Sin duda uno de los índices representativos de una democracia madura, plena, convencida de serlo, es la dignidad. La dignidad con la que los representantes respetan a los representados, la dignidad con la que se conducen, la dignidad que, como espejo público de todo el demos, son capaces de transmitir con sus actos.
Esta reflexión podría, fácilmente,
terminar en este párrafo, si esa dignidad fuera respetada, valorada, enaltecida
por aquellos que tras las votaciones deberían de convertirse en garantes y
paladines de esa dignidad. Desgraciadamente la realidad, la cruda y la muy
hecha, presenta en la vida pública un panorama desolador, un panorama de
voceras, mentirosos, trileros y faltones, un catálogo insuperable de indignos
representantes del demos, elevados a su condición de parlamentarios,
gobernantes, senadores y otras indignas dignidades, por unas leyes que no
permiten al demos elegir libremente.
En España, porque es lo que me
ocupa y preocupa, la dignidad de los elegidos es nula, es tan nula que diría,
que me atrevería a aseverar, que nula es la dignidad de los candidatos, porque
estoy convencido de que ya su intención cuando se presentan es indigna, que ya
se presentan con intención de enfrentar, de mentir, de engañar y de llevárselo
crudo. Sí, es injusto generalizar, pero no es menos injusto que ser representado
por una mayoría de impresentables.
La indignidad es difícil de
medir, por muy evidente que sea, así que si buscáramos una unidad de medida que
nos diera una idea de su dimensión, no se me ocurriría otro índice que el de
dimisiones espontáneas por escándalo, y que en nuestro país no es cero porque
la excepción confirma la regla.
Claro que el demos, enfangado en
la indignidad de sus representantes, tiene su propia cuota de culpabilidad en
ese ambiente general en el que todo vale, en el que todo se obvia dependiendo
de quién lo haga, en el que se permiten, e incluso se jalean, las indignidades
como si fueran gracietas, travesuras, ocurrencias de las que se pudieran
admitir complicidades.
El indigno clima de
enfrentamiento, me atrevería a decir odio si no fuera tan terrible, tan
extremo, al que los llamados líderes de los partidos nos llevan arrastrando
desde hace ya muchos años, nos ha convertido en una sociedad para la que la
primera reacción es el insulto, la vejación, el linchamiento, el frentismo,
todas ellas actitudes indignas, anti democráticas. Aunque la mayor indignidad
de tales indignidades resida en el sectarismo desde el que se practican, en la
postura de argumentar que tales indignidades se cometen desde una razón, con
argumentos, porque tan indignos son los tales argumentos como lo que pretenden,
lo que creen, denunciar.
Tal vez nadie repare en ello dada la general ausencia
de dignidad de la que hace gala nuestra sociedad, ellos y nosotros, pero la
dignidad es un valor tan complejo, tan sutil, tan frágil, que cuando se le
niega a otro huye de nosotros mismos, incluido el autor de estas letras, que no
por denunciar tiene mayor dignidad que sus lectores. La dignidad es un valor
colectivo, la dignidad es un valor que se fortalece cuando se otorga y que
nadie puede reclamar para sí mismo. No existen los dignos en una sociedad indigna,
y a esto nos arrastran nuestros representantes, empezando por esos de los que
somos cómplices, en mayor o menor medida.
He deslizado en algún momento la
palabra escándalo al definir el índice de medida de la dignidad, y seguramente
algunos ya se han ido directamente a los escándalos económicos, los más
llamativos, los más aireados, pero no los más dañinos a nivel de dignidad
social. Siempre existirán los trincones, los aprovechados, los sinvergüenzas,
los ladrones, pero esos lo serán tanto en la vida pública como en la privada, la
condición de esas personas es una condición personal que en nada afecta a la
dignidad de la sociedad, salvo que la misma sociedad esté corrompida.
No, a mí lo que me escandaliza,
lo que me hace desesperar viendo como pierden su dignidad, como dilapidan la
mía, son esas sesiones parlamentarias donde el insulto, el sectarismo, la
mentira más soez y flagrante, son los únicos argumentos que se exhiben,
argumentos con los que se invita a la mentira, se incita al odio, se fomenta el
insulto y se niega la dignidad al demos. A mí lo que me asusta, me deprime, me
indigna y me nubla toda esperanza, es contemplar la desfachatez, la miseria
moral con la que todas esas indignidades son cometidas mientras el demos es
ignorado, despreciado, abandonado, sumidos en el olvido sus problemas reales,
acuciantes, cotidianos.
Y si el demos es ignorado,
despreciado, abandonado, olvidados sus problemas, sin duda también lo es la
democracia, el sistema de gobierno que debe de preservar el poder y la dignidad
del demos.