domingo, 30 de mayo de 2021

Cartas sin franqueo (XXXI)- La desfachatez

 

Me preguntabas, supongo que al hilo de la conversación que mantuvimos sobre lo que ocurre a nuestro alrededor, por el calificativo que mejor definiera a la sociedad que se retrata en las redes sociales, y en el entorno público, porque parece que en  privado, y cara a cara, nos desenvolvemos con algo más de educación y tiramos algo más de ética.

Lo tengo claro, lo tengo meridianamente claro, tan meridianamente claro que no necesito matices, ni tiempo para pensarlo, ni siquiera hacer ningún tipo de acotaciones: la desfachatez. La característica que retrata a nuestro entorno público, nuestra forma de desenvolvernos en redes sociales, de relacionarnos con el entorno menos privado de nuestra vida es la desfachatez, la capacidad de actuar sin filtro ético, sin reservas morales, y además esperar que nos aplaudan, o, lo que es aún más triste, jactarnos del éxito de nuestras boutades.

 Dice el diccionario, al que conviene recurrir incluso cuando no nos da la razón,  al respecto de desfachatez:

1.       Actitud de la persona que obra o habla con excesiva desvergüenza y falta de comedimiento o de respeto.

2.       Dicho o hecho descarado e insolente.

 ¿Te suena?

 A mí me parece una desfachatez que pueda haber personas dedicadas a mentir y desmentir, según la conveniencia, para crear corrientes de opinión y que además vivan de ello.

Como me parece una desfachatez invocar y exigir derechos y libertades que se usan para negarle eso mismo a los demás, o simplemente a otros.

Una desfachatez es decir una cosa y la contraria, públicamente, y pretender que no existe contradicción, invocando la coherencia.

También es una desfachatez hablar de los errores, delitos, ajenos, a sabiendas de que también son los propios, y omitirlo a pesar de que sea del dominio público.

Es una desfachatez como una montaña, empeñar la palabra en algo que no se tiene intención de cumplir, y además descalificar a los que nos reclaman el empeño.

Desfachatez es desvirtuar el lenguaje e inventar circunloquios, frases vacías, expresiones sin sentido, palabras huecas, para que parezca que se ha dicho lo que no se ha dicho, o que no se ha dicho lo que se ha dicho.

No es menos desfachatez argumentar sobre lo que ha dicho otro, sin que lo haya dicho, o sobre lo que no ha dicho, que sí ha dicho, con el único objetivo de arrebatar una razón cuando faltan los argumentos.

También es una desfachatez, y es de las más habituales, insultar, descalificar, ridiculizar y abrumar a cualquier interlocutor al que no se logra convencer y es capaz de desmontar la falta de razones con razonamientos propios.

Otra desfachatez frecuente, que además supone una torpeza, es criticar a los demás por acciones o cuestiones en los que uno mismo ha incurrido, con frecuencia torpeza femenina, con una ferocidad y contundencia que acaba provocando la sospecha de un ocultamiento.

Aunque no es menor la desfachatez de aquellos que se escudan en frases rimbombantes, en argumentarios ajenos, en paredones dialécticos sin trasfondo, ni trastienda, para sostener ideas que nunca les fueron propias y que recitan sin desmayo ni razón.

Todas esas, y muchas más, son las desfachateces que día a día nos encontramos en las declaraciones de personajes públicos que aparecen en los medios de comunicación. Que se asoman inopinadamente a nuestra privacidad a través de las redes sociales. Que violentan nuestra ética y nuestra razón obligándonos a compartir mentiras como si fueran verdades, falsedades como hechos incuestionables y a asumir acciones lesivas para nuestros derechos y libertades como si fueran necesarias para preservarlos.

Claro que, tampoco debemos de olvidarlo, sería una desfachatez impropia de nuestro intento de ser éticamente solventes, suponer que nosotros somos inocentes en este estado de las cosas. Una desfachatez y una huida hacia ninguna parte.

domingo, 23 de mayo de 2021

Un estado acomplejado

Es complicado defender un estado en el que las instituciones son permanentemente puestas en cuestión por su propia gente. Es mucho más complicado si los que ponen en cuestión esas instituciones forman parte del gobierno del país. Es ya casi imposible, si además se ha ido socavando, poniendo sistemáticamente en cuestión, acogiendo sin reparo las mentiras sobre el estado mismo, su historia, sus logros.

España es un estado acomplejado. Acomplejado hasta el punto de poner en cuestión, internamente, su propia existencia, su propio presente, su propio futuro: España vive, acomplejada por su historia reciente, su historia presente, debatiendo a sangre y fuego, debatiendo sin rigor histórico, con profundo desconocimiento, con ferocidad ideológica, con absoluto desprecio de lo propio, un pasado inamovible, un pasado leído desde posturas maniqueas, puristas, mentirosas, que nada tienen en común con ese pasado

España vive sumida en una permanente revisión de sí misma, patrocinada por los mismos españoles, sobre todo por parte de aquellos que no quieren serlo, o por parte de aquellos que querrían ser otra cosa, y que se hace desde la desinformación, la animadversión y el interés en lograr una visión alternativa que facilite una superioridad ética que nada tiene en común con lo revisado.

España vive permanentemente lastrada por la ferocidad interna de un enfrentamiento civil que en momentos es una guerra civil declarada y en otros una guerra civil larvada, sorda, pero no menos sangrienta, castrante, lesiva, en sus consecuencias.

España es un país sin cohesión ciudadana, muchos de cuyos habitantes sienten rubor de serlo, muchos de cuyos ciudadanos solo se sentirían españoles si España fuera como ellos quisieran que fuera, muchos de cuyos ciudadanos están más interesados en negar lo que es, en negar lo que fue,  que en trabajar sobre lo que será.

Y como consecuencia de todo ello, como consecuencia inevitable de ello, España en un país débil en sus relaciones con el resto de estados en el concierto internacional. Un país lleno de miedos propios que entrega como útil a cualquier otro que decida tener un conflicto, sea legal, político, territorial o económico, con ella.

España es débil en su relación fronteriza porque es un Estado que parte siempre en situación de debilidad ante cualquier otro estado. Situación de debilidad patrocinada, sostenida, alardeada por una parte considerable de su población más interesada en el sonido de su voz que en las consecuencias de lo que dice.  Y ante esto, en una pecera de tiburones, no somos más que las almejas, los camarones de las relaciones internacionales.

