domingo, 21 de febrero de 2021

Los olvidados

Este tiempo de reconocimiento a los colectivos, de aplausos y loas, de preferencias en las vacunas, de discursos que prometen que nadie se va a quedar atrás, si uno se fija con cuidado, hay al menos un colectivo que ni ha recibido aplausos, ni recibe vacunas, ni nadie parece haber reparado si está atrás, adelante o, ni siquiera, si existe.

Como estoy convencido de que habrá más de uno, porque son colectivos que salvo que seas parte integrante, nadie parece recordarlos salvo cuando existe la necesidad de recurrir a ellos, voy a especificar que me refiero a los reparadores, a ese conjunto de autónomos y pequeñas empresas siempre pendientes de prestar servicio a quien sufre un siniestro en su hogar, en su comunidad o en su empresa.

A lo largo de este, ya casi, año, no los he oído mencionar, loar, reconocer, en ningún momento. Ni en los tiempos más duros en los que iban de un sitio para otro arriesgando su salud, muchas veces sin un equipamiento suficiente para evitar el contagio, trabajando en viviendas donde había casos, ni cuando contribuyeron de forma destacada a la adaptación de instalaciones de todo tipo como hospitales de emergencia, ni en el día a día posterior donde, en su labor continua e infatigable, siempre están donde y cuando se les necesita. Tampoco vi que se reparara en ellos cuando se definían los trabajos de máxima necesidad, y se les consideró como una parte más de la construcción, creando situaciones de conflicto que solo la buena voluntad y la paciencia permitieron solventar.

De primera mano sé de un fontanero al que, en pleno confinamiento, pararon en un control. Enseñó su autorización, su asignación de trabajo, y la respuesta del policía fue cuestionar la necesidad de su trabajo. El fontanero, con más sorna que paciencia, a decir verdad, le contestó: “Bueno, si mañana se rompe una tubería en su casa, me llama y yo me encuentro con un compañero suyo que no entienda la necesidad de su trabajo, tal vez usted si la entienda”.

Ahora ha llegado el tiempo de las vacunas, el tiempo en que vacunar es una medida preventiva entre la población de riesgo para evitar los contagios. Y tampoco ahora he observado que los reparadores estén entre los colectivos a los que se les dé prioridad en su acceso a ellas. He oído hablar de los taxistas, los maestros, los camareros, los sanitarios… pero no he oído que nadie mencione a los reparadores, a los carpinteros, fontaneros, pintores, electricistas, albañiles, cerrajeros… que ante una emergencia están a pie de obra, haciéndose cargo de la incidencia y logrando que nuestra vida confortable no sufra por el contratiempo más de lo estrictamente imprescindible.

No pretendo, ni soy quién, para erigirme en portavoz de un colectivo tan numeroso como diverso, de esa legión de personas que a lomos de sus vehículos, abarrotados de materiales y herramientas, sufren los rigores, las inclemencias, los sinsabores de los inconvenientes de todas las demás personas, y a veces el mal humor de quién los requiere.

Ni siquiera cuando durante la nevada, y en días posteriores, las condiciones de desplazamiento eran casi imposibles, cesaron en su compromiso de asistencia.

No sé tampoco cuántos de ellos aceptarían esa prioridad en la disposición de la vacuna, que además les serviría de tranquilidad a sus familias, porque también tienen familia. Ni siquiera cuantos estarán dispuestos o no a hacer uso de ella, de la vacuna, pero lo que sí sé es que, sin menospreciar la labor, el riesgo, de otros colectivos, sin duda los reparadores son uno de los colectivos más necesarios, inmediatos y en riesgo de los que día a día trabajan para la sociedad. De los más necesarios, y el más olvidado.

