domingo, 27 de noviembre de 2016

Susto o muerte

Pues sí. Como si de un jalogüin cualquiera se tratase parece que las futuras primarias del PSOE, que ya han empezado a disputarse, van a decidirse a susto o muerte.
Opinar sobre la casa ajena nunca ha sido fácil, ni conveniente, pero el PSOE, queramos o no, es una parte fundamental de la estabilidad institucional de este país, y ya en cuestión de país si me siento menos violento por opinar.
Visto desde fuera, en perspectiva que se llama, la confrontación parece una lucha entre Pedro Sánchez y Susana Díaz. Si un corral no tiene al menos dos gallos ni es corral ni es ná. Y en este corral parece haber dos gallos, y más. Pero la verdad es que si vas afinando la perspectiva, si vas enfocando la imagen, esta primera apreciación sin ser falsa no es totalmente cierta. Puede, no lo dudo, que esta apariencia tenga un algo de realidad, pero lo que parece que vaya a dirimirse en el PSOE es algo bastante más profundo que el simple enfrentamiento entre dos posturas, o entre dos personajes, lo que realmente va a dirimirse en unas primarias es el modelo de representación que el PSOE va a tener. Su peso en la política nacional.
La verdadera disyuntiva está entre un modelo de partido representativo de la sociedad, que adquiere compromisos y está obligado a ejercer políticas fuera de ideologías puras para captar los votos de los no militantes, o acercarse a un partido más comprometido con posiciones inamovibles y militantes y que por tanto dependerá única y exclusivamente de sus afiliados.
Tal vez esta reflexión suene un poco radical pero está claro, y más tras su discurso de espantada, que la política que pretende Pedro Sánchez está más cerca de Podemos que del PSOE de estos últimos cuarenta años y que nació del proceso de modernización y unión que realizó Felipe González tras la constitución para crear a nivel nacional un partido fuerte y preparado para gobernar.
Desde entonces una parte de la militancia ha ido reclamando lo que entonces se dejó para lograr su preponderancia, el marxismo, la posición de izquierda pura, y abominando de las posturas social-demócratas sin las cuales la historia del periodo constitucional del PSOE no podría entenderse.
Tal vez lo que unos y otros tendrían que reflexionar, aunque las esquizofrenias son inevitables, es si se quiere un partido de izquierdas puras, radicalizado, de confrontación y, posiblemente, sin opciones de gobernar salvo en coaliciones con posturas aún más radicales, o quieren retomar el espacio que dejaron en el centro desde el advenimiento del señor Zapatero y que ha marcado un declive imparable hasta este momento.
Lo dicho, un partido que solo representa a sus militantes, o un partido que representa a una sociedad que tiene múltiples gradaciones de color, múltiples matices.
No tengo claro, salvo por las formas, que diferencia habría entre un PSOE como el que pretende Pedro Sánchez y Podemos. No tengo claro siquiera que haya un espacio político electoral para que ambos pervivan más allá de tres o cuatro elecciones. No tengo claro, tampoco aunque si tengo mis sospechas, de cual perviviría en ese caso. Habría que sopesar qué peso tiene la historia o la falta de ella. Habría que sopesar qué empuje tiene el populismo o cuanto lastra el apuntase a él.
Claro que tampoco tengo claro cuánto tiempo tardaría una posición más estatalista, de corte social demócrata, en recuperar la confianza de unos simpatizantes, de unos votantes, más pragmáticos y que han pasado un calvario de incertidumbres, de derivas, de palabras que luego no se correspondían con los hechos.
Lo dicho, susto o muerte. El PSOE no puede seguir jugando a dos barajas, a la indefinición, al juego del digo y del Diego, a la gallinita ciega o a mirar por el retrovisor como el que viene por detrás lo adelanta.
A lo mejor, y no quieren verlo ni militantes ni dirigentes, hay dos partidos en unas solas siglas, y mientras la cuota de poder lo enmascaró todo fue bién. A lo mejor, o a lo peor, hay un PSOE ideológico y un PSOE político, un PSOE de base y otro de dirigentes, cuyos proyectos, cuyos caminos son irreconciliables.
En todo caso pronto lo sabremos, pronto sabremos si los militantes, que son los dueños de las primarias, eligen ideología o poder, susto o muerte.