Y en este ambiente vivimos, en este complejo castrante, en esta indefinición permanente, en este falso debate político sin fuste ni rigor, en esta negación permanente de lo propio, y eso es lo que trasladamos a nuestro entorno.

Mi convicción de un mundo sin fronteras, convicción emanada de mis vivencias, no de mi pertenencia ideológica a ideología alguna, no tiene límites. No entiendo las fronteras salvo como agresión a los que están dentro de ellas, como recorte de la libertad, como pertenencia a un amo que no siempre tiene la cara que vemos, pero esa convicción no me impide ver que toda frontera tiene dos caras, la de fuera y la de dentro. Y que de nada sirve negar la cara de dentro sin no hay una correspondencia con la cara exterior de esa frontera. Y quién piensa en renunciar a la suya, a su frontera, sin correspondencia, lo único que hace es entregarse al que mantiene la suya del otro lado. Y no siempre, casi nunca, lo que llega es mejor que lo que tienes, interesa.

¿Qué si Marruecos lo sabe? Lo saben sus instituciones y la mayoría de su pueblo lo acata. Incluso lo jalea.

Cartas sin franqueo (XXX)- La otra mirada

Comentábamos el otro día los resultados de las elecciones de Madrid, y los muchos disparates que, de un lado y de otro, aparecían en las noticias y en las redes sociales, y me quedé pensando en el tema, en esa forma plana de criticar, en esa mirada fija, sin parpadeo, hipnótica, que parece aquejar a la mayoría de las personas, encerradas en una incapacidad de análisis constructivo sobre lo que sucede a su alrededor.

Y dándole vueltas, reflexionando sobre el tema, me ha parecido ver que gran parte del problema viene dado por una asunción plena de unas posiciones, sin someterlas a ningún tipo de análisis previo, una identificación con unas propuestas que, como mínimo, exigirían de una mirada crítica y alternativa antes de asumirlas como propias.

Y reflexionando, reflexionando, me he dado cuenta que esa falta de mirada crítica, alternativa, es propia de los tiempos que corren, de ese cuñadismo soberbio, terco, incapaz de dar un paso atrás y recomponer el problema desde posiciones iniciales, que es propio de la tal actitud.

Partimos siempre de la defensa de una razón que estamos dispuestos a sostener más allá de la razón misma, asumiendo como naturales todas las contradicciones que tengamos que asumir, sabiendo, de antemano, sin escuchar, sin cuestionar, sin razonar desde el exterior de esa razón asumida, cual es la verdad última e indiscutible. Condenando de antemano cualquier cuestionamiento que pueda provenir de otra mirada.

Hemos olvidado, perece que hemos olvidado, el parpadeo, la reflexión, la duda que todo lo humano debe de provocarnos de partida. Ya lo sabemos todo antes siquiera de haberlo pensado por primera vez, y, como razón última, citamos como papagayos, autores, informaciones, entradas de internet o declaraciones para adeptos, que encontramos en nuestro camino y que asumimos como incontestables, y para cuya defensa, si enfrente encontramos a alguien que no las asume y las discute, acabamos recurriendo a la descalificación del cuestionador, porque no asume lo mismo que nosotros hemos asumido, y por tanto es incapaz de llegar a esa posición inamovible de la verdad última.

Y ahí es cuando mi razonamiento dio el salto de lo práctico a lo ético, y empecé a plantearme si la ética de muchas de las personas que se plantean la ética desde posiciones inamovibles, que hablan de ética y se la niegan a los demás, se expende en algún, para mí, desconocido establecimiento, o crece en un árbol que mi absoluto desconocimiento sobre el reino vegetal, me impide identificar.

Pero me he desviado, como casi siempre, de la reflexión inicial que provocó esta carta.

Observaba, después de nuestra conversación, el terrible vacío analítico que todas aquellas manifestaciones, pseudoanálisis, declaraciones, comentarios en redes, acarreaban. El mundo, la gente, los votantes, habían elegido entre los buenos, los que habían ganado según unos, los que habían perdido según otros, y los malos. No había, en ninguno de ellos, estuvieran en el bando que estuvieran, ni una sola mirada crítica, ni una sola reflexión alternativa sobre esa polarización.

Todos los partidarios de los perdedores anunciaban a bombo y platillo la incapacidad intelectual de los  que habían votado a los ganadores, proclamaban la vileza ética de los equivocados, invocaban el absurdo ideológico de los que no habían votado a los que tenían que haber votado. Ninguno se planteaba que el error estaba en sus posiciones, ninguno se planteaba que muchos de los votantes habían elegido lo menos malo de lo que se les ofrecía, ninguno asumía que los votantes, en contra de su verdad iluminada, consideraron que lo que ofrecían los suyos no solo no era lo bueno, era peor que la opción que sí votaron.

Ya me parece una opción de cinismo supremo, de soberbia ética intolerable, de mesianismo descalificante, pero calificable, de ostracismo intelectual, considerar que todo aquel que no se ajuste a unas posiciones concretas, es un incapaz, un burro, un insolidario, o un fascista. Ellos, en todo caso, su inmovilismo de pensamiento único, son una lacra para la sociedad y su capacidad de evolución y convivencia.

Claro que, tampoco del otro lado parecía haber una mayor capacidad de análisis. Tampoco en esa euforia desatada, en esa felicidad de momento esperado, se adivinaba, ni por parte de los protagonistas, ni por parte de los partidarios, la más mínima concesión a una mirada crítica. No vi, no he oído, no espero, que alguien de los vencedores se plantee que muchos de sus votos no son de apoyo a sus posiciones, si no de rechazo a las alternativas planteadas. Que no son detentadores de la verdad, si no depositarios de un descontento, de una desazón, de un cansancio desencantado, que mañana se puede volver contra ellos.

Pues eso, eso es lo que pretendía contarte al principio de esta carta, nuestra sociedad está aquejada de una mirada fija, sin parpadeo, sin concesiones a la alternativa o a la revisión, encastillada en posiciones inamovibles. Una sociedad enferma de ideologías e ideólogos sin ideas, una sociedad de absolutos incompartibles, incuestionables. Una sociedad más propensa al insulto que al debate, más inclinada a la discusión que al razonamiento, más cercana al absolutismo que a la democracia.

