lunes, 27 de noviembre de 2017

La Inseguridad Social



He repasado el estudio que enumera por su importancia los problemas que la sociedad española dice, o cree, tener. La mayoría son de índole económica o de índole política. La mayoría son problemas que no tocan la solidaridad, ni siquiera la insolidaridad.

Estamos preocupados por el paro, lógico, por la economía y los partidos, así en general, por la corrupción y la crisis catalana, ya más en corto. Y luego, en el limbo de los menos preocupantes, algunos que apuntan al carácter social, la sanidad, las pensiones... 

Pero mientras permitamos que los políticos nos hagan creer en problemas falsos, cuando no inducidos por ellos mismos, seguiremos abandonando a nuestros semejantes más desfavorecidos a su suerte. Así lleva montado el mundo desde finales del XVIII. Moviéndose en una dinámica que hace a los fuertes cada vez más fuertes y a los débiles cada vez menos visibles y más miserables. Miserables de miseria física y de miseria moral. Miserables de hambre y de ignorancia. Miserables de abandono y de transparencia.

Pero siempre es posible que el observador esté equivocado, que su percepción de los problemas sea rea de sus propias obsesiones o intereses, así que he decidido hablar sobre alguno de esos colectivos que a mí me parece que la sociedad, para su propia comodidad y confort moral, va arrinconando hasta hacerlos invisibles, cuando no despreciarlos o darles la categoría asociada de delincuentes. Son colectivos que no pueden invocar para su visibilidad ni su raza, ni su origen, ni su religión. Son personas que han vivido perfectamente integradas en la sociedad, con más holgura en algunos casos, con más necesidad en otros, hasta que esta los ha abandonado, los ha considerado amortizados y los ha relegado al rincón de la necesidad desazonante que incita a la limosna.

No cabe duda de que los problemas siempre son incómodos, y cuando además son ajenos la incomodidad se acaba convirtiendo en rechazo, en negación y en abandono. Es verdad que ni todo lo que reluce es oro, ni toda la mugre que nos asalta es rea de miseria. Y ese es uno de los grandes, primeros, problemas que nuestra sociedad arrastra desde tiempos en que la limosna era el vehículo para acallar conciencias. Permitir que los esfuerzos de la dádiva individual, siempre escasa, selectiva e ignorante, que la limosna, mecanismo de acallar conciencias, recurso de los que tienen para evitar pensar en los que no tienen, salvaguarda de paraísos por venir que la moneda sobrante intenta asegurar sin conseguir limpiar el desprecio, el asco, el miedo o la displicencia hacia el necesitado, sustituya en nuestras expectativas a la necesidad social de erradicar la pobreza, la moral y la física, la económica, la educativa. Porque suelen ir todas unidas, sobre todo en colectivos marginales.

Separemos el grano de la paja. Separemos necesidad de negocio, pobreza de picaresca, hambre de medraje. Aunque solo existe el pícaro porque primero existió el pobre. Solo existe el pícaro porque antes la sociedad no le dio al que solicita limosna lo que como persona y ciudadano le hubiera correspondido: acceso a la formación, a la vivienda y al trabajo. ¿Qué no siempre es así? Puede, siempre pueden encontrarse excepciones, pero la excepcionalidad es tratable cuando la generalidad está resuelta.

Yo conozco un colectivo, no marginal antes de empezar a serlo, no conflictivo, que ha sido casi completamente abandonado por la sociedad, salvo por los que están en su entorno, si los tienen, maltratados hasta sumirlos en la pobreza, en el abandono, en el olvido, en la miseria y la frontera de la inexistencia. Un colectivo del que todo el mundo habla, al que todo el mundo compadece, por el que nadie hace nada efectivo. Un colectivo condenado al olvido comentado, que es el más cruel de los olvidos. Al ostracismo compasivo, que es el ostracismo más inhumano.

Nuestros mayores se mueren. Se mueren en la soledad, en la tristeza de contar que sus pensiones, cuando las tienen, no les garantizan ni la más elemental supervivencia. Se mueren viendo como los servicios sociales, cuando tienen acceso a ellos, llegan tarde, son más caros de lo que ellos pueden pagar o están sujetos a tramitaciones fuera de su alcance. Nuestros mayores están abandonados a empresas privadas de servicios sociales en las que prima el beneficio sobre la atención, en las que las reclamaciones y las arbitrariedades denunciables y denunciadas se pierden en despachos de oscuros intereses. Nuestros mayores sufren, lloran y acaban su vida en condiciones en las que el rubor que debería producirle a nuestra sociedad su situación debería de ser suficiente para iluminar el mundo. Nuestros mayores no son un problema que la sociedad identifique como tal.