Eso sí, estoy esperando a ver a quién jalea el señor Iceta, (sotto vocce: se rumorea que la señora Díaz, como buena andaluza, ha ido a verlo para evitar que grite eso de: “Por diós Susana, libranos de…”), para tener claro quién va a perder.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Reflexiones de un habitante de la aldea global

Visitaba el otro día con unos amigos el Museo Arqueológico y contemplábamos con admiración creciente los trabajos que allí se exponen realizados por el hombre a lo largo de su historia. La creciente pericia en las labores, el salto cualitativo en los materiales, la belleza cada vez más compleja en los resultados. Todo parece marcar un avance evidente en las cualidades artesanales y artísticas del hombre, todo parece indicar una evolución en su afán de dominar el entorno y convivir con sus semejantes.
Llegamos en un momento determinado a una sala en la que se reproducían antiguos poblados de los distintos pueblos que habitaron esta península. Su distribución, su forma de defenderse de los peligros que acechaban desde el exterior.
Comparaba aquellas primeras fortificaciones, apenas empalizadas en unos casos y murallas ya seriamente defensivas en otros, con las primeras fronteras que el hombre establecía para su mejor capacidad de supervivencia. Esas fronteras que pretendían, inicialmente, marcar el límite de la protección, de la seguridad, frente a bestias y enemigos.
Y como siempre mi cabeza empezaba a saltar de una idea a otra y pensaba como de esa empalizada se había pasado a la tribu con varios poblados, a la nación, al estado, a la utilización perversa y excluyente de los límites. Al concepto interesado de dentro bueno, fuera malo, que tan bien han ido sabiendo utilizar los que se hacían más fuertes, los elegidos por dios, aunque dios nunca haya dicho nada, o por los hombres para acotar, dominar y agrandar sus dominios.
Y saltando de concepto en concepto, de siglo en siglo, de civilización en civilización, mi mente me trajo hasta estos nuestros días y encontré divertido pensar que el hombre parecía evolucionar pero solo había pasado de la aldea rupestre a la aldea rural, de la aldea rural a la aldea castrense, de esta a la aldea ciudadana y llegábamos a día de hoy a la aldea global.
Pero, no podía ser de otra forma, mi mente no se conformó con viaje tan agitado. No, me puse a comparar cuales eran las diferencias y similitudes. Cuál era el avance efectivo de esta soberbia civilización que pretende conocer todos los secretos del universo, que pretende saber quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos.
Hemos logrado crear un lenguaje que permite describir lo indescriptible, abarcar lo inabarcable, concebir lo inconcebible. Hemos logrado guardar memoria de quienes fuimos, entender lo que sucedió cuando no estábamos e incluso atisbar lo que será cuando nos hayamos ido. Podemos hablar de lo infinito como si fuera cotidiano, modificarnos por dentro y por fuera para extender nuestra vida, recorrer el planeta entero en pocas horas y comunicarnos con casi cualquier lugar del mundo al instante.
Podemos lanzar imágenes al aire y recogerlas allí donde nos convenga. Podemos difundir nuestra voz sin un soporte físico que la transmita. Podemos volar sin alas, sobrevivir en el vacío o sumergirnos en las profundidades hostiles protegidos por nuestros inventos.
Hemos alargado nuestra vida y aún no hemos alcanzado los límites de lo posible.
Y ya estaba prácticamente henchido del orgullo de pertenecer a esta civilización cuando mi mente, mi inquieta mente, ha llegado a lo que no me gusta.
Y lo que no me gusta es tan miserable, tan injusto, tan increíble, que es capaz de borrar todos esos logros de los que podríamos sentirnos orgullosos.
Porque en esta pretendida aldea global hemos permitido que el fuego tenga dueño y haya gente que se muere de frío por no poder usarlo. Hemos permitido que los hogares tengan dueño y haya gente sufriendo a la intemperie habiendo chozas vacías. Hemos permitido que el agua sea propiedad de algunos y nos obliguen a pagar por ella y por los caminos que recorre. Hemos tolerado que el alimento esté en manos de los que no lo producen y tiren lo que muchos necesitan para vivir. Hemos consentido la implantación de un sistema tan injusto que permite que haya unos pocos que acaparan en un día los que millones necesitan durante un año para vivir. Nos hemos plegado a comerciar con el conocimiento, con la salud, con el bienestar, con la seguridad, con la hospitalidad e incluso con la felicidad.
Tal vez esta moderna aldea que abarca a tantos, que no a todos, sea una buena idea de base, pero el ansia, la avaricia, el afán de dominio, de poder, de algunos ha convertido esta aldea global en una aldea injusta, inhumana, insolidaria. Un mundo de esclavos pagados, de siervos en libertad, de lacayos con pretensiones de señores. Una farsa donde las migajas de unos pocos, las que tienen  que ceder para aumentar su poder, sean el pan de algunos y la miseria de la mayoría.
No concibo una aldea primitiva en la que alguien muriera de hambre en medio de la abundancia, en que alguien muriera de frío por no permitírsele acercarse a la hoguera, en que alguien durmiera a la intemperie habiendo chozas vacías.

