilizar el lenguaje sin rigor ni interés, a veces el interés se pone en deformarlo, nos lleva a vivir un equívoco permanente. Por mucho que nos empeñemos, por mucho que muchos hayan decidido que, como Humpty Dumpty, el verdadero lenguaje lo crea el poder, por lo que para tener poder lo primero que hay que hacer es subvertir el lenguaje hasta que sea propio, el lenguaje de los que no tenemos poder, ni lo buscamos, no admite según qué equívocos. O, por decirlo de una forma rotunda y popular, con el lenguaje que es de todos, “lo que es, es”, y lo otro son guerras en las que los interesados buscan otras metas.

Denostabas, si no recuerdo mal, el orgullo como una actitud negativa que marcaba una personalidad perversa, y, como ya te dije, no estoy en absoluto de acuerdo. El orgullo que nace de la apreciación íntima de algo que nos satisface, nunca puede ser negativo.

Yo, que me enorgullezco de algunos logros en mi vida, de mi familia, de mis amigos, de algunas cosas que me rodean, y me enorgullezco tanto como comprendo cuántas cosas tengo por mejorar, pero con detalle, no en genérico, no veo ningún inconveniente, cuando me miro en el espejo de pesar almas, en reconocerme mis aciertos, en congratularme de ellos y aliviar con ese reconocimiento el profundo pesar por los errores, por las metas no conseguidas, por los daños inferidos, por las actitudes equivocadas.

Es frecuente comprobar que aquellos que denostan el orgullo ajeno lo hacen desde una falsa modestia que hiere la sensibilidad del espectador, desde una soberbia encubierta que retrata una personalidad tortuosa, una incapacidad de lograr un equilibrio veraz en el espejo. Y lo hacen, como creo que lo haces tú, aunque no adolezcas de un perfil de falsa modestia, confundiendo dos términos que, para mí, nunca pueden ser sinónimos: el orgullo y la soberbia.

El orgullo pasa por ser un reconocimiento íntimo de lo logrado, un reconocimiento que permite un asentamiento de la autoestima y que facilita la construcción de una personalidad con carácter. Nadie puede, al estilo de Dobby, el personaje de Harry Potter, formar un carácter franco, fuerte, desde el servilismo, desde la sumisión, aunque sea fingida o impostada.

El orgullo, como iba diciendo, es un reconocimiento íntimo, y se pervierte cuando se hace público, cuando se intenta proyectar sobre los demás, buscando un reconocimiento que, viniendo de fuera, pierde todo su carácter positivo y se transforma en soberbia, en esa soberbia insufrible, vana, vanidosa, que acompañada de falsa modestia nos pone ante las personalidades más potencialmente lesivas del catalogo humano.

¿Qué si estoy pensando en alguien? Seguro, y tú también. Supongo que todos nos hemos encontrado, casi seguro, con ese personaje que intenta, mediante gestos y palabras, explicar lo poco importante que es lo importantísimo que está compartiendo con nosotros, por nuestro propio bien, por supuesto. Todos conocemos, casi seguro, a ese personaje que se infla a ojos vistas antes de darnos un consejo que nadie le ha pedido, pero que él considera imprescindible para nuestras vidas. Todos habremos asistido, casi seguro, a ese episodio de vanidad mal reprimida que busca en el entorno la admiración por lo expuesto, y que no logra otra satisfacción que la apreciación ajena. Casi seguro, y no digo seguro porque posiblemente los sujetos en cuestión no serán capaces de reconocerlo en sí mismos, ni de reconocerlo acertadamente en los demás.

No, definitivamente, el orgullo y la soberbia no son sinónimos, ni siquiera pertenecen al mismo ámbito. El orgullo es algo que todos sentimos, que sienten incluso los serviles, incluso los sumisos, íntimamente en algún momento de nuestra vida, pero que solo los soberbios necesitan proyectar sobre los demás para recibir su aprobación, su aplauso, su admiración. Algo así como los que viven las redes sociales obsesionados por los símbolos de aprobación que su intervención provoque.

Y es que, al fin y a la postre, el único aplauso que podemos constatar como sincero, e incluso aun así nos podemos engañar, es el de nuestro propio reconocimiento, siempre que no caigamos en el silogismo de “El Clásico”, ese personaje orensano del que ya te he hablado algunas veces: “Yo leo a los clásicos y me placen, y luego leo lo que yo escribo y me place en igual forma. Eso es que escribo como los clásicos”.

Este imperdible, y real, personaje, adolecía de orgullo íntimo por su obra literaria, pero al compartir su orgullo con los demás, caía en la soberbia. En una entrañable, inocente, ridícula, soberbia que ni siquiera pretendía disimular con una falsa modestia.

