domingo, 21 de noviembre de 2021

Cartas sin franqueo (XLVI)-Los números

Buenos días mamá:

Felicidades, me correspondería decirte en este mundo de números y efemérides, porque hoy cumplirías ochenta y nueve años, aunque hace ya tres que no puedo decírtelo, porque hace ya tres que decidiste morirte de ganas de vivir.

Dicen que el tiempo no existe, lo creo firmemente, pero pasa, pasa sin cesar y traducido a números, como nos hemos acostumbrado a hacer en este lado del telón vida-muerte en el que nos movemos, es un viajero imparable que nos marca su ritmo.

Todo lo medimos, mamá, todo lo contamos, todo lo pesamos, en un afán de convertir todo en un número que nos explique el universo en el que vivimos, y tan inmersos estamos en el intento que hemos decidido que el número es lo importante y no su contenido. Y cuanto más contamos, cuanto más medimos, cuanto más preocupados estamos de explicar en números lo que nos rodea, menos disfrutamos de la vida, del universo, de las maravillas que nos permite la simple observación.

La fiebre de la vida se llama muerte, pero esa fiebre irreversible, el afán por poder anticiparla, que es una forma de morirse antes, nos ha llevado a la calentura de contar, de medir, para estar más pendientes de lo que nos falta que de lo que tenemos.

Intentamos asomarnos al futuro para intentar evitarlo y en ese intento, vano, bobo, perdemos la oportunidad de disfrutar del presente, que es lo único real que tenemos, que es lo único real e inamovible que nos es permitido poseer sin recato. Ese chispazo de consciencia que hace que el yo, el yo del efímero presente, sea algo irrepetible y maravilloso, mágico.

Comemos cuando es la hora, no cuando tenemos hambre. Bebemos sin tener sed. Hablamos sin tener motivo y hemos decidido enterrarnos en vida porque hay un aparato, un invento nuestro, que nos informa de que el tiempo pasa, cuanto pasa, cuando pasa, y nos permite elucubrar cuanto puede quedar.

Siempre me ha parecido terrible esa extraña, pero habitual, dedicación de leer los obituarios de la prensa comprobando la edad de los fallecidos y comparándola con la edad del lector, buscando una distancia, o una cercanía, que no puede aportar otra cosa que una desazón puramente masoquista. Pero, ¡ay dolor!, yo me he descubierto haciéndolo en alguna visita a los cementerios.

¿Por qué nos hacemos esto? No está claro, pero seguramente la razón está en la esencia de nuestro pecado original, está en el momento en el que elegimos el conocimiento en detrimento de la felicidad, está en el momento en el que elegimos el tiempo en vez de la eternidad, está en el momento evolutivo en el que una extraña combinación de células se unió y pudo ser consciente de su existencia, decir yo y sentirse identificadas.

Es difícil explicar este proceso. Es difícil explicar que hayas muerto porque tenías tantas ganas de vivir que te negaste a que pudieran decirte que estabas enferma. Es difícil explicar que un día es una medida de tiempo que corresponde a un movimiento planetario, y no entiendo que haya gente que niegue la astrología pero viva obsesionada por cuantos giros de la tierra alrededor de su eje lleva vividos. No es coherente.

Estamos tan preocupados de explicar lo que nos rodea, lo que nos contiene, lo que nos acompaña, que nos olvidamos de convivir con ello, que no nos acordamos de ser parte de ello.

Hace unos días me contaba una persona que había llorado porque su vida había completado otra revolución alrededor del sol. Me lo contaba con el sentimiento de perder juventud, de perder algo inestimable. Claro que perder algo es doloroso, por supuesto, pero los que padecen ese sentimiento, los que solo miran una cara de la moneda, padecen de una mirada estrábica, de una mirada vaga e incapaz. Durante la vida, siempre que perdemos algo obtenemos otra cosa a cambio. Perdemos abuelos, padres, y ganamos hijos, nietos. Perdemos la infancia, la juventud, y ganamos la madurez, el conocimiento, la experiencia.

