sábado, 26 de noviembre de 2022

CARTAS SIN FRANQUEO (LXXXVII)- LA POLÍTICA CUÁNTICA

No estoy muy seguro de si se puede hablar de política cuántica, una política en la que la realidad depende de que exista un observador empeñado en su formación, es más, que varíe según el observador al que se somete, pero esta sería la única explicación para poder darle algún sentido a lo que estamos viviendo. La realidad que percibo a mi alrededor, una realidad desmotivada, desmoralizada, resignada y resabiada, que cada día está más lejos de esa otra realidad, que se vive en un parlamento ensimismado,  y que se demuestra insensible al clamor mayoritario, y a su obligación de darle voz y representarlo.

Un gobierno que vive en el disparate diario, en una huida hacia ningún sitio concreto que no sea su propia supervivencia, sostenido, en sus peores momentos, por una oposición empeñada en un disparate que hace desconfiar de su utilidad como alternativa, y por unas minorías que van, clara y declaradamente, en contra del sentir mayoritario de la sociedad.

Un disparatado dictadorzuelo decimonónico empeñado en el genocidio de todo un país, que ambiciona, por no plegarse  a sus deseos de expansión y gloria, ante la mirada, cómplice como solo pueden ser las miradas, de la escena internacional, más preocupada de su estrategia geopolítica, de  disponer de un campo práctico de pruebas para su industria armamentística y de amagar pero no dar, que de evitar una inaceptable avalancha de muertes y sufrimiento de personas que han tenido la desgracia de vivir en un campo de prácticas y ambiciones.

Una situación económica agravada por políticas fiscales populistas a las que nada les importa el daño que causan, o la indefensión que provocan.

Una sociedad desquiciada por leyes que transgreden y erizan la convivencia.

Una deriva social que avoca a un futuro tenebroso, a una distopía de tal calibre que se agradece la propia caducidad por no llegar a conocerlo.

Yo entiendo, ética aparte, conciencia a un lado, que todos vivimos en entornos que tienen una carga emocional determinada, y que la visión que de esa realidad cuántica, esa que antes dependía del color del cristal, y ahora se conforma según el observador, en la que vivimos obedece en parte a nuestras propias convicciones, pero ni entendiendo esto me parece tolerable que la política y la calle vivan en realidades diferentes.

Cuando a un problema social se le da una carga ideológica, no se soluciona el problema, se agrava, tal como demuestra el repunte machista que ponen de manifiesto las encuestas y que se da principalmente entre los jóvenes, porque pasa de ser un problema de conciencia a ser un motivo de enfrentamiento, porque el problema queda soslayado por el posicionamiento político contrario, porque el argumento pasa de ser racional a ser emocional. Si además se intentan poner en marcha iniciativas populistas, encima mal desarrolladas, las consecuencias son intolerables: retroceso de lo conseguido hasta el momento, delincuentes en la calle, y mentiras. Siempre mentiras, siempre la exhibición del chivo expiatorio como una explicación de un fracaso.

La ley del “si es si” es el mayor escándalo legislativo de este país desde la ley de vagos y maleantes del franquismo, y su única consecuencia percibible, de momento, es la rebaja de penas, cuando no la excarcelación irreversible, para delincuentes  socialmente intolerables, peligrosos, alarmantes. Ni siquiera el disparate argumentativo de cierta oposición puede enmascarar que la única salida de los responsables, si tuvieran un mínimo de ética, un mínimo de decencia democrática, sería la dimisión, pero en la realidad cuántica de los políticos, la responsabilidad es de otros, y lo importante es lo que se proclama, y no las consecuencias evidentes de su aplicación. El clamor popular está equivocado, es fascista, y solo la pureza argumentativa de una minoría iluminada puede salvar el futuro de las mujeres, de las mujeres que sobrevivan a los violadores en la calle, que sobrevivan a una violencia de género alimentada por el populismo de quienes dicen combatirla.

No voy a entrar en la rabia que percibo a mi alrededor cuando se habla del delito de sedición, no por la reforma, si no por la forma, por los impulsores, por el entreguismo que supone, agravada, la rabia, la desmoralización, por ver a Bildu imponer condiciones a un gobierno que debería representar a ciudadanos cuya realidad cuántica en nada se parece a la que se va formando medida tras medida, ley tras ley, agravio tras agravio.