Pensiones miserables. Centros de atención insuficientes, medicación cara o no cubierta. Impuestos, nuestros mayores pagan impuestos indirectos aunque no tengan donde caerse muertos. Lasitud social. Abandono o insuficiencia de contacto familiar… y además demencia.

Por si nuestros mayores no tuvieran suficientes cuitas, suficiente abandono externo, la enfermedad los abandona de sí mismos, los relega a un estado de dependencia para el que la sociedad, salvo los privilegiados, los más acomodados, no tiene respuesta, no al menos una respuesta contundente y satisfactoria. ¿Cómo va a tener esa respuesta si no identifica el problema? ¿Si no reclama la solución? ¿Si el esfuerzo individual y familiar, cuando la familia existe, palía parcialmente una hecatombe moral a nivel colectivo?

Entiendo que políticamente no son interesantes. No votan, no cotizan, solo gastan. Gastan dinero que los políticos podrían emplear con mejores fines. En sí mismos sin ir más lejos. Gastan recursos, urgencias, tiempos de médicos. Gastan paciencia ajena solicitando cuidados que no siempre son físicamente reales, aunque si sean muchas veces anímicamente imprescindibles. Gastan tiempo, gastan energías. Yo he visto a viejos que acuden a las salas de espera de las consultas externas de los grandes hospitales para tener con quién hablar.A ancianos tirados en la calle, sin techo, expuestos las agresiones de bestias de forma humana. A mayores rodeados de basura, de miseria real y palpable, en una vivienda que apenas pueden pagar y que se deteriora al mismo ritmo, o más rápido aún, que ellos mismos. A gente que muere en soledad, en la ignorancia ajena, sin que su entorno sepa ni siquiera que ha estado enferma

Una sociedad incapaz de cuidar a sus mayores, incapaz de buscar una calidad de vida aceptable para ellos cuando ya ellos no pueden reclamarla, es una sociedad que no se preocupa por la realidad social, por la justicia y por el futuro, porque la vejez ajena de hoy es nuestra situación segura de mañana. 

Esa vejez que los niños contemplan con ingenua curiosidad, que los jóvenes ignoran con aprensión y soberbia, y los maduros pretenden ignorar con inquietud de cercanía, no es de izquierdas, ni de derechas, no es una enfermedad ajena, ni una etapa salvable. Esa vejez es nuestro propio destino y al parecer, como sociedad, no nos preocupa. Estamos en otras cosas, estamos en banderas, en religiones en ideologías y otras preocupaciones de nivel superior. Y nuestros mayores, nuestros viejecitos, nuestros abuelos, los propios y los que no tienen nietos, se agostna, agonizan y mueren sin que nadie vele por ellos.

Y nos llamamos civilizados. Que venga dios y los vea.