Creo que es lícito sentirse orgulloso, lícito y necesario, y que en la soberbia falla, sobra, la comunicación. Y ni siquiera espero que estés de acuerdo.

sábado, 28 de agosto de 2021

Ávila y el Principio de Peter

Hay ocasiones en las que, inopinadamente, uno se encuentra con una clave universal, que sin embargo ha llegado a sus manos sin pretensiones, sin recomendaciones, sin grandes recomendaciones de crítica o público. Eso me pasó a mí, teniendo veintitantos, con el principio de Peter, que, una vez conocido, he podido comprobar que su enunciado se corresponde indefectiblemente con la realidad.

Dice el tal principio, formulado por Laurence J. Peter: “En una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta alcanzar su nivel de incompetencia”. Es verdad que, como casi todo en este mundo, este principio parece tener un antecedente español: “Todos los empleados públicos deberían descender a su grado inmediato inferior, porque han sido ascendidos hasta volverse incompetentes”, que parece ser que dijo Ortega y Gasset allá por 1910, casi sesenta años antes.

Y si la incompetencia es universal, la competencia, el ámbito competencial, parece que eleva a grados insospechados esa incompetencia que alcanzan aquellos que ascienden por el tiempo transcurrido en una escala, u organización, y por méritos desconocidos, lo que es bastante habitual.

Quiero compartir con mis lectores, suponiendo que los tenga y al hilo del tema, una historia terrible de competencias e incompetencia. Una historia que intentaré trasladar tal como me fue contada por uno de los protagonistas y cuyas catastróficas consecuencias son del dominio público. La historia se refiere al reciente y catastrófico incendio sucedido en Ávila, y quién me lo contó es uno de los bomberos que intervino en la dantesca batalla contra el fuego. Así que, en seguimiento de Bertrand du Guesclin, ni quito, ni pongo veracidad, me limito a repetir.

De todas formas, sea la historia cierta, y por tal la tengo, o inexacta, tal como está contada supone una parábola sobre la competencia, la incompetencia  y la incompetencia de los competentes, y con ese ánimo la cuento, para enseñanza de aquellos que ocultan sus carencias personales en títulos, ámbitos, prebendas, nacionalismos, cargos u otras formas de justificar lo injustificable.

El origen del fuego de Ávila fue el incendio de un vehículo que circulaba por la N-502. Al parecer, y según me cuentan, dada la alarma, los primeros en llegar fueron unos bomberos rurales helitransportados de la Junta de Castilla La Mancha, que al comprobar que el fuego era de un vehículo consideraron que el siniestro no era de su competencia, si no de la competencia de los bomberos de la diputación, y abandonaron el lugar sin tomar ningún tipo de precaución.

Según me comentaba la persona que me lo contó, insisto, bombero que intervino en la extinción del incendio, los primeros bomberos que llegaron, aunque no fueran competentes para apagar el fuego, que, convendrán conmigo en que el fuego no le iba a pedir acreditación para apagarse, fueron altamente incompetentes al no esperar la llegada de los bomberos competentes, vigilando la evolución del siniestro, y refrescando las zonas adyacentes, cunetas, y campo, que si eran de su competencia, lo que hubiera evitado la propagación del fuego y que esta alcanzara los devastadores efectos y la dantesca proporción que alcanzó. Cuando por fin llegaron los bomberos de la diputación, y volvieron los bomberos rurales, porque el fuego se había extendido, ya estaba fuera de control y nada pudieron hacer por apagarlo hasta veintiuna mil hectáreas más tarde.

Insisto, lo cuento como me lo contaron, y como me lo contaron me parece interesante compartirlo porque, desgraciadamente, refleja una forma de actuar que se repite incesantemente en lo público, en lo privado, en lo político y en lo social, en la empresa y en las instituciones, y más allá de verdades, incompetencias y responsabilidades –estamos en España, responsable el último- lo que me gustaría denunciar es el exceso de Pilatos, de “lavamanistas”, que, desde posiciones de responsabilidad, utilizan su puesto de privilegio para escaquearse de labores que estén en límites de competencia, o, lo que es peor, que esconden su incompetencia para tomar decisiones y responsabilidades en competencias administrativas sin reparar en los daños que su dejación  pueda llegar a provocar.

Sin duda la dedocracia al uso y el ascenso por constancia, son dos grandes lacras en una sociedad con una capacidad de mediocrizarse que se adivina inabarcable. Pero, incluso en ese panorama, un hecho como el que se narra debería de tener consecuencias y responsables, o irresponsables, escríbase como mejor acomode, que asumieran las consecuencias del desatino.

domingo, 22 de agosto de 2021

Tercera de las cartas a Don Quijote

 Mi señor Don Alonso: largos años han transcurrido desde que os dirigí mis últimas letras dándoos cuenta de la invasión que estábamos sufriendo. La situación no ha mejorado, antes bien, se ha hecho insostenible.