La violencia

 “Pinto, pinto

Juegan los niños

A pegar tiros

 

Pinto, pinto,

Juegan los niños

A romper nidos

 

Pinto, pinto,

Juegan los niños

Juegan matando

 

Pinto, pinto,

Ya son mayores

Y siguen jugando”

 

El autor, allá por 1974

 

Me preguntabas, como se pregunta atónita la mayor parte de la sociedad española, por los acontecimientos de estos últimos días, las algaradas callejeras, los posicionamientos políticos, las opiniones que recibimos y su fiabilidad. Creo que hay dos temas separados, solo unidos por la conveniencia de algunos, en toda esta historia, dos temas, cada uno de los cuales es lo suficientemente importante para ser tratado por sí mismo: la violencia y la libertad de expresión. Vayamos por partes y empecemos por el que empezó antes, la violencia.

 

Como pacifista convencido, feroz y pragmático, parto de que considero que la violencia es la renuncia a la razón y el único argumento del que es incapaz de defenderla (la razón). La violencia es la ley del matón, la defensa del mediocre y la forma de presentar sus razones del que no tiene otras, o de aquel cuyos verdaderos motivos son inconfesables.

 

Claro que, si tiramos de historia, vemos que muchos de los que hemos estudiado como buenos, de los que hemos asumido históricamente como buenos, han utilizado la fuerza, y como consecuencia la violencia. ¿Son, por tanto, malos? Pues seguramente sí, en unos casos, y no en otros.

 

Tal vez el problema está, y de esto el terrorismo sabe mucho, en como determinar el punto en el que la violencia es una acción y el punto en el que la violencia es una reacción, porque si toda violencia es acción, y nos olvidamos de la reacción, nos ponemos en situación de que todo levantamiento contra un estado de abuso, que no da otra opción, ni permite otra vía, es injusto, y la paz, que teóricamente es contraria a la violencia, solo se puede alcanzar siendo libres, y la libertad de los sojuzgados, a lo largo de la historia, solo se ha podido alcanzar con violencia. Triste y contumaz paradoja. Paradoja que queda resuelta cuando la acción es en realidad una reacción ante la injusticia, una acción desesperada y terminal ante una actitud intolerante.

 

Así que ante la violencia desatada, como la que en estos días se ha apoderado de muchas ciudades del país, como la que en los últimos tiempos se ha apoderado de tantos lugares en el mundo, lo único que nos queda es pararnos a analizar con toda la frialdad posible los argumentos de los violentos, y si esa violencia, es un medio o es un fin, porque si la violencia como medio es cuestionable, como fin es intolerable.

 

No puedo pasar por este tema sin sacar a colación los sucesos de Linares, unos sucesos que me recordaron a cierta película, creo recordar que se titulaba “Crash”, en la que un policía pasaba de una actitud bochornosamente racista y provocadora a salvar una vida arriesgando la suya. Muchas personas justificaban una acción con la otra, hacen un balance compensatorio intentando hacer ver que al final la bondad de la persona triunfa sobre sus malas actitudes.

 

Puede que estos argumentos sean válidos en una persona normal y corriente, o en una película, que tampoco, pero son absolutamente intolerables en un servidor público, en un personaje que se vale de su entrenamiento y de su equipamiento, pagados por todos los ciudadanos, para abusar de aquellos, o de algunos de aquellos, a los que tienen encomendado proteger. Recurriendo al refranero, el hábito no hace al monje, y por mucho que se vista de uniforme, y por muchas acciones humanitarias que acometa, una acción del calado de la que perpetraron estos dos ex policías, los invalida para volver a ejercer tales funciones, ni esas, ni cualquier otra que lleve aparejada el uso de la fuerza y una cierta autoridad, sea vigilante del metro o portero de discoteca.

 

Y el problema añadido es que casi toda acción de fuerza es respondida por otra de signo contrario. Es más, en muchos casos ese es el verdadero objetivo del uso de la fuerza, la provocación, aunque en este caso la reacción fulminante de las instituciones evitó que esa provocación fuera efectiva. Aun así hubo grupos profesionales de la violencia que se personaron en Linares para montar la marimorena, intentando sublevar a un pueblo que respondió con calma y con cordura, desmarcándose de los actos vandálicos que fueron rápidamente solventados. Esos actos solo se hubieran visto justificados, habrían sido comprensibles, si el silencio de las instituciones hubiera llevado a utilizar la violencia como medio para reclamar justicia. No fue el caso