viernes, 24 de noviembre de 2017

Utopías, distopías y disparates

No hay muchas formas de atisbar el futuro, de asomarse a una rendija que el tiempo permita para ver un tiempo que nos preocupa no solo de forma personal, sino como especie. La literatura, como vehículo privilegiado de la comunicación, ha abierto ventanas a posibilidades alternativas en las que la humanidad no solo analiza esos futuros, más probables unos, más inciertos otros, que no solo hablan de lo que será, si no que apuntan directamente al corazón del presente, a lo que es y puede dar lugar a lo relatado.
Si la literatura siempre ha sido hábil para este fin la ciencia ficción, esa rama tan tardíamente valorada de las letras en nuestro país, ha demostrado que esa capacidad de anticipar el porvenir, de extrapolar los síntomas del presente para crear un futuro posible, ha sido especialmente prolífica sobre el tema. Raro es el autor de calado de esta disciplina que no ha concebido su visión particular de lo que acontecerá. No hablamos de un relato situado ficticiamente en otro tiempo, no de una historia actual con cuatro cachivaches tecnológicos que den un tinte futurista, no, historias que retratan sociedades con sus valores, con sus problemas, con sus logros y anhelos. Y si la literatura escribió los guiones la llegada del cine permitió, a aquellos cuya imaginación no se lo permitía, vivir en imágenes, en sonidos, en atmósferas recreadas, esos aconteceres posibles y previamente contados.
Una cuestión me provoca, estoy convencido de que no solamente a mí, una inquietud de espíritu en la que la razón, las razones, no me sirven como bálsamo. ¿Por qué la mayoría de las ventanas al futuro se abren sobre distopías? Es verdad que la razón literaria me dice que es más fácil contar la excepcionalidad del desastre que la felicidad cotidiana. Es cierto que la carga emocional de lo negativo es más relatable que la tranquilidad de un día de felicidad. Pero estas razones se diluyen cuando veo la realidad que me rodea, la radicalidad, el populismo, las medias verdades como medio de alcanzar objetivos presuntamente deseables, el desplome de los valores, la implantación sistemática mediante colectivos coercitivos del pensamiento único en temas morales y cotidianos, la dilapidación sistemática de los derechos individuales en nombre de unos pretendidos beneficios colectivos como respuesta  a miedos globales, ¿provocados?,  la salud, el terrorismo… que además llevan al predominio de grandes corporaciones sectoriales por encima de los gobiernos, de los colectivos que les sirven, de los ciudadanos. Y entonces la distopía se me hace evidente, cercana, inevitable.
Es cierto que leyendo “1984” en el contexto en el que fue escrita, situada en el tiempo y panorama político en el que Orwell la concibió, habla de una distopía provocada por los sistemas de anulación ciudadana que la realidad de la URSS en aquel momento apuntaban. No es menos cierto que el devenir nos ha permitido comprobar en nuestras propias carnes, incluso con episodios recientes, que en realidad las distopías imaginadas no tienen ideología, tiempo, ni límite.
El objetivo final de toda ideología, cuanto más radical es más evidente aparece ese objetivo, es la erradicación de toda oposición. Varían los métodos, varían los planteamientos, varían los tiempos o los desarrollos, pero el objetivo persiste.
Por cierto, acabo de darme cuenta, menos mal, de que he escrito una página entera sin referirme a los hechos que me han llevado a ponerme al teclado, ni a sus responsables.
El afán que demuestra el Ayuntamiento de Madrid en tomar medidas arbitrarias que afecten a los ciudadanos y a su día a día es digno de mejores fines. Su obsesión, razonada con medias verdades, permite entrever fobias e incapacidades que lesionan intereses legítimos de personas para las que ni han previsto soluciones, ni parece siquiera que sepan que existen, me refiero  las personas, o que les importen lo más mínimo, ni las personas ni las consecuencias.
 El problema se agudiza cuando además interviene el afán recaudatorio que parece convertirse en el fin principal y no confesado de las medidas. Fin último o, al menos, no desdeñable.
Cuando un organismo de servicio público, como es un ayuntamiento, se convierte por mor de sus decisiones en un problema público, algo no está funcionando.
Es comprensible que  todo equipo de gobierno tenga que tomar decisiones impopulares, incómodas, por un bien común que deben de defender, pero eso no está reñido con tomar esas medidas de forma proporcional y sin dañar a colectivos que son necesarios para el correcto funcionamiento del día a día de las personas y sus bienes.
Me contaba un conocido, que tiene una empresa de servicios auxiliares, reparadores que trabajan para atender a los usuarios que sufren averías que necesitan una reparación urgente, que su personal se enfrentaba a persecución y sanciones cuando tenían que intervenir en viviendas situadas en el centro de Madrid, en la zona donde se ha prohibido aparcar durante estos días. Me contaba de un operario, un fontanero, al que la policía municipal sancionó con 200 € mientras estaba descargando material para efectuar una reparación de urgencia en un edificio. De nada le valió la intervención del portero certificando que existía la avería, de nada el mostrar la asignación de trabajo emitida por una compañía de seguros con la valoración de “urgente”, de nada explicar que no podía trasladar los materiales y herramientas a pie desde el aparcamiento más cercano. ¿Quién estaba haciendo servicio público en ese momento?
Llevadas las medidas a ese nivel ¿estamos hablando de interés ciudadano, por parte del ayuntamiento, de una fijación con los vehículos a motor, o de una incapacidad para comprender las necesidades básicas de una ciudad como Madrid? ¿Estamos hablando de preservación o de imposición ideológica aprovechando una situación puntual?
Claro que, si naturalmente yo me hubiera inclinado por la falta de previsión y conocimiento, otras medidas tomadas por ese mismo equipo de gobierno me llevan a considerar que algunas de sus intervenciones me abren el camino de la distopía inmediata. La decisión, la, para mí, absurda decisión, de convertir las calles del centro en calles de sentido único para los peatones me lleva a imaginarme calles como Carmen o Preciados, por poner algún ejemplo, en aceras de una Metrópolis de sentido único físico e intelectual, en Madrid como una ciudad integrada en la Franja Aérea 1 del Super Estado de Oceanía, donde el Gran Hermano nos vigila para que circulemos correctamente. Después de la recomendación vendrá la norma, con la norma las sanciones, y con las sanciones las restricciones. Los vehículos de discapacitados solo podrán circular por esas calles previa autorización previa, y pagada, y en horarios restringidos. Estará prohibida la carga y descarga.
La medida es tan absurda, tan arbitraria, que nos podemos imaginar múltiples disparates posibles.  Imaginemos. A los peatones teniendo que consultar el sentido de circulación peatonal de las calles para poder llegar a su destino de la forma más racional posible. Imaginemos. El ir y venir, los recorridos innecesarios, el peligro de pasarse una esquina, el cachondeo, la incapacidad de algunas personas para orientarse en esas rutas sobredimensionadas. Imaginemos, aún más absurdo. Dado que son calles comerciales si alguien quiere ver la totalidad de los escaparates de los comercios de una de ellas tendrá que hacer un recorrido por uno de los lados de la calle, volver por otra calle diferente y recorrer nuevamente la calle original por el otro lado. ¿Y si se nos pierde un niño? ¿Qué hacemos? ¿Podremos confiar, vistos los antecedentes, en que la autoridad presente y competente, va a comprender la situación?
¿Y después qué? ¿Nos instalamos intermitentes? ¿Marcamos carriles para peatones con líneas continuas para evitar que se cambien demasiado y entorpezcan a los demás usuarios? ¿Se instaurará un permiso de circulación peatonal con puntos? ¿Tendremos que vestir todos uniformemente con nuestro DNI perfectamente visible? ¿Nos hemos vuelto locos? 