Una sociedad en la que se llama a la convivencia desde el odio, en la que a la intolerancia se le llama razón, en la que cada uno sospecha de la capacidad de los demás y en la que pensar, disentir, manifestarse, es ofrecerse como reo del linchamiento social. Una sociedad enferma, decadente, sin reflejos, sin reflexiones, con cierta tendencia al totalitarismo.

Cartas sin franqueo (XXIX)- La conveniencia

Hay palabras cuya presencia, o ausencia, llega a ser una suerte de barómetro de los tiempos que corren, palabras que, por su uso, o significado, permiten adivinar ciertas tendencias en la sociedad que las utiliza, o que las ignora.

La conveniencia es un concepto que tiene poca utilidad en un mundo de absolutos, de verdades incuestionables, de adhesiones inquebrantables, de posiciones inamovibles, porque expresa una actitud de análisis que permite llegar a una solución tibia, de aceptación, que puede no ser la idónea, que no llega a ser la correcta, que puede no parecer la más razonable, pero es la más conveniente.

Recuerdo tiempos, aquellos tiempos tan remotos en los que posiblemente aún no existía la historia, en los que en una charla familiar alguien hablaba de la conveniencia en una relación de pareja con vistas a un futuro en común. En tal caso, no se hablaba de sentimientos, de afinidad, o de belleza, se analizaba la conveniencia de tal o cual candidato en función de los valores de estabilidad, de capacidad o de promoción. La conveniencia del candidato lo pintaba como una oportunidad de futuro que iba a permitir una vida más aceptable, más normal, más estable. No se mencionaban el amor, o la felicidad, o la plenitud, se anteponía a todo ello la viabilidad de una familia.

Ese tipo de análisis templado de las decisiones, de conformidad con lo imperfecto, de acomodo a lo llevadero, es, hoy por hoy, inconcebible en el mundo en el que nos movemos. Inconcebible en la voracidad del mundo económico, inaceptable en el sectarismo del mundo político, imposible en el mundo afectivo, intolerable en el mundo laboral.

Por eso, cuando el otro día me comentabas la decisión a tomar entre varias opciones, y te dije cual me parecía la más conveniente, e intentaba explicarte el por qué, no acababas de entenderme.

No es la mejor, me interpelabas, y yo estaba de acuerdo. No es la más correcta, insistías, y yo estaba de acuerdo. No es la más razonable, me apuntabas, y yo estaba de acuerdo. Pero es, de todas las posibles, la que abre una mayor expectativa de viabilidad de cara al futuro, la más estable, la más conveniente.

La conveniencia no es, en esta sociedad, en este mundo y tiempo en los que vivimos, un valor apreciable, un valor que se considere. La conveniencia lleva aparejada una reflexión que está llena de renuncias consentidas, de fracasos menores, de expectativas frustradas, en aras de un resultado, tal vez corto, pero aceptable y que protege del fracaso.

La conveniencia es algo así como la inversión en bonos del estado del desarrollo de una vida, la renuncia a las emociones fuertes, a los vaivenes afectivos, a las veleidades económicas o sociales.

Por este motivo, aquellos que viven en la conveniencia, en expresión actual hablaríamos de zona de confort, renuncian, o creen renunciar, a la pasión, a la feracidad, a la exuberancia, y a tantas posibilidades extremas que la vida pueda poner a su alcance, y que conllevan el riego de sus contrapartidas, tan extremas como ellas mismas.

No, la conveniencia no es un concepto que yo pueda utilizar, un argumento que yo pueda exhibir, una actitud que yo pueda esperar, en el mundo actual, en estos tiempos de frentismos y populismos, de abundancia de información no asimilada, de exaltación de la razón única e incuestionable.

Sería muy conveniente, ya no solo para nosotros, sino para aquellos que vienen a continuación, que nos paráramos a reflexionar sobre los mundos futuros, sus utopías, sus distopías, que nos están dibujando, pero eso supondría escuchar razones ajenas, cuestionar convicciones propias, aceptar fracasos previsibles.

No, definitivamente, hoy por hoy la conveniencia no es un valor en alza, ni siquiera cuando hablamos de nuestro futuro, de su futuro, del futuro. Estamos demasiado sometidos a exigencias, a perfecciones, a verdades.

¿Es la conveniencia, por tanto, una posibilidad a tener en cuenta? A mí, con la mesura de no caer en un acomodo permanente, siempre me parece conveniente contar con ella, aunque sea para descartarla. 

domingo, 16 de mayo de 2021

16 de mayo del 2021- El día después

El gran reto cuando te enfrentas a un sistema, es que los sistemas aprenden, y tienen poderes y recursos que superan a los de aquellos que quieren cambiarlos. Los sistemas analizan sus debilidades y las convierten en fortalezas, y para ello se valen, habitualmente, de los mismos que han puesto sus debilidades al descubierto, de aquellos que, amparados en la ambición personal, en la mimetización de objetivos, en la búsqueda de la oportunidad, se apuntan a esa debilidad buscando su propia fortaleza.

Hoy, dieciséis de mayo del 2021, diez años y un día después del movimiento de los indignados, podemos repasar con resignación, con pena, con desencanto, la trayectoria de un movimiento esperanzador reventado desde sus mismas bases por el sistema.

Hoy, diez años y un día, sí, como las condenas, después, ya podemos señalar con cierta perspectiva los fracasos y los protagonistas de una oportunidad que los cesarismos y las ideologías personalistas hicieron fracasar entregando armas y bagajes al sistema a cambio de prebendas personales y populismos inaceptables.

Hoy, diez años y un día después de aquel movimiento cargado de sinceridad, de necesidad, de oportunidad, no quedan más que rescoldos que los diez años y dos días, los diez años y tres días y los días posteriores irán convirtiendo en cenizas de una oportunidad tan perdida como necesaria para una cierta esperanza de futuro.

Al contrario que Roma, los sistemas sí pagan traidores: les pagan, los integran y los encumbran. Yo no voy a dar nombres, no es necesario. Creo que están en la mente de todos, en los periódicos, en los telediarios, en las redes sociales, y que sus mismas acciones los señalan. Pero sí que quiero señalar traiciones, quiero señalar los dieciséis puntos de reivindicación que emanaron de la voluntad popular, en ese caso sí popular y no populista, y por los que nadie, absolutamente nadie, ha movido ni un dedo.