Tampoco voy a entrar en la desidia popular que produce la verdad alternativa permanente, la incapacidad de dar veracidad a nada de lo que se oye, el hastío por un “relato” permanente de una visión cuántica divergente de la percibida en la calle, en el hartazgo desmoralizado de quienes se sienten impotentes ante una deriva que se escapa a su entendimiento, a sus esperanzas, a su ansia de convivencia y progreso.

Ni siquiera, hoy, voy a tocar los estragos que entre la pequeña y muy pequeña empresa está produciendo una política fiscal feroz, inmisericorde, cuyo afán recaudatorio es más propio de una bolera, que de un estado pretendidamente democrático, y a la que la sonrisa del presidente del gobierno, y sus ministros, en sus comparecencias públicas, no le parece muy diferente a la del “Joker”.

Ni mucho menos, ¿para qué?, voy a intentar entender la realidad cuántica de una oposición que oscila entre el “dontancredismo” de una parte y los exabruptos de otra.

La brillante, y exacta, frase definitoria de lo que es democracia, pronunciada por Felipe González recientemente -"En democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad"- contrasta frontalmente con la práctica cotidiana de un parlamento, nada representativo, que considera que la verdad es lo que ellos consigan hacer creer, aún en contra de lo que creen los ciudadanos, es decir, la verdad que la política cuántica les presente, a los representados, como hechos consumados.

Empezando porque la mayoría real, matemáticamente constatable, no es la representada en el parlamento, mayoría que las leyes sabotean en beneficio de las ideologías y los territorios, y siguiendo porque una mayoría, minoritaria a efectos de cuentas contantes y sonantes, conformada por la suma de las pretensiones de minorías contrarias al sentir mayoritario, nunca pueden producir una política asumible por esa mayoría, que no se siente representada, escuchada, a veces, ni siquiera, concernida por una realidad cuántica que emana de un discurso mentiroso, la democracia cuántica en la que vivimos, se parece poco a una democracia real, ni formal.

En este diálogo entre dos personajes de la obra “Palabras Radiantes” de Brandon Sanderson, se aprecia algo de lo expuesto:

-          “¿Qué es una pata? Depende de tu definición. Sin un punto de vista, no existe una pata, ni una mesa. Solo es madera”

-          “Me dijiste que la mesa se percibe a sí misma”

-          “Porque la gente la ha considerado, durante mucho  tiempo, como una mesa. Para la mesa se vuelve la verdad, porque es la verdad que la gente creó para ella”.

Necesitamos, y con urgencia, una regeneración democrática, con políticos que estén más preocupados por la percepción popular que por su cuota de poder, con un parlamento que sea representativo de los ciudadanos, y no de ideologías que la mayor parte de ellos no profesa, ni comparte. Con unas leyes que permitan las mayorías reales, y no que nos condenen a minorías y populismos que favorecen los sentimientos antidemocráticos más profundos. Con una convivencia que favorezca el progreso, la libertad y la igualdad imprescindible, no el medraje de unos cuantos, la libertad que algunos consideren conceder, ni la desigual igualdad de enfervorizados activismos.

Sin duda, la teoría cuántica en la física es un hito del conocimiento, que ha revolucionado nuestra percepción de lo que nos rodea. Pero aplicada a la política es un fracaso de tal calibre, que puede emponzoñar irremediablemente nuestro futuro más inmediato, el de los nuestros.

sábado, 19 de noviembre de 2022

CARTAS SIN FRANQUEO (LXXXVI)- DE LA GESTION Y LA INDIGESTION

He de reconocerte, y no me duelen prendas, que el primer obstáculo que tenemos para poder resolver ciertos problemas es crear un marco dialéctico que no encorsete y restrinja el mansaje que se pretende. El debate ficticio, superado, castrante, que pretende dividir el mundo en dos percepciones sociales diferentes, adscribiéndoles unas siglas, y unas ideas ya preconcebidas, no contribuye a otra cosa que a privar a la sociedad de un debate real.

Claro que, en puridad, el primer debate real sería determinar cuál es el debate político real ¿Conseguir una sociedad en la que el ciudadano sea el sujeto objetivo? ¿Una sociedad en la que primen las estructuras territoriales? , o ¿Una sociedad tutelada por intereses ideológicos, económicos o religiosos?, lo que equivale a establecer unos objetivos hacia los que debe de encaminarse la gestión de los representantes, que, según la elección tomada, pueden ser ciudadanos de a pie elegidos por sus iguales, o líderes, caudillos, o entes difusos de poder.

