Hablando de tecnología, hablando
de inteligencia artificial como punta de lanza de esa tecnología, es raro
encontrar a alguien que se haya parado a pensar que uno de los grandes
problemas de esta cuestión es que la mayoría de las preguntas que nos
planteamos aún no las hemos resuelto a nivel humano, y sin embargo ya pretendemos
resolverlas a nivel máquina.
He oído hablar, este fin de
semana en una conferencia sobre IA, de la roboética y de sus limitaciones e
implicaciones, de sus miedos, de sus contradicciones y de sus atisbos hacia un
futuro aún revisable, aunque creo que ya por poco tiempo, y me preguntaba cómo
se podrían resolver muchas de las cuestiones que se planteaban respecto a la
tecnología si aún no las habíamos resuelto para nosotros mismos.
Efectivamente, como
brillantemente exponía la conferenciante, María Jesús González Espejo, la
aplicación y desarrollo de la tecnología, y más concretamente su rama IA, es un
tema en el que de momento solo hay preguntas, preguntas tecnológicas, en muchos
casos, pero sobre todo preguntas éticas y morales, preguntas que tienen que
determinar no solo el hasta dónde puede llegar el desarrollo, si no para quién,
para qué, de qué forma y administrado por quién.
Perturbadoras cuestiones si
tenemos en cuenta que esa preguntas, determinantes a la hora de enfocar un
futuro en el que pretendemos seguir teniendo un papel importante, que tenemos
miedo a perder a manos de unas criaturas creadas por nosotros y que parecen
tener la capacidad de superarnos, ya marcan una de las cuestiones fundamentales
a plantearnos, ¿competitividad o colaboración? ¿sometimiento o
complementariedad?
Pero esta pregunta es la
consecuencia de que el pensamiento, en esto como en todo, suele ir más rápido
que las resoluciones y que las acciones. El problema de base sigue sin
resolverse, porque aún no hemos sido capaces de planteárnoslo con la solvencia
necesaria. ¿Cuál es el sistema idóneo de convivencia del hombre? ¿Cómo podemos
plantearnos como convivir con unas máquinas creadas por nosotros y con unas
potencialidades enormes, si aún no hemos sido capaces de plantearnos con rigor,
con sinceridad, con limpieza, como debería de ser nuestro sistema más
beneficioso para convivir entre nosotros mismos?
Podemos observar que existen tres
grandes caminos, aunque solo dos de ellos parecen ser contemplados en la
realidad política y social en la que nos movemos. Para ello debemos de
plantearnos una pregunta más, tal vez la primera de todas: el ser humano ¿es
una especie de individuos sociales? Parece evidente, nuestra historia así lo
avala, que la respuesta es sí, pero también parece evidente que ese sentido
social, gremial, colaborativo, que es característica del hombre, ha servido
para crear intereses piramidales de poder que anteponen el colectivo a la
individualidad. Según todos los síntomas, según todos los desarrollos y
tendencias actuales, el hombre debe de sucumbir en aras de la humanidad, aunque
esa humanidad siempre esté representada por hombres en situación de privilegio,
que crean una especie de casta superior. ¿Es ese el mundo ético, político en el
que deseamos movernos? ¿Van por tanto las máquinas a convivir con un hombre
sometido a otros hombres y a su vez han de buscar su sitio en esa estructura
social? ¿Estarán, por tanto, las máquinas, al servicio de las clases dirigentes
que determinarán a que parte de la tecnología y bajo qué condiciones tienen
acceso el resto de los hombres a sus beneficios? ¿Habrá, por tanto, dueños de
la tecnología y arrendatarios de sus beneficios? ¿Es ese el sistema que nos
estamos planteando, que estamos consintiendo? ¿Somos siquiera conscientes de
ello?
Este planteamiento, y no parece
que de momento se contemple ningún otro, que busca como trasladar las
estructuras actuales, con la menor variación posible en cuanto al poder y el privilegio,
a un futuro con mayores posibilidades, nos enfoca hacia dos distopías posibles,
hacia dos futuros en los que la brecha social, económica, de oportunidad, será
cada día más amplia, más insalvable.
Una es la distopía estatalista,
una distopía del formato “Gran Hermano”, en la que un poder omnímodo,
representado por una estructura de poder político, es dueño y señor de los
designios de todos los individuos no pertenecientes a la élite dirigente, e
incluso dueños de la tecnología y sus servicios. La anulación total y absoluta
del individuo como concepto que se pueda poner en valor y un sistema rígido de
moral y un pensamiento uniforme que permitan su control parecen ser sus
características fundamentales.
La otra distopía es la corporativa,
de formato “Blade Runner”, en la que las grandes corporaciones, sus clases
directivas, obsérvese la diferenciación entre clase directiva y clase
dirigente, como representantes de la iniciativa privada llevada a su máxima
expresión, sobrepasan la labor de los estados y se hacen con el mismo control
omnímodo, pero ejercido con diferentes objetivos y estrategias, que le
aplicábamos a la distopía estatalista. En este caso, tal vez, no se anule tan
absolutamente al individuo porque es necesario como contribuyente o consumidor,
y una moral estricta y un pensamiento único no sean tan evidentes, pero si
quedan mermadas claramente la igualdad y el acceso a las oportunidades en función de la utilidad
del individuo para el sistema.
Sí, es verdad, a nada que nos
fijemos, estas distopías se corresponden con las ideologías imperantes en la
actualidad que se enmarcan en un dialéctico eje izquierda-derecha, e incluso
podríamos señalar a sus grandes representantes en nuestro cotidiano devenir.