 

Y esto nos lleva al segundo escenario de violencia que vivimos estos días. Seguramente muchos de los agitadores de Linares están hoy en las calles de alguna ciudad española, o de varias, según las necesidades de su organización, porque de los que hablamos, de los profesionales de la violencia, de esos que en este caso por la libertad de expresión, en otros por la independencia, en otros por la violencia policial y en otros por cualquier otro motivo, buscan en las algaradas, los disturbios, la violencia como fin, pongan la excusa que pongan

 

Es una violencia política, un chantaje a la sociedad para conseguir por la fuerza lo que no consiguen por la razón, por los votos. Son la fuerza de choque de los anti sistema, de los contra sistema, de los radicales que se echan a la calle a atemorizar a la mayoría pacifica de la sociedad, a provocar la reacción de los grupos violentos de signo contrario, a solventar con gritos, consignas, golpes y fuego, lo que no consiguen imponer con razones, votos y leyes.

 

Alguno que lea esto pensará que él ha participado de las algaradas y la ha hecho con la convicción de la reivindicación, estoy seguro. Tan seguro que no puedo descartar que en tiempos más jóvenes yo mismo no respaldara, de buena fe, lo que sucede. Pero me equivocaría entonces, y se equivocan ahora.

 

Esta violencia es una violencia de signo político, perfectamente orquestada, manipulada, programada por organizaciones cuyos fines no tienen nada que ver con los que declaran, y que se valen del entusiasmo ideológico de quienes aún intentan creer en la pureza de unas ideologías hace tiempo superadas.

 

Seguramente, para quienes aún crean en la honestidad de los grupos anti sistema, si se investigara todo lo que acontece a fondo, si hubiera interés, si nos preguntáramos con seriedad sobre el origen de los fondos que manejan, sobre la propiedad de los lugares donde se entrenan, sobre la complejidad de los recursos que mueven, acabaríamos llegando a despachos donde no se discute de izquierdas y de derechas. A despachos donde simplemente se habla de poder, del que detentan y al que no piensan renunciar.

 

No, como ya te adelanté en nuestra conversación, la violencia que vivimos no tiene nada de inocente, nada de reivindicativa, nada de altruista, nada de popular, es violencia del sistema para canalizar y servirse de un sentimiento anti sistema en su propio beneficio. Como en el famoso chiste del Hermano Lobo:

 

O nosotros o el caos – ¡El caos¡, ¡el caos¡ - Da igual, también somos nosotros”

 

O sea, ellos. Estos también son, al fin y  a la postre, los mismos ellos.

La libertad de expresión

 

Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad escoja”. Francisco de Quevedo a Isabel de Borbón, reina consorte de España, que era efectivamente coja. El muso de las calles actuales diría algo así como: "Isabel, coja de mierda, ojalá te maten" o de forma que ritme más porque es poeta.

Tal como te anuncié en mi carta anterior, vayamos ahora con el segundo ingrediente de lo que acontece, aunque solo sea porque es la razón invocada en este momento para esas noches de orgía violenta, idénticas a esas otras que antes se dieron invocando la independencia catalana. Exactamente iguales, con los mismos protagonistas, que al parecer lo mismo se apuntan a un roto que a un descosido siempre que haya opción de utilizar la coacción ciudadana y de paso, como quien no quiere la cosa, llevarse para casa algún que otro objeto escapado de algún escaparate al paso.

Partamos de que a mí, y ya lo he dicho varias veces, los valores y los derechos me gustan sin apellidos. Cuando apellidamos algún derecho lo que estamos haciendo es recortándolo, y, precisamente por eso, hablar de la libertad de expresión me produce la sensación de estar hablando más de una renuncia, de un fracaso, que de un logro.