Pero, en último caso ¿Qué creemos perder cuando hablamos de perder la juventud? ¿Una posibilidad estética? ¿Una actitud irresponsable? ¿Una pulsión ética? ¿Una capacidad física? ¿Un número? Veamos:

Si es una posibilidad estética, lo que me dice la experiencia es que aquellas personas que acomodan su aspecto exterior a su verdad interior, y no se empeñan en modificar lo visible para renunciar a lo invisible, son bellas siempre, independientemente de las cicatrices que el tiempo pueda marcar en su físico. Incluso hay personas a las que la edad las embellece naturalmente, y, por el contrario, personas que en su afán de retener lo incontenible, acaban siendo una triste máscara de sí mismos.

Si es una actitud irresponsable, es patético ver a esa personas que intentan pasar por su vida sin asumir nada de lo que pasa a su alrededor, permanentemente a la defensiva, incapaces de fijar nada, de ligarse a nada. Los números pasan aunque la responsabilidad no se quede y suelen llegar al final de su vida sin lazos que le hagan la vida más amable.

Si es una pulsión ética, si son de esos que confunden la necesidad de cambiar el mundo con la posibilidad de que el mundo cambie para ellos, si son de esos, que casi todos hemos sido en algún momento, que consideran que el único mundo posible es aquel que ellos harían, si son de esos inconformistas, revolucionarios, anti sistema, lo único que cambia según pasan los años, según el poso de la consciencia de los otros te va calando, según vas descubriendo verdades ajenas, es que lo único que cambia en tus convicciones es la soberbia de una verdad innegociable, es la intuición de que pretender imponer la verdad a otros no la hace más verdadera, y, desde luego, no la hace más duradera.

Si es una capacidad física, que también lo es, lo importante es disfrutar de aquella que tu físico, menos pendiente de los números que de ser escuchado y tenido en cuenta, te va permitiendo, y un físico, tratado con respeto y atendido en sus verdaderas necesidades, suele ir más allá de lo que un número pueda marcar, o dejar de marcar.

Ahora, si la preocupación es simplemente el número porque anuncia la llegada de un número más, y de otro, y de otro, y quisiéramos quedarnos estancados en el actual, es una pretensión vana. Vana y peligrosa. ¿Alguien se imagina vivir en un mundo en el que los hijos, los nietos… llegaran a ser mayores que sus padres? ¿Mayores que sus abuelos?

Más allá de los números, de la capacidad física, el aspecto exterior, la pulsión ética, o cualquier otra consideración, la vida se disfruta aceptando y apurando cada instante, buscando permanentemente y siendo feliz con lo encontrado hasta ese momento, que solo dura un destello. No hay número que nos garantice un futuro, un aspecto, una capacidad física o intelectual, ni siquiera inmediatos, y no hay número que pueda ser bloqueado en el tiempo.

No merece la pena, ni siquiera, llorar por lo que no tenemos, por lo que no tuvimos, por lo que posiblemente no tendremos, pudiendo disfrutar de lo que somos. Ya a todo esto, sin que podamos asegurar que seamos reales, que lo seamos nosotros ni que lo sean los números, o el tiempo.

Bueno mamá, te dejo, pasa el tiempo, al menos para mí, y los números me reclaman a lo cotidiano, a lo perecedero, al discurrir fantástico de un segmento imposible de lo eterno.

Un beso.

domingo, 14 de noviembre de 2021

Cartas sin franqueo (XLV)- Pagar, y pagar, y volver a pagar

 Muchas veces hemos discutido sobre el tema de los impuestos y su perversidad, sobre todo en manos de una izquierda de salón, que divide a la sociedad, con menos imaginación que un guionista de telenovela, en buenos y malos, en empresarios ricos y explotadores, y obreros pobres y explotados, y basa en ese análisis perverso, en esa incapacidad de modernizar su visión de la sociedad, en su forma de querer ser sistema y antisistema en una misma acción, toda la frustración económica que provocan su gobiernos. Los impuestos, y basta con echar mano de la historia, son un invento de los poderosos, los gobernantes absolutos, los caciques, las religiones, para acrecentar su poder y controlar el progreso de las clases gobernadas, o de los pueblos sometidos, no olvidemos que el primer acto de victoria era marcar unos tributos sobre los vencidos. Y este es, sistemáticamente, un medio extraño en el que la izquierda naufraga en una serie de piruetas dialécticas que no consiguen tapar su incapacidad para manejarlo.