Me parece que como el protagonista de “Un Mundo Feliz”, yo acabaría eligiendo la utopía del salvaje, pero hoy por hoy aquí sigo, viviendo en la aldea global, viviendo la distopía sin saber qué futuro nos puede esperar, paladeando la fatalidad.

viernes, 11 de noviembre de 2016

Cochófobos, cochófilos y cochocantes

Hay palabras que surgen para quedarse más allá de que sean inventos de un momento particular, y cochófobos, gracias corrector por recordarme que no existe, es seguramente una de ellas.
Efectivamente no existe en el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua esta palabra, como no existen tampoco cochófilo, o cochocante, pero son términos que una vez pronunciados todo el mundo entiende.
Solo un pero, solo una aclaración, al hablar de cochófilos y de cochófobos nos estamos refiriendo a coches y no a cochos, cerdos, puercos, marranos. Tal vez los términos cochéfilos y cochéfobos serían menos equívocos, pero son también menos rotundos y, en todo caso, no son los elegidos por la señora Aguirre para su discurso.
No cabe duda que allí donde surge un fobos se insinúa un filos, y que ambos términos se definen por antagonismo respecto al otro. Cochófilo es aquel que usa el coche para la realización de cualquier actividad a realizar, incluso no siendo necesario. Es una actitud bastante extendida y particularmente llamativa en poblaciones pequeñas donde hay gente que usa el coche para desplazarse menos de un kilómetro. “Es que está en el otro extremo del pueblo”, suelen oírse decir a los que gastan más gasolina en el acto de arrancar el coche que en el desplazamiento mismo.
Cochófobos, sin embargo, acoge en su sonido a aquellos que no utilizan el coche salvo para ocasiones en las que no encuentran otra posibilidad de desplazamiento o a aquellos que se sienten molestos, indignados o agredidos por la utilización del vehículo a motor por parte de los demás.
Y he aquí que apreciamos la primera característica peculiar de las fobias respecto a las filias, al menos de esta. Mientras la filia es una actitud particular, personal, la fobia se proyecta con mayor intensidad sobre los ajenos que sobre el individuo que la ejerce, o padece.
Son cochófobos todos aquellos que buscan, de pensamiento, palabra u obra, - je, me suena-, toda acción posible para la erradicación del automóvil como medio de transporte personal bajo una excusa o argumentario cuyo fin último no se explicita, la cochofobia, enumerando a cambio toda una serie de ventajas o beneficios irrenunciables. ¿Se puede considerar que los argumentos aportados son falsos? No, con seguridad no, pero a poco que escarbemos podremos percibir que no son el objetivo último de las medidas.
Desde hace años el conductor, y por ende su vehículo, es el objeto inmisericorde de una recaudación encubierta y que, en muchos casos, traspasa, con la impunidad que da el tener la sartén por el mango, la legalidad e incluso la razón.
La guardia civil de tráfico, los agentes de movilidad, la policía municipal, se dedican a perseguir y multar al conductor antes que a educarlo. Radares, zonas de estacionamiento regulado, límites de velocidad inexplicables, cámaras para semáforos en rojo… todos elementos recaudatorios justificados bajo la falsedad argumental de la protección del conductor, el medio ambiente o la fluidez del tráfico.