Porque invocar el derecho a la libertad de expresión es un reconocimiento explícito de que no existe la libertad, sin más, sin etiquetas, sin acotaciones y, por tanto, reconocemos la imperfección del mundo en el que vivimos. Invocar la libertad de expresión significa que nuestros derechos y obligaciones emanan de una legislación que los limita, que los tutela, y sobre la que le hemos otorgado el derecho a ser administrada a alguna institución de un ente pretendidamente superior al individuo. Por la fuerza o por nuestra  delegación, que eso ya dependerá del sistema  en el que convivamos.

Y, si le hemos otorgado ese derecho, eso significará que hay unas reglas aceptadas que marcan los límites, las excepciones y las represalias que su incumplimiento conlleva. En eso consiste la convivencia reglada, en que hay una institución que vela porque se cumplan las reglas, las leyes, y que dice actuar en nombre de la colectividad.

En un mundo ideal la libertad de expresión no necesitaría ser invocada, es más, ni siquiera existiría el concepto, ya que existiría la libertad, sin apellidos. Pero este no es un mundo ideal, y la libertad está regulada. Concretamente, la libertad de expresión está regulada porque debe de estar limitada por el derecho al honor y por la prohibición de incitar al odio y a la violencia.

Ambas limitaciones, el derecho al honor y la persecución del odio, se hacen necesarias dada la tremenda confusión que sufren algunos individuos, algunas organizaciones, al considerar que la libertad, habitualmente su libertad, es tener derecho a todo, sin límites, sin cortapisas, sin tutelas, sin importar a quién se daña en su ejercicio.

Pero fuera de esas tutelas existentes, fuera de instituciones o cargos públicos, la pretensión de utilizar la libertad de expresión como excusa, nunca como argumento, para insultar, menospreciar, humillar, vilipendiar o zaherir a otra persona, la pretensión de ampararse en la libertad de expresión para llamar al linchamiento, al acoso, a la muerte de otra persona, lo único que puede demostrar es el absoluto desprecio por los derechos ajenos y una necesidad acuciante de educación. No de “buena educación”, sino de educación en valores, de esa educación que genera un compromiso ético personal.

¿Cuándo es lícito reclamar la libertad de cualquier tipo? La prueba del algodón no engaña, la seguridad de estar reclamando lo justo solo es constatable cuando el derecho a defender, la opinión a permitir, es contraria a la nuestra. No es que debamos renunciar a reclamar lo que consideremos reclamable para nosotros mismos, evidentemente, pero siendo estrictos en nuestra mirada, siempre habremos  de considerar que la reclamación de derechos que se acomodan a nuestro pensamiento debería de estar bajo la sospecha de la conveniencia, mientras que reclamar el derecho ajeno nos permite estar convencidos de hacer lo correcto.

Pero esa prueba no se hace. Falla de forma estrepitosa. Falla porque se invoca el derecho a la libertad de expresión desde una posición que pretende limitar ese derecho a los que no compartan cierto alineamiento político, porque los que reclaman su derecho a expresarse libremente son los mismos que se manifestaron contrarios a que otros lo hicieran no hace mucho tiempo. Porque los que dicen reclamar ese derecho para ellos pretenden limitarlo para todos los que opinen de una forma diferente.

Me resulta doloroso, extremadamente doloroso y significativo, comprobar como la libertad de expresión se reclama con argumentos y acciones de corte fascista. Como al amparo de la etiqueta anti-fascista se mancillan derechos y libertades con actitudes fascistas de libro, y además se hace invocando los mismos derechos y libertades que esas actitudes niegan a los demás, a la inmensa mayoría.

No, en la libertad, en los derechos, no todo vale. No porque la ley lo mande, no porque lo diga un gobierno, un partido o una institución. No todo vale porque lo dice la ética, esa que emana del rigor de la propia mirada, del compromiso con las libertades y los derechos ajenos.

Y como sé que me lo vas a decir, no, no he hablado de ese personajillo mediocre, medrador y carente de la ética más elemental que ha servido de excusa para todo lo que está sucediendo. No voy ni a pronunciar su nombre porque sería hacerle un tributo a su megalomanía perniciosa, inmoral. La provocación, como argumento para medrar, es tan antigua como la humanidad, pero, si ha habido provocadores geniales, me vale Quevedo, otros, como el de actualidad, son hijos de la mediocridad de su tiempo.