Está claro que los sistemas actuales están pensados para ignorar al ciudadano, y para consagrar una tendencia ideológica sin vuelta a tras, pero, incluso en esto, hablar de izquierdas y derechas, invocando ideas que en su día tuvieron sentido y contenido, intentando homologar las ideologías actuales, en realidad las interpretaciones actuales, con los líderes y convicciones de entonces, difícilmente tiene sentido.

¿El socialismo es socialista? No, como tampoco el comunismo es comunista, ni el capitalismo es, exactamente, capitalista. Las ideologías tal como fueron concebidas en el XIX, en un mundo con unos valores y unas expectativas diferentes, no tienen cabida en el mundo actual, salvo para añorantes y retardados. No hablemos ya de esa dicotomía de la ilustración que no obedecía más que aun posicionamiento físico de los diputados en la cámara, y que ha trascendido su significado para formar pretendidos bandos irreconciliables: la izquierda y la derecha.

Tal vez podríamos hablar de un social-populismo, de un liberal-populismo, de un nacional-populismo, o de cualquier otra ideología, infiltradas todas ellas por un populismo que las invalida como opción constructiva y que llevan a una gestión nociva en aras de la consecución de objetivos inmediatos, que no siempre están correctamente enfocados, cuando no están directamente en contra de la sensibilidad mayoritaria de la sociedad.

Cada vez es más clara la falta de rigor, de gestión, en aras de una indigestión ideológica más interesada en la autocontemplación, en la supervivencia,  que una resolución eficaz de los problemas comunitarios. Eficaz, esa es la palabra en cuestión. La eficacia de la gestión es el mínimo exigible a quién se ha postulado para gestionar las mejoras de una sociedad. No de una parte, no de un colectivo, no de unos afines, no en contra del resto, sino de toda la sociedad.

Tal como veo la situación, siendo levemente cínico, o no tan levemente, nos enfrentamos a una sociedad desquiciada por la misma inutilidad de sus gestores, en unos casos por incapacidad, y en otros por interés, aunque ese interés no sea propio.

En una sociedad en la que una parte parece conocer las cuestiones importantes, pero adolece de una incapacidad manifiesta para aportar soluciones y herramientas que las respondan, y la otra parte tiene las herramientas y las soluciones, pero le importa un ardite solventar las cuestiones fundamentales, no se puede decir que tenga un futuro halagüeño.

La justicia social nunca pasará por bajar, ni por subir, los impuestos, porque nada tiene que ver el objetivo con el mecanismo, ni por las subvenciones, ni por tolerancia con la corrupción o el fomento de la picaresca. La formación ética de la sociedad nunca pasará por adoctrinamientos de parte, ni por la ausencia de referentes morales con los que construirse. La sociedad justa nunca se conseguirá a base de leyes ideológicas, de leyes recaudatorias, de leyes populistas o de leyes que favorezcan intereses no declarados, pero esas son las únicas que prosperan, que se contemplan, desde hace unas décadas. La calidad de vida de una sociedad no se construye con la destrucción de alguna de sus clases, ni con una política económica que provoque una insondable brecha entre clases, ni con una gestión perversa provocada por gestores incapaces, si no con una justa homogeneización de las mismas, que no contempla ninguna de las ideologías que hoy quieren construir un mundo a su medida, en el que solo tengan cabida los afines, y los reprimidos. Porque, seamos sinceros ¿si no hay reprimidos, si no hay malditos, como podemos atemorizar a los propios con los infiernos de cualquier tipo?

Una sociedad moderna, una sociedad de ciudadanos, no puede sobrevivir a una política de subvenciones sin contraprestación, no puede sobrevivir a una legislación de intereses particulares, no puede sobrevivir a una corrupción institucionalizada, no puede sobrevivir sometida a intereses económicos en la sombra, no puede sobrevivir a la imposición de intereses ideológicos, religiosos o de cualquier tipo, que pretendan instaurarse en contra de su percepción, no puede sobrevivir a una carencia formativa continuada, no puede sobrevivir al enfrentamiento permanente entre sus miembros, no puede sobrevivir a la sistemática ignorancia de la soluciones reales que necesita para sobrevivir.

