domingo, 26 de julio de 2020

Hablando de miedo


Cuando hablo con la gente que tengo alrededor y digo que no estoy de acuerdo con ciertas medidas gubernamentales, más que con las medidas con la forma de no explicarlas y con la vaguedad de su aplicación, muchos me miran raro, como si fuera una suerte de insolidario o de temerario, o de ambas cosas.
No, no soy ningún temerario. Como casi cualquiera tengo miedo al coronavirus actual, como se lo tuve, y aún se lo tengo, al que nos trajo el SIDA, como se lo tuve, y aún se lo tengo, al causante de la gripe aviar, al de la peste bubónica y se lo tengo, y con él vivo a diario, a ese enemigo insidioso que es el cáncer.
Claro que le tengo miedo a todos esos enemigos de mi vida, claro que cada vez que miro a mi nieta, a mis hijos, a mi pareja, a mis amigos o a mis colaboradores, soy consciente de todas las cosas que creo que tengo pendientes y todos los proyectos vitales que me quedarían truncados si mi vida se acabase en este momento  y todos los momentos que me gustaría compartir con ellos. Pero también soy consciente de que la mayor causa de muerte que existe en el mundo es el estar vivo. En realidad la vida es la causa universal de la muerte, y todos tendremos proyectos y vivencias truncados cuando la muerte nos visite. Todos salvo aquellos que eligen morir en vida, clausurar el futuro y dedicarlo a esperar lo “inevitable”, resignarse y dejarse ir.
Pero incluso estos tienen miedo, incluso estos sienten la llamada de ese instinto llamado supervivencia.
El problema del miedo, sobre todo si es ciego, sordo, ignorante y desinformado como el que se nos ha transmitido durante esta pandemia, es que puede gestionarse de muy diferentes formas, y esas formas no son necesariamente convenientes y constructivas.
Algunos gestionan su miedo negándolo todo, arrastrando su existencia a un desafío desaforado de ese peligro que no saben asumir de otra forma, y entonces se producen las conductas contrarias a toda recomendación o precaución. El exceso, la sobreexposición, sustituyen a cualquier tipo de cautela. Vivir peligrosamente es algo que el ser humano hace frecuentemente, por deporte, por aburrimiento, por miedo o por cantidad de otras motivaciones, ponerse en peligro es una actitud habitual para algunos individuos.
En el lado contrario están los que hacen del miedo el único foco de su atención, los que subordinan toda su actividad y pensamiento a ese miedo paralizante, enfermizo, destructivo, que los lleva a un pánico que niega la esencia de la vida misma. Un miedo que los anula y los somete hasta hacer de ellos marionetas manejables por los marionetistas de turno, desde los que venden elixires de dudosa eficacia, hasta los que alimentan ese miedo para sus propios fines, pasando por todo tipo de aprovechados de la debilidad ajena. Política, comercial, socialmente, el miedo es una de las más poderosas armas de las que valerse para someter la voluntad ajena.
Y entre todos los que sufren de ese miedo pánico, de ese bloqueo social producido por un mensaje interesado, están los que llevados por la justificación de su propia incapacidad de superar el miedo en el que viven hacen de su miedo una cruzada por el miedo ajeno, llegando, en algunos casos, a bordear el terrorismo informativo. Hacen de la irracionalidad de su miedo, en ocasiones justificado por pertenecer a grupos supuestos de riesgo, la base desde la que lanzarse a una causa general contra la sociedad que no los acompaña en su sufrimiento.
Hay en medio de estos dos extremos una casi infinita variedad de matices en la forma de enfrentar una situación que no está en nuestras manos resolver.
Es fácil entender los argumentos que se han aportado para justificar una gestión que ha hecho del miedo general su más eficaz instrumento. Es fácil entender que tal como se han orquestado las circunstancias se ha hecho a la población responsable del más que probable fracaso, al tiempo que los políticos se guardaban los triunfos logrados por los ciudadanos para adornar su orla triunfadora. Ha sido, para mi gusto, a pesar de todas las comprensiones, cínico, inmoral aunque eficaz, el encierro, extorsión moral incluida, al que la población fue condenada. Una población sin recursos de representación efectiva, sin información real del problema, sin información fiable de lo que sucedía realmente, sin otra conexión con la realidad cotidiana que las informaciones mediatizadas de los medios de opinión, que asomarse a los balcones a aplaudir, o el chantaje que sus propios conciudadanos protagonizaban. Chantajes, linchamientos, multas, todos los recursos que se alimentan de una desinformación masiva y la creación de un clima opresivo adecuado para ciertos fines.
No podemos decir que esa desinformación solo existiera a nivel de la calle. Ni los políticos, ni los científicos, tenían, posiblemente aún no la tienen realmente, una información veraz, fiable, de cómo el coronavirus se expande, se multiplica, ataca o que rastros deja a su paso. Se diría que su inteligencia, la del virus, desafía a la de los científicos que intentan atajarlo. Se diría que tiene una suerte de capacidad de adaptarse a las características personales de cada infectado, de tal forma que cierra los caminos a los estudios epidemiológicos basados en comportamientos característicos.
Pero tenemos que vivir con él, con el bicho, como vivimos con el cáncer, con los ictus o los infartos. Tenemos que integrarlo en nuestra vida cotidiana porque vivir permanentemente encerrados no es una opción, como no es una opción vivir en un permanente desafío.
Sin duda el primer paso para adquirir una normalidad de comportamiento, no una nueva normalidad, que espanto de concepto, ni una anormalidad permanente, es recibir con confianza y puntualidad la información sobre el conocimiento que se va adquiriendo sobre sus mecanismos.
Discuto habitualmente el uso de las mascarillas, no porque piense que son inútiles, que a lo peor lo son, sino porque se utilizan de tal forma que acaban convirtiéndose en un agravante en vez de en una solución, porque se usan como una muleta a la tranquilidad en vez de como un recurso puntual y medido, como debería de ser, por no entrar en el problema económico que supone para aquellos que menos recursos tienen.
El miedo es un recurso que los animales tienen para mantenerse en guardia e intentar soslayar los peligros que los acechan. Si se queda corto, el miedo, no proporciona los recursos intelectuales y fisiológicos que la naturaleza le proporciona para salir airoso de la situación, pero si es excesivo, desproporcionado, lleva a un bloqueo que lo convierte inevitablemente en víctima.
Yo comparto con vosotros mi miedo preocupación, que me impide sumergirme en la osadía, que me impide caer en el pánico inmovilizante, y que me mantiene alerta ante los focos de miedo manufacturado para hacer de mí, de todos, un muñeco manejable.