No es obra que se pueda acometer en un solo escrito, pero sí que cada uno de esos puntos es tan importante, tan profundamente esencial,  que merece algo más que una enumeración, que es a lo que me voy a limitar en esta primera reflexión, pero que iré desglosando, comentando en sucesivos escritos.

Algunos de ellos serán repetitivos, en tanto en cuanto son temas democráticos tan básicos que ya los he tratado repetidamente en mis escritos, pero tan apasionantes, tan necesarios, que no me importaría repetirlos una y mil veces si con ello se consiguiera su implantación.

Estos son los dieciséis puntos básicos de reivindicación que se acordaron en las asambleas populares de aquellos días:

  • Cambio de la Ley Electoral para que las listas sean abiertas y con circunscripción única. La obtención de escaños debe ser proporcional al número de votos. 
  •  Atención a los derechos básicos y fundamentales recogidos en la Constitución como son:  
    • Derecho a una vivienda digna, articulando una reforma de la Ley Hipotecaria para que la entrega de la vivienda en caso de impago cancele la deuda (dación en pago).
    • 2.2. Sanidad pública, universal, gratuita y de calidad.
    • 2.3. Libre circulación de personas y refuerzo de una educación pública y laica.

    

  • Abolición de las leyes como la Ley del Plan Bolonia y el Espacio Europeo de Educación Superior, la Ley de Extranjería y la conocida como ley Sinde.
  • Reforma fiscal favorable para las rentas más bajas, una reforma de los impuestos de patrimonio e sucesiones. Implantación de la Tasa Tobin, la cual grava las transferencias financieras internacionales y supresión de los paraísos fiscales.
  • Reforma de las condiciones laborales de la clase política para que se abolan sus sueldos vitalicios. Que los programas y las propuestas políticas tengan carácter vinculante.
  • Rechazo y condena de la corrupción. Que sea obligatorio por la Ley Electoral presentar unas listas limpias y libres de imputados o condenados por corrupción.
  • Medidas plurales con respecto a la banca y los mercados financieros en cumplimiento del artículo 128 de la Constitución, que determina que “toda la riqueza del país en sus diferentes formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general”. Reducción del poder del FMI y del BCE. Nacionalización inmediata de todas aquellas entidades bancarias que hayan tenido que ser rescatadas por el Estado. Endurecimiento de los controles sobre entidades y operaciones financieras para evitar posibles abusos en cualquiera de sus formas.
  • Desvinculación verdadera entre la Iglesia y el Estado, como establece el artículo 16 de la Constitución.
  • Democracia participativa y directa en la que la ciudadanía tome parte activa. Acceso popular a los medios de comunicación, que deberán ser éticos y veraces.
  • Verdadera regularización de las condiciones laborales y que se vigile su cumplimiento por parte de los poderes del Estado.
  • Cierre gradual de todas las centrales nucleares y la promoción de energías renovables y gratuitas.
  • Recuperación de las empresas públicas privatizadas.
  • Efectiva separación de poderes ejecutivo, legislativo y judicial.
  • Reducción del gasto militar, cierre inmediato de las fábricas de armas y un mayor control de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Como movimiento pacifista creemos en el “No a la guerra”.
  • Recuperación de la Memoria Histórica y de los principios fundadores de la lucha por la Democracia en nuestro Estado.
  • Total transparencia de las cuentas y de la financiación de los partidos políticos como medida de contención de la corrupción política.

Tal vez, solo señalar, antes de ponerme a la tarea, que, en su inmenso entusiasmo, se pusieron al mismo nivel reivindicaciones nacionales, plurinacionales y universales, confundiendo tempos que no siempre son manejables, y dando al sistema pábulo para ignorar los primeros en base a la irrealización inmediata de los demás. Es una trampa fácilmente desmontable desde una auténtica voluntad popular, pero un muro absolutamente infranqueable desde las posiciones populistas que acapararon las reivindicaciones.

domingo, 9 de mayo de 2021

Cartas sin franqueo (XXVIII)- La anti derecha

Me preguntabas no hace mucho, por qué en muchas ocasiones hablo de la anti derecha, y le niego la denominación de izquierda que ellos reclaman. Voy a intentar explicártelo, aunque desde un punto de vista no ideológico, puramente lógico, y ya lo de puramente da una idea de la futilidad de mi pretensión.

No tengo que recordarte de donde nace el término izquierda, cuyo origen de ubicuidad puramente circunstancial, da una idea de la fragilidad del concepto, ya que no puedo considerar que esas izquierdas originales tengan que ver nada con los que luego se apoderaron del término, finales de XIX, principios del XX, ni por asomo con los que ahora se autodenominan como tales.

En la revolución francesa, no existían los partidos políticos, ni siquiera la exclusividad de pertenencia a grupos de debate político, pero existían dos tendencias generales sobre la forma de desarrollar el nuevo estado, que se fueron denominando los aristócratas y, por el contrario, los patriotas, estos últimos más radicales, revolucionarios y violentos, y según los debates se sucedían fueron, por comodidad y afinidad, ubicándose según su inclinación, a un lado y otro del foro. Insisto, eran librepensadores, y su posición física no presuponía su adhesión inquebrantable o su disciplina de voto, hacia ninguna idea a debatir.

Así que resulto que aquellos ciudadanos que se situaban a la izquierda, más partidarios de buscar nuevos caminos, nuevas soluciones, una ruptura más nítida con todo lo anterior, cuyas reivindicaciones estaban más en la línea de las clases bajas y burguesía, se convirtieron en la izquierda, aunque, si intentamos ser puristas, aquella facción era más de montaña que de izquierda, pero eso no nos aporta nada. Quedémonos con la izquierda, que a su vez se dividía en exagerados, terroristas y moderados, y que finalmente es la que desencadena ese periodo de terror con el que pretenden erradicar todo pensamiento discrepante de su idea de la revolución.

Si hubiera que definir aquella izquierda sería complicado, pero podríamos hablar de revolucionaria, republicana, violenta y con ciertos tintes absolutistas, en tanto en cuanto proponen una vía, brutal, hacia un pensamiento homogéneo.

Tampoco voy a extenderme, mucho, nada, sobre los herederos del término izquierda que nacen de la revolución industrial, el nacimiento de las ideologías socialistas, y la división de la sociedad en clases rígidas según su cometido. Ni siquiera en sus reivindicaciones, ni en su forma de intentar alcanzar el paraíso socialista. Está en los libros.