Nunca, a lo largo de su aplicación, los impuestos han sido otra cosa que el mecanismo por el que, el que podía, o sea, el poderoso, participaba en el beneficio del trabajo del no poderoso, que no tenía otra opción que pagar lo que le era solicitado (es una forma suave de decirlo), fuera justo, o no, fuera posible, o no, lo que, antes o después, y según la habilidad del gobernante, acababa causando una revuelta contra la presión económica del que mandaba y utilizaba esos recursos que detraía de la necesidad ajenas para su propio lucro, o necesidades.

Los gobernantes más hábiles convertían sus necesidades en logros que beneficiaran lateralmente a los contribuyentes, pero tampoco era especialmente importante que fuera así. Los más poderosos y hábiles, relajaban la exigencia contributiva de sus ciudadanos mediante la esclavitud de los vencidos, si el tributo era físico,  o sus obligaciones de entregar mano de obra y riquezas periódicamente, pero no lograban enmascarar que el fin último no era aliviar esa presión, si no incrementar su poder.

Estas prácticas, absolutamente intolerables, aparentemente, en una democracia, o cualquier otro sistema pseudo democrático moderno, y su planteamiento primitivo, se han amparado en el concepto de redistribución de la riqueza para justificar lo que antes no se justificaba, apropiarse de los beneficios de las clases emergentes para beneficio de los poderosos, y, en  último término, controlar el enriquecimiento de las clases medias para evitar que se conviertan en una clase poderosa. Someter a los que tienen opción, por número, y por recursos si se les permitiera, de subvertir el orden establecido.

Los impuestos, ese sistema que jamás conseguirá cerrar brecha alguna, porque su mismo mecanismo lo impide, no son otra cosa que un instrumento de control del poder sobre los gobernados, y da lo mismo, porque lo mismo da, si ese poder lo ejerce alguien en nombre de un estado que sea el que administra los recursos, en este caso el poderoso es el estado y el sometido es el ciudadano con lo que además e ven comprometidas la justicia y la libertad, ya que todos los recursos están en unas solas manos, de dictador, de ente ideológico, o de ente religioso, entonces la brecha se produce y  hace evidente entre los que administran el poder y los administrados, o en nombre de una libertad, pseudo libertad, en la que, por caminos más arteros, pero no menos eficaces, la riqueza acaba en manos de unas élites económicas que vigilan con celo sus propios intereses, aunque para ello parezcan compartirlos con los que pagan. Y entonces la brecha social entre poderosos y contribuyentes se hará siempre evidente e irreparable, aunque la misma clase poderosa cuidará de que no crezca más allá de lo que marquen sus propios intereses.

Una sociedad moderna, que apunta a recursos tecnológicos que comprometen la posibilidad del pleno empleo, que apunta a una civilización del ocio, que parece marcar una decadencia del poder como autoridad que impone las obligaciones ajenas por encima de cuestiones éticas, ya no va a poder ejercer un control sobre el trabajo físico, como sucedía en la antigüedad, o sobre el trabajo intelectual, como sucede actualmente, y si busca una verdadera equidad tendrá que empezar por buscar un modelo convivencial en el que los más desfavorecidos, por cualquier tipo de menor capacidad, no se vean relegados a una vida menos plena que los demás. Eso deberá de empezar por una ética de la solidaridad que no admite de imposiciones impositivas, si no de la cercanía entre el que contribuye y el que recibe, del pleno convencimiento de que lo que se da se usa correctamente y de lo que se recibe se recibe con la plena aquiescencia del que lo da.

El sistema actual, me da igual de la izquierda o de la derecha, no tiene otro objetivo que el pago sistemático, reiterativo, de lo que ya hemos pagado, el hurto sistemático de la plena propiedad. Pagamos nuestros bienes individuales reiteradamente, primero para que sean nuestros y luego porque ya son nuestros y queremos que lo sigan pareciendo. Pagamos nuestras infraestructuras reiteradamente, primero porque hacen falta, y luego porque ya están y necesitamos que sigan estando. Pagamos reiteradamente nuestro ocio, primero para que podamos disfrutarlo, y luego porque lo disfrutamos y no queremos prescindir de él. Pagamos por poder beber, por poder calentarnos, por poder tener luz, por aparentar ser libres. Pagamos porque nos protejan, a veces más allá de nuestros propios intereses, porque nos garanticen una salud que no siempre es garantizable, porque nos acojan entre los suyos, aunque no siempre sabemos quiénes son ellos, porque nos reconozcan unos derechos por los que somos incapaces de luchar por nosotros mismos. Todo en nuestra vida, lo que queremos tener y lo que ya tenemos, lo que queremos ser y lo que ya creemos ser, exige de un pago continuado que nos hace deudores del poder que necesita ávidamente de los recursos que nosotros generamos y que utiliza nuestras propias ambiciones, nuestras creadas necesidades, para controlarnos.