Sin caballeros que, como vos, sean capaces de ver la maldad que ocultan tras su apariencia benéfica, que sean capaces de captar la falacia que sus hordas defensoras ocultan con palabras de bondad y de progreso, los ejércitos de gigantes se van apoderando de nuestros campos, de nuestros momentos, de nuestra vista que ya no es capaz de imaginar un paisaje sin que sus aviesos brazos, sus monstruosos ojos, que se iluminan con maldad en las noches, asomen a ellos.

Parecía que rendida Castilla a que sus anchuras fueran limitadas por la visión de tales huestes, que sometidas las montañas y valles de tantas tierras de belleza incomparable a la humillación de verse erizadas por sus siluetas, nada quedaba que pudieran mancillar tales engendros, pero estábamos equivocados. Estábamos lamentablemente equivocados.

Sí, mi señor Don Alonso, es tal el horror que lo descubierto me produce, tales los espantos que mi imaginación hilvana a partir de lo visto que, sumido en la desesperanza, os envío estas letras que no tiene otro alcance que mi lamento, ni otra esperanza que invocar a vuestro espíritu justiciero, sabiendo de antemano, que ni vos, ni vuestro fiel Sancho, estáis a estas alturas en disposición de hacer carga alguna contra estos malandrines.

Pero me extiendo, divago, me voy por los cerros de Úbeda, seguramente, a estas alturas, ya tomados por los ogros gigantes, sin explicaros la causa de mis cuitas.

Hallándome ayer en las costas de Galicia, en un bonito pueblo habitado desde los remotos tiempos de los bárbaros, que se encuentra junto a la desembocadura del caudaloso río Miño, y al extender mi vista hacia el brumoso horizonte que cierran aguas y cielo, esta se encontró atrapada, horrorizada, limitada, por la silueta inconfundible de tres polifemos de ojo rojo, brillante, que agitaban sus tres brazos al aire, amenazando la inmensidad casi infinita del océano.

¿Os imagináis, por ventura, a los barcos, que ahora no tenía mayor inconveniente que las tormentas, ni mayor obstáculo que el temido Mar de los Sargazos, inmovilizados, al pairo, porque estas criaturas del Averno le roben el aire imprescindible para sus velas, como ahora roban el espacio de las aves y los insectos?

No mi señor Don Quijote, tal vez no sea los gigantes el mayor mal que tenemos, tal vez, como bien apuntaría Sancho, no son más que molinos que afean y ofenden a la vista, que convierten tierras de labor en tierras de explotación, en eriales sin vida.

Los gigantes, sean ogros o molinos, mi señor, que a estas alturas hasta esa discusión me parece vana, no son más que las pruebas evidentes de la proliferación de los truhanes y malandrines que sentados en estancias suntuosas, manejan los hilos que les permiten decidir que familias pueden sustraerse de los rigores del clima, cocinar o moverse, en virtud de sus dineros, y fomentan la pobreza y las desigualdades amparados por gobernantes tan miserables como ellos.

No voy a entrar a explicaros las complejidades de este mundo nuestro, que os resultaría tan extraño y lleno de fantasmas y ladrones que  no daríais hecho a galopar en Rocinante, en la persecución de entuertos que “desfacer”, ni de injusticias que remediar, ya que tal grado hemos alcanzado, que el mismo mundo parece un entuerto, que la justicia defiende la injusticia, y que sean Brocabruno, Aldán o Ferracutus quienes lo gobiernan.

Tampoco os enumeraré los ingenios de los que se valen para someter a los hombres libres y derrotar a los caballeros que ingenuamente pretendan hacerles frente, aunque ninguno de estos males se daría si no fueran los mismos hombres los que en su debilidad, en su incapacidad para desenmascararlos, les entregan su vida a cambio de unas promesas que casi nunca se ven cumplidas.

En fin, mi señor Don Alonso, que se os echa en falta, a vos y a unos cuantos caballeros que dotados de una visión menos educada, fueran capaces de identificar a los truhanes y malandrines y tras desigual batalla ponerlos a buen recaudo, a ellos, a los gigantes y a otros seres malignos y mágicos que colaboran con ellos.

Pondré, como veces anteriores, esta carta al albur de que el viento y el azar la hagan llegar a vuestras manos, y con la esperanza de que caiga en la manos que caiga, estas sean las de un caballero dispuesto a entrar en liza en defensa de una doncella que engloba a todas las doncellas, que en el mundo hayan habitado, la libertad.