Hay que reconocerlo, a veces la realidad supera a la ficción, o, por lo menos, hace todo lo posible por imitarla de la forma más surrealista y desagradable posible. 

sábado, 18 de noviembre de 2017

Una propuesta salomónica

Reflexionando, que como todo el mundo debería de saber es gerundio y por tanto, abundando un poco más en el conocimiento del castellano, tiene la capacidad de resumir, sobre el tema catalán, sobre las distintas posturas, que inicialmente parecen irreconciliables, se me ha ocurrido, y esto es participio y aprovecho para participarlo, una posible solución que a fuerza de no contentar a nadie dejaría a todos insatisfechos, pero en la que todos serían reos de las posiciones demandadas.
Respeta el derecho a decidir de todos y cada uno, incluye los límites legales de la decisión, permite votar la opción preferida de cada ciudadano y contempla la opción de que se tenga en cuenta lo votado.
Únicamente quedaría por valorar, que manera de esquivar el verbo decidir, si el resultado obtenido sería vinculante o no. Sospecho que ninguna de las partes estaría plenamente satisfecha con mi propuesta, lo que la hace aún más atractiva, e ilustrativa.
Yo convocaría un referéndum sobre la cuestión catalana con las siguientes características:
1.       Se votaría en toda España
2.       En Cataluña constaría de dos preguntas y en el resto de España solo de una.
3.       Solo sería vinculante el resultado de la segunda pregunta si también lo es el de la primera.
Hasta aquí yo creo que nadie puede ponerle un solo pero a mi propuesta, aunque lo de nadie posiblemente esté un poco exagerado. Casi nadie, al menos nadie de los que han pedido diálogo, derecho a decidir, democracia o derecho a votar. Todos respetados.
Y ahora viene lo verdaderamente complicado, como siempre. Porque lo verdaderamente complicado en toda cuestión no es responder, si no acertar con la pregunta. Y yo propondría las siguientes preguntas:
1.       Para todos los españoles: ¿Consideran ustedes legítimo, y por tanto están dispuestos a aceptar, el deseo de independencia de algunas partes del territorio español, siempre que así lo expresen por mayoría suficiente?
2.       Solo para los catalanes: ¿Desea usted la independencia de su circunscripción electoral respecto a España aceptando los términos que se especifican en esta convocatoria?
El resultado de la primera pregunta condicionaría la aceptación de la segunda ya que es potestad de todos los españoles cambiar la ley y aceptar ese cambio, pero si dijeran que sí, al día siguiente de la votación todos los pueblos que hubieran elegido su independencia, lo serían. Ya luego si se organizan en nación, estado, territorio independiente o pueblo estado, sería su problema y el de los que lo hubieran decidido. Porque tampoco nadie puede, puestos a ejercer el derecho a decidir, que ese derecho haya que ejercerlo por territorios completos. Ellos mismos lo plantean, cada uno tiene derecho a decidir dentro de su comunidad y a que el resto de territorio más amplio tenga que respetar esa decisión.
Es posible que entonces el territorio a independizarse fuera algo así como Gerona y la parte norte de Barcelona. Tal vez algo de Lérida, y algún pueblo suelto aquí y allá que ya vería como bandearse. Al fin y al cabo lo más  problemático de tomar decisiones es enfrentarse a las consecuencias.
Ya lo de los términos y consecuencias sería cuestión de ser serios y rigurosos. Aranceles a los productos de las zonas independientes. Exclusión automática de los foros internacionales. Pérdida de libre circulación. Pérdida de moneda única.. Tampoco yo sé exactamente. Así, a volapié, que se dice. Seguramente me faltan muchas y, hasta puede que, me sobre alguna.
Estoy seguro de que algunos pueblos no ratificarían ese deseo de independencia. Otros muchos sí, aunque les pareciera una independencia inviable.