domingo, 12 de julio de 2020

Actitudes infantiles


Hay actitudes que en el momento de nombrarlas rememoran tiempos infantiles, y no precisamente con nostalgia o complacencia, aunque el tiempo haya podido suavizar o permitido cambiar el enfoque sobre la situación.
Solemos asociar estos momentos a la falta de madurez, a la falta de capacidad de comunicación o, incluso, a un déficit de la posibilidad de razonar con el entorno.
Basta casi cualquier suceso, a veces nimio, casi siempre nimio, inconsistente, inesperado, para que el niño, o la niña, seamos políticamente correctos, se enfrasque en un berrinche, pataleta o perra, de esas que hacen época, provocan la desesperación de los padres y la resignada impaciencia de los circundantes.
El infante, casi siempre infante, y no digo infanta precisamente para seguir siendo políticamente correcto, requiere, de los adultos que lo rodean, algo que estos están decididos a no otorgarle, puede ser un objeto, una actividad o una atención, que, por circunstancias, las que sean, esos adultos consideran que no pueden, no deben o no quieren concederle, y se produce, a veces sin previo aviso, a veces gradualmente, la explosión emocional cuya única finalidad es rendir por agotamiento o exasperación a los osados denegantes.
El berrinche, pataleta, perra, barraquera, se desencadena, normalmente, con llantos sonoros, con sonido que arranca en la garganta y la raspa, con volumen insospechado, gestos evidentes de rechazo hacia la persona que lo ha provocado y, casi siempre, profundos hipidos. Puede, suele, estar acompañado por actitudes de bloqueo emocional y físico y no tiene más final posible, ni finalidad, que el agotamiento del demandante o la rendición del solicitado.
Es cierto que en inmaduros infantes estas actitudes me producen una cierta ternura, sobre todo si yo no soy actor del suceso y, además, no me afecta de ninguna otra forma, pero también es cierto que esa cierta ternura se va transformando en cabreo sordo o en indignación manifiesta según el sujeto empecinado va teniendo cierta madurez o resulta parecer un adulto con toda la barba, incluso si se la afeita o carece de ella.
Cuando los niños se encaprichan con un juguete, o se aferran a una situación, o demandan con insistencia una respuesta, lo hacen con la escasa capacidad de razonamiento que sus pocos años, y por tanto corta experiencia, les provee. Pueden faltar palabras, capacidad de expresar ideas más complejas o carecer de la habilidad social necesaria para presentar una solicitud razonada y convincente. El niño quiere algo y suple todas esas posibilidades adultas con una expresividad emocional que busca, sin ser perfectamente consciente de ello, el chantaje.
Cuando el niño va creciendo, cuando ya es adulto, se supone que ya ha debido de llenar esas carencias y que el incurrir en esas actitudes, actitudes que suelen sustituir el llanto por insultos o descalificaciones hacia el que no cede a su voluntad, suele denotar una incapacidad de reconocer los derechos de los demás, una intolerancia hacia las creencias ajenas o, y tal vez sea lo más lamentable, una soberbia que está por encima del bien y del mal.
En estos casos el individuo desea ser creido, valorado, ensalzado, tener razón, por encima de su credibilidad, utilidad social, valor o consideración, y no para en recursos para intentar lograrlo. Muchas veces a sabiendas de su falta de verdad, en demanda de una honorabilidad no merecida, o exigiendo posicionamientos a su favor que él mismo no habría tenido ni permitido hacia los demás.
Pero no nos desviemos del tema, este es un comentario sobre actitudes infantiles, y el infantilismo de ciertos adultos, sean políticos o lo parezcan, nada tiene que ver con mis palabras, y si no me creen me monto aquí mismo una pataleta de órdago. ¡Ea¡

