sábado, 29 de agosto de 2020
Solo sé que no sé nada
miércoles, 19 de agosto de 2020
Tirar balones fuera
Mi firma no importa. Comparado con la de las eminencias que firman la carta que pide un estudio riguroso e independiente sobre la gestión de la pandemia en España, el que yo esté de acuerdo, o no, no tiene la más mínima influencia, o interés, salvo, quizás, para los lectores que atiendan a mis palabras. Pero a veces, y sobre todo en este país, la cantidad tiene mayor influencia que la calidad, que es permanentemente cuestionada según la afinidad a determinadas posiciones ideológicas; pero importe, o no, mi firma para que ese estudio se lleve a cabo, su necesidad es, iba a decir incuestionable, que simpleza, imprescindible.
He sostenido desde el primer
momento, y lo sigo haciendo, que la gestión de la crisis ha sido, y es,
nefasta, aunque no por cuestiones ideológicas.
He sostenido desde el primer momento, y lo sigo haciendo, que siendo riguroso
con los números, con las escasas decisiones y con los tiempos, la crisis ha
sido, y es, de una ineficacia intolerable. Pero también he sostenido desde que
la pandemia empezó oficialmente, y lo sigo sosteniendo, que la mayor parte de
las decisiones tomadas para gestionarla han estado, y siguen estando, lastradas
por unas infraestructuras debilitadas por los recortes consecuencia de la
crisis del 2008 y por una estructura administrativa que ya estaba anticuada en
el siglo XIX. Lo que no quita que haya también responsabilidades éticas y
políticas.
Y ese estudio se me antoja
inevitable si pretendemos, que seguro que hay muchos que no lo pretenden,
desvelar en qué punto y hora la coartada política de las autonomías no es más
que eso, una coartada.
Hemos asistido, unos con
sorpresa, otros con forofismo, muchos con resignación, algunos con una cierta
divertida fatalidad, al espectáculo, nunca edificante, de comprobar el combate
de méritos y deméritos que han mantenido, y aún mantienen, los gobiernos
autonómicos y el gobierno central, intentando apropiarse, cada uno, de los
méritos y volcar sobre el otro los fracasos, mientras los ciudadanos, como
siempre a lo largo de la historia, poníamos los muertos que ellos usaban para
tirarse a la cabeza.
Un combate de méritos y deméritos
que, llevado a sus últimas consecuencias, las actuales, y analizado fríamente, nos
puede hacer pensar que para este viaje no se necesitaban tales alforjas, que
para taparse unos y otros, para hacer de escudo de responsabilidades e
irresponsabilidades no hacía falta más que un solo gobierno. Que para torear a
los ciudadanos, con un maestro en la plaza sobraba.
No voy a ser yo quien, en esta
ocasión, rompa una lanza a favor de una organización territorial en
comunidades. Ni siquiera quien la rompa, ni ahora ni nunca, a favor de un
estado centralista. Mis lanzas, en este momento concreto, son: la eficacia, la
ética y la responsabilidad; y estas no me las va a comprar ningún político, de
ningún signo, de ninguna autonomía o centralidad.
Porque todos, tanto unos como
otros, tanto los de un signo como los de otro, tanto los más comprometidos socialmente
como los más comprometidos económicamente, nos han usado; nos han usado sin
vergüenza, sin empacho, con premeditación y alevosía, sabiendo perfectamente lo
que hacían, y lo que siguen haciendo.
Lo primero la responsabilidad, lo
segundo la información, la desinformación, la información plagada de lagunas,
de rumores, de debates inútiles, de verdades sin contrastar, de improvisaciones,
de decisiones definitivas que se revocaban al poco tiempo: las mascarillas, los
guantes, la transmisión, el mando único, los números, los otros números, los
otros números de los otros números.
Nunca una desinformación ha sido
tan informada, tan difundida, tan expuesta descarnada e interesadamente como
durante esta pandemia. Nunca la contradicción permanente, las certezas variables,
las decisiones irrevocables cambiantes, han sido expuestas tan orquestada,
nítida y descaradamente. Nunca, salvo en el presente en el que se sigue
manteniendo la misma estrategia. Informar del miedo, trasladar la
responsabilidad del fracaso al ciudadano de a pié guardándose los políticos,
unos y otros, centrales y autonómicos, gobierno y oposición, izquierdas y
derechas, los pocos, los escasos, los inexistentes méritos, o fracasos mal
contados, por los que sacar pecho cuando tendría que caérseles la cara de
vergüenza, de una vergüenza que ni tienen ni se les espera.