En fin, ahí dejo mi propuesta. Insisto, estoy convencido de que no va a dejar contento a nadie porque intenta respetar las convicciones de todos. Salomón me lo hubiera firmado, seguro.

viernes, 17 de noviembre de 2017

Un paraíso penal

Con un cierto asombro, en realidad con un cierto recochineo interno, leo las noticias sobre los requerimientos de información que el sistema legal belga realiza al español a cuenta de la extradición de los políticos catalanes que se han instalado en sus tierras.
Tal vez la culpa sea de los Tercios Viejos y cientos de años después el subconsciente flamenco no haya aún logrado pasar página de una historia aún más vieja que los tercios. Tal vez sean cuadros como el de “Las Lanzas” de Velázquez que rememoran episodios incómodos para los habitantes de Flandes, o tal vez solo sea que entre España y Bélgica, entre sus nacionales, sigue existiendo una relación de mínimo respeto mutuo.
Tal vez sea eso, alguna de esas cosas, o todas, lo que sigue asomando los cuernecillos del mutuo desprecio cada vez que existe oportunidad a pesar de que legalmente pertenecemos a un proyecto presumiblemente común, el europeo. Y digo que presumiblemente común porque cada vez que nuestros caminos se cruzan lo único común, lo único que compartimos es el recelo que el otro nos causa. Y le llamo recelo por no dar otras calificaciones que no serían compatibles con los mutuos intereses, aunque, seamos sinceros, si son compatibles con la cruda realidad.
La verdad, la única verdad a nivel oficial, es que Bélgica se convirtió en su momento en un baluarte en el que los terroristas de ETA encontraron acogida. En sus vericuetos legales y en su descarada desconfianza hacia un país que lo último que necesitaba era un socio que protegiera a los que sistemáticamente asesinaban a sus ciudadanos y ponían en jaque a un sistema político que intentaba salir de una larga pesadilla.
Si entonces fue el terrorismo de ETA el vehículo de la falta de solidaridad legal, voy  descartar la política, que el sistema belga utilizó para demostrar su falta de empatía con España, ahora es el acogimiento a unos presuntos delincuentes por sedición la excusa para demostrar, otra vez, que la solidaridad europea no es otra cosa que papel mojado a nivel de dura realidad.
Es verdad que en tiempos de terrorismo Bélgica aún no lo había sufrido en sus carnes y la falta de empatía que sus decisiones demostraban podían interpretarse desde una carencia de solidaridad preocupante, pero en el caso de la sedición Bélgica tiene el diablo en sus propias tierras y tal vez le sería más fácil ponerse en piel ajena. Bastaría con que se planteasen cual sería la actitud si cambiásemos territorios y personajes.
En fin, tantas palabras para decir tan poco. Tantos trámites para llegar a tan pocos sitios. Tantas declaraciones de solidaridad, de amistad, de identidad europea, para al final dar una larga cambiada. Porque yo creo que al final son las tripas, las históricas y las histéricas, las personales de los intervinientes, las que predominan en estas cosas.
O eso, o tal vez debiéramos de empezar a pensar que Bélgica quiere convertirse en un paraíso penal, en el lugar al que peregrinen los delincuentes comunes de todos los países invocando una persecución política que solo los belgas serán capaces, tendrán las tragaderas, de reconocer.

Si yo fuera el presidente del gobierno español tendría una copia a tamaño natural de “La Rendición de Breda” preparada para regalarle al gobierno belga en agradecimiento. Puestos a tocarnos las partes pudendas, al menos que la nuestra sea más fina, y cultural.

sábado, 11 de noviembre de 2017

El veintidós de diciembre

A veces tengo la impresión, sobre todo a la hora de hablar de ciertos temas, que la gente no dice lo que piensa, o muchas más veces aún, que la gente no piensa lo que dice. Hay varias posibilidades intermedias, matices que se llaman, que van del blanco roto al gris muy oscuro, en una sinfonía de tonos que solo la mente femenina es capaz de describir.