No, la administración, perdón, las administraciones, sean del color que sean, sean del nivel que sean –estatales, regionales, provinciales o locales- sufren de una cochofilia perversa. Ansían desmesuradamente, con ilegalidad manifiesta a veces, el dinero que la multitud de coches depara. Porque, desengañémonos, la seguridad les importa un ardite. Si les importara la educación vial sería una asignatura obligatoria y prioritaria en los colegios y no lo es. Si les importara la seguridad de las personas habría controles preventivos en las zonas de mayor riesgo de consumo, no en medio de una carretera y con el objeto de sancionar. Si les importara lo más mínimo la integridad de las personas el carnet de conducir se daría mediante un auténtico examen de pericia y habría que renovarlo demostrando algo más que la simple capacidad de mover el volante correctamente, a veces ni eso. La inmensa mayoría de las leyes y normas que atañen a la circulación son, sin duda por mi parte, puramente recaudatorias, circunstancia que además es del dominio público por lo que simplemente sufren el descrédito más absoluto.
Entonces, ¿lo que decía la señora Aguirre de la cochofobia?
Efectivamente. Es casi inevitable comprobar que el ayuntamiento de Madrid en particular, aunque no es el único, apunta maneras de cochófobo impenitente. Las medidas contra la circulación de vehículos sin ningún tipo de garantía, planificación o mínima información, nos hacen pensar que, más allá de las razones, seguramente reales, esgrimidas se esconde una clara fobia a los vehículos no públicos.
Las medidas se antojan, en primer lugar, injustas. Veamos:
1.       Perjudica a los que menos tienen. El que tiene más de un vehículo puede permitirse tener uno par y otro impar. Solucionado
2.       Perjudica a la pequeña empresa. Si se dedican al reparto, a la reparación, a la distribución o a la representación, tendrán que dejar de trabajar los días que su matrícula no coincida con las autorizadas, o hacer un desembolso extraordinario los días en que esté prohibido aparcar.
3.       Perjudica a los comerciantes. Menor movimiento de gente, menor movimiento de comercio.
4.       Perjudica a los trabajadores, muchos de los cuales trabajan a bastante distancia de su lugar de residencia y el vehículo particular es el único medio que tiene para evitar desplazamientos de horas que impedirían su conciliación familiar.

En segundo lugar perjudiciales: la falta de planificación, la decisión se toma cuando algunos de los perjudicados ya están durmiendo y se encuentran con la medida en vigor a la hora de salir hacia su trabajo y sin posibilidad de paliar el perjuicio que le ocasionen.

En tercer lugar son casi absolutamente ineficaces en una situación real de riesgo: da lo mismo el número de vehículos que se restrinjan si parte de esos vehículos contaminan indiscriminadamente por no tener un mínimo de mantenimiento, incluso algunos públicos. Da lo mismo que se prohíba la circulación si no se prohíben determinados tipos de calefacción que contaminan mucho más que los vehículos.

Podríamos sacar incluso a relucir la exagerada contaminación  que producen las ventosidades animales, pero a lo mejor me acusaban de mascotófobo, y, sin descartar que lo sea, me abren otro frente que no toca.

En fin, que el tufillo cochófobo es inevitable. Y si algo me duele es que algunos de estos cochófobos son además cochocantes(*). Ahí es ná.


(*)Cochocante: Es aquel que es cochófobo respecto a los vehículos ajenos y cochófilo respecto al propio. 