En definitiva, por si no había quedado claro, la libertad de expresión debe de ser absoluta en cuanto crítica a instituciones, a organismos, a cualquier tipo de ente colectivo que administra, decide o regula en nombre de una colectividad, pero jamás debe de permitirse para inferir un daño, moral o físico, a un ciudadano, o a una institución que representa una forma colectiva de entender la vida.

Me voy a permitir, para acabar, contarte una anécdota que puede ilustrar el trastoque de valores. Corría el principio de los setenta en Orense, cuando se organizó una protesta, promovida por intelectuales, artistas y políticos de diversas tendencias (todas prohibidas), consistente en una reunión en la catedral. Solo hubo un detenido, Jaime Quesada, pintor famoso, por proferir la expresión “me cago en Franco”. Una vez interrogado fue puesto en libertad porque alegó que el Franco al que se refería no era el jefe del estado, era su cuñado, cuñado que se llamaba Franco Muela.

En un estado totalitario se protege a las instituciones y se desprotege al individuo, en un estado de derecho Jaime Quesada debería de haber sido imputado por una falta al honor de su cuñado, y totalmente absuelto por criticar a la institución de la Jefatura del Estado en el nombre del que ostentaba el cargo.

A mí que se metan con el rey, con los ministros, o con cualquier símbolo del estado, del gobierno o de los partidos, me parece un ejercicio más o menos sano en función de la inteligencia de la exposición, de su fundamento y de la intención del reclamante, pero si alguien insulta, o falta al respeto a algún individuo, se llame Felipe de Borbón, Pedro Sánchez, Pablo Iglesias o Santiago Abascal, fuera de su cometido institucional, me parece intolerable, y, desde luego, fuera del amparo de ningún derecho o libertad. Si la llamada además es a la violencia, ya me da igual si la víctima es individual o colectiva, la violencia no puede estar amparada por ningún derecho porque es la negación misma de todo derecho.

miércoles, 10 de febrero de 2021

Me asombra que os asombre

Me asombra que os asombre. Me asombra que alguien pueda asombrarse de las cosas que están pasando, porque no pasa nada especial. Lo cual no quiere decir que sea bueno o malo, que sea conveniente o inconveniente, que esté de acuerdo o no.

No hay día que pase que no lea a mucha gente epatada en las redes por la intervención de tal o cual político. No hay día que pase que en este hilo, o en aquel, que los forofos y los voceras de los diferentes partidos no den una peregrina explicación de por qué los “líderes”, si les llaman líderes, de los diferentes partidos sostienen, una veces por acción, otras por omisión, posturas que en cualquier país medianamente serio, aquel gobernado por políticos serios, no el habitado por ciudadanos pasmados, serían absolutamente inaceptables.

Pero ¿quién les va a pedir responsabilidades? ¿Los ciudadanos que los votan? ¿Los forofos que les aplauden digan lo que digan? ¿Una oposición que es exactamente lo mismo? ¿La mayoría silenciosa y desarmada éticamente? ¿Culturalmente? ¿Políticamente?

Me asombra que os asombre, cuando todo lo que sucede corresponde a un guión previsible, sobradamente conocido.

¿Os asombra que nos gobierne un gobierno profunda e irreconciliablemente dividido? ¿Os asombra que esté soportado por las fuerzas separatistas que quieren romper el estado que parecen apoyar? ¿Os asombran los mensajes contradictorios entre el Presidente del Gobierno y Pedro Sánchez? ¿Entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias? ¿Entre Pedro Sánchez y el Vicepresidente Segundo del Gobierno? ¿Entre el Vicepresidente Segundo del Gobierno y el Presidente del Gobierno? Pues a mí me asombra que os asombre. Sí, ya sé que parecen dos, pero opinan como siete y tienen una infinitud de opiniones según el momento, y el papel que adopten.