En definitiva, y por ir acabando, una sociedad que pretenda un futuro viable, no puede sobrevivir a la mentira mendaz, impertinente, desahogada y pertinaz entre la que nos movemos a diario. Ni a eso, ni a la indigestión permanente de la gestión de unos incapaces infundidos de un populismo fundamentalista, más interesados en el mensaje, que en el contenido, o en las consecuencias.

sábado, 12 de noviembre de 2022

CARTAS SIN FRANQUEO (LXXXV)- PEROGRULLO Y EL BARQUERO

Qué gran mentira es la verdad, querido amigo, que gran verdad es la mentira, en esta sociedad en la que ni siquiera se respeta el color del cristal con que se mira.

Una duda pertinaz se me plantea cada vez que, cada vez menos, me asomo al mundo de las verdades a medias, de las verdades relatadas desde el papel o la pantalla, y que parecen no tener otro objetivo que instaurarse como verdades verdaderas, en detrimento de verdades constatables solo sostenidas desde la realidad, o la experiencia.

El tan cacareado “metarverso” todo lo soporta, y el empeño, que ya no supone esfuerzo, si no oportunidad, de crear una realidad que se acomode a los deseos particulares, sin tener en cuenta la realidad real, si es que eso existe, va triunfando. Para que algo sea verdad, en los tiempos actuales, basta con que acomode a un personaje público, o que sea recogida en alguno de los soportes tecnológicos de las verdades sin sustancia.

La mentira ya no existe, existen verdades acomodadas como “el relato”, la “postverdad”,  o la verdad alternativa justificable, todas ellas construidas desde una mentira común, la voladura sistemática del lenguaje, el significado irreconocible de la comunicación verbal.

La nueva torre de babel, esta vez no al servicio de dios, si no al de los hombres endiosados, que se creen con derecho y capacidad para destruir lo que les rodea para construir a su medida, por muy escasa y discutible que esta sea, está en marcha, hasta tal punto que la desfachatez, una lacra abominable digna de personajes sin ética, y sin vergüenza, se ha convertido en una suerte de virtud imprescindible para cualquiera que se considere refrendado, y con atribuciones, para subvertir la verdad constatable.

Ya nadie tiene que mentir, ya nadie miente, simplemente, con absoluta desfachatez, cuando a alguien le ponen un micrófono delante, se limita a construir un “relato”, a defender una “postverdad”, o a marear el lenguaje, con aire de suficiencia y paciencia infinita, hasta emitir un mensaje en el que todas las palabras son individualmente reconocible, pero que, unidas, no llegan a significar absolutamente nada.

Perogrullo y el barquero, son los auténticos héroes de nuestro tiempo, los adalides de los servidores públicos convertidos en salvadores de lo políticamente correcto, de la mentira incuestionable, de la verdad alternativa, aplaudida, celebrada, defendida, inmediatamente, sin fisuras ni cuestionamientos, por quienes está más preocupados por las “verdades ajenas” que por las mentiras propias.

Estos, más seguidores del barquero que de Perogrullo, están perfectamente conformes con las tres verdades del barquero, que acaban siendo cuatro, o cinco, o las que sean necesarias para defender las anteriores, porque, primera y curiosa característica de esas verdades, tienen que ser defendidas, porque son cuestionables. Y ahí entra Perogrullo y dice, con la suficiencia que le caracteriza que la verdad nunca puede ser cuestionable, pero nadie le escucha.

Se supone que, para evitar todo esto, debe de existir un código ético que permita enfocar en su justa medida los comportamientos, y que esa ética, variable para cada uno, pero no variable en cada uno, es un conjunto de valores que invitan a las virtudes, hasta que Marx, no Carlos, el otro, el del cine, definió en una frase genial la ética variable, la del oportunista, la del sinvergüenza, la del desahogado, la que cada día nos encontramos ante micrófonos, en parlamentos, despachos y redacciones.

La verdad como virtud generadora de confianza, de integridad, de respeto, ya no existe, está obsoleta. Ahora, en estos tiempo de verdades convenientes, de mentiras sin piedad, de discursos sin fuste, ni contenido, de lenguajes que permiten construcciones destructivas, y realidades alternativas, necesarias para construir sociedades indefensas, de ideologías alienantes y que se pretenden justificar a sí mismas en base a éticas no compartidas, impuestas, totalitarias, uniformizantes,  el barquero va y viene por el río escuchando verdades que no comparte, y sin cobrar ni un céntimo por sus viajes; hasta que la barca se hunda, o el río se seque, o no queden pasajeros que quieran cruzar en barca.