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Vamos a contar mentiras

Es inevitable intentar comprender lo sucedido en USA esta noche, y necesario. Es inevitable y al mismo tiempo complicado porque seguramente intentaremos entender lo sucedido desde nuestro propio ombligo, sin reparar en que los ombligos, sean de quién sean, estén donde estén, no sirven, habitualmente, ni para explicarse a sí mismos.
Tal vez la única forma válida de acercarse a lo sucedido es desde el punto de vista ideológico. Desde la ideología que preconiza el señor Trump, o de su ausencia, porque, desde mi punto de vista, el populismo no es una ideología si no, como máximo, una contra ideología, una forma de captar el interés de los descontentos sin intención alguna de satisfacer sus verdaderas necesidades.
Prometer es gratis y en eso está basado el populismo. Populismo que en cada lugar se manifiesta con una ideología diferente, con una cara diferente, pero que tiene hundidas las raíces en lo más profundo de una situación común: el descrédito del sistema, el profundo hartazgo de los votantes con la mediocridad, la desfachatez y el desprecio de los políticos que lo sostienen.
Si los políticos que están instalados en el machito se pueden permitir gobernar de espaldas a aquellos que los votaron,  si se permiten, al calor de los afines y en los mítines, mentir, prometer hasta meter y exaltar y enfrentar a los ciudadanos, ¿por qué no podrían hacerlo lo mismo cualquiera con aspiraciones de poder?
¿Cuál es la diferencia entre prometer lo imposible y prometer lo que no se piensa cumplir? Para mí, y sospecho que ya para la mayoría, no hay diferencia alguna y lo único que me hace elegir a unos frente a otros es la desconfianza de lo que me espera tras las palabras, eso que, pomposamente, podríamos llamar las formas.
No me importa, no debería de importarnos, si el populismo se presenta con una apariencia de izquierdas o de derechas. No deberíamos caer en la trampa de ver como el argumentario exhibido por unos y otros es radicalmente, ya salió la palabreja, distinto, frontalmente diferente. El populista solo dice lo que la gente quiere oír y eso depende de la situación y la historia de cada lugar.
El populista busca la carencia, palpa el descontento, elabora el mensaje que le van a comprar y se lanza a la conquista de los que necesitan algo diferente dada sus situación anímica, económica y social. Lo que necesita oír como bálsamo a su desmoralización y desmotivación como ciudadano incapaz de contribuir a llevar a la sociedad por un camino en el que se sienta representado. No importa lo que se le ofrezca porque ya se da por sentado que nadie le va a preguntar cómo piensa lograrlo, y si, por casualidad, lo preguntase siempre se puede tirar de soflama y retórica hueca para evitar la respuesta.
Decía Kafka que él prefería la aristocracia a la democracia porque al menos los aristócratas ya eran ricos. Yo no voy a caer en ese grado de cinismo, pero tampoco voy a descartar esa parte de razón que esas palabras, correctamente interpretadas, contienen. Reinterpretándolas a lo que nos ocupa: yo prefiero los partidos del sistema a los populistas porque estos ya sé hasta donde se atreven a llegar y me queda alguna esperanza de poder conseguir un sistema de verdadera representación.
No puedo evitar, queda casi implícito en sus formas y en sus hechos, adivinar tras el populismo una querencia inquietante hacia el totalitarismo, y eso me asusta más, mucho más, que cualquier otra posibilidad.

Así que mientras pueda, mientras tenga fuerzas y palabras, mi lucha será por conseguir un sistema que me represente, por las listas abiertas, por la circunscripción única, por los políticos comprometidos y por la libertad y la verdad por encima de cualquier otro valor. Si conseguimos eso, si conseguimos sentirnos representados, valorados, cómplices de nuestras decisiones, el populismo pasará a ser un pasado mal sueño. Por pedir que no quede.

