domingo, 6 de diciembre de 2020

Ética, para-ética y política

Creo que es hora de emplear una mirada hacia la ética, de parar toda opinión y despojarla sin recato de todo tipo de influencia ideológica, de toda inclinación parcial y tendenciosa, a la hora de encarar un presente del que nadie debería de sentirse orgulloso, pero al que muchos se sienten obligados a apoyar. Desgraciadamente el forofismo, enfermedad social y mental que anula la más mínima capacidad de análisis riguroso, ético, sincero, de cualquier tema, es la tendencia imperante en este delicado momento. Se han desterrado la tolerancia, el auto análisis, la disensión, como herramientas para limar una radicalización que las tendencias ideológicas necesitan en un momento de lucha crucial entre modelos de sociedad que se juegan el futuro. Y esa radicalización solo tiene un objetivo, solo tiene un fin, el pensamiento único imprescindible para dominar una sociedad que permita ser guiada sin conflictos a un puerto que, por más apariencia democrática que pueda conservar, será inevitablemente totalitario.

Es particularmente preocupante observar cómo se crea una para-ética política que tiende a justificar cualquier acción o pensamiento, no en base a su contenido, sino justificado por el posicionamiento en contrario de la ideología rival. No importan la verdad, la razón, ni la propia opinión expresada anteriormente, todo debe de girar en torno a pensar lo contrario que el contrario, lo cual, éticamente hablando, es insostenible.

Esto viene a significar que no existe un criterio fiable, que no existe un posicionamiento en cualquier tema que pueda considerarse como estable, porque todo es susceptible de ser cambiado para presentar un frente que permita confrontar al rival, que se convierte en enemigo. Tampoco importa si ese posicionamiento es beneficioso o dañino, ni si es cuestionable o conveniente, ni siquiera es realmente importante si respeta las reglas o las quebranta gravemente, el único valor es el poder y evitar que lo pueda alcanzar otro.

No importan ya los programas, no importan las consecuencias, no importan los ciudadanos, ni importan las leyes. Con la nueva ética, para-ética, antiética, política en vigor, los programas sólo son válidos en razón de que sean populares, aunque se adivinen variables, o imposibles,  según las necesidades del poder. Las consecuencias son justificables en tanto en cuanto la única norma válida es la detentación del lugar más alto. Los ciudadanos son entes manejables que sólo tienen interés en el momento en que se les permite emitir un voto, circunstancia para la cual, previamente, se les ha mentido lo necesario sobre lo propio y sobre lo ajeno, sobre lo sucedido  y sobre lo pretendido, sobre formas, métodos e intenciones. Las leyes, y el poder legislativo, sólo son respetables mientras sancionen las posturas adoptadas desde el poder, con lo que se cuestiona, incluso se interviene si es necesario, y se legisla a medida si las circunstancias lo hacen viable, necesario, conveniente.

El gran problema es en qué derecho, no legislación, puede basar el poder su autoridad, no su autoritarismo, cuando desprecia la ética que parece justificarlo, darle sentido y razón. Qué queda de democrático cuando unas minorías, mayoritarias sólo desde una ley que hurta la representatividad a los ciudadanos, se permiten legislar, maniobrar y burlar,  a una mayoría real invocando una representación que los números demuestran que no se les ha otorgado.

La quiebra de la ética tal como siempre ha sido entendida, y su sustitución por una para-ética que se define en presente y según las necesidades del definidor, el quebranto del lenguaje común para lograr un discurso equívoco, a mí personalmente me parece mentiroso, y la desfachatez en el uso de la mentira como verdad alternativa y justificable, parecen apuntar a un sistema de valores contra el que el ciudadano puede sentirse inerme, indefenso, despojado de sus derechos más elementales, a veces en nombre de la defensa, también mentirosa, de esos mismos derechos.

No puede haber libertad, aunque se invoque, sin unas leyes básicas y estables, con órganos ajenos al poder que las sancionen, que la garanticen. La libertad no puede depender del que gobierna, de su criterio o permisividad, la Libertad  tiene que ejercerse a pesar del poder y de su insaciable afán de cercenarla, y es la única que garantiza su control para evitar que la autoridad derive en autoritarismo. Solo la libertad, la ejercida, no la invocada, puede garantizar una convivencia en valores éticos reales.