Quedad con Dios y que Él nos proteja de todos nuestros males. En A Guarda a día veintidós del mes de agosto del año del de Señor de dos mil y veintiuno.

viernes, 13 de agosto de 2021

Cartas sin franqueo (XLI)- El cartelito

Me comentabas sobre el tema del cartel que han prohibido, no sé si prohibido o retirado, en Toledo. Un cartel de la cantante Zahara que parecía querer figurar la imagen de una virgen católica. Ya no es la primera vez, y supongo que no será la última, en la que se utiliza este tipo de estética para hacer creaciones que encuentran una respuesta airada por parte de las posiciones más tradicionalistas del catolicismo.

Y yo, a fuer de ser sincero, no tengo claro, en este tema, donde está la razón. Ni lo tengo claro, ni creo que nunca lo llegue a tener, por propia experiencia vital. Dejé el catolicismo, como ya te comenté alguna vez, cuando tenía catorce años por un tema de acoso por parte de un profesor, sacerdote y tutor de mi curso, pero precisamente por eso intento que mis sentimientos personales no dicten mis actos y eso me condiciona a la hora de evaluar estas situaciones. Sí tengo claro que cuando alguien se mete con algo que para mí es querido me molesta, pero hasta ahí llego. El tema es muy complejo, y afecta demasiado a demasiada gente. Y yo, repito, me considero incapaz de otra cosa que no sea una llamada de atención sobre mi propia contradicción, no por su valor como vivencia personal, si no como llamada al respeto mutuo, que parece ser la última preocupación de las partes en litigio.

Se supone que el ejercicio de la libertad, esa que emana de los derechos ajenos y no de los auto-otorgados, comporta anteponer la libertad ajena a la propia a la hora de encontrar los límites de la convivencia, no de la reclamación en su nombre de la posibilidad de ofender a otros.  Si alguna cosa sí tengo clara es que cada vez que alguien reclama para sí un derecho, lo hace en detrimento de otro ajeno, y esa práctica es contraria al sentido ético de libertad. Eso y que mientras se invoquen libertades propias contrapuestas no podrá existir la libertad,

Yo no sé, no tengo argumentos ni convicciones que me posicionen, si la libertad religiosa debe de estar antes o después de la libertad de expresión, eso lo debería de decidir alguien con una ética impecable, y yo no conozco a nadie así. Por lo mismo considero que se tome la postura que se tome en este tema nadie tiene la razón, y si la razón parte de la utilización de la imaginería ajena con ánimo revanchista, no parece que tenga un buen discurso. Los que estáis cargados de razones, y de razón, en un sentido u otro, sabréis lo que os dicta en lo más íntimo vuestra conciencia, yo sé lo que me dice la mía, y la mía me dice que yo nunca utilizaría el ataque a convicciones ajenas para reforzar las propias. Tiquismiquis que es uno.

Pero no nos quedemos en esta mera mención. Partamos de que la ofensa es algo tan subjetivo como quiera el ofendido. Sigamos porque hay un claro sentimiento anti-católico en un parte de la sociedad, enmascarado en un planteamiento laico, que acaba adivinándose laicista. No olvidemos que una imagen es una representación idealizada, concebida por un autor, sobre un personaje o un tema, y que no es, en ningún momento, el personaje mismo, ni necesariamente lo simboliza o representa más allá de lo que ciertos sentimientos populares le confieran. Convengamos en que esos sentimientos populares son tan respetables, en el sentido estricto del término, como cualquier otro sentimiento de cualquier índole que pueda producirse. Acordemos que quién crea este tipo de carteles, representaciones, actos, sabe desde el primer momento cual va a ser la reacción de ciertos estamentos, y por tanto la busca. Por el mismo motivo podemos acordar que esos mismos estamentos saben que se les está provocando y entran al conflicto, luego son parte activa del entramado. Resumiendo, en toda esta historia no hay ni un solo inocente, ni uno, en ninguno de los dos bandos. Unos porque buscan imponer su criterio sobre personas cuyas creencias y convicciones no son negociables, y los otros porque en su intransigencia intentan apropiarse de unos símbolos que al cabo del tiempo son más culturales que religiosos. Los unos soberbios e intolerantes, los otros cerriles e intransigentes.

Hace mucho tiempo que comprendí, en mi propia experiencia, que no puedo identificar a una institución con sus miembros, que no puedo juzgar a un colectivo por el peor de sus integrantes, que, a nada que se libere uno de pulsiones, hay buenos y malos en todos los grupos sociales, tengan el fin que tengan, y que una historia larga permite una mayor enumeración de errores, pero eso no significa una mayor maldad intrínseca. Hasta los malos tienen sus ratos buenos, hasta los buenos tienen sus ratos malos.