sábado, 4 de julio de 2020

Entre pillos anda el juego

Hay un gran problema a la hora de contar la historia; que ninguno de nosotros estuvo allí. Este problema nos suele llevar a interpretar la historia según criterios, filias y fobias, que nada tienen que ver con los personajes que sí la vivieron, lo que nos lleva a que haya una historia según la percepción de cada persona que intenta acercarse a ella. Para evitar esta disparidad e intentar una visión más o menos homogénea e imparcial,  existen los historiadores, personas especializadas en estudiar lo sucedido, en investigar e intentar, con base documental y un criterio no excesivamente personal, trasladar a nuestros tiempos lo que aconteció en épocas anteriores.
Seguiremos, siguiendo esta historia de historiadores, teniendo dudas y lagunas, porque ni nosotros, ni los historiadores, podremos vivir dentro de los personajes, ni reproducir todas las vivencias que los llevaron a comportarse como lo hicieron, pero al menos tendremos una visión más o menos desapasionada de los hechos que nos han conducido a ser como somos, a vivir como vivimos y a pensar como pensamos. Tal vez suene un poco fatalista, pero si cada uno somos nosotros y nuestras circunstancias, esas circunstancias que nos llevan a ser quienes somos se alargan en el tiempo por generaciones.
La nueva moda, la nueva e intolerable moda, de reescribir la historia según unos criterios ideológicos, éticos y morales absolutamente ajenos a los tiempos en los que se desarrolló, nos lleva a considerar que cualquier ciudadano de a pie, de dudoso criterio, evidente poca formación y carga ideológica invalidante, tiene derecho a contar la historia según a él le parezca y a elevar un juicio general a la contada por los historiadores.
Todo esto sería puramente anecdótico si no fuera porque tras estas actitudes existen intereses, algunos confesables, otros no tanto, y un aire absolutista que intenta forzar la aceptación de la historia contada según unos criterios sesgados con el único fin de justificar intereses presentes, electorales, económicos o ideológicos.
Creo que lo que sucede en estos momentos con el movimiento racial en estados unidos es un ejemplo claro de cómo las corrientes radicales sobre cualquier tema, aún las más dispares y alejadas, acaban uniéndose en una extraña alianza de intereses y oportunidades. De cómo un movimiento de reivindicación por una deriva racista intolerable de una sociedad acaba confundiendo, interesadamente, sus objetivos y sirviendo a objetivos de aquella idea contra la que inicialmente protestaban: el supremacismo blanco anglosajón, centroeuropeo, que domina la cúpula económica en aquel país, y cuya lucha por borrar las raíces e influencias hispanas en su historia, que debe de iniciarse con el desembarco de la “Myflower” y el imprescindible exterminio de las tribus aborígenes, lleva a la persecución de cualquier símbolo de una cultura que aborrecen por ajena. Aquellos mismos que hicieron de la esclavitud negra su gran herramienta económica, que mataron, y aún matan,  indiscriminadamente a indios, negros, hispanos, chinos y a cualquiera que no sean ellos, se valen de las protestas de esos mismos colectivos, que fueron sometidos a un trato inhumano, para endosar su genocidio a otra cultura que les incomoda.
