sábado, 29 de agosto de 2020

Solo sé que no sé nada

Solo sé que no sé nada. Esta frase atribuida a Sócrates por Platón, es tal vez uno de los grandes paradigmas de la humildad científica. Es verdad, que duda cabe, que habitualmente es difícil casar los conceptos humildad y ciencia, ya que esta última reclama de forma continuada y pertinaz su hallazgo de la verdad última. Verdad última que sistemática y pertinazmente es desmentida por la propia ciencia con una nueva verdad última.

Pero esta continuada enmienda a su propio conocimiento no evita que los científicos se consideren infalibles en sus incontrovertibles, temporalmente, hallazgos y argumentos. Esta constatación de la falabilidad de la ciencia no es, en si misma, una crítica a la labor científica, al menos no pretende ser una crítica feroz, es, más bien, una simple y resignada constatación de la actitud inapropiada de los científicos ante lo que consideran su incontestable “conocimiento”. 

Solo sé que no sé nada debería de ser el lema de entrada de cualquier comunicación que los científicos hicieran sobre cualquier tema, pero especialmente, en la actualidad, sobre la esencia, comportamiento y tratamiento del COVID-19. Sería, al menos para la población, una postura más interpretable, más asumible, más aceptable ante los continuos vaivenes de información a los que estamos sometidos. 


Empezando por la OMS, que ha pasado, o no, de ser competente en el tema médico a desplegar competencias sobre la publicidad y el aleccionamiento de masas, y terminando por los científicos locales, Fernando Simón y colegas en los diferentes países. Sus permanentes declaraciones, a veces rayanas en el terrorismo, contradeclaraciones, recontradeclaraciones y antirecontradeclaraciones, crean en una población sin guía y con mucho miedo: estupor, incredulidad, pesimismo, culpabilidad, desconfianza, y pánico, mucho e incontrolable pánico.. Sentimientos todos ellos poco válidos para una actitud responsable. Para hacer frente a la situación solo nos quedan la humildad, la sinceridad y el conocimiento, escaso o extenso, pero veraz. 


Entiendo, porque vivo en ella desde hace muchos más años de los que me gustaría reconocer, que la cultura de la mediocridad obliga a todos a actuar y ser tratados como la peor media de la especie, incluso puedo entender que igualar por abajo es políticamente rentable hablando de votos y perpetuación del poder, pero que lo entienda no significa, no lo admito, que tengamos que ser sistematicamente castigados para mayor complacencia y predominio de los mediocres. 


La mascarilla, su uso indiscriminado, ignorante y pastoril, o cabañil, marcará en la historia en cifras negras un hito difícilmente asumible para las personas libres en el futuro. 


¿Eso quiere decir que estoy en contra del uso de la mascarilla? No, rotundamente no. pero sí que estoy en contra del uso de la mascarilla tal como se produce ahora, indiscriminado, inútil en gran parte de las ocasiones, lesivo para la confianza y recuperación de la normalidad por parte de la sociedad. Un uso diseñado para los mediocres, para los incapaces de entender una información o asumir una responsabilidad sin recibir las órdenes y sanciones que los obliguen. 


¿Eso quiere decir que niego la existencia del virus? Pues tampoco. Se me haría difícil explicarle a casi cincuenta mil españoles que se han muerto de una enfermedad imaginaria. 


Solo digo que la mascarilla se está usando mal. Se está usando como muleta política, se está usando para fomentar el control, la ignorancia y un señalamiento de la culpabilidad de los ciudadanos ante la inutilidad de las medidas políticas decididas por los gobiernos. 


No puedo saber cuántas de estas reacciones son buscadas y cuántas se producen por la incapacidad del mensaje, y del mensajero, pero sí sé que ninguna de ellas es válida para hacer frente a la situación actual. 

Si hay algún dato que se mantiene inalterable desde el principio es que el virus no se contagia por vía aérea salvo que den unas circunstancias especiales de suspensión en el aire, los famosos aerosoles, y necesitan de una carga vírica que queda prácticamente descartada salvo en lugares cerrados, en una cercanía continuada o en compartir con frecuencia utensilios o alimentos con alguien infectado. 


La mascarilla al aire libre al final no tiene otra utilidad real que la tranquilizar a los que más miedo tienen y trasladar el debate de las medidas necesarias, de las pruebas imprescindibles y los rastreadores irrenunciables, a una pieza cuya principal función es la visibilidad. Y la mayor prueba de lo que digo es que son precisamente los que más riesgo producen, deportistas, personas con afecciones respiratorias y fumadores, los que están exentos de su uso. 


Es verdad que aún son más las cosas que desconocemos del comportamiento del virus, que las que conocemos. Como es verdad que a pesar de vacunas y tratamientos el virus tiene muchas posibilidades de quedarse a vivir entre nosotros, pero precisamente por eso es fundamental que lleguemos a un conocimiento claro de su funcionamiento. 


“Solo el conocimiento nos hará libres”, empezando por reconocer que ahora mismo solo sabemos que no sabemos practicamente nada sobre este indeseable vecino.

miércoles, 19 de agosto de 2020

Tirar balones fuera

 Mi firma no importa. Comparado con la de las eminencias que firman la carta que pide un estudio riguroso e independiente sobre la gestión de la pandemia en España, el que yo esté de acuerdo, o no, no tiene la más mínima influencia, o interés, salvo, quizás, para los lectores que atiendan a mis palabras.  Pero a veces, y sobre todo en este país, la cantidad tiene mayor influencia que la calidad, que es permanentemente cuestionada según la afinidad a determinadas posiciones ideológicas; pero importe, o no, mi firma para que ese estudio se lleve a cabo, su necesidad es, iba a decir incuestionable, que simpleza, imprescindible.

He sostenido desde el primer momento, y lo sigo haciendo, que la gestión de la crisis ha sido, y es, nefasta, aunque  no por cuestiones ideológicas. He sostenido desde el primer momento, y lo sigo haciendo, que siendo riguroso con los números, con las escasas decisiones y con los tiempos, la crisis ha sido, y es, de una ineficacia intolerable. Pero también he sostenido desde que la pandemia empezó oficialmente, y lo sigo sosteniendo, que la mayor parte de las decisiones tomadas para gestionarla han estado, y siguen estando, lastradas por unas infraestructuras debilitadas por los recortes consecuencia de la crisis del 2008 y por una estructura administrativa que ya estaba anticