domingo, 21 de febrero de 2021
Los olvidados
La violencia
“Pinto, pinto
Juegan los niños
A pegar tiros
Pinto, pinto,
Juegan los niños
A romper nidos
Pinto, pinto,
Juegan los niños
Juegan matando
Pinto, pinto,
Ya son mayores
Y siguen jugando”
El autor, allá por 1974
Me preguntabas, como se pregunta atónita la mayor parte de la sociedad
española, por los acontecimientos de estos últimos días, las algaradas
callejeras, los posicionamientos políticos, las opiniones que recibimos y su
fiabilidad. Creo que hay dos temas separados, solo unidos por la conveniencia de
algunos, en toda esta historia, dos temas, cada uno de los cuales es lo
suficientemente importante para ser tratado por sí mismo: la violencia y la
libertad de expresión. Vayamos por partes y empecemos por el que empezó antes,
la violencia.
Como pacifista convencido, feroz y pragmático, parto de que considero
que la violencia es la renuncia a la razón y el único argumento del que es
incapaz de defenderla (la razón). La violencia es la ley del matón, la defensa
del mediocre y la forma de presentar sus razones del que no tiene otras, o de
aquel cuyos verdaderos motivos son inconfesables.
Claro que, si tiramos de historia, vemos que muchos de los que hemos
estudiado como buenos, de los que hemos asumido históricamente como buenos, han
utilizado la fuerza, y como consecuencia la violencia. ¿Son, por tanto, malos?
Pues seguramente sí, en unos casos, y no en otros.
Tal vez el problema está, y de esto el terrorismo sabe mucho, en como
determinar el punto en el que la violencia es una acción y el punto en el que
la violencia es una reacción, porque si toda violencia es acción, y nos olvidamos
de la reacción, nos ponemos en situación de que todo levantamiento contra un
estado de abuso, que no da otra opción, ni permite otra vía, es injusto, y la
paz, que teóricamente es contraria a la violencia, solo se puede alcanzar
siendo libres, y la libertad de los sojuzgados, a lo largo de la historia, solo
se ha podido alcanzar con violencia. Triste y contumaz paradoja. Paradoja que
queda resuelta cuando la acción es en realidad una reacción ante la injusticia,
una acción desesperada y terminal ante una actitud intolerante.
Así que ante la violencia desatada, como la que en estos días se ha
apoderado de muchas ciudades del país, como la que en los últimos tiempos se ha
apoderado de tantos lugares en el mundo, lo único que nos queda es pararnos a
analizar con toda la frialdad posible los argumentos de los violentos, y si esa
violencia, es un medio o es un fin, porque si la violencia como medio es
cuestionable, como fin es intolerable.
No puedo pasar por este tema sin sacar a colación los sucesos de
Linares, unos sucesos que me recordaron a cierta película, creo recordar que se
titulaba “Crash”, en la que un policía pasaba de una actitud bochornosamente
racista y provocadora a salvar una vida arriesgando la suya. Muchas personas
justificaban una acción con la otra, hacen un balance compensatorio intentando
hacer ver que al final la bondad de la persona triunfa sobre sus malas
actitudes.
Puede que estos argumentos sean válidos en una persona normal y
corriente, o en una película, que tampoco, pero son absolutamente intolerables
en un servidor público, en un personaje que se vale de su entrenamiento y de su
equipamiento, pagados por todos los ciudadanos, para abusar de aquellos, o de
algunos de aquellos, a los que tienen encomendado proteger. Recurriendo al
refranero, el hábito no hace al monje, y por mucho que se vista de uniforme, y
por muchas acciones humanitarias que acometa, una acción del calado de la que perpetraron
estos dos ex policías, los invalida para volver a ejercer tales funciones, ni
esas, ni cualquier otra que lleve aparejada el uso de la fuerza y una cierta
autoridad, sea vigilante del metro o portero de discoteca.