Por eso, porque me negué a identificar a toda la iglesia católica con un acosador, porque me negué a considerar que la actuación de unos cuantos, por mucho daño que hubieran hecho, invalidaba la trayectoria de una institución secular que había amparado y promovido el arte, que había generado las virtudes, y los defectos, sociales en las que se basa nuestra civilización, porque me negué a asumir que el comportamiento y mensaje de los poderosos de la iglesia fueran su mensaje, y sí lo era el de los miles de hombres y mujeres de a pie que, con mayor o menor fortuna, con más o menos acierto, ayudaban, daban amparo y confortaban a todo el que estuviera en necesidad, más numerosos, pero más desconocidos, ha sido por lo que nunca me he consentido ser anticatólico, y, por ende, anti nada.

Sigue habiendo quién considera que los mensajes de prelados y príncipes eclesiales, son el verdadero fondo de la iglesia, la creencia rígida de varios millones de personas que practican esa fe. Lo dudo. Simplemente son personajes que intentan marcar un rumbo temporal de una institución secular en cuya historia difícilmente acabarán figurando. Pero tampoco se crean los laicistas que en su pretendida erradicación social de la tradición, mucha, inevitablemente,  de origen religioso van a tener más éxito. Al menos por la vía de la imposición y la provocación.  Y mientras tanto solo queda soportar, con cierto estoicismo, los enfrentamientos, los sistemáticos enfrentamientos, buscados con ahínco por ambos lados.


sábado, 24 de julio de 2021

Cartas sin franqueo (XL)- Los infiernos

El infierno sólo existirá en tanto en cuanto haya gente que desee su existencia, y gente que viva para provocar el infierno ajeno. Solo la tolerancia tiene la capacidad de sofocar las llamas de cualquier infierno.

En nuestro error, en nuestra obsesión por juzgar, en nuestra intolerancia, llenamos el infierno de personas que han cometido nuestros pecados, no los suyos, porque los juzgamos desde nuestros valores, no desde los suyos, y esto sucede porque tendemos a considerarnos mejores, depositarios de virtudes y valores imponibles a los demás, y porque juzgar y condenar es más fácil e inmediato que tolerar y educar. Si estamos tan convencidos de nuestros valores, como para juzgar a los demás por nuestro rasero, lo lógico sería que nos esforzáramos en transmitirlos y convencer a los demás de su bonanza, pero nos pueden la prisa, la intolerancia, la soberbia, e intentamos imponernos, imponerlos, mediante la obligación y la represión, y en ese mismo acto los condenamos, y nos condenamos, porque el infierno siempre será de ida y vuelta, de rencor por rencor, de condena por condena.

El afán de revancha, la intransigencia con lo ajeno, son las razones que siguen alimentando las llamas de todos los infiernos del mundo, de los religiosos, de los económicos, de los éticos, de los políticos, sobre todo, en la actualidad, de los políticos. Aquí por la dictadura franquista, en Cuba por la dictadura castrista, en Rusia por las barbaridades soviéticas, en Alemania por las barbaridades nazis... y vuelta a empezar, y vuelta a mantener el infierno vivo para que ardan otros, que antes o después lo mantendrán vivo para que ardan de nuevo los primeros, y el infierno seguirá ardiendo y garantizándose su futuro porque siempre habrá alguien que considere justo y necesario que siga existiendo. Pero del infierno podremos decir cualquier cosa, menos que sea justo.

Ningún sistema represivo, a lo largo de la historia, ha logrado imponer sus criterios más allá de su tiempo de preponderancia, al final del cual pasa de represivo a reprimido y completa un recorrido de péndulo que volverá a repetirse.

 Lo curioso de este sistema viciado, vicioso, victimante, es que las víctimas pretenden pasar a ser verdugos antes de ofrecer el cese del movimiento pendular, sin darse cuenta de que ese es un funcionamiento perverso e imposible. El vencedor siempre puede mostrarse generoso, inútilmente generoso, porque solo las víctimas tienen una generosidad creíble y la capacidad de frenar el movimiento oscilante.

Recuerdo aquel conocido chiste que empezaba preguntándose ¿por qué los políticos invierten más en cáceles que en escuelas? Porque las cárceles acabarán visitándolas y las escuelas nunca más. Es sangrantemente revelador. Es toda una declaración humorística de una verdad universal. La represión siempre es más productiva a corto plazo, y más previsible, que la educación.