Y en los tiempos actuales, tenemos una izquierda, un movimiento político que se autodenomina izquierda, que se declara heredero de estos últimos izquierdistas de principios, mediados del XX, y que hacen esa reivindicación desde un discurso que sigue hablando de clases, en un mundo donde las clases prácticamente no existen, y siguen pretendiendo reivindicar para sí un pueblo, unas organizaciones y unos métodos que son cada vez más ajenos a su discurso.

Cada vez más sus planteamiento son los contrarios a los de una derecha que es la única referencia social en la que pueden basarse, lo que les lleva, junto con la mediocrización de sus dirigentes, a una decadencia ideológica y política lesiva para los intereses de la sociedad.

Por eso les llamo la anti derecha, porque son oposición incluso cuando están en el gobierno, porque no tienen más discurso que los heredados de tiempos en los que la sociedad era diferente, en los que las inquietudes y reivindicaciones eran distintas. Y lo hacen intentando ser continuistas, ser parte del sistema que, según la parte más pura de su discurso, pretenden desmontar. O sea revolucionarios sin revolución, republicanos con rey, violentos sin derramamiento de sangre. Inconsistentes.

Intentaré ponerte algún ejemplo, aunque ejemplos sobran

- Hablan de la clase trabajadora, pero la clase trabajadora de la que hablan, que reivindican, está en proceso de desaparición por la automatización y la evolución misma del trabajo y no saben cómo defender, ni siquiera cuales son, las necesidades de los trabajadores que se incorporan a trabajos de reciente creación y que nada tienen que ver con los anteriores.

- Basan su acción en sindicatos cuya utilidad, por lo expuesto en el punto anterior, es cada vez más cuestionable. Por no entrar en el cuestionamiento de sus métodos y de sus soluciones.

- Hablan del trabajo desde una ignorancia supina, personal, del mundo laboral actual y sus circunstancias reales.

- Intentan solucionar la brecha económica mediante un manejo lesivo de un instrumento de la derecha, los impuestos, que no saben utilizar, ni aplican nunca en el sentido que ellos declaran. Sus reformas acaban siempre perjudicando a los que dicen favorecer.

- Oponen lo público a lo privado, simplemente porque en la lucha de clases lo privado es sinónimo de capital, en vez de buscar vías en las que la eficacia y la austeridad se enfrenten a lo socialmente inaccesible.

- Reclaman una superioridad moral, ética, desde un fango ético intolerable visto desde una posición de neutralidad intelectual.

- Reclaman el sentido democrático desde una intolerancia democrática de pensamiento único.

- Dicen defender a las minorías, y lo hacen sin los planteamientos mínimos de rigor, debate y exigencia de compromiso de esas minorías, identificando minoría y derecho con razón sin cuestionamiento.

Podría seguir, pero esto no pretende ser un análisis riguroso de la falta de base de ideológica, de capacidad intelectual y de conocimiento mínimo social, necesarios para que la actual anti derecha fuera la izquierda que la transformación de la sociedad requiere. Hay atisbos, intentos, pero aún tiernos, aún en riesgo de ser malogrados por esta caduca, vocinglera y vacía anti derecha que tanto daño está haciendo.

Y mientras, la derecha, más madura, más cómoda con los mecanismos que el sistema tiene, porque son los suyos, más ágil, más capaz de adaptarse a lo que está viniendo, sigue diseñando un futuro que no me parece nada halagüeño, aunque, tal vez, si tuviera que elegir, sí más halagüeño que el panorama de cesarismos, totalitarismos encubiertos y vacíos progresistas, que me muestra la anti derecha con la que cohabitamos.

sábado, 8 de mayo de 2021

Lavarse las manos

El 9 de mayo de este año del señor del 2021, hemos salido del estado de excepción, o, como gustan de decir nuestros próceres, ha decaído el estado de excepción, lo que no significa que haya entrado en depresión, que algunos sí, ni que se haya ensimismado, que algunos seguirán, ni siquiera que se ha puesto malito, que hay muchos que como lo son no tienen que ponerse, simplemente significa que ha dejado de estar en vigor.

En Román paladino, que se acabó lo que se daba. Que, con la ley en la mano, volvemos a recuperar ciertas libertades individuales que nos habían sido suspendidas por el bien de todos, a decir de los que las suspendieron. Aunque bien mirado, sí pero no, porque seguimos con obligaciones peregrinas, a decir de los científicos, como el burka en espacios abiertos o la obligación de los desinfectantes, que a mí, personalmente, me preocupa porque he notado que me ha disminuido el tamaño de tanto darles sustancias extrañas que no siempre resultan recomendables.

Y a eso iba mi reflexión.

Una cosa es el decaimiento, insisto, que no depresión, del estado de alarma, que muchos, por mucho que decaiga, siguen alarmadísimos, y otra es que el gobierno y sus expertos, esos sin nombre conocido, van a seguir machacándonos con los diez mandamientos del terror:
  •  El primero, temerás a tus semejantes como al virus mismo
  •  El segundo, no te reunirás con nadie ni con causa justificada
  •  El tercero, detestarás los bares
  •  El cuarto, la salud es lo primero ( este viene de lejos y se aplica sobre todo el veintidós de diciembre)
  •  El quinto, no tocarás a tus semejantes, de pensamiento, palabra u obra.
  •  El sexto, no permitirás que te contagien, ni contagiarás (aunque no te hayas contagiado o te hayan vacunado)
  •  El séptimo, te lavarás las manos, o te las desinfectarás, en cada lavabo, o dispensador, que encuentres a tu paso.
  •  El octavo, ocultaras tu rostro como si en ello te fuera la vida
  •  El noveno, respetaras la distancia social aunque no haya nadie
  •  El décimo , no añorarás la caduca normalidad
Estos diez mandamientos se resumen en uno, vivirás con miedo el resto de tu vida, y preservarás ese miedo, como si fuera tuyo, para utilidades futuras.

Así que qué el estado de alarma deje de estar en vigor no viene a significar otra cosa que lo que antes se hacía con la ley en la mano, y dado que al gobierno central esa ley empieza a pasarle factura vistos los escasos resultados, ahora se va a hacer sin la ley en la mano, mediante la coacción mediática o, si el estamento judicial del lugar lo permite, a pesar de la falta de ley que lo respalde.