Me asombra que os asombre la actuación populista y anti-sistema de Pablo Iglesias, del Vicepresidente Segundo del Gobierno ¿Os asombra que presione a su Gobierno con continuas intervenciones en prensa que tensan la cuerda del colectivo de Ministros? ¿Os asombra que compare a los políticos catalanes con los represaliados franquistas? ¿Que quiera desprestigiar al país que co-gobierna? ¿Que actúe como un activista contra las leyes que ha jurado defender? ¿Que sea el azote de instituciones a las que proteger está entre sus obligaciones? A mí no me asombra. Es más, no solo no me asombra si no que me parece que está haciendo con exactitud su papel, su papel activista y anti-sistema, papel al que nunca ha renunciado. Con exactitud y con brillantez. Porque sin duda es un hombre inteligente, y listo, y sabe muy bien cuánto tiempo tiene y cuál es el recorrido que le espera.

Me parece asombroso que os asombre, de verdad me asombra, la actuación, o la falta de actuación, o la actitud zen, del Presidente del Gobierno, de Pedro Sánchez mejor no hablamos, ya dijo él todo lo que tenía que decir y que ha desdicho con amplitud el Presidente, porque, como ya aclaró Carmen Calvo, doctora en sanchismo, el Presidente del Gobierno y Pedro Sánchez  tienen diferentes opiniones sobre la mayoría de los asuntos, como el Doctor Jekyll y Mister Hyde, más como Indibil y Mandonio  que como Ortega y Gasset, por eso la mayoría de la gente le exige, con absoluta convicción, al Presidente del Gobierno que sea consecuente con Pedro Sánchez, sin tener en cuenta que este último acabó su función pública como candidato al ganar las elecciones. Además, ¿Por qué va a cambiar el Presidente su forma de actuar cuando está consiguiendo que entre sus ministros, sus socios de legislatura, sus apoyos conyunturales y una oposición inoperante, le estén despejando el camino de esta legislatura, e incluso el camino para una próxima? ¿Por qué va a inquietarse cuando ante su absoluta inoperancia nadie le pide cuentas? ¿Por qué si, a pesar de estar arruinando el país, su partido se mantiene por delante en las expectativas de votación? Yo haría lo mismo, tal vez por eso me asombra que os asombre.

Por eso, porque me asombra que os asombre todo lo que está pasando: la inutilidad de la gestión, las declaraciones populistas, el ataque a las instituciones desde las instituciones, el descrédito internacional promovido desde el mismo Gobierno, el espectáculo legislativo respecto a los demás países de la Unión, la inexistente exigencia de responsabilidades. Y me asombra que os asombre porque no me asombraría nada que, llegadas unas nuevas elecciones, vuelvan a ganar los que os asombran.

En una cosa sí os voy a asombrar. Os asombrará que esté de acuerdo con Pablo Iglesias en que la de este país, y la de la mayoría de los países, no es una auténtica democracia. Ningún sistema en el que la voluntad popular se retuerce electoralmente hasta que resulta irreconocible, en el que se producen unas mayorías ficticias que se permiten secuestrar la verdadera voluntad popular, en el que se permiten crear unas estructuras de poder que gobiernan de espaldas a los que los han votado, en el que se crean unas estructuras rígidas que impiden la libre elección de los representantes, puede arrogarse el nombre de democracia. Pero lo consentís, cada día con vuestros apoyos sectarios, con vuestras intervenciones dogmáticas, con vuestro silencio cómplice, con vuestros votos.

Por eso me asombraría que os asombre que me asombre de lo que os asombra. Entre asombros anda el juego.

sábado, 6 de febrero de 2021

El conformismo

Te dije en la carta sobre la felicidad, “habrá quién considere que yo hablo de una felicidad que en realidad se llama conformismo.”, y lo ha habido, a pesar de mi advertencia, y aunque espero que tú lo hayas entendido, parece ser que ha habido unas cuantas personas que no han entendido nada.

No tengo claro si el conformismo es una forma de cobardía, o la cobardía es una forma de conformismo, pero si tengo claro que los cobardes suelen ser conformistas y los conformistas son siempre cobardes.