China, tal vez Rusia de otra forma, pertenecen a la tendencia estatalista y EEUU,
Japón y Europa están más cerca de ese
mundo corporativo ya apuntado. Y a nada que reflexionemos veremos que el
triunfo de cualquiera de ellas, su aplicación en el extremo, supondrán una
perspectiva nada halagüeña para el futuro de la raza humana, en realidad para
el futuro ético del ser humano y para el futuro moral de la especie.
Pero apuntábamos tres
posibilidades a la hora de plantearnos la pregunta. Y nos falta la posibilidad
no jerárquica, la posibilidad colaborativa, que prime al individuo por encima
de la colectividad. Curiosamente a este sistema pertenecería uno de los mayores
logros de la humanidad en todo su transcurso: la Declaración de los Derechos Humanos.
Los derechos que cada ser humano, como individuo, debe de tener y que
sistemáticamente son coartados, matizados, cercenados por las leyes y
privilegios, hasta convertirlos muchas veces en simple letra invocada, que los
sistemas jerárquicos necesitan imponer para perpetuarse. Su denominación ya nos
pone en la pista de su uso, “declaración”.
La tecnología, la IA, pone al
alcance del hombre unas criaturas creadas por él y que utilizadas de forma
correcta podrían liberarlo de la mayor de sus maldiciones bíblicas: ganar el
pan con el sudor de su frente. El trabajo, ese concepto de actividad
imprescindible para poder sobrevivir en la que interesadamente han convertido
el trabajo, al menos sus aplicaciones más duras, podrían ser realizadas sin
problemas por máquinas, en la acepción de seres construidos, más cualificadas
para esas tareas que el mismo hombre. Eso nos llevaría a una sociedad en la que
cada hombre se preocuparía de desarrollar aquella labor para la que se sintiera
preparado, aquella labor por la que se sintiera gratificado, sin tener que
preocuparse del sustento, ni de ninguna otra necesidad básica. Una sociedad en
la que el trabajo individual se considerara una aportación comunal y no una
obligación vital. Una sociedad colaborativa inmersa en una civilización del
ocio.
Pero esta sociedad tendría un
inconveniente que la invalida en los planteamientos actuales: estaríamos
hablando de una sociedad libre, de una sociedad que no podría ser chantajeada
con ningún valor de compensación, una sociedad madura, formada y avisada contra
estructuras jerárquicas de poder.
En ese tipo de sociedad la
mayoría de los dilemas éticos o morales que se plantea la IA quedan
automáticamente resueltos porque resueltos estarían los dilemas éticos de la
IH, inteligencia humana, al menos los más inmediatos y acuciantes que somos
capaces de identificar en la actualidad, aunque no podamos descartar la
generación de otros propios de una realidad diferente.
Esta simple conclusión, este
simple planteamiento, simple en su concepción y simple, por poco frecuente en
la historia, desarrollo, nos lleva a plantearnos dos preguntas que tal vez
deberían de haber sido las primeras. ¿Es
la IH una IA que escapó al control de sus creadores hasta alcanzar la consciencia?
¿Deberá existir una ética diferente entre la IA y la IH? Porque si la respuesta
a esta última pregunta es sí, preparémonos a un conflicto permanente entre la
moral humana y la moral robótica. Preparemos nuestro mundo para contemplar cómo
se pueden hacer convivir dos sistemas morales, con sus derivaciones jurídicas,
penales y sociales, diferenciados y si
estamos preparados para ello. Y si la respuesta es no, el conflicto vendrá
marcado por la permanente reivindicación de la diferenciación entre desarrollos
y posibilidades.
El tema es muy complejo y un
artículo como este apenas puede asomarse a lo más elemental. Apenas nos permite
hablar de cuestiones más específicas como las inteligencias mixtas, derivadas
de los desarrollos biónicos (hombres con implantaciones mecánicas que sustituyan
a sus partes originales), de las nanotecnologías médicas (elementos
inteligentes implantados en el interior del hombre con autonomía de actuación),
de los ciborg (seres mixtos hombre-máquina), o de las posibilidades de
inteligencias globales producidas por la capacidad de interconexión de las
individualidades de la IA, e, incluso, la ni siquiera prevista inteligencia
emocional producida por causas que aún no hemos ni contemplado. Pero vamos a
dejar algunas preguntas para que cada cual se vaya componiendo su propio
futuro:
¿Puede la IH permitir que la IA
desarrolle una inteligencia emocional?
¿Tiene, éticamente, la IH el
derecho a reservarse la posibilidad de “apagar” la IA si se siente amenazada?
¿Debe prepararse, legal, ética,
moralmente, la IH para enfrentarse a una reivindicación de equiparación de la
IA?
Recuerdo que cuando leí Yo Robot
a principios de los años 60 mi sueño fue poder ser Susan Calvin. Ni los
tiempos, ni las circunstancias, me han permitido cumplir laboralmente mi sueño
y, aunque la programación me permitió convertirme en maestro de máquinas, en el
elemento que le explicaba a la máquina que es lo que tenía que hacer y cómo, la
frustración de aquella vocación me ha llevado a reflexionar, a leer y escuchar
todo aquello que cayera en mis manos y que tuviera que ver con la IA, con la
robótica y con las similitudes de estructura y funcionamiento, cada vez
mayores, entre la IA y la IH.
Concluyendo: avanzamos a pasos
agigantados en la evolución de la IA. No sé si es una amenaza, una frustración
o una soberbia seguir adelante sin antes haber resuelto todos los conflictos que
la IH aún no ha sido capaz de resolver para ella misma.