Me pregunto, cuando leo que hay que ser intolerante con los intolerantes, frase muy mona, muy redonda, y muy aplaudida en redes y ciertos foros, ¿Se dan cuenta los que la pronuncian que se declaran derrotados? ¿Se dan cuenta de que están comprando el mensaje de los que dicen combatir? Con los intolerantes hay que ser intransigentes, implacables, impermeables, inagotables, inasequibles, pero jamás intolerantes. La tolerancia es una virtud, una actitud, que pertenece al pensamiento y el pensamiento es libre, incluso el mal pensamiento, principalmente el mal pensamiento, que nos permite tomar conciencia de nuestra imperfección y sobreponernos a ella. Otra cosa es que pasemos a los hechos, que intentemos hacer realidad los pensamientos, los malos pensamientos, porque ahí sí que hay que ser todas las cosas que he dicho, e incluso alguna más.

El infierno, en definitiva, y así lo reflejo en algunos poemas de juventud, es la tierra, es la vida que vivimos, y lo es por elección nuestra. Y cuando el combustible tradicional de ese infierno empieza a fallar, porque hasta las ideas más perversas acaban fallando y agotándose, se inventa una nueva, en nuestros tiempos el combustible son las ideologías, y con ellas se alimenta el fuego de los infiernos, de los del odio, del frentismo, de la sinrazón. La ideologías, como antes las religiones, como antes el estatus, como antes las fronteras, son los señuelos que ponen a nuestra disposición el rigor descalificatorio, discriminatorio, deshumanizante, para crear los infiernos, casi siempre en plural, casi siempre en binario, Ya el problema es elegir cuál de los dos infiernos, de los muchos infiernos, estás dispuesto a homologar. Yo ninguno. Tal vez por eso prefiero las realidades, aunque sean en forma de cuento, a los cuentos, aunque sean en forma de realidad. Yo no creo, en general en la inocencia, y si hay ideologías de por medio no es que no crea en ella, es que la descarto.

Estas redes de nuestras miserias están plagadas de aprendices de Torquemada -en realidad de aprendices de George Jeffreys, Lord de Justicia de la corona Británica, que provocó más muertos durante el limitado ejercicio de sus funciones que la Inquisición española en toda su historia, aunque la propaganda diga otras cosas- individuos que se dedican a predicar, desde su justa ira, justa solo para ellos, esa sinrazón propia de los fanáticos, los infiernos para todos aquellos ajenos a su verdad. Y al tiempo que abren las puertas de esos infiernos, van entornando las de los propios que, antes o después, su intolerancia abrirá de par en par, para que otros los arrojen a ellos. Porque, al final, la intolerancia es el acceso seguro al infierno ajeno,  un infierno que, más tarde o más pronto, acabará siendo nuestro propio infierno.

Existe el infierno, y como existe, nosotros nos encargamos de ello, existen los demonios, el demonio de la intolerancia, el demonio del odio, el demonio de la soberbia, todos los demonios de nuestros propios fracasos, el demonio de nuestra propia incapacidad para apagar todos los infiernos que tanto provecho provocan a los que se lucran de alimentarlos.

sábado, 17 de julio de 2021

Cartas sin franqueo (XXXIX)- El sesgo

“Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales, que lavándose las  manos se desentienden y evaden, maldigo la poesía de quién no toma partido hasta mancharse”  Celaya dixit.

La pertenencia, en realidad el sesgo, es lo que hace que haya una parte dogmática de la sociedad que opina que los neutrales son todos aquellos que no se colocan en su posición intolerante, narcisista ideológicamente hablando, autocomplaciente, porque desde su atril dogmático-docente son absolutamente incapaces de asumir que haya mundo, ni razón, fuera de su mundo y de su razón, porque son absolutamente refractarios a la libertad de pensar fuera de las estructuras predeterminadas del pensamiento afín.

Y confunden la no alineación con la neutralidad. Y confunden la razón con su razón. Y confunden, porque no son capaces de cuestionar sus propias convicciones, paso inicial del librepensamiento, el dogma con la verdad, lo que los incapacita para intentar encontrar el resquicio de la razón ajena. Y confunden la neutralidad, o la equidistancia, culpable con la náusea que produce el dogmatismo. Y confunden la neutralidad  con el absoluto rechazo a las mentiras inamovibles que sustentan las ideologías.

“El centro, es aquel punto desde el que ningún experto puede equivocarse”. No lo digo yo, es una de las máximas del simbolismo y del libre pensamiento, y, desde luego, las ideologías no están en el centro, están sesgadas, tan sesgadas como las miradas de los que viven bajo las convicciones de sus razones.