Sí, ya lo sé, lo tengo claro, el mundo que intento proponer como ideal, sería una utopía, pero, como tantas veces te he dicho, el hombre se mueve siempre en la dicotomía, y las opciones que tenemos son dos, siempre dos: pelear por intentar acceder a una utopía o, que parece el camino actual, permitir que nos arrastren a una distopía que llegarán a disfrutar plenamente nuestros herederos. Una distopía que puede moverse entre el “Gran Hermano” de la izquierda o el “Blade Runner” de la derecha, que, en el fondo, tampoco son tan diferentes.

Hemos permitido estados tan poderosos que escapan incluso al control de sus propios gobernantes. Hemos permitido la creación de estructuras económicas supranacionales que están por encima de leyes y de estados. Hemos permitido un mundo donde la más disparatada de las conspiraciones es plausible. Hemos permitido que el número ignore a la unidad. Hemos permitido un mundo donde la mentira es un recurso admisible. Hemos permitido, en definitiva, un mundo en el que la distancia entre lo que se dice querer y lo que se quiere sea imposible de recorrer, y lo seguimos permitiendo. Hemos permitido, incluso jaleamos, un mundo en el que el pensamiento está secuestrado por ideologías, por religiones, por el forofismo dirigido por guiñoles de un poder que nos maneja desde la sombra. Hemos permitido que nos arrebaten la dignidad de invocar el yo y saber de quién hablamos. Y este, llegado el momento, será un camino que solo se podrá deshacer con dolor, con un dolor que pagarán otros, los nuestros, pero otros.

sábado, 6 de noviembre de 2021

Catas sin franqueo (XLVII)- La responsabilidad

Sí, yo también estoy horrorizado, nadie que tenga un mínimo de sensibilidad puede por menos que horrorizarse ante lo sucedido. La muerte de una criatura de pocos años, siempre es una tragedia de consecuencias que solo los padres pueden entender, sentir, en toda su dimensión, y esa dimensión en muchos casos, en todos los que estoy pensando en este momento, tiene mucho que ver con la disfunción administrativa, sobre la que apenas hace unos días comentábamos.

Un niño asesinado por un pederasta, violador, condenado y en la calle porque los filtros de la institución penitenciaria han fallado, porque la presión buenista de ciertos círculos sobre la legalidad lo permiten, porque el trasiego político de conseguir votos a costa de no importa qué lo fomenta.

Una niña muerta a la puerta de su colegio por una madre incapaz de controlar el vehículo que conduce, porque obtener un permiso de conducir es un trámite administrativo-recaudatorio que no garantiza que el que lo consigue esté medianamente preparado para ejercer tal actividad, ni siquiera que lo llegue a estar en algún momento a lo largo de su vida como conductor. Pero, si el tal examen fuera todo lo riguroso que debiera ¿Quién pagaría las tasas del examen, las multas, los impuestos sobre los combustibles, los impuestos de circulación, todo el entramado recaudatorio montado sobre una actividad cuyas implicaciones mortales solo son tenidas en cuenta como forma de aumentar la presión monetaria de las sanciones?

Sí, la muerte de los niños es terrible, es antinatural, nos conmueve más allá de las circunstancia, más allá de las consecuencias, más allá de las responsabilidades. Sobre todo más allá de las responsabilidades

¿Qué hace un asesino en la calle? ¿Qué hace un enfermo sin reinserción posible tutelado por un sistema enfocado a la reinserción? ¿Quien se hace responsable de las algaradas cuando se intenta legislar para individuos patológicamente irrecuperables? ¿Qué compensación puede aportar ahora la justicia a los padres, al niño muerto? ¿Puede la legalidad ajustarse a sensibilidades que ignoran las consecuencias de su postura? Y cuando esa postura tiene consecuencias ¿Cuál es la actitud válida para esas personas? ¿Mirar para otro lado como si no fuera con ellas? ¿Explicar que un caso no modifica sus convicciones? ¿Le valdrá esa explicación a los padres, a los allegados, de los niños, de las mujeres, de los hombres muertos por asesinos previsibles?  Claramente a las víctimas ya no les vale ninguna excusa, ningún discurso moral sobre lo que debe de ser y no es.