Y el problema añadido es que casi toda acción de fuerza es respondida
por otra de signo contrario. Es más, en muchos casos ese es el verdadero
objetivo del uso de la fuerza, la provocación, aunque en este caso la reacción
fulminante de las instituciones evitó que esa provocación fuera efectiva. Aun
así hubo grupos profesionales de la violencia que se personaron en Linares para
montar la marimorena, intentando sublevar a un pueblo que respondió con calma y
con cordura, desmarcándose de los actos vandálicos que fueron rápidamente
solventados. Esos actos solo se hubieran visto justificados, habrían sido
comprensibles, si el silencio de las instituciones hubiera llevado a utilizar
la violencia como medio para reclamar justicia. No fue el caso
Y esto nos lleva al segundo escenario de violencia que vivimos estos
días. Seguramente muchos de los agitadores de Linares están hoy en las calles
de alguna ciudad española, o de varias, según las necesidades de su
organización, porque de los que hablamos, de los profesionales de la violencia,
de esos que en este caso por la libertad de expresión, en otros por la
independencia, en otros por la violencia policial y en otros por cualquier otro
motivo, buscan en las algaradas, los disturbios, la violencia como fin, pongan
la excusa que pongan
Es una violencia política, un chantaje a la sociedad para conseguir
por la fuerza lo que no consiguen por la razón, por los votos. Son la fuerza de
choque de los anti sistema, de los contra sistema, de los radicales que se
echan a la calle a atemorizar a la mayoría pacifica de la sociedad, a provocar
la reacción de los grupos violentos de signo contrario, a solventar con gritos,
consignas, golpes y fuego, lo que no consiguen imponer con razones, votos y
leyes.
Alguno que lea esto pensará que él ha participado de las algaradas y
la ha hecho con la convicción de la reivindicación, estoy seguro. Tan seguro
que no puedo descartar que en tiempos más jóvenes yo mismo no respaldara, de
buena fe, lo que sucede. Pero me equivocaría entonces, y se equivocan ahora.
Esta violencia es una violencia de signo político, perfectamente
orquestada, manipulada, programada por organizaciones cuyos fines no tienen
nada que ver con los que declaran, y que se valen del entusiasmo ideológico de
quienes aún intentan creer en la pureza de unas ideologías hace tiempo
superadas.
Seguramente, para quienes aún crean en la honestidad de los grupos
anti sistema, si se investigara todo lo que acontece a fondo, si hubiera
interés, si nos preguntáramos con seriedad sobre el origen de los fondos que
manejan, sobre la propiedad de los lugares donde se entrenan, sobre la complejidad
de los recursos que mueven, acabaríamos llegando a despachos donde no se
discute de izquierdas y de derechas. A despachos donde simplemente se habla de
poder, del que detentan y al que no piensan renunciar.
No, como ya te adelanté en nuestra conversación, la violencia que
vivimos no tiene nada de inocente, nada de reivindicativa, nada de altruista,
nada de popular, es violencia del sistema para canalizar y servirse de un
sentimiento anti sistema en su propio beneficio. Como en el famoso chiste del
Hermano Lobo:
“O nosotros o el caos – ¡El
caos¡, ¡el caos¡ - Da igual, también somos nosotros”
O sea, ellos. Estos también son, al fin y a la postre, los mismos ellos.
La libertad de expresión
Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad escoja”. Francisco
de Quevedo a Isabel de Borbón, reina consorte de España, que era
efectivamente coja. El muso de las calles actuales diría algo así como:
"Isabel, coja de mierda, ojalá te maten" o de forma que ritme más
porque es poeta.
Tal como te anuncié en mi carta
anterior, vayamos ahora con el segundo ingrediente de lo que acontece, aunque
solo sea porque es la razón invocada en este momento para esas noches de orgía
violenta, idénticas a esas otras que antes se dieron invocando la independencia
catalana. Exactamente iguales, con los mismos protagonistas, que al parecer lo
mismo se apuntan a un roto que a un descosido siempre que haya opción de
utilizar la coacción ciudadana y de paso, como quien no quiere la cosa,
llevarse para casa algún que otro objeto escapado de algún escaparate al paso.
Partamos de que a mí, y ya lo he
dicho varias veces, los valores y los derechos me gustan sin apellidos. Cuando
apellidamos algún derecho lo que estamos haciendo es recortándolo, y,
precisamente por eso, hablar de la libertad de expresión me produce la
sensación de estar hablando más de una renuncia, de un fracaso, que de un
logro.
Porque invocar el derecho a la
libertad de expresión es un reconocimiento explícito de que no existe la
libertad, sin más, sin etiquetas, sin acotaciones y, por tanto, reconocemos la
imperfección del mundo en el que vivimos. Invocar la libertad de expresión
significa que nuestros derechos y obligaciones emanan de una legislación que
los limita, que los tutela, y sobre la que le hemos otorgado el derecho a ser
administrada a alguna institución de un ente pretendidamente superior al
individuo. Por la fuerza o por nuestra delegación, que eso ya dependerá del sistema en el que convivamos.
Y, si le hemos otorgado ese derecho,
eso significará que hay unas reglas aceptadas que marcan los límites, las
excepciones y las represalias que su incumplimiento conlleva. En eso consiste
la convivencia reglada, en que hay una institución que vela porque se cumplan
las reglas, las leyes, y que dice actuar en nombre de la colectividad.
En un mundo ideal la libertad de
expresión no necesitaría ser invocada, es más, ni siquiera existiría el
concepto, ya que existiría la libertad, sin apellidos. Pero este no es un mundo
ideal, y la libertad está regulada. Concretamente, la libertad de expresión
está regulada porque debe de estar limitada por el derecho al honor y por la
prohibición de incitar al odio y a la violencia.
Ambas limitaciones, el derecho al
honor y la persecución del odio, se hacen necesarias dada la tremenda confusión
que sufren algunos individuos, algunas organizaciones, al considerar que la
libertad, habitualmente su libertad, es tener derecho a todo, sin límites, sin
cortapisas, sin tutelas, sin importar a quién se daña en su ejercicio.
Pero fuera de esas tutelas
existentes, fuera de instituciones o cargos públicos, la pretensión de utilizar
la libertad de expresión como excusa, nunca como argumento, para insultar,
menospreciar, humillar, vilipendiar o zaherir a otra persona, la pretensión de ampararse
en la libertad de expresión para llamar al linchamiento, al acoso, a la muerte
de otra persona, lo único que puede demostrar es el absoluto desprecio por los
derechos ajenos y una necesidad acuciante de educación. No de “buena educación”,
sino de educación en valores, de esa educación que genera un compromiso ético
personal.
¿Cuándo es lícito reclamar la
libertad de cualquier tipo? La prueba del algodón no engaña, la seguridad de
estar reclamando lo justo solo es constatable cuando el derecho a defender, la
opinión a permitir, es contraria a la nuestra. No es que debamos renunciar a
reclamar lo que consideremos reclamable para nosotros mismos, evidentemente,
pero siendo estrictos en nuestra mirada, siempre habremos de considerar que la reclamación de derechos
que se acomodan a nuestro pensamiento debería de estar bajo la sospecha de la
conveniencia, mientras que reclamar el derecho ajeno nos permite estar convencidos
de hacer lo correcto.
Pero esa prueba no se hace. Falla
de forma estrepitosa. Falla porque se invoca el derecho a la libertad de expresión
desde una posición que pretende limitar ese derecho a los que no compartan
cierto alineamiento político, porque los que reclaman su derecho a expresarse
libremente son los mismos que se manifestaron contrarios a que otros lo
hicieran no hace mucho tiempo. Porque los que dicen reclamar ese derecho para
ellos pretenden limitarlo para todos los que opinen de una forma diferente.
Me resulta doloroso,
extremadamente doloroso y significativo, comprobar como la libertad de
expresión se reclama con argumentos y acciones de corte fascista. Como al
amparo de la etiqueta anti-fascista se mancillan derechos y libertades con actitudes
fascistas de libro, y además se hace invocando los mismos derechos y libertades
que esas actitudes niegan a los demás, a la inmensa mayoría.
No, en la libertad, en los
derechos, no todo vale. No porque la ley lo mande, no porque lo diga un
gobierno, un partido o una institución. No todo vale porque lo dice la ética,
esa que emana del rigor de la propia mirada, del compromiso con las libertades
y los derechos ajenos.
Y como sé que me lo vas a decir, no,
no he hablado de ese personajillo mediocre, medrador y carente de la ética más
elemental que ha servido de excusa para todo lo que está sucediendo. No voy ni
a pronunciar su nombre porque sería hacerle un tributo a su megalomanía
perniciosa, inmoral. La provocación, como argumento para medrar, es tan antigua
como la humanidad, pero, si ha habido provocadores geniales, me vale Quevedo,
otros, como el de actualidad, son hijos de la mediocridad de su tiempo.