El 21 de diciembre, bien evitado el 28, es fecha señalada de urnas, solamente en Cataluña, telediarios y tertulias interpretativas de los resultados que los distintos partidos participantes en esas elecciones hayan obtenido. Jornada de reflexiones, augurios y reconstrucciones de futuro. Como todas las jornadas de comicios, vamos. Nada nuevo ni que nos pueda sorprender.
Pero siendo claro en sus resultados, también quiero serlo en mis predicciones.
Mucha, pero mucha, gente vive una suerte de angustia preguntándose qué va a suceder si el bloque independentista vuelve a sacar más escaños, más votos o ambas cosas. Qué va a suceder si el escenario parlamentario catalán reproduce, aunque sea con diferentes proporciones en los partidos la configuración de bloque que existe actualmente.
Creo, estoy absolutamente convencido, de que hay mucha gente empeñada en comentar este posible escenario como un problema de difícil resolución. Y no es cierto, ni siquiera en el más que probable caso de que tengan razón.
Hay, dada la perversión del sistema electoral catalán, del sistema electoral español, que las zonas rurales impongan su voto sobre las metropolitanas. Su voto, que no sus votos, y logren configurar un parlamento con una mayoría independentista en sus escaños votado por una minoría de ciudadanos. Puede suceder, muy posiblemente suceda. ¿Y qué?
Puede suceder, incluso, que metidos en esta vorágine de verdades del barquero, no el sentido de incuestionables, si no el de verdades que se lleva la más mínima corriente, los independentistas ganen en votos y en escaños. La pregunta sigue siendo la misma, ¿y qué?
Y me hago esta pregunta desde la consciencia antes de que las votaciones pasen a reflejarse en papeletas introducidas en urnas controlables, por ciudadanos controlables y con metodología homologable. Me la hago porque veo el desconcierto, el rumor, el pesimismo, creo que en muchos casos interesado, con el que en muchos círculos se analiza este posible escenario. Sin rigor, sin reflexionar, sin analizar correctamente el día después del veintiuna de diciembre.
El veintidós de diciembre, digan lo que digan las urnas, la ley será la misma que el veinte de diciembre. Nada habrá cambiado salvo la representación de los partidos en un parlamento que tendrá que ponerse a trabajar en la forma de llevar adelante sus programas respetando una ley que estará tan vigente como dos días antes. E igual de vigente e igual de coercitiva si las acciones lo demandan.
¿Para que valen entonces estas elecciones? Para restablecer el marco legal quebrantado desde posturas interesadas y retomar todos los caminos que a partir de entonces se puedan retomar.
Hay varios caminos que la democracia permite a la hora de reivindicar cuestiones, pero todos parten del respeto a la legalidad vigente. Nadie puede condenar las ideas ajenas, nadie puede cambiar de un plumazo, con unos cuantos papeles depositados en unas urnas, los sentimientos con los que las personas los introducen, las esperanzas, las ilusiones, ni los rencores, ni las cuitas. Nadie puede cambiarlos, borrarlos, y nadie debe de ignorarlos.
Así que lo que si debe de suceder el veintidós de diciembre en Cataluña, es que el gobierno de España y el parlamento democráticamente elegido por los catalanes empiece a pensar en donde sentarse, de que hablar y con qué instrumentos recuperar  una situación política que han manejado con sus propios intereses y no con el de los ciudadnos que los votaron, tanto a unos como a otros.
Encontrar, como siempre ha sido su obligación, los puntos de confluencia, los intereses comunes, las convivencias compartibles. Existen y debería de ser más fuertes que la que nos enfrentan. Solo desde la comprensión, solo desde la generosidad, solo desde el sentido común por ambas partes podrán desmontarse las mentiras, los discursos interesados, las exaltaciones de lo propio y diatribas a lo ajenos cultivadas durante años por ambas partes y mantenidas por sectores interesados en la ruptura y el enfrentamiento.

El veintiuno de diciembre toca votar, y el veintidós empezara construir con materiales nuevos, con cordura. Y allá la conciencia de los que tendrán obligación de hacerlo. La historia se lo demandará, o, si persisten en sus errores, los ciudadanos o la ley de forma más inmediata.

jueves, 9 de noviembre de 2017

Apuntes sobre la crisis catalana, entrega enésima y no última

He leído con todo el interés que la persona merece, como político, pero sobre todo como científico, el artículo publicado por La Vanguardia y escrito por Eduardo Punset y en el que vacía su pensamiento sobre el monotema actual, la crisis catalana. Un artículo lleno de verdad, de su verdad, lleno de sinceridad y pleno de sentimiento y memoria.