¿Y Perogrullo? Perogrullo sumido en el silencio, en el asombro, en la incapacidad de encontrar ni una sola obviedad que llevarse al caletre, viendo el vaivén frenético del barquero  y la ruina de su familia. De la de barquero, por supuesto.

 

(*) Las tres verdades del barquero:

-          “Pan duro, mejor duro que ninguno”

-         “Zapato malo, más vale en el pie que no en la mano”

-         “Si a todos pasas de balde como a mí, dime, barquero, ¿qué haces aquí?”

Que pueden ser cinco si, según ciertos autores, le añadimos estas dos:

-          “Quien da pan a perro ajeno, pierde pan y pierde perro”.

-          “Al que no está hecho a bragas, las costuras le hacen llagas”.

Que pueden ser seis si le añadimos una verdad como un templo, una verdad verdadera, una verdad como un puño, una verdad de Perogrullo, sustanciado en el que suscribe: el que no dice nada coherente, ni dice verdad, ni miente.

sábado, 5 de noviembre de 2022

CARTAS SIN FRANQUEO (LXXXIV)- LA RAZÓN SIEMPRE VIAJA EN METRO

Me recordabas el otro día esos versos  de Celaya, a los que tengo tanto apego desde que los descubrí, allá por mis dieciséis años, que nos llaman al compromiso, mezclando ese compromiso, según tú, con el agradecimiento, con la lealtad, con la fidelidad, y otros sentimientos de reciprocidad.

“Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales”,  “maldigo la poesía de quién no toma partido hasta mancharse”, y me lo decías con ese sentimiento tan gregario que tiende a olvidar que solo se puede ser leal con los demás cuando no se abandona la lealtad con uno mismo, que solo se puede ser leal desde la libertad de no modificar la propias posiciones, o valores, para acomodarse al concepto de lealtad ajeno, y que modificar el criterio propio, para agradecer el favor ajeno, no es agradecimiento, es servilismo.

No sé por qué extraño motivo se invoca la lealtad como una exigencia de renuncia de aquel al que se le solicita, a todo criterio que discrepe del solicitante. Triste virtud aquella que empieza por buscar la destrucción de la libertad ajena, en vez de buscar el compromiso y la verdad, aunque sea otra verdad diferente a aquella en la que creemos.

He vivido, a lo largo de mi vida muchas veces, episodios en los que se ha invocado mi lealtad en cuestiones familiares, en disputas entre amigos, en debates políticos y éticos, sin primero preguntarme cual era mi opinión en la cuestión en concreto, o si la tenía, o si la quería tener, o si la quería manifestar, ni el por qué de mi posición, lo cual, ya de partida, es una falta de consideración, casi de respeto, hacia mis posiciones éticas.

La lealtad nunca puede ser la adscripción a un bando a costa de la renuncia a lo propio, la lealtad nunca puede ser un conmigo o contra mí, porque eso, en términos distendidos, puede ser una leva, o un chantaje. La lealtad, tal como yo la entiendo, es la capacidad de un ser humano de estar junto a otro en una circunstancia que lo requiera, sin juzgarlo, sin abandonarlo, sin identificarse con sus criterios o decisiones, en cualquier ocasión que lo requiera. Lealtad es decir no cuando el no sea la respuesta, sin que ese no signifique una renuncia. Lealtad es decir, o a mi me lo parece, aquí estoy siempre que lo necesites, pero siempre que necesites un yo, y no otro tú.

“No sé porque me odias tanto si nunca te he hecho ningún favor”, es otra fase que he oído con cierta frecuencia y que tiene un reverso con un grado de perversidad que habla más del que invoca el agradecimiento, que del invocado ¿Puede el agradecimiento esperar la renuncia del agradecido a lo suyo? El agradecimiento es un llamamiento a la generosidad mutua, y no veo ninguna generosidad en esperar la renuncia ajena, pero sin embargo casi siempre se invoca en ese sentido, en un sentido de renuncia y destrucción, en un sentido de sometimiento, de servilismo del segundo donante hacia el primero. No, eso, para mí, no es agradecimiento, porque no es libre, ni, habitualmente justo. El agradecimiento sería una predisposición voluntaria, generosa, libre, del favorecido hacia su favorecedor sin que ello suponga un perjuicio superior al asumible, o, idealmente, ningún perjuicio.