En definitiva, por si no había
quedado claro, la libertad de expresión debe de ser absoluta en cuanto crítica
a instituciones, a organismos, a cualquier tipo de ente colectivo que
administra, decide o regula en nombre de una colectividad, pero jamás debe de
permitirse para inferir un daño, moral o físico, a un ciudadano, o a una
institución que representa una forma colectiva de entender la vida.
Me voy a permitir, para acabar,
contarte una anécdota que puede ilustrar el trastoque de valores. Corría el
principio de los setenta en Orense, cuando se organizó una protesta, promovida
por intelectuales, artistas y políticos de diversas tendencias (todas
prohibidas), consistente en una reunión en la catedral. Solo hubo un detenido,
Jaime Quesada, pintor famoso, por proferir la expresión “me cago en Franco”.
Una vez interrogado fue puesto en libertad porque alegó que el Franco al que se
refería no era el jefe del estado, era su cuñado, cuñado que se llamaba Franco
Muela.
En un estado totalitario se
protege a las instituciones y se desprotege al individuo, en un estado de derecho
Jaime Quesada debería de haber sido imputado por una falta al honor de su
cuñado, y totalmente absuelto por criticar a la institución de la Jefatura del Estado
en el nombre del que ostentaba el cargo.
A mí que se metan con el rey, con
los ministros, o con cualquier símbolo del estado, del gobierno o de los
partidos, me parece un ejercicio más o menos sano en función de la inteligencia
de la exposición, de su fundamento y de la intención del reclamante, pero si
alguien insulta, o falta al respeto a algún individuo, se llame Felipe de
Borbón, Pedro Sánchez, Pablo Iglesias o Santiago Abascal, fuera de su cometido
institucional, me parece intolerable, y, desde luego, fuera del amparo de
ningún derecho o libertad. Si la llamada además es a la violencia, ya me da
igual si la víctima es individual o colectiva, la violencia no puede estar
amparada por ningún derecho porque es la negación misma de todo derecho.
miércoles, 10 de febrero de 2021
Me asombra que os asombre
Me asombra que os asombre. Me asombra que alguien pueda asombrarse de las cosas que están pasando, porque no pasa nada especial. Lo cual no quiere decir que sea bueno o malo, que sea conveniente o inconveniente, que esté de acuerdo o no.
No hay día que pase que no lea a mucha gente epatada en las redes por la intervención de tal o cual político. No hay día que pase que en este hilo, o en aquel, que los forofos y los voceras de los diferentes partidos no den una peregrina explicación de por qué los “líderes”, si les llaman líderes, de los diferentes partidos sostienen, una veces por acción, otras por omisión, posturas que en cualquier país medianamente serio, aquel gobernado por políticos serios, no el habitado por ciudadanos pasmados, serían absolutamente inaceptables.
Pero ¿quién les va a pedir responsabilidades? ¿Los ciudadanos que los votan? ¿Los forofos que les aplauden digan lo que digan? ¿Una oposición que es exactamente lo mismo? ¿La mayoría silenciosa y desarmada éticamente? ¿Culturalmente? ¿Políticamente?
Me asombra que os asombre, cuando todo lo que sucede corresponde a un guión previsible, sobradamente conocido.
¿Os asombra que nos gobierne un gobierno profunda e irreconciliablemente dividido? ¿Os asombra que esté soportado por las fuerzas separatistas que quieren romper el estado que parecen apoyar? ¿Os asombran los mensajes contradictorios entre el Presidente del Gobierno y Pedro Sánchez? ¿Entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias? ¿Entre Pedro Sánchez y el Vicepresidente Segundo del Gobierno? ¿Entre el Vicepresidente Segundo del Gobierno y el Presidente del Gobierno? Pues a mí me asombra que os asombre. Sí, ya sé que parecen dos, pero opinan como siete y tienen una infinitud de opiniones según el momento, y el papel que adopten.