En otras palabras, y por si alguien no me ha entendido hasta este momento, se trata de quién tiene que hacerse un Poncio Pilatos, esto es, quién tiene que seguirse lavando las manos para que otros, el gobierno, se sigan lavando las suyas.

Casi año y medio después del inicio de esta pesadilla, seguimos manteniendo medidas que no avala ningún estudio científico (el contacto no contagia, claman todos ellos, a pesar de lo que seguimos siendo “obligados” a evitarlo. La transmisión es casi imposible al aire libre, pero seguimos con mascarillas por la calle. La transmisión se produce por aerosoles, pero sigue habiendo gente por la calle, en las terrazas, que te obligan a fumar con ellos). Casi año y medio después nos obligan a desinfectarnos en cada recinto al que accedemos, nos invitan a lavarnos las manos con una frecuencia rayana en lo obsesivo, sin que nadie acierte a explicarnos el fundamento de tal rigor.

Pero ese fundamento existe, el fundamento de que tales medidas se mantengan en vigor es puramente estético. Mientras nosotros sigamos teniendo que lavarnos las manos, por temor, ellos, nuestro gobernantes, podrán seguir lavándose las suyas, por absoluta incapacidad, o desidia.

Mientras los culpables de que la pandemia no remita, seamos los ciudadanos, nuestras fiestas, nuestras aglomeraciones, nuestros botellones, nuestra indisciplina en general, nuestras desmedidas, y lesivas, ansias de libertad, no nos fijaremos en que los únicos culpables de una gestión lamentable, y la falta de gestión es una gestión lamentable, son los distintos gobiernos incapaces de ponerse de acuerdo en legislar soluciones inteligentes y proporcionales (siempre ha sido más fácil matar moscas a cañonazos), son los irresponsables incapaces de acomodar las infraestructuras a una emergencia, son aquellos que no han cumplido ni una sola de sus obligaciones porque encontraron la vía fácil del chivo expiatorio ( el mejor amigo de los políticos), el populacho inconsciente e indisciplinado.

Si alguien me preguntara, que nadie lo va a hacer, como le llamaría yo a este tiempo de pandemia, yo no le llamaría los años del coronavirus. No. Yo le llamaría los años de Pilatos. Los años en los que unos tenían que lavarse la manos, físicamente, para que otros se las siguieran lavando, ética, moral y políticamente.

jueves, 6 de mayo de 2021

Pongamos que se habla de Madrid

Seguramente son muchas las lecturas de lo que ha sucedido en Madrid, ningún resultado como el que se ha dado está libre de perspectivas e interpretaciones, pero lo que no podamos dejar de concluir es que es sintomático. Sintomático de un bullir de descontento que el gobierno se empeña en no oír. Sintomático de un discurrir histórico que la izquierda se empeña en ignorar, o ignora de base.

Basta con echar la mirada atrás para comprobar que los resultados del cuatro de mayo en Madrid, entroncan con hechos reiterados en nuestro país. Con el Motín de Esquilache, con el dos de mayo, con la vuelta de Fernando VII, con una forma de pensar que, intelectualmente hablando, puede considerarse históricamente perjudicial, pero es emocionalmente irrenunciable. España, Madrid, puesto en la disyuntiva, apretado hasta el abismo de la elección, elige lo suyo, lo que le piden las entrañas. Y no le importa un ardite lo que ciertas personas subidas en una superioridad moral de dudosa constatabilidad, le diga, y menos si ese discurso viene trufado de insultos y descalificaciones.

Intelectualmente hablando, Madrid, y España en general, a lo largo de la historia se ha decantado por las opciones más sospechosas para su futuro, pero, también históricamente, parece constatable que las opciones que les presentaron no fuero emocionalmente bien planteadas.

Por seguir un orden:

    - Motín de Esquilache. El pueblo se amotina con la excusa del “Bando de Capas y Sombreros” y el         trasfondo real de la carestía del pan, las velas y el aceite para iluminación, todo ello debido a las             medidas de modernización que pretendía un ministro italiano de Carlos III. Posiblemente la                     intención de Esquilache fuera la modernización y saneamiento de Madrid, que vivía en una suciedad      lesiva, y que vestía unos ropajes que favorecían la delincuencia y las algaradas. Sin duda las                 intenciones del ministro eran encomiables, pero estaban en contra de la economía y del sentir del         pueblo , y ese desconocimiento, seguramente debido al origen foráneo del ministro, llevó a una             rebelión que estuvo a punto de anticipar la luego llamada revolución francesa, en unos años.

    - Dos de mayo. El pueblo de Madrid se entera de que intentan llevarse a los infantes a Francia, lo que     suponía el abandono de facto de los reyes españoles. Encorajinados salen a la calle y la intervención     represora del ejército francés eleva el levantamiento de algarada a gesta popular. Sin duda los aires        renovadores de José Bonaparte y sus intenciones suponían una mayor libertad y modernización en la     vida española, pero una vez más, estas loables iniciativas se toman de espaldas al pueblo, contra su        criterio, y el pueblo toma la decisión de elegir lo suyo por encima de lo mejor. Pulsión frente a razón.     ¿Acaso fue mejor para el país Fernando VII que José Bonaparte? Claramente no, pero las mismas        formas hicieron imposible que la iniciativa prosperara.

El planteamiento de la campaña a estas elecciones ha sido absolutamente antipopular por parte del PSOE y de Podemos. No se puede atraer a la gente, mintiendo, menospreciando, ocultando y pretendiendo decirle al pueblo lo que tiene que querer, aunque sea contrario a lo que ese pueblo siente.

No se puede hablar en nombre del pueblo, al tiempo que se le desprecia por su decisión ¿De qué pueblo hablan cuando el pueblo les da la espalda? ¿Solo es pueblo el que vota lo que los autodenominados oráculos populares desean? ¿Qué lectura democrática, del espíritu democrático, se le puede hacer a quién desprecia a la mayoría de los electores porque no han votado según sus deseos y, supongo, convicciones?

Tal vez uno de los mayores errores de la, supuesta, izquierda actual, es aquel que los lleva, desde una atalaya de superioridad moral que nadie les reconoce, a erigirse en formadores de la moral popular, olvidando que su competencia no es esa, que su competencia es administrar, es escuchar y es ejecutar lo que ese pueblo, compuesto por los votantes anónimos y no comprometidos, desea y necesita. Y todo ello desde una probidad, desde una honestidad, que no pueda ser puesta en cuestión por ínfulas personales de los representantes.