Me ha parecido un artículo impecable y emocionante. Un artículo en el que Punset se vacía y tira de memoria, el artículo que solo puede escribir un hombre bueno y convencido de lo que dice. pero una cosa es que un hombre bueno, sabio, como Punset, diga sus verdades y otra cosa es que esas verdades sean absolutas o compartibles por todos. Por mí en este caso, o por organizaciones o instituciones internacionales.

Recuerda Punset sus tiempos de exilio, sus tiempos universitarios, sus militancias en el PCE. Recuerda con emoción su compromiso con la lucha antifranquista y las libertades, como cada uno de nosotros recuerda sus cuitas, sus miedos, sus compromisos y sus actos, fueran muchos o pocos, alineados o personales, en favor de un cambio en aquella sociedad dominada por un pensamiento único emanado de un partido único encabezado por un líder único, omnipotente y omnipresente, o eso pretendía.

Y vienen esos recuerdos a cuenta de la independencia judicial, de su frustración personal porque considera que aquellos acuerdos alcanzados no garantizaban la independencia del poder judicial respecto al poder ejecutivo tal como él lo consideraba. Y lo recuerda hoy, y lo recuerda respecto a lo que está sucediendo en su tierra valorando, sin mencionarlo, todo el entramado judicial que acompaña al proceso, poniéndolo en cuestión. Dando cuerpo a una corriente de opinión, sesgada, que considera que sus políticos presos son presos políticos. Hoy, también, casualmente, y respecto al mismo tema, Amnistía Internacional dice que no hay presos de conciencia, su terminología para denominar a los presos políticos, en el tema catalán, y especifica: ni los "Jordis", ni los consejeros encarcelados.

Pero donde él ve defecto yo veo virtud, donde él ve carencia muchos vemos posibilidades, donde él apunta política, otros, sin descartarlo, vemos legalidad, donde él ve derrota muchos vemos necesidad de lucha.

Se queja el señor Punset de no haber logrado imponer íntegramente en la constitución las ideas que su partido consideraba. Seguramente si le preguntáramos al señor Fraga, o al señor Roca, que silencios los suyos en estos días, se quejarían de lo mismo, pero desde el extremo contrario. Y en ello veo virtud porque lo que significa el fracaso que él siente a día de hoy es la consecuencia de una negociación en la que nadie se salió completamente con la suya, o en la que nadie consiguió imponer totalmente su criterio, que tanto monta. El producto final fue mejorable, visto desde hoy, pero supuso, por una vez en España, que la voluntad de convivencia se impuso a la pulsión fratricida que habitualmente, históricamente, predomina en las ideologías de nuestro país.


Donde el Señor Punset, amargamente, apunta a la carencia de independencia global del poder judicial respecto al poder ejecutivo, yo, y más, apostamos por la independencia personal de los jueces implicados en el trámite legal de las consecuencias de las decisiones tomadas en aras de un proceso independentista no amparado por la legalidad vigente. No apuesto por la pericia procesal, no apuesto por la conveniencia de las decisiones, no, apuesto únicamente por la independencia de conciencia del juez designado, de la jueza en este caso. Porque una vez descartado el orden de factores, reconocido, incluso internacionalmente, que lo que hay en España son políticos presos por sus acciones en contra de la legislación vigente y no presos políticos por sus ideas, a los ciudadanos nos es fundamental pensar, confiar, en la imparcialidad de los jueces, de esos funcionarios a los que pagamos todos y que deben de dirimir, de aportar el factor humano, a aquellas actuaciones que acaban en sus manos. Porque, si no confiamos en los que tienen que administrar la legalidad, más allá de los fallos, de las carestías, de la imperfección legal, ¿a qué podemos acogernos? ¿con qué reglas comunes podemos convivir?

Donde el Señor Punset se muestra desesperanzado, vencido, sin otra opción que pervertir la legalidad que el mismo contribuyó a crear en busca de una justicia que a otros nos parecería dudosa, yo veo una llamada a la lucha. Donde el ve una suerte de camino ciego y sin salida yo veo el punto de partida para luchar por la consecución de un poder judicial más comprometido con la sociedad y menos susceptible de ser señalado por su intervención política.