Recuerdo, como si fuera hoy, en realidad fue ayer, un ayer de varios años, que nada más resultar elegido para asumir una responsabilidad un cobarde vino a decirme que lo mejor que podía hacer era no cambiar nada, dejar que el año para el que había sido elegido transcurriera sin que se notara que yo estaba allí, tal como había hecho él el año anterior. Este señor a su cobardía no le llamaba conformismo, le llamaba prudencia y sabiduría.

Es verdad que de mi carta se puede desprender, quién quiera desprender algo que le acomode, que yo hago una llamada al conformismo, pero lo que yo si desprendo de esa interpretación, porque las palabras son mías y las puedo desprender como quiera, es que está usando mis argumentos para justificarse.

La felicidad nunca puede ser cobarde, nunca puede ser conformista, porque su misma efímera consideración impide que queramos perpetuarla, que queramos mantenerla. La felicidad es un reto, y es por tanto contraria a todo conformismo. La felicidad lucha por abrirse paso, por llenar todos los huecos posibles, por imponerse a la infelicidad en ese combate dual permanente en nuestras vidas, pero quién la trate con la cobardía que los conformistas demandan, será un muerto en vida, o un infeliz de sonrisa en mueca.

El conformismo establece una línea continua, monótona, que huye de los altibajos, de las emociones, que rechaza los riesgos que implica la misma vida, y que al final se funde en un aburrimiento letal para el propio espíritu, y la felicidad es un sentimiento, un vértigo efímero de plenitud.

El conformista se arrincona, se achiquera, se encierra en un universo que quiere adivinar impenetrable, pero que lo único que resulta es repelente, de tal manera que rechaza a cualquier persona o vivencia que pueda alterar esa uniformidad frustrante, envilecedora, que preside todo lo que en él acontece, a todo aquel que en él permanece.

No, es imposible encontrar la felicidad en la monotonía, en la renuncia, en el encasillamiento. Todas estas características de la cobardía, del conformismo, son absolutamente impermeables a cualquier atisbo de felicidad, si bien los habitantes de esos universos muertos en vida, de esos agujeros negros de las vivencias, creen ser felices en su ausencia de infelicidad, ausencia que, por otra parte, no tiene más recorrido que el instante presente, ni más seguridad que la que tiene cualquier circunstancia de cualquier vida.

Los cobardes siempre son infelices, incluso en su autoimpuesta felicidad, porque el temor a que cualquier suceso, cualquier persona con inquietudes, con deseos de ser realmente feliz, quebrante su inmovilista monotonía los hace vivir en un miedo permanente, incompatible con la felicidad. Porque el conformismo, aparte de cobarde, es absolutamente inmovilista.

Solo el que juega gana, solo el que arriesga consigue, solo el que se mueve puede llegar, o, al menos, pasar por ese punto del camino especial, diferente, pleno, y en el que no puede pretender quedarse y convertirlo en una meta.

Pero, y volviendo al cobarde, al conformista que se consideraba a sí mismo prudente y sabio, de la misma especie que los cobardes conformistas que solo tienen argumentos cuando los callan y glosan el silencio como reflexión, su confusión parte de su misma mediocridad, de su misma incapacidad para alcanzar las virtudes que se atribuye, salvo por la ausencia de los defectos contrarios.

El prudente es aquel que sopesa todas las opciones antes de elegir una, el cobarde conformista es el que no se equivoca nunca porque nunca toma ninguna decisión.

El sabio es aquel que usa su conocimiento y experiencia para elegir la mejor opción entre varias, el inmovilista conformista, con ínfulas de sabio, es el que no yerra nunca, porque nunca toma el riesgo de equivocarse.

El silencio del sabio parte de la reflexión y de escuchar a quienes lo rodean, el silencio conformista, cobarde, parte del que no tiene nada que decir, y si lo tiene se calla, por no correr el riesgo a que lo corrijan.

Pero, concluyendo, la felicidad nunca puede ser conformista, porque su misma esquiva y efímera esencia la hacen un bien que hay que buscar continuamente. La felicidad es el logro, y los cobardes no pueden lograr porque ni siquiera lo intentan.