La lealtad, el agradecimiento, y la justicia, que está en el origen de ambos conceptos, son virtudes con balanza, pero, esa balanza jamás puede pretender equilibrarse a costa del perjuicio del otro platillo. En una balanza justa, todo debe de pesar en positivo, porque el equilibrio viene dado por el peso de lo depositado en ellos, no por la ingravidez, o peso negativo de lo que se deposita en el contrapeso.

La vida, por muy simbólica que queramos planteárnosla, no es el transcurso por un tablero de ajedrez, lleno de casillas blancas y negras;  en la vida real las juntas entre casillas son mucho más extensas y profundas que las casillas mismas, y nuestra endeblez, nuestra infinita pequeñez, nos hace discurrir por estos caminos de color indefinido que transcurren entre las casillas blancas, las virtudes, y las casillas negras, las virtudes opuestas, sin que podamos hacer otra cosa que atisbar su existencia, y aspirar a vivir lo más cerca posible de algunas de ellas.

Empecé esta carta con la estrofa de Celaya que ambos conocemos, pero ese poema de Celaya no es solo esa estrofa, aunque sea la más citada por aquellos que pretenden hacer de la lealtad ajena una bandera propia, a mí hay otra que me conmueve tanto como esa, en ese mismo poema: “porque apenas si nos dejan decir que somos quién somos, nuestros cantares no pueden ser, sin pecado, un adorno, estamos tocando el fondo”

Nadie parece estar interesado en el criterio ajeno, salvo que esté alineado, o sometido, al propio. A nadie parece interesarle otra verdad, u otra visión, que no sea coincidente, o convergente, con la propia. A nadie le preocupa lo que piensan los otros, salvo que sea para mostrar aquiescencia, o pleitesía. A nadie le interesa si fuerza, o violenta, el criterio ajeno cuando llama a una movilización en favor propio.

Suele, en todos estos casos, invocarse la razón, que no es otra cosa que una verdad construida por uno mismo sobre valores propios, pero que no es la verdad, o no tiene por qué ser más verdad que la razón construida desde otro criterio. La razón, querido amigo, es la renuncia perversa a la verdad, es la imposición del criterio propio sobre el ajeno. Hay tantas razones como individuos, tantas verdades como situaciones; lo aprendí en el metro, en mi nacimiento a la adolescencia, oyendo conversaciones de otros pasajeros que siempre tenían razón, hasta llegar a la conclusión de que, o todos los que tenían razón viajaban en el metro, conmigo, o todo el mundo actuaba cargado de una razón propia que invalidaba todas a las ajenas. Al final me decanté por esta última. Todos los viajeros de metro que contaban sus cuitas, sus traiciones, sus fracasos, lo hacían desde una posición de superioridad ética, de razón incuestionable, de apabullamiento moral del ausente, que, seguramente, a su vez, contaría la historia con los valores, las razones, los cuestionamientos contrarios a los que yo escuchaba, y seguramente con el mismo convencimiento por parte de ambos. Así que me acostumbré a escuchar sin juzgar, a entender sin compartir, a solidarizarme sin implicarme, a amar intentando no juzgar. Es a todo lo que me atrevo.

La lealtad, el agradecimiento, la fidelidad, la amistad, son virtudes libres y recíprocas, y, por ello, nunca deben de ser solicitadas, o pretendidas, o analizadas, o invocadas. Su único campo de existencia es el sentimiento mutuo. ¿Qué clase de amistad es aquella que tiene que ser inquirida? ¿Qué clase de lealtad es aquella que se añora? ¿Qué tipo de agradecimiento es aquel al que se le imponen condiciones? ¿Qué tipo de reciprocidad es aquella en la que una de las partes pauta la de la otra? ¿Qué tipo de fidelidad es la que nace de una falta de libertad?

No, querido amigo, puedes tener siempre la seguridad de tener un amigo, de tener su cariño y su respeto, en la misma medida que seas capaz de aceptar su discrepancia, entenderla y amarla en el mismo grado que su aquiescencia. De que tendrás su atención y su apoyo siempre que no pretendas que ello vaya en detrimento de él mismo. Esa es la lealtad, mutua, esa es la amistad, sin intereses, esa es la fidelidad, libre, ese el sentimiento mutuo, compartido del que se puede estar siempre seguro, lo otro, lo otro es un intento poco generoso de buscar súbditos en un territorio de libertad. O de creer que la razón siempre viaja en metro.