Habla Eduard Punset del pequeño paraíso de sus primeros años y de como salió de él, y de como esa salida le hizo abrirse a nuevas ideas, a nuevos horizontes, y acaba el artículo con sus percepciones actuales escritas desde ese mismo pequeño paraíso de su infancia y juventud, y tiene uno la sensación, desde el respeto, desde la admiración, de que su vuelta a su paraíso ha sido una vuelta a sus horizontes limitados, a que el entorno cercano, cálido, emocional, ha pesado más en el final de sus reflexiones que esos otros internacionales, universales, multi universales, cósmicos, con los que nos ha deleitado tantas veces.

Así que yo voy a  seguir confiando en la legalidad vigente como regla fundamental de convivencia, en el sistema judicial como órgano administrativo que la interpreta y dicta sobre su cumplimiento, y, sobre todo, en los jueces como eslabón último para interpretarlo, acercarlo a esa Justicia intangible, inalcanzable, a la que todos aspiramos. Y en esa confianza va mi reconocimiento de su imperfección y mi compromiso a luchar por uno mejor, más cerca de la perfección, más próximo a la Justicia que todos, absolutamente todos, anhelamos.





viernes, 3 de noviembre de 2017

La trivialidad de lo importante

Hola papá:
Cuanto tiempo, cuantas cosas. El mundo enloquecido gira y gira y tú apenas te mueves del sillón, apenas sales de esa cada vez más profunda ensoñación que va secuestrando tu percepción del día a día.
He empezado estas líneas con la intención de ponerte al corriente de todo lo que está sucediendo y tú, a pesar de que te pasas las jornadas frente a la televisión, no llegas a captar. El mundo, en un frenesí que roza el histerismo, sale, según los profesionales de la información, a no menos de cuatro o cinco noticias históricas por día, algunas de ellas ya catalogadas como de la década o, incluso del siglo.
Así que, ante tal avalancha, me he puesto al teclado con la fútil esperanza de que al menos mis palabras puedan llegarte, aunque sea como un eco, al lugar, o a la entelequia, en el que pueda estar reposando tu consciencia.
Mi primera intención ha sido contarte, con pelos y señales, el tema de Cataluña. Los vaivenes, los desatinos, los juramentos, alguno incluso en arameo, y la sinrazón que parecen haberse apoderado de todo el mundo, pero de todo el  mundo mundial, papá, no solo del español. Pero pasado el primer impulso me he dado cuenta de que aún no ha acabado y no tengo muy claro cuando, ni como, acabará. Incluso mirándote a los ojos para empezar a contártelo me he dado cuenta de que, tal vez, no sea tan importante.
Luego me he ido a las matanzas, a las de los atentados, fíjate el de Barcelona, en La Rambla, y a esas otras que de vez en cuando algún probo ciudadano norteamericano armado perpetra contra todo el que pilla por en medio. Y también me he percatado, al mirarte, de que hablarte de muertos tampoco es un tema que ahora te sea especialmente interesante.
También se me ha ocurrido ponerte al día sobre los inmigrantes, sobre la política en general, sobre el fútbol o sobre los diversos temas que tan ocupados, cabreados, atentos, nos tienen estos días. Pero al llegar a ellos tampoco me han parecido de tú interés en tu situación actual.
Finalmente, papá, me he dado cuenta de que a pesar de la importancia que les damos, ¿A ti que te importan en este momento? ¿Qué te va a ti en que los catalanes, los corsos o los de Albacete quieran ser independientes? ¿Qué te importa que el Barça vaya primero en la liga o que la pesadilla del ISIS se haya terminado?
Me hubiera gustado poder contarte que ya hay una cura para lo tuyo, que mañana podrás leer lo que sucede en el periódico, que al menos existe una esperanza… pero no, papá, de lo tuyo no hay nada, ni esperanzas. Ni fondos suficientes, ni, y es duro decirlo así de crudamente, parece haber un interés real, de esos que aportan dinero con el que financiar el tiempo de los investigadores.
Sí que me hubiera gustado comentar contigo las primeras gracias de la niña, tu biznieta, a la que aunque llegues a ver no conocerás nunca, no al menos en este plano, en esta realidad, en esta vida. Contarte que es muy alta, que está muy espabilada, que se fija en todo y reacciona ante todo. Que nos parece la más lista de las niñas de cuatro meses que hemos visto. Que… eso, que es nuestra nieta, tu biznieta. La más guapa, la más alta, la más todo.

En fin, papá, gracias por ayudarme a entender que es lo aparentemente importante y qué lo verdaderamente trascendental. A veces es necesario alejarse de este mundo para tener suficiente perspectiva, aunque sea por las malas.