Solo desde una visión muy sesgada de la historia, visión que existe y que se puede detectar en manifestaciones culturales, se puede pensar que la expansión de la esclavitud en América se produce como consecuencia de la colonización española, cuyas leyes prohibían expresamente la esclavitud. Solo desde una visión muy sesgada de la historia puede asociarse el fenómeno de los negreros, los comerciantes de la esclavitud negra, fundamentalmente holandeses, franceses, ingleses y portugueses con la colaboración de las tribus costeras africanas, con una forma de colonización que sigue las pautas de expansión cultural y religiosa heredadas de Grecia y Roma. Por el contrario la esclavitud, no solo la de los negros, es un recurso habitualmente usado por las colonizaciones anglosajona y centroeuropea, como puede estudiarse en el envío de esclavos irlandeses a América en pleno siglo XVII.
El esclavismo, según la visión de esta nueva e inconsistente historia, solo existe como fenómeno racial contra los negros, ignorando que durante toda la historia antigua la esclavitud era una práctica habitual en todas las culturas. Esclavitud cuyo origen era la guerra, no la leva, y cuyo objetivo era la obtención de mano de obra económica para la expansión colonial y el crecimiento económico.  Esclavitud que no solo se practicaba en Europa como bien sabían los esclavos de los mayas, aztecas, toltecas y demás culturas preponderantes pre-colombinas.
Es muy difícil, en la extensión y formato de un artículo, aportar todos los argumentos, documentación y testimonios, necesarios para desmontar la peregrina idea que asocia la esclavitud en América a la colonización española. Es muy difícil y, además, doctores tiene la Historia que la han desarrollado y explicado abundantemente para aquellos que tienen interés en saber lo que pasó, y no en enrocarse en  lo que ellos sostienen que pasó. Pero como pequeña contribución a una reflexión sencilla repasemos dos puntos que pueden ponernos sobre la pista:
  1. La ubicación geográfica del esclavismo negro. Norteamérica, colonización anglosajona, algo de Centroamérica y Caribe, colonización o influencia de Norteamérica, Holanda y Francia, y Brasil, colonización portuguesa. Prácticamente no existe esa situación racial en los países hispanos de Sudamérica, ni en los de más fuerte tradición española de Centroamérica, como Méjico, Costa Rica, Honduras, Guatemala…
  2. La mezcla de razas. En los lugares donde predomina la cultura anglosajona la mezcla de razas es prácticamente inexistente. En Estados unidos, la India o Australia, no existen fenómenos de interacción de las razas. Los cimarrones, vástago de blanco y piel roja, son una rareza prácticamente inexistente, contra la proliferación de un crisol de mezclas en los países de influencia hispana (criollos, mulatos, castizos, mestizos, zambos, harnizos, cholos, …), cuyo modelo de colonización buscaba, mediante la convivencia y el pleno reconocimiento de derechos, la integración de las poblaciones indígenas como miembros de una única sociedad, política y religiosamente concebida.
Siempre habrá casos, tanto en un modelo como en el otro, de personajes que saliendose de la norma puedan ser usados para intentar rebatir la tendencia general, pero como bien dice el dicho, la excepción suele confirmar la regla.
Y una última reflexión, Miguel de Cervantes, cuya estatua también ha sido arrastrada, pintada y vejada, fue sometido a esclavitud en Argelia cien años después de que Colón llegara a América, algo que parece ser que ignoran los movimientos de reivindicación que favorecen los objetivos de la extrema derecha anglosajona y centroeuropea infiltrada en el movimiento de reivindicación de la raza negra, y parece ser que indígena americana, por añadidura.
Entre pillos anda el juego, y no hay nada más pillo que aprovecharse de la ignorancia, o de la soberbia, o de la soberbia ignorancia, ajena para lograr que te hagan el trabajo sucio, incluso en contra de su propio ideario. Pillos, pero indudablemente más inteligentes de los que siendo usados se creen paladines.