No es este el lugar, no es este el momento, para enumerar y extenderse sobre los múltiples episodios de ocultación, de toreo verbal, de falta de verdad que el elenco del gobierno, y de su partido, ha llevado a cabo desde las últimas elecciones. No se trata ahora de desglosar el sistemático ataque a las instituciones, o su uso partidista, en plena campaña electoral, por parte del gobierno central. No hace falta, tampoco, recordar los episodios de enfrentamiento, las ofertas vacías de cogobierno, la falta de respeto a los madrileños, humillados e insultados en sus representantes, las políticas propias de Poncio Pilatos frente a la pandemia, sin más respuestas que aquellas que permitieran descargar las responsabilidades en los demás, pero sin tomar ni una sola iniciativa estructural o legislativa que permitiera hacer frente a la misma. No es tampoco oportuno, aquí, ahora, desglosar los episodios de ocultamiento policial, fiscal, rozando la absoluta falta de ética, por parte de una opción que además se permite presentarse como garante del espíritu democrático y de la transparencia.

Solo hay una verdad democrática que, por dura, por incómoda, nunca aceptan de buen grado los perdedores. “Cien mil millones de moscas no pueden equivocarse, coma mierda”, y si eso vota la mayoría y esto es una pretendida democracia, toca lo que toca, comer mierda. Porque lo otro, lo de hacer votar a las moscas, lo de ser representantes de las moscas, para desde esa posición llamarles sucias, infectas, repugnantes, e intentar imponer que lo que los moscas tienen que querer es chuletón, porque ese es el concepto de una dieta correcta, aunque sea intelectualmente cierto, no es democracia, es otra cosa, tiene otro nombre, y no es bonito.

Es hora de que esta izquierda de salón y soberbia, convencida de verdades absolutas imponibles, trufada de élite intelectual, se remangue y baje a escuchar a la calle y adquiera el compromiso de pelear por los problemas reales de ese pueblo del que se llena habitualmente la boca, y al que solo tiene la pretensión de decirle lo que tiene que pensar, lo que tiene que querer, lo que tiene que votar. Ya es hora de que se comprometa a trabajar por lo que el pueblo quiere, no por lo que ellos consideran que tienen que querer. Ya es hora de que intenten servir al pueblo, que es la única justificación de su existencia, y no que se sirvan de él.

Tal vez alguien no se reconozca en lo que describo, ni en lo que digo que se necesita. Yo creo que lo que intento explicar, a quién me refiero, vale para toda persona con vocación política, con la visión política de servir a los demás, y vale para todo el mundo, para toda España. Pero hoy, en este momento, pongamos que se habla de Madrid.

lunes, 3 de mayo de 2021

El 1 de mayo

El día 1 de mayo es, casi mundialmente reconocido, el día del trabajo, el día que conmemora unos hechos luctuosos acaecidos en 1886, lo cual es, sin duda, encomiable. Encomiable pero contradictorio, o al menos lo es para mí. Contradictorio porque se celebra una lucha desde la apocada decadencia provocada por la falta de fondo real de una ideología que fue la que asumió esa reivindicación como propia. Una reivindicación de izquierda que ahora intenta apropiarse la antiderecha.

Me parece importante recordar a las personas que murieron por sus convicciones, su compromiso, en aras de una reivindicación tan lógica que con el paso de los años ninguna de las partes implicadas en su negación ha persistido en ella. Cabría, tal vez preguntarse, por qué ocho horas y no siete cincuenta, o nueve y diez.

La pregunta es válida, sobre todo ahora que estamos en reivindicaciones de jornadas de menor duración, pero la respuesta es evidente, evidente a pesar de otros razonamientos y consideraciones: por lo mismo que el metro mide un metro, la hora tiene sesenta segundos y el Kg nos amarga la existencia con su valor, porque ahí se estableció el acuerdo.

Hagamos, antes de nada, un pequeño repaso a los por qué, a la historia de la jornada de 8 horas.

Todos, y cuando digo todos me refiero a prácticamente todos, hemos oído la vía americana de la lucha por la jornada laboral de ocho horas. Los más comprometidos nos hablarán de la Primera Internacional Obrera de 1864, pero casi nadie, si es que hay alguien que lo haga, nos ilustrará diciendo que la jornada de 8 horas, y su consideración socio-laboral, es un invento español que data de 1593.

Español y monárquico, reivindico, y a pesar de que puede que la constatación de este origen haga que, la antiderecha en general y los sindicatos en particular, sobre todo en estos tiempos en los que son más importantes las palabras que su significado, renieguen del tal logro.

Pues sí, el primer lugar del mundo en el que se instaura la jornada de ocho horas como medida laboral justa para los trabajadores es en la España de Felipe II, y es el mismísimo rey el que emite un Edicto Real, en el año del Señor de mi quinientos y noventa y tres, para los empleados reales, que dice:  "todos los obreros de las fortificaciones y las fábricas trabajarán ocho horas al día, cuatro por la mañana y cuatro por la tarde", y añadía: "serán distribuidas por los ingenieros según el tiempo más conveniente, para evitar a los obreros el ardor del sol y permitirles el cuidar de su salud y su conservación, sin que falten a sus deberes". ¿Cómo se quedan?

Y ya no volvemos a oír hablar, históricamente hablando, de la jornada laboral de ocho horas hasta que en 1817 Robert Owen, empresario, socialista utópico inglés, propone, observando las maratonianas jornadas laborales de la revolución industrial, que en ocasiones, en muchas ocasiones, sobrepasaban las dieciséis horas, la división de la jornada en tres espacios iguales dedicados al trabajo, al recreo y al descanso, idea que, a cualquiera que tenga unos ciertos conocimientos masónicos, ya que masón fue Robert Owen, le va a resultar muy familiar. Así que si dividimos veinticuatro horas entre tres utilidades, nos resultan ocho horas por utilidad, o dedicación. Y así lo plantea, y así lo recoge Engels y así lo propone la Primera Internacional Obrera, que hace de esta planteamiento una de sus principales reivindicaciones.