Me asombra que os asombre la actuación populista y anti-sistema de Pablo Iglesias, del Vicepresidente Segundo del Gobierno ¿Os asombra que presione a su Gobierno con continuas intervenciones en prensa que tensan la cuerda del colectivo de Ministros? ¿Os asombra que compare a los políticos catalanes con los represaliados franquistas? ¿Que quiera desprestigiar al país que co-gobierna? ¿Que actúe como un activista contra las leyes que ha jurado defender? ¿Que sea el azote de instituciones a las que proteger está entre sus obligaciones? A mí no me asombra. Es más, no solo no me asombra si no que me parece que está haciendo con exactitud su papel, su papel activista y anti-sistema, papel al que nunca ha renunciado. Con exactitud y con brillantez. Porque sin duda es un hombre inteligente, y listo, y sabe muy bien cuánto tiempo tiene y cuál es el recorrido que le espera.
Me parece asombroso que os asombre, de verdad me asombra, la actuación, o la falta de actuación, o la actitud zen, del Presidente del Gobierno, de Pedro Sánchez mejor no hablamos, ya dijo él todo lo que tenía que decir y que ha desdicho con amplitud el Presidente, porque, como ya aclaró Carmen Calvo, doctora en sanchismo, el Presidente del Gobierno y Pedro Sánchez tienen diferentes opiniones sobre la mayoría de los asuntos, como el Doctor Jekyll y Mister Hyde, más como Indibil y Mandonio que como Ortega y Gasset, por eso la mayoría de la gente le exige, con absoluta convicción, al Presidente del Gobierno que sea consecuente con Pedro Sánchez, sin tener en cuenta que este último acabó su función pública como candidato al ganar las elecciones. Además, ¿Por qué va a cambiar el Presidente su forma de actuar cuando está consiguiendo que entre sus ministros, sus socios de legislatura, sus apoyos conyunturales y una oposición inoperante, le estén despejando el camino de esta legislatura, e incluso el camino para una próxima? ¿Por qué va a inquietarse cuando ante su absoluta inoperancia nadie le pide cuentas? ¿Por qué si, a pesar de estar arruinando el país, su partido se mantiene por delante en las expectativas de votación? Yo haría lo mismo, tal vez por eso me asombra que os asombre.
Por eso, porque me asombra que os asombre todo lo que está pasando: la inutilidad de la gestión, las declaraciones populistas, el ataque a las instituciones desde las instituciones, el descrédito internacional promovido desde el mismo Gobierno, el espectáculo legislativo respecto a los demás países de la Unión, la inexistente exigencia de responsabilidades. Y me asombra que os asombre porque no me asombraría nada que, llegadas unas nuevas elecciones, vuelvan a ganar los que os asombran.
En una cosa sí os voy a asombrar. Os asombrará que esté de acuerdo con Pablo Iglesias en que la de este país, y la de la mayoría de los países, no es una auténtica democracia. Ningún sistema en el que la voluntad popular se retuerce electoralmente hasta que resulta irreconocible, en el que se producen unas mayorías ficticias que se permiten secuestrar la verdadera voluntad popular, en el que se permiten crear unas estructuras de poder que gobiernan de espaldas a los que los han votado, en el que se crean unas estructuras rígidas que impiden la libre elección de los representantes, puede arrogarse el nombre de democracia. Pero lo consentís, cada día con vuestros apoyos sectarios, con vuestras intervenciones dogmáticas, con vuestro silencio cómplice, con vuestros votos.
Por eso me asombraría que os asombre que me asombre de lo que os asombra. Entre asombros anda el juego.
sábado, 6 de febrero de 2021
El conformismo
Te dije en la carta sobre la
felicidad, “habrá quién considere que yo hablo de una felicidad que en realidad
se llama conformismo.”, y lo ha habido, a pesar de mi advertencia, y aunque
espero que tú lo hayas entendido, parece ser que ha habido unas cuantas
personas que no han entendido nada.
No tengo claro si el conformismo
es una forma de cobardía, o la cobardía es una forma de conformismo, pero si
tengo claro que los cobardes suelen ser conformistas y los conformistas son
siempre cobardes.
Recuerdo, como si fuera hoy, en
realidad fue ayer, un ayer de varios años, que nada más resultar elegido para
asumir una responsabilidad un cobarde vino a decirme que lo mejor que podía
hacer era no cambiar nada, dejar que el año para el que había sido elegido
transcurriera sin que se notara que yo estaba allí, tal como había hecho él el
año anterior. Este señor a su cobardía no le llamaba conformismo, le llamaba
prudencia y sabiduría.