Ahora estamos con la mascarilla,
la que al principio, en plena expansión, era innecesaria. Antes fue el
confinamiento. Medidas ambas que tienen algo en común: que son muletas del fracaso
organizativo. Si la enfermedad avanza la culpa es de los ciudadanos que no
respetan las sabias medidas del gobierno. Si la enfermedad es contenida es
gracias a las sabias medidas que el gobierno, el de turno, o por turno, ha
implementado. Un chollo.
Pero lo que no tenemos es una
gestión eficaz, una información veraz, una preocupación que vaya más allá de
los gestos para los forofos. A cambio lo que si tenemos es una desinformación
culpable, una utilización política de la pandemia para obtener réditos
electorales y una incapacidad, si no desinterés, de tomar medidas
administrativas eficaces: refuerzo de infraestructuras, modernización de
estructuras y equipamiento, dotación, de recursos en las áreas necesitadas.
Si se le pregunta al gobierno
central la responsabilidad es de las autonomías que tienen transferidas las
competencias. Si se habla con los gobiernos autonómicos dicen no tener los
recursos legales ni financieros imprescindibles para afrontar las medidas
necesarias. Si en vez de preguntar observas, verás con claridad como toque de
clarín a toque de clarín, suerte a suerte, primero nos torean, después nos
pican, más tarde nos las ponen en todo lo alto, y si nadie lo evita podemos
acabar en la estocada y el descabello.
Por eso es irrenunciable ese
estudio eficaz, independiente, libre de comités de expertos del gobierno, libre
de científicos sin rigor, libre de críticas opositoras, libre de intereses
intelectuales, políticos o financieros, porque es la única posibilidad de que
los ciudadanos tengamos una visión desapasionada, con inclinación a la
veracidad, de lo que ha sucedido, de lo que está sucediendo, de lo que sucederá
en el futuro con este virus y con otros que, inevitablemente, vendrán.
Ya sabemos, y si no lo sabemos es
porque ya estamos instalados en una certeza interesada, que después, una vez
emitido el informe, una vez difundido, habrá quién, no diciendo lo que él
considera que debería de decir, intente desacreditarlo, desacreditar a los que
lo hayan realizado, pero al menos los neutrales, los menos forofos, tendremos
la posibilidad de hacernos con una base no ideológica, con una información, si
no rigurosa, al menos homologable. Pero,
por sobre todas las cosas, tendremos una información no infundida por los
maestros en tirar balones fuera.
lunes, 10 de agosto de 2020
Peritos en nieblas
Es importante nacer en el lugar adecuado, aunque no está claro que tal hecho pueda elegirse de forma libre, o de ninguna otra forma cualquiera. Y es importante porque sin duda el lugar de nacimiento marca a la persona desde antes de que pueda considerarse tal.
Los gallegos nacemos siendo
peritos en nieblas, maestros en climas nubosos y entes nebulosos que conviven
cotidianamente con nosotros. Somos expertos, por nacimiento, en manejar, casi
como quien quiere la cosa, sin darnos importancia, los límites de los universos
y traspasarlos multitud de veces en nuestra vida, hay días en nuestra vida que
varias veces, sin abandonar nuestra rutina ni considerarnos merecedores de
ningún pábulo o reconocimiento.
El gallego entra y sale de las
distintas realidades sin cambiar el paso, sin aspavientos, resortes, ni
artilugios que conlleven ningún tipo de puesta en escena espectacular o
ficticia. El gallego entra y sale de universos paralelos en el mismo acto y
desplazamiento que va a por el pan, al trabajo o a encontrarse con los amigos.
Seguramente alguien piense que
estoy reivindicando algún tipo de mérito o superioridad nacionalista para los
que hemos nacido en ese territorio sentimental recortado políticamente, pero no
es esa la cuestión. No es un hallazgo, no es un logro, es la consecuencia de
haber nacido donde lo hemos hecho y se mantiene durante generaciones aunque los
vástagos nazcan en otra parte. Somos peritos en nieblas, maestros en climas
nubosos y entes nebulosos porque nacemos entre ellos, en ellos, puede que de
ellos.
Tal vez por eso, seguramente por
eso, el cambio climático supone en el gallego, no solo en el gallego pero si
más en el gallego, una pérdida de su entorno cotidiano, una merma en sus
facultades inherentes, una languidez nociva en su discurrir diario. El cambio
climático nos ha llevado cambios perniciosos en lo habitual, en lo coloquial y
en lo íntimo.
El gallego, convenientemente
equipado interior y exteriormente, con su ropa de abrigo imprescindible sobre
el cuerpo y sus “sopas de cabalo canso” o su buchito de aguardiente haciendo de
giroscopio en sus entrañas, se lanzaba a su realidad cotidiana de traspasar
fronteras universales en sus desplazamientos habituales.
A través de la niebla, sumergido
en ella, podía visitar, visitaba de hecho aunque no de forma consciente,
diferentes universos mágicos sin que necesariamente se encontrara con sus
habitantes o percibiera el cambio. Andar por el mundo de las ánimas, por el de
las meigas, por el de los hombres, por el de las mágicas moras, y de nuevo y
alternativamente por cualquiera de ellos, para, finalizado el camino desembocar
de la nebulosa frontera en el destino y universo previamente determinados, es
una habilidad que a ningún gallego le es negada.
Claro que una cosa es tener una
habilidad, un talento, y otra muy distinta es ser consciente de ello, sobre
todo si se ejerce, si se utiliza de una forma tan espontánea. Si al final somos conscientes de que tal pericia
existe, de que tal maestría es ejercida, es porque algunos, ocasionalmente,
toman conciencia de lo extraordinario de lo sucedido. En unas ocasiones por el
encuentro inopinado con esos seres fabulosos que habitan en esos universos
accesibles, en otras por la simple deducción intelectual de las experiencias
ajenas.
Hay quien todavía cree, fuera de
los gallegos, por supuesto, que la famosa frase de que no se cree en las meigas
pero existen, tiene algo que ver con la tan aceptada, y celebrada, indefinición
propia del carácter del gallego, pero esto no es realmente así. “Las meigas no
existen”, en este universo, y cualquier gallego puede corroborarlo sin empacho alguno,
“pero haberlas haylas”, en alguno de los universos que hemos atravesado
traspasando los limites nebulosos que nuestro discurrir nos ha presentado, y
esto también podemos decirlo sin que nos tiemble la certeza.
Las “meigas néboas”, o meigas
neblinosas, usan los jirones de esas nieblas que entretejen los portales
universales para tomar cuerpo en el límite, en el finísimo límite, que señala
la frontera entre el universo de las ánimas, el universo de lo mágico y el de
los vivos, se supone que el nuestro, y conducir a las ánimas hasta San Andrés
de Teixido en Santa Compaña. No digo nada nuevo.
Pero el clima ha cambiado. Las
nieblas no son tantas, ni son tan densas como lo eran antes, cuando andar de
universo en universo era una caminata cotidiana. Las fronteras que se hacen
evidentes ya no se traspasan con la misma facilidad, con la misma inocente
inconsciencia de quien pudiera andar por el aire como si volara en el suelo.
Las meigas ya no consiguen la materia necesaria para hacerse corpóreas, las
ánimas no peregrinan a donde debieran, y el descreimiento procaz, la pérdida de
la pericia y los valores que todo ello conlleva, se va haciendo evidente.
Parece ser, aunque no acabo de
creérmelo, que hay unas mentes descarriadas que se dedican a crear nubes de
fuego para intentar suplantar a las perdidas nieblas. Ya lo dije, descarriados,
víctimas de una pérdida de valores que no pueden comportar nada bueno. A través
de las nubes de fuego solo se pueden visitarse universos infernales, ni
mágicos, ni cotidianos, y quién pretende visitarlos no vuelve.
Los gallegos nacimos siendo
peritos en nieblas, maestros en climas nubosos y entes nebulosos que conviven
cotidianamente con nosotros. Al menos hasta ahora. Ahora peritos en fuegos.
Ray Bradbury, cien años
El 22 de agosto del 1920 nacía Ray Bradbury, quizás uno de los mejores narradores del siglo XX, aunque su etiqueta de escritor de ciencia ficción lastrara su fama en los años en que tal literatura era sinónimo de obra menor y solo reconocida por un círculo bastante reducido de entusiastas, a los que aún no se les denominaba friquis.
Parte de la obra de este evocador
de mundos mágicos, levemente arcaicos, a pesar del futurismo, íntimos, a pesar
de evocar el espacio en muchos casos, se mueve en un mundo difícil de ubicar en
el tiempo, difícil, salvo por los nombres conocidos, de situar en un espacio
conocido.
Cuando pensamos en Bradbury, en
su obra, lo hacemos habitualmente en las más conocidas, en Farenheit 451, o en
sus Crónicas Marcianas, porque saltaron al cine y a la televisión y marcaron otra
forma de entender el mundo. Pero ni son la únicas, ni siquiera, para mi gusto,
las mejores.
A mí me enamoró de Bradbury, y
comparto con Chicho Ibañez Serrador el gusto, un cuento corto titulado “El
Cohete”, que él llevó a sus historias para no dormir, pero que simplemente
habla del inmenso amor paterno-filial de un chatarrero que compra un cohete. La
historia es simple, es corta, es de una sensibilidad y una belleza difíciles de
imaginar.
Yo creo que es en su infinita
sensibilidad, en su capacidad para hacernos sentir la magia como algo propio y
habitual, donde Ray Bradbury se mueve como pez en el agua.
“El Hombre Ilustrado”, “Las Doradas
Manzanas del Sol”, “El Vino del Estío”, son sin duda obras que merecen estar en
la biblioteca de cualquier lector que ame la sensibilidad narrativa, la belleza
de universos contemplados en el discurrir cotidiano del nuestro propio.
He sostenido muchas veces, y lo
mantengo, que Ray Bradbury es, para mí, el Borges de la ciencia ficción, el
hombre capaz de manejar las palabras para hacernos acceder a remotos paisajes
interiores.
El literato cumpliría en estos
días cien años, pero su obra, sus obras, deberían de conservarse entre aquellas
que los maestros utilizaran para una mejor formación del espíritu de sus
alumnos, literatura aparte.
Hay rincones en el alma que solo
pueden vibrar cuando las palabras son magistralmente dirigidas hacia su ámbito,
sentimientos que despiertan con historias que acaban haciéndose propias. Hay experiencias
que solo la obra de Ray Bradbury puede abrirnos.
sábado, 8 de agosto de 2020
Sometida
No hay clemencia en tu falta de luz, ni el falso amor, ni la razón egoísta, te asisten en su carencia, y el tacto, desligado de la realidad física, no sirve para encontrar un recurso que alivie la oscuridad en que te mueves.
Tu oscuridad son capas de sombras que superpuestas te ciegan, te oprimen, te ocultan a la vista un posible paisaje sin rencores, sin odios, sin rencillas. Capas de sombras que se funden en una oscuridad única, densa, incapacitante: una dominación permanente, sin concesiones, aceptada y sucesiva a lo largo de tu vida, una percepción obsesiva del fracaso, una necesidad lesiva de ser guiada, una súplica no atendida de ser reconocida, el miedo a una soledad que te ata.
Confiar en quienes te han privado de la luz, para encontrarla, no aliviará tu sufrimiento, ni saber dónde está la salida, sin poder ni siquiera insinuarlo, nos alivia a los que, desde el otro lado, vemos tu agonía. Tu dolor, traspasado, llagado, sin concesiones, te llena de aspavientos que nunca fueron tuyos, que nunca te pertenecieron, y sin embargo has hecho de ellos tu propia esencia para aferrarte a una presencia, a una compañía, que alivie tu incapacidad de ser tú misma, de concederte una esperanza independiente.
Te has rodeado de una muralla de ciegos que alimentan tu ceguera con la suya, que aplauden tu falta de luz sin importarles tu sufrimiento, mientras ven con indiferencia, con solícita indiferencia, como te empecinas en dañar y dañarte en un desesperado intento para paliar tu propio daño.
Habrá quien piense que ceder a tu dolor puede ser una forma de ayudarte, pero la debilidad no alimentaría otra cosa que la fuerza que te oprime. A la fuerza con la fuerza, aunque sea sin esperanza, aunque sea con el dolor propio, aunque el resultado final no varíe. Tiene que haber un lugar al que puedas volver si lo consigues.
Sojuzgar no es un verbo que se pueda conjugar con amor, dominar no es una muestra de cariño, la amable indiferencia no es la cercanía que necesitas. Tu debilidad es una arma que se blande contra ti misma, y dañar a los tuyos, a los que de verdad son los tuyos, no es más que un recurso que demuestra la vileza de quién lo usa.
Es posible, aunque improbable, que decidas en algún momento que la oscuridad sea solo tuya, no compartida, pero, si sucediera, ese día mi mano se movería en tu busca para recordarte que la estancia iluminada de los que te quieren sin engaño, sin concesiones, sin consecuencias, sin intercambios, es la única que, manteniéndose atenta, esperanzada, podrá mostrarte la salida.
Si la buscas, si la quieres, si la aceptas.
Nunca puede haber rencor donde hay amor, nunca hay cuentas que saldar en el cariño, nunca hay agravios por reparar donde la razón se somete a los sentimientos, nunca es necesario el perdón donde no ha habido afán, ni pretensión, ni precio. Simplemente, con luz, amanece el día siguiente.
Es muy doloroso comprobar como el abismo provocado por unas cuitas inexistentes se agranda en un afán ajeno de alejarte de quienes son realmente tu sangre. Es lamentable observar los jirones de esperanza que vas dejando por el camino, pero ya casi no hay ningún resquicio, ya casi todos han sido tapados con intereses en los que no puedo reconocerte. La impostura que te domina está más allá de palabras o razones, más allá de hechos o invenciones.
Me voy a mantener firme en mi postura, me lo debo, te lo debo, se lo debo a los míos, a los de mi sangre, a los capaces de ver más allá de una comedia orquestada por un guionista enfermo de odio y afán de posesión.
Ya solo queda reiterar lo ofrecido, baldío, seguramente, desesperanzado, hasta la muerte, sincero, más allá de las palabras, imposible, si tú no decides tomarlo; una normalidad de la que nunca debiste de alejarte, de la que nunca debiste permitir que te apartaran. La normalidad en la que un tercero siempre es una palabra de más y una oportunidad de menos, una visión ajena que deforma un entorno cierto.
Te quiero, y nunca desistiré en esperar que lo sepas. Queda un hueco en mi alma en el que encaja exactamente la tuya. Podré vivir con esa tara, pero siempre seré consciente de que no está completa.
Rascarse la barriga
Rascarse la barriga expresa, con
una nitidez y ferocidad fuera de toda duda, cual es la actitud intelectual de
una izquierda adocenada, cobarde y decadente, de una izquierda más preocupada
de distinguirse de la derecha política que de buscar caminos que permitan
solventar los gravísimos problemas sociales y laborales que apenas son, aún,
una amenaza en el horizonte, de una izquierda bloqueada en actitudes de
superioridad moral e intelectual que apenas es capaz de interpretar el mundo
presente, del futuro ya ni hablamos, y de enfrentarse a un feudalismo
corporativo que gracias a su colaboración, a la inutilidad de sus actitudes y
propuestas, a la cobardía de su búsqueda de un poder acomodaticio, se va
haciendo con las riendas de la sociedad y dibujando un futuro inclemente, clasista,
donde hasta el aire respirable podrá llegar a ser una propiedad privada.
Rascarse la barriga, lo cual
significa al fin y al cabo una acción, quizás sea, es sin duda, un exceso de
acción que la autodenominada izquierda, desde la más moderada a la más radical,
es incapaz de asumir más que como ideal. Su verdadero ámbito, su mayor esfuerzo
al cambio de esta sociedad, es decir que piensa rascarse la barriga, mientras
sus pocas fuerzas, o ganas, o capacidad de compromiso, se dirige a conseguir
una poltrona en el reparto de poder desde la que contribuir a desmembrar y
dividir a la sociedad en buenos, malos y peores, división que además la
incapacita, a la sociedad y a la misma izquierda, para enfrentar unidos los
desafíos que un poder cada vez más omnívoro, cada vez más difuso y resguardado
en el anonimato de consejos de administración y fondos impersonales, plantea
con su insaciable sed, su inmoral sed, de poder y riqueza acaparadora, con su
desmesurado afán exclusivista de conseguir una élite que lleve el clasismo
hasta el límite de lo imprescindible para asegurarse una clase sometida.
Rascarse la barriga es, instalada
en una superioridad moral que solo puede concebirse desde el bloqueo
intelectual de una mediocridad dirigente, caer en la soberbia de erigirse en
docente de los necesitados en vez de acogerlos, escucharlos y acompañarlos hacia
una sociedad sin clases, una sociedad sin igualitarismos ficticios y con una
equidad rigurosa entre sus individuos, una sociedad donde el ser humano sea la
referencia y no lo sea un estado absorbente y omnipresente que machaque la
libertad individual más que el feudalismo de derechas. Una superioridad moral
que, dejémonos de monsergas, las experiencias actuales o históricas parecen
desmentir y cuyos resultados las dejan, a la izquierda y a su superioridad
moral, a la altura del betún, ya metidos en términos coloquiales.
La misión de la izquierda no es
decirles a los ciudadanos lo que tienen que pensar, lo que tienen que decir, lo
que tienen que esperar, la misión de la izquierda es escuchar a los más
desamparados, que no siempre son los más desfavorecidos, que casi nunca son las
minorías, para acompañarlos, no dirigirlos, no manipularlos, en su lucha por la
consecución de una sociedad más justa, más libre, más equitativa.
Rascarse la barriga es vender el
humo de una sociedad en la que todos seamos iguales, porque en una sociedad en
la que todos seamos iguales basta con que haya uno, el que establece la norma,
los demás sobrarían o serían prescindibles. La sociedad debe de ser justa,
dando igualdad de trato, igualdad de oportunidades, igualdad de recursos,
equitativa, permitiendo los mismos resultados ante los mismos esfuerzos, pero
no caer en un igualitarismo impuesto desde una clase dirigente que por el
simple hecho de existir ya es una clase diferente, una clase con el privilegio
de decirle al prójimo lo que está bien y lo que está mal sin estar ellos mismos
sometidos a ningún control que los
obligue al mismo comportamiento.
Rascarse la barriga es pensar que
el progresismo consiste en una declaración apoyada en medidas populares, sin
plantear los medios necesarios para llevarla a cabo, provocando un desamparo,
cuando no deterioro, de otros grupos sociales en necesidad, sin cambiar
previamente la estructura financiera necesaria para poder lograr una reforma
mínimamente sólida y justa. Pensar que repartir la necesidad es igualitario,
que gritar más, o en más sitios, es tener razón, y que movilizar una ingente
minoría es liderar al “pueblo” que elecciones tras elecciones, componendas
electorales y políticas aparte, expresa claramente su rechazo hacia tales “representantes”.
Y hablando de “representantes”, rascarse
la barriga es mantener una ficción democrática que escamotea a la sociedad su
capacidad de expresarse, de elegir, de pedir, de exigir sus verdaderas
necesidades, porque favorece a una amplia mayoría de la izquierda acomodaticia
y de siglas. Rascarse la barriga es no permitir la equidad básica popular, el
voto, y mantenerla secuestrada bajo en ámbito de unas leyes electorales que
hurtan la representatividad del pueblo, este sí, y colaborar a ello por interés partidista.
Rascarse la barriga, si vamos
concluyendo, es intentar convencer, sobre todo a los ya convencidos, de que se
puede hacer una sociedad justa con los recursos fiscales, políticos y
financieros con los que la derecha está edificando su mundo futuro. Rascarse la
barriga es dividir al mundo en derechas e izquierdas desde el simplismo de una
división de buenos y malos. Rascarse la barriga es considerar, como en un juego
infantil, que acaba siendo infantiloide, que izquierdas son los que piensan
como dice la izquierda, la inoperante izquierda, y derechas son todos los
demás. Rascarse la barriga es pensar que, con estos planteamientos, con estas
actitudes, con estos dirigentes, se puede conseguir algo más que ganar algunas
elecciones, las que al poder le convengan, y reivindicar algunos derechos, lo
que el poder conceda en ese momento por necesidades del guión. Rascarse la
barriga es asistir al juego de poder que una élite dirigente mundial está
jugando, y además, desde la ineficacia, desde la estulticia, desde la soberbia,
tal vez desde la complicidad, contribuir a él.
Y ahora vendrán los que, tras
rascarse la barriga, aseveren que ya que siempre critico a la izquierda es que
soy de derechas. Para ellos solo tres reflexiones, si son capaces por un rato
de dejarse la barriga quieta: nunca critico lo que no me es cercano, nunca
critico lo que tiene éxito, siempre critico lo que, diciendo ser, ni se parece.