Claro que a lo mejor no es solo el cambio climático, a lo
mejor el estado de bienestar también tiene su responsabilidad en la actual
falta de magia e ilusión. No hay nada menos mágico que un ser humano
satisfecho.
Como niño de la post-post-guerra –que hay que ver lo que
duran las guerras una vez que se han acabado- cuyos padres tuvieron que emigrar
a Madrid para buscarse la vida y para huir de las agresiones económicas de un
abuelo indeseable, perteneciente por tanto a una clase humilde y trabajadora,
la magia era el único recurso para comprarse ropa y juguetes. Bueno la magia y
el calendario.
Ropa: al empezar el verano, con los primeros rigores
invernales y algo que estrenar en el Domingo de Ramos. Y solo para sustituir a
lo más deteriorado. Recuerdo yo aún con horror algunas prendas indestructibles
que me acompañaron para mi bochorno varias temporadas.
Juguetes o regalos varios: cumpleaños, Reyes Magos y en
verano si las notas no decían lo contrario, que solían decirlo.
Del amor, del sexo, de la religión o de la política ni
comentamos. Yo engordé en cuanto abandoné la universidad. Alguna vez he pensado
en volver a correr el trayecto Moncloa- Escuela de Ingenieros Aeronauticos que
tan entrenada tenía.
Tal vez no fuéramos entonces felices, pero nuestra infelicidad
tenía un algo de motivante, un algo de desafío para conseguir algo mejor, un
algo de iniciación a la vida adulta y a los sinsabores. Tal vez hoy se viva en
el estado de bienestar, pero nosotros vivimos en el del bienestar posible que
nos obligó a valorar, a pensar, a evolucionar y a cambiar una sociedad que hoy
resulta inexplicable para quienes no la vivieron. Y no todo era malo.