sábado, 5 de noviembre de 2016

El imperio contraataca

Después de tan agitada época nos hemos sumido, algunos al menos, en una calma incierta y expectante. Como escéptico nada de lo que parece no suceder, ni nada de lo que parece suceder, para nada calma este clima de expectante tranquilidad.
En una nueva pingareta léxica el señor Sánchez ha sido dimitido, forma absolutamente irregular del verbo dimitir, por una ejecutiva bronca pero consciente de que la herida que el secretario general estaba produciendo en las bases y en la opinión pública, y publicada, es de las que llevan a una septicemia irreversible.
Yo no sé si a estas alturas la división que ha creado antes, y después, sobre todo después, de su lamentable paso por la vida pública, puede tener solución sin dejarse el sentido de partido gubernamental que el PSOE tenía antes de que los últimos secretarios generales hicieran de él una piltrafa electoral. Las declaraciones posteriores a su dimisión, la de Pedro Sánchez, han dejado al descubierto unas intenciones que no por negadas eran menos evidentes: pactar con quién fuera, lo que fuera, y a donde nos llevara para conseguir el prurito de ser presidente de gobierno.
Era claro que en ese camino el PSOE y Podemos acabarían siendo una única opción política, pero Podemos estuvo poco ágil, poco inspirado, excesivamente cegado por la ambición, y por la soberbia,  de ganar en las urnas la posición al PSOE. Si en ese momento Podemos se hubiera abstenido hubiera conseguido hacerse con la parte de la militancia más a la izquierda del PSOE y controlar un gobierno entregado a su estrategia.
Después de tantas declaraciones de unos, otros y los de más allá, algunas cosas han quedado claras. Y no por ello, como bien decía al principio, han quedado en calma.
Don Pedro Sánchez aspira a pasarse con armas y bagajes, esto es con secretaría general y bases, a la ideología de Podemos. Supongo que dadas las declaraciones de Pablo Iglesias, el actual, el PSOE pasaría a ser el ala vieja de Podemos. Todos los votantes de izquierdas de cuarenta y cinco años o menos votarían Podemos, en tanto que los de 45 años y un día en adelante lo harían al PSOE.
¿Y los que no quisieran esa opción? Ya se sabe viejos, con esclerosis cerebral, de derechas y por culpa de los cuales este país no puede avanzar.
Yo creo que el último episodio protagonizado por el joven senador Espinar es una palmaria demostración de la incapacidad de aceptar las reglas del juego que pretenden imponer a los demás y la incapacidad de autocrítica de esta formación y de todo un movimiento que es capaz de ver la paja en el ojo ajeno y encontrar siempre culpables externos de todos sus fracasos.
Se ponga como se ponga el señor Espinar, hijo, y lo explique cómo lo explique, lo suyo es trinque puro y duro. Acceder a una vivienda protegida por enchufe, acceder a un crédito inalcanzable para los que no tengan “contactos” y venderla al poco tiempo por más dinero es ni más ni menos que trincar o, en lenguaje más técnico, especular. El hecho de que yo y el noventa y nueve por ciento de los españolitos hiciéramos lo mismo que él ha hecho si se nos presentara la oportunidad no quita que eso se llame como se llama. Claro que a lo que ni yo ni el noventa y nueve por ciento de los españolitos nos dedicamos es a decirles a los demás lo feo que está que hagan lo que yo he hecho. O sea que, tirando de refranero, “una cosa es predicar y otra cosa es dar trigo”.
Aunque que al fin y al cabo esa es la esencia del populismo. Predicar es gratis. Predicar es tan fácil como reunirse con los amigos y solucionar el mundo con cuatro pinceladas sin pintura ni lienzo. Pero cuando llega el momento de dar trigo, cuando llega el momento de pagar el lienzo y la pintura de nuestro plan maestro hay que contar con los dineros para poder poner algo sobre el caballete, eso si no es que hay que empezar por comprar el caballete.
Pero en fin, podremos considerar que todo lo anteriormente dicho y lo callado, que es mucho más, es importante. Pues no. No lo es.

A mí, a día de hoy lo que realmente me preocupa es que el imperio contraataca. Lo que realmente me preocupa es imaginarme a un personaje como mister Trump dirigiendo el imperio que las fuerzas más retrogradas y coercitivas de este triste planeta están dispuestas a poner en sus manos. Algo así como si volviera Nerón pero en demasiado rubio, demasisado hortera y desaforado. Un dolor.