En todo caso, y como casi siempre, todo parte de un trueque de conceptos. Yo decía que teníamos que aceptar nuestro pasado y nuestro presente, no conformarnos con ellos, y que la felicidad futura solo podía alcanzarse desde esa aceptación, no que teníamos que conformarnos con lo logrado renunciando a objetivos futuros. Y es que una cosa es aceptar y ser consecuente, y otra es conformarse, y ser cobarde.


lunes, 1 de febrero de 2021

La muerte inadecuada

Morirse es una actividad para la que habitualmente estamos poco preparados. Por más que hay quién sostiene que hacemos, como mínimo, un entrenamiento al día, cuando nos dormimos, esto siempre lo hacemos con la confianza de que volvemos a despertarnos al cabo de unas horas. No, morirse es una actividad sin posible ensayo y de cuyas consecuencias nadie tiene certeza.

Tal vez por eso, seguramente por eso, nadie se muere en el momento más oportuno. A nadie le suele pillar la muerte con todos sus proyectos vitales cerrados y pensando que es el momento. La inoportunidad pasa de una muerte prematura, en la que la vida apenas ha arrancado, hasta esas muertes que se demoran en el tiempo causando estragos en los que esperan y en sus familias, sin olvidarse de esas muertes inopinadas, absolutamente sorprendentes. Esas muertes de cuyo sujeto suele decirse que ayer estaba como una rosa.

No, la muerte nunca es oportuna, la muerte nunca llega adecuadamente. Pero con todo y con eso, hay momentos, causas, en los que la muerte parece hacer una burla. Muertes que deberían llevar aparejada una indemnización en vida.

Y esa es la sensación que tengo en estos días, esa es la percepción que me provocan ciertas muertes a día de hoy, que hay gente que se muere de muertes impropias, de muertes inadecuadas.

Ahora, hoy, desde hace casi un año, cuando alguien se muere, cuando te dicen que alguien ha muerto, lo primero que piensas es que el puñetero COVID se ha se llevado otra vida por delante. Ya casi ni lo preguntas, por eso cuando te dicen, de motu proprio o porque lo preguntas, que el finado ha muerto por otra enfermedad, o por accidente, o por un deficiente funcionamiento del sistema médico, tienes que pararte a pensar que existe una realidad mortuoria más allá del virus de nuestras “entremascarillas”.

Y entonces, con ese irónico fatalismo que tan bien manejamos, en vez de pensar que ayer estaba como una rosa, piensas: “si ayer aún iba con mascarilla”, como diciendo, todos estos meses sin salir a la calle, lavándose las manos cada quince minutos, poniéndose dos mascarillas hasta para besar a su cónyuge, a sus hijos, y ahora va y muere atropellado, de un infarto, tropezando con la acera, o de cualquiera de esas muertes que en tiempos de pandemia deberían de caer en desuso, deberían de estar prohibidas.

No, morirse, sea de lo que sea, sea por la causa que sea, que no sea el bicho, siendo siempre inoportuno, en tiempos de pandemia, parece incluso inadecuado, como morirse a traición y con desacato.

Y aunque esta reflexión pueda tener una cierta lectura irónica, humorística, con humor negro, necrosado, seguramente es porque de alguna manera tenemos que revelarnos y mostrarle a la muerte nuestro irreductible desdén, por lo menos hasta que nos sintamos señalados.

Decía mi madre, que como muy bien saben mis lectores era de decir muchas cosas, que pocos sitios hay en los que las risas sean tantas y tan saludables, como en los velatorios. Alguno compartí con ella en el que las anécdotas se hilaban con risas evocadoras de tiempos y sucedidos, risas abiertas, en carcajada.

Pero por más que la risa acuda, el dolor, la pérdida, se quedan dentro, y la rabia por la muerte inoportuna se hace indignación por lo inapropiada. Muertos en esta pandemia, la muerte os debe una vida, la pandemia muchos miles. Ya sé que no me oís, ya sé que la muerte es sorda, pero aquí queda mi petición, y por escrito.