Predican los sesgados, que el odio es patrimonio de los del sesgo contrario, y argumentan que los únicos odios reconocibles son los que se han producido sobre los regímenes de ideología contraria, y en esa ideología, como si todos fuéramos tontos, meten sin mesura ni empacho a todos aquellos que no pertenecen su forma sesgada de ver el mundo.

Así, unos consideran que todo lo que esté a la izquierda de la social democracia, en los casos más radicales incluyen a la social democracia misma, es extrema izquierda, los “social-comunistas”, mientras que los otros consideran que todos los que están a la derecha son “fascistas”. Tampoco es que argumenten mucho para demostrarlo. Tampoco es que les preocupe mucho argumentarlo, ni siquiera se plantean si hay argumentos. Tampoco es que cuando lo intentan pasen mucho más allá del panfleto o el eslogan proporcionado por los grandes pensadores de su sesgo. Y esa es una forma de detectarlos. Si en vez de proponer disponen, si en vez de exponer predican, si solo ven virtudes en lo propio y maldades en lo ajeno, no cabe duda, estamos ante los dogmáticos.

Lo habitual es argumentar sobre la perversidad ajena, usando como argumento irrebatible de su maldad intrínseca los muertos históricos, olvidándose de los propios, justificando los propios como si fueran muertos necesarios, muertos por su propia elección, por su culpa. Nadie muere por su culpa, ni siquiera los suicidas, en la mayor parte de las ocasiones. Y yo en temas de muerte soy muy simple. Si alguien mata a otro es un asesino, para empezar. Y a la hora de contar muertos trabajo en base 1, es decir, o hay cero muertos o hay muchos más muertos de los que yo soy capaz de tolerar.

Oí en una entrevista a un encumbrado “intelectual de izquierdas” como justificaba la superioridad moral de la izquierda, su progresía, con argumentos muy parecidos a los que en su momento oí usar a Blas Piñar para reclamar el inmovilismo de la extrema derecha, la convicción absoluta de la verdad propia. Porque la ceguera dogmática, la venda ideológica, el sesgo del pensamiento aupado en una columna de sabiduría y razón autoconcedidas, no permite más visión que la que el ideario marca como límite de lo permitido.

Yo no me desentiendo, ni evado, combato la mentira dogmática de las ideologías con todos los medios a mi alcance, y mi rechazo no es cultural, ni neutral, ni equidistante, ni tibio, es rabioso, es beligerante, y es extremadamente crítico con aquellos que se acunan en la autocomplacencia, mientras odian y siembran el odio, practican la intransigencia y miran hacia otro lado cuando las consecuencias de su sesgo se traducen en muertes, en muertos, de los que yo los considero corresponsables.

Las ideologías son un planteamiento plano del pensamiento, un planteamiento en un eje x-y, izquierda-derecha, que incapacita para transitar por el eje z del pensamiento libre, que incapacita para salirse de las dos dimensiones que niegan la tercera, porque no está descrita, ni siquiera prevista, por los que piensan por ellos.

Parafraseando a Celaya, desde la distancia técnica que nos separa: maldigo las ideologías concebidas como un arma de opresión contra los pueblos, maldigo a los que las defienden sin reparar en sus daños, ni reparar en sus duelos.

Lo triste, lo patético, lo irreparable, es comprobar como el mundo se mueve hacia un feudalismo tecnológico, hacia una opresión feroz en un ambiente falsamente libre, en el que las únicas preocupaciones de las ideologías son: su supervivencia por encima de valores y justicias, y el debate que determinará si la nueva aristocracia será económica o ideológica. Es triste ver día a día como las ideologías, y sus militantes, nos llevan de enfrentamiento en enfrentamiento, de mentira en mentira, de utopía en utopía, hacia un mundo distópico del que tardaremos mucho en poder salir, si es que llegamos a hacerlo. No sé si esa distopía se parecerá al 1984 de Orwell, o al Cuento de la Criada, pero ninguna de ellas me resulta admisible. Yo preferiría vivir en uno de los mundos ácratas, suavemente rurales, utópicos, que describe Ursula K. Leguin en sus novelas.

No quiero un mundo dominado por un estado administrado por un partido, no quiero vivir en un estado dominado por las grandes corporaciones, no quiero un mundo en el que unos cuantos determinan el grado de libertad, el grado de equidad, el grado de justicia que pueden tolerarse según las circunstancias y conveniencias de la élite gobernante. Quiero un mundo de ciudadanos, un mundo de libertad no administrada, de equidad homologable, de justicia asumida. Y eso no me lo permite, no me lo consiente, no me lo tolera ninguna ideología, cuerpos de moral impuesta y ajena a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad, aunque las invoquen para vaciarlas de contenido.