No puede haber convivencia si la principal premisa del poder es enfrentar, es afrentar, a la parte no ideológicamente afín de la sociedad que gobierna, porque esa afrenta, esa confrontación solo puede derivar en una reacción de signo contrario antes o después, una reacción que, si aplicamos la ley del péndulo, será más radical, más extrema a cada cambio de signo ideológico que se produzca.

Llevamos, según mi percepción, instalados en esta antiética, en este vaivén de pre-violencia ideológica, desde el año 2000. Las leyes que se promulgan, tanto en entornos sensibles, como en cuestiones fundamentales, ya se sancionan con la clara consciencia del que impone su criterio sin importarle que este vaya a durar lo que dure su mandato, lo que sume a los ciudadanos de a pie, al tejido empresarial y al futuro común en un permanente impasse que va socavando la percepción democrática de los ciudadanos, el rearme ético de la sociedad y oculta, escamotea, una percepción de futuro con esperanzas.

Es lamentable decirlo, es casi una invitación revolucionaria, pero ahora mismo, tal como parece percibirse en la calle, tal como yo lo percibo, los políticos, sus invocadas, y huecas, ideologías, su incapacidad de asumir el reto de representar a los ciudadanos, su soberbia, su necesidad de imponer su valores a los valores, su ética a la ética, su verdad a la verdad, su modelo social al que desea la sociedad mayoritariamente, su pensamiento único e incuestionable a un pensamiento rico, diverso, no ideológico que permita florecer el libre pensamiento, su sed de poder, trascendencia y permanencia, a la democrática alternancia de ideas y realizaciones que permitan un sosegado vaivén, son, seguramente, el mayor lastre convivencial con el que el reto de construir una sociedad libre, fraterna, sana, se encuentra en su camino.

Pero, para solucionar esto, todos, absolutamente todos, desde el primero hasta el último, tendríamos que asumir, infecto verbo, nuestras responsabilidades. Sí, usted también, todos somos parcialmente responsables de la situación actual. Todos hemos caído en alguno de los dos grandes males que nos han traído estos lodos. Todos hemos votado una ley electoral que nos priva de representatividad. Todos hemos votado por rutina a los “nuestros” porque aunque nos parecieran corruptos, mentirosos, manipuladores o populistas, eran los nuestros y, por tanto, preferibles a los otros. Todos hemos justificado lo injustificable con el peregrino argumento del “y tú más”. Todos hemos mirado para otro lado cuando los “nuestros” han actuado de forma antiética sin importarles un ardite las consecuencias, que sabían que no les íbamos a demandar. Todos hemos sido forofos, o, peor si cabe, permisivos con conductas inaceptables.

Nos han hurtado la representatividad, nos van despojando de la libertad, nos han robado la esperanza y, como quién no quiere la cosa, nos están dejando sin ni siquiera la palabra. Todo envuelto en papeles de colores ideológicos que en su interior no contienen otra cosa que soberbias personales, tendencias totalitarias y futuros distópicos. Ambiciones desmedidas de personajes mediocres y afanes de historia que no tiene gran importancia que puedan ser para mal.

Claro que mientras le ley electoral no cambie, mientras en las primarias de los partidos no se elija al que más soluciones coherentes proponga en vez del que a más grite y al que más disparates frentistas sea capaz de enumerar, mientras los ciudadanos no militantes no adoptemos una actitud electoral firme, determinante, votando en blanco, o de alguna forma que permita dejar claro nuestro descontento, nuestra falta de acuerdo con las opciones presentadas, nada cambiará.

Todo tiene un punto de difícil retorno, y solo el compromiso hace que ese punto pueda estar más cerca, o se aleje de forma considerable, pero, para los que tenemos hijos, nietos, descendientes, ellos deberían de ser razón suficiente para denunciar la antiética, la para-ética ideológica, y exigir la vuelta de una ética sin desviaciones partidistas, una ética que permita una sociedad libre, equitativa y fraterna.