¿Podemos seguir viendo como, con absoluta impunidad, con la seguridad que da un permiso administrativo, las carreteras, las calles, se llenan de personas incapaces de dominar las máquinas que su estatus les permite adquirir, pero que sus condiciones físicas, psicológicas, les impiden manejar con seguridad? ¿Podemos asistir sin inmutarnos a ver como un alto cargo administrativo incita al linchamiento en la calle, en la carretera, para imponer el dominio de los mediocres? Porque solo los mediocres, solo aquellos que juzgan a los demás por su propia incompetencia, pueden acogerse a la denuncia anónima, cobarde. Y no sólo en el ámbito de la conducción. Basta con asomarse a la historia a las épocas oscuras de la delación del prójimo, a las persecuciones justicieras, a los linchamientos amparados por el poder.

Por si tienen alguna duda, si tienen la más mínima duda, salgan a la carretera algún puente, algún fin de semana, alguna época de vacaciones, observen con atención, con descaro, al personaje que va por el carril de la izquierda, aunque los de la derecha estén libres, y que, requerido para apartarse por otro conductor, se mantiene en ese carril y acelera más allá de su capacidad de dominar el vehículo, que, en la primera curva, en realidad apenas un leve desvío de la dirección principal, necesita frenar, y hace una trayectoria oscilante que denota su impericia, el riesgo que está dispuesto a asumir para que el loco que viene detrás no lo adelante porque el ya va a 120, en realidad no más allá de 115, y a él no tiene porque adelantarlo nadie, y cuando ya, descontrolado, descentrado por su propia persistencia, por su propia limitación, se aparta, o es sobrepasado, inadecuada pero inevitablemente, por otro carril, se desgañita boqueando, haciendo gestos de todo tipo, haciendo ráfagas de luces que afortunadamente no son láseres mortales

¿Acaso ese mal conductor es el culpable de su actitud? No, no lo es ¿Acaso ese conductor entenderá alguna vez que en realidad no es otra cosa que un sujeto móvil de recaudación inmerso en un medio que precisa de una pericia que él no tendrá nunca? No, no lo entenderá ¿Podremos responsabilizar a ese sujeto de que en algún momento su pérdida de control, su impericia, su falta de control psicológico, provoque víctimas? No, no podremos, y no podremos porque las instancias que deberían de haber evitado esa opción, cualquier opción que suponga un peligro para la convivencia, no solo no han ejercido esa función, si no que, en muchos casos, han incitado a una actitud contraria a la que deberían haber promocionado.

¿Es la madre conductora la máxima responsable de la muerte de esa niña a la salida del colegio? No, lo es una legislación que le otorgó un permiso para realizar una función para la que seguramente no tenía las aptitudes imprescindibles. Lo es un sistema que puso en sus manos una máquina peligrosa sin verificar si estaba preparada para manejarla. Lo es una caterva de mediocres al mando, preocupados de sus propios asuntos y de cómo mantenerse en el machito, antes que de su propia responsabilidad.

¿Es el pederasta, el violador, el asesino, en permiso penitenciario, el máximo responsable del daño causado? No, tampoco lo es, la responsabilidad real es del juez que firmó el permiso. Es del legislador que ignoró, seguramente por cuestiones ideológicas, una realidad constatable. Es del sistema que intenta llevar las garantías hasta el punto de olvidar garantizar la integridad  de las posibles víctimas. Lo es de una caterva de mediocres que legislan para la preservación de sus prebendas y poltronas, y no para el bien común, la justicia y la convivencia.

Lo comentaba el otro día contigo, sobre la serie que estoy viendo estos días, "Borgen", y los códigos éticos que los políticos parecen manejar en ella ¿Te acuerdas? Que en la serie los políticos tengan un sentido ético reconocible, es una ficción, que ese código ético, o cualquier otro, se pueda dar en la realidad política actual de España, es una fantasía.