Al final, amigo mío, el sesgo no es otra cosa que la incapacidad de ver los errores propios y las virtudes ajenas. O sea, la consecuencia inevitable de los dogmas. Y los dogmáticos son sus profetas.

lunes, 12 de julio de 2021

Un paso atrás

Hay momentos en los que es importante pararse y reflexionar, incluso, pararse, reflexionar y dar un paso atrás para tomar perspectiva, sin olvidar que en muchas ocasiones ese no es el orden correcto ya que para poder reflexionar, en el sentido real del término, es importante antes dar el paso atrás.

Y creo que este es uno de esos momentos. Por supuesto, los que viven en el fanatismo, en el inmovilismo de la convicción absoluta de sus ideas, en el dogmatismo más profundo e inaccesible, no tienen a su alcance la posibilidad de la reflexión, y ellos no lo saben, porque, desde cualquiera que sea su posición en el mentiroso eje de las ideologías, están perfectamente alineados con la demoledora frase de Blas Piñar, que por supuesto negarán con la absoluta convicción de que su  clarividencia es fruto de su superioridad, y no de su cerrilismo, “¿Cómo no vamos a ser inmovilistas, si ya hemos llegado?”

Unos, en un lado del eje, defenderán las fobias desde argumentos descalificantes, frentistas, socialmente inaceptables. Otros, desde el otro lado del eje, alimentaran esas fobias con sus discursos intolerantes, frentistas, ideologizantes. Unos y otros obviaran los problemas reales, renunciarán a posibles soluciones, siempre que la utilización del problema favorezca sus intereses. Porque ni para unos, ni para otros, la resolución del problema es lo importante, el que el problema exista, su denuncia, a favor o en contra, da lo mismo, es lo que alimenta su existencia.

Por eso, tal vez por alguna cosa más, los delitos de odio proliferan, crecen, se hacen más violentos y odiosos, mientras una sociedad perpleja asiste, tras cada uno de ellos, a los disparates que intentan ocultarlos y justificarlos y a la inútil, en realidad inútil para las víctimas y sus familias, inútil para lograr medidas prácticas que pongan fin al disparate, apropiación y etiqueta política del dolor ajeno. Las víctimas solo pertenecen a la muerte, y su memoria a aquellos cuya ausencia diaria les duele de forma cotidiana.

 Desgraciadamente, los delitos que se cargan políticamente tendrán difícil resolución mientras se usen para señalar, manipular y deslegitimar a otros. Siempre habrá algún descerebrado, muchos, algún tarado, que encontrará en esa carga política una excusa más, puede que la excusa final perfecta, para cargarse de razones y acometer un acto aborrecible. Los delitos siempre son delitos, los delitos sobre minorías, además de delitos son cobardes, y quienes los usan para su provecho o para justificar ciertas intolerancias son tan culpables como los delincuentes mismos, porque con su actitud alimentan el odio.

Para cualquier mermado social, psíquico, encontrar combustible para el odio en la ideología rival, es una fácil tentación, una irresistible llamada. Tengo la amarga sensación, y puedo estar equivocado, de que la politización de ciertos delitos dificulta las soluciones. Incluso, ya poniéndome largo, puedo llegar a pensar que ciertos espectros, hablo tanto de ubicaciones ideológicas como de presencias, están más interesados en el problema que en la solución.

Tengo claro que al fanático, “persona que defiende una creencia o una opinión con pasión exagerada y sin respetar las creencias y opiniones de los demás”, esto es, a la inmensa mayoría de militantes y seguidores ideológicos, pedirles razonamiento y mesura en sus manifestaciones, en sus actitudes, pedirles un paso atrás y reflexión en los delitos de odio que ellos mismos alimentan, es solo un recurso literario. Simplemente su mismo fanatismo los imposibilita para poder acometer tal tarea.

Pero, y esto si es responsabilidad de toda la sociedad, tal vez vaya llegando el momento de que la sociedad civil retome sus derechos, delegados en partidos e ideologías, y mal administrados, y reclame una verdadera democracia, una representación leal del pueblo que garantice que se acometan las acciones necesarias para acabar con tanto odio, con tanto frentismo, con tanta muerte inútil, con tanto futuro comprometido por intereses que nada tienen que ver con los intereses reales de los ciudadanos. Y me temo que no queda mucho tiempo.

Una reflexión, un paso atrás, que necesitan de representatividad real, de listas abiertas, de circunscripción única, de soluciones que cautericen las heridas sociales que los líderes ideológicos abren más cada día con sus discursos aberrantes, descalificantes, llenos de odio al contrario, o de populismo buenista y sin consistencia.