Es verdad que de mi carta se
puede desprender, quién quiera desprender algo que le acomode, que yo hago una
llamada al conformismo, pero lo que yo si desprendo de esa interpretación, porque
las palabras son mías y las puedo desprender como quiera, es que está usando
mis argumentos para justificarse.
La felicidad nunca puede ser
cobarde, nunca puede ser conformista, porque su misma efímera consideración
impide que queramos perpetuarla, que queramos mantenerla. La felicidad es un
reto, y es por tanto contraria a todo conformismo. La felicidad lucha por
abrirse paso, por llenar todos los huecos posibles, por imponerse a la
infelicidad en ese combate dual permanente en nuestras vidas, pero quién la
trate con la cobardía que los conformistas demandan, será un muerto en vida, o
un infeliz de sonrisa en mueca.
El conformismo establece una
línea continua, monótona, que huye de los altibajos, de las emociones, que
rechaza los riesgos que implica la misma vida, y que al final se funde en un
aburrimiento letal para el propio espíritu, y la felicidad es un sentimiento,
un vértigo efímero de plenitud.
El conformista se arrincona, se
achiquera, se encierra en un universo que quiere adivinar impenetrable, pero
que lo único que resulta es repelente, de tal manera que rechaza a cualquier
persona o vivencia que pueda alterar esa uniformidad frustrante, envilecedora,
que preside todo lo que en él acontece, a todo aquel que en él permanece.
No, es imposible encontrar la
felicidad en la monotonía, en la renuncia, en el encasillamiento. Todas estas
características de la cobardía, del conformismo, son absolutamente impermeables
a cualquier atisbo de felicidad, si bien los habitantes de esos universos
muertos en vida, de esos agujeros negros de las vivencias, creen ser felices en
su ausencia de infelicidad, ausencia que, por otra parte, no tiene más
recorrido que el instante presente, ni más seguridad que la que tiene cualquier
circunstancia de cualquier vida.
Los cobardes siempre son
infelices, incluso en su autoimpuesta felicidad, porque el temor a que
cualquier suceso, cualquier persona con inquietudes, con deseos de ser
realmente feliz, quebrante su inmovilista monotonía los hace vivir en un miedo
permanente, incompatible con la felicidad. Porque el conformismo, aparte de
cobarde, es absolutamente inmovilista.
Solo el que juega gana, solo el
que arriesga consigue, solo el que se mueve puede llegar, o, al menos, pasar
por ese punto del camino especial, diferente, pleno, y en el que no puede
pretender quedarse y convertirlo en una meta.
Pero, y volviendo al cobarde, al
conformista que se consideraba a sí mismo prudente y sabio, de la misma especie
que los cobardes conformistas que solo tienen argumentos cuando los callan y
glosan el silencio como reflexión, su confusión parte de su misma mediocridad,
de su misma incapacidad para alcanzar las virtudes que se atribuye, salvo por
la ausencia de los defectos contrarios.
El prudente es aquel que sopesa
todas las opciones antes de elegir una, el cobarde conformista es el que no se
equivoca nunca porque nunca toma ninguna decisión.
El sabio es aquel que usa su
conocimiento y experiencia para elegir la mejor opción entre varias, el
inmovilista conformista, con ínfulas de sabio, es el que no yerra nunca, porque
nunca toma el riesgo de equivocarse.
El silencio del sabio parte de la
reflexión y de escuchar a quienes lo rodean, el silencio conformista, cobarde,
parte del que no tiene nada que decir, y si lo tiene se calla, por no correr el
riesgo a que lo corrijan.
Pero, concluyendo, la felicidad
nunca puede ser conformista, porque su misma esquiva y efímera esencia la hacen
un bien que hay que buscar continuamente. La felicidad es el logro, y los
cobardes no pueden lograr porque ni siquiera lo intentan.
En todo caso, y como casi
siempre, todo parte de un trueque de conceptos. Yo decía que teníamos que aceptar
nuestro pasado y nuestro presente, no conformarnos con ellos, y que la
felicidad futura solo podía alcanzarse desde esa aceptación, no que teníamos
que conformarnos con lo logrado renunciando a objetivos futuros. Y es que una
cosa es aceptar y ser consecuente, y otra es conformarse, y ser cobarde.