Reivindicaciones que el 1 de mayo de 1886 defendían los obreros que en Chicago decidieron ir a la huelga, huelga que, tras tres días de manifestaciones y un atentado con varios muertos, acabó con miles de despedidos y cinco ajusticiados. Curiosamente, en este caso, la reivindicación no era el reconocimiento de la jornada de ocho horas, ya recogida por la ley, si no la exigencia de su aplicación. Y, para los más legos, me permito explicar que hablamos de una jornada de cuarenta y ocho horas semanales, ocho horas, seis días.

La Segunda Internacional llega al acuerdo de instaurar el 1 de mayo, día en que se había iniciado la huelga de Chicago, como día de movilización y reivindicación obrera, fecha a la que paulatinamente se van adhiriendo las distintas naciones y organismos supranacionales, sobre todo a partir de la finalización de la II Guerra Mundial.

El último retoque a la jornada de ocho horas se produce en los Estados Unidos de América del Norte en 1938, con el establecimiento de la “Fair Labor Standard Act”, que recoge la reivindicación de los numerosos trabajadores judíos, cuya festividad no coincidía con la mayoritaria católica, y establece la libranza de dos días, convirtiendo, de facto, la jornada de cuarenta y ocho horas en la actual de cuarenta.

Y, aunque pueda haber sectores a los que este hecho les moleste, el mayor respaldo a la normalización y aceptación de la conmemoración oficial, se produce el primero de mayo de 1954, cuando Pío XII declara el día dedicado a San José Obrero, haciendo así explícito el apoyo de la Iglesia predominante en occidente a esa efeméride

Desgraciadamente, a día de hoy, el día del trabajo sirve poco más que para promover manifestaciones de escaso, por no decir nulo, poder reivindicativo, que para la exhibición de líderes sin carisma, sin preparación, sin capacidad de crear reivindicaciones que preparen al trabajo para un mundo sin trabajo, y para exhibir un montón de logros que no tienen otro mérito que la comodidad de recoger las ideas heredadas, eso sí, con retoques para que parezcan nuevas, y demostrar la ignorancia más patética de la realidad del mundo laboral. Bueno, para eso, y para disponer de un día festivo más, en muchos países.

Y esto es lo que da pie a mi contradicción ¿es posible una reivindicación institucionalizada? ¿Se puede considerar una reivindicación? ¿Dónde están los líderes que necesita la pretendida izquierda para dejar de ser una antiderecha, la alternativa a la otra derecha?

Reivindicar una jornada laboral de treinta y cinco horas, o de treinta, o de diez, pretendiendo repartir un trabajo no repartible, es una falacia, un acomodo a seguir ordeñando una idea que tiene ya doscientos años, pretendiendo que en el mundo no cambia otra cosa que la explotación de unos obreros que ya no existen, o que están a un paso de dejar de existir. Como es una falacia ignorar que la mayor parte del trabajo está en manos de pequeños empresarios y autónomos que sufren jornadas interminables, y una carga fiscal que impide la creación de mayor empleo, por unos costes inasumibles. Pero, y también eso es una falacia, para la antiderecha, estos trabajadores autónomos son empresa, y por tanto sospechosos de enriquecimiento y explotación, son, en definitiva, enemigos.

El mundo tecnológico se nos viene encima, la IA está ya, casi, en condiciones de arrasar el mundo laboral. El teletrabajo se ha valido de la pandemia para asomarnos a un mundo donde lo presencial resulta innecesario en muchos casos, y la producción directa está, en una gran proporción, mecanizada. Y estamos empezando. El debate entre lo público y lo privado tiene los días contados, pero no el modelo a conseguir para que las grandes corporaciones no sean las diseñadoras, y propietarias, de un mundo donde todo,  la educación, la salud, el trabajo, la alimentación, la vivienda, el ocio… se puede convertir en una mercancía a la que no se podrá acceder con una compensación laboral inexistente, y los precios pueden ser terribles, y cada vez más inasequibles.

Ahí harán falta ideas, ideas reales, no remiendos de viejas y caducadas ideas, harán falta luchas para arrancar los privilegios de propietarios inaccesibles, inapelables, inclementes, tal vez inhumanos, que intenten apropiarse de todo lo que tengan a su alcance. Harán falta líderes capaces de movilizar, de reivindicar, de dibujar y promover un mundo en el que los valores básicos sean la equidad, la justicia y la comunidad, y en el que la unidad a considerar sea el ciudadano. No el estado, no la sociedad, no el territorio, el ciudadano como depositario de todos los derechos, privilegios y obligaciones que ese nuevo modo de enfocar la civilización, una nueva civilización, la civilización del ocio, debe depararnos.

Nos vamos a mover entre un feudalismo tecnológico en el que la nobleza sea sustituida, o no, por una élite tecnócrata, y un sistema que nos puede recordar a las polis griegas, un sistema de ciudades-estado, de ciudades autoreguladas, interconectadas por intereses comunes, con una tecnología boyante y un sistema de vida con fuerte implantación rural e intelectual. Entre la masificación y la individualización.

En este panorama, en este inquietante panorama, la derecha está haciendo su trabajo de llevarnos hacia la solución tecnócrata y la antiderecha la suya de llevarnos hacia el mismo objetivo, presentando matices, soluciones, reivindicaciones que nada tienen que ver con los logros o derechos individuales, si no con el tipo de propietario. La derecha aboga por un corporativismo de corte ultraliberal, de propiedad cuasi familiar, aristocrática. La antiderecha por lo mismo, pero cambiando el acceso a la propiedad, en vez de por familia o utilidad, por pertenencia a escalafones ideológicos. La derecha aboga por el sistema americano, la antiderecha por el sistema chino, o ruso. Ni en uno, ni en otro, el ciudadano tiene ningún peso, ninguna representatividad real ante el propietario. Y elegir entre ellos es como elegir entre la tienda de la esquina, o la de enfrente. La concesión, puramente formal, de votar para elegir a los representantes del poder ante una población de propiedad, nada tendrá que ver con la democracia. Aunque algo de eso ya lo estamos viviendo.

Falta por ver quién, si es que hay alguien, defenderá al ciudadano en próximas reivindicaciones, cuando reivindicar un trabajo que tiende a desaparecer como derecho para pasar a ser una prebenda, una concesión, un logro para los mejores, ya no tenga sentido y queramos librarnos de un yugo que puede acercarnos a una sociedad sin alma. Ojalá haya alguien, y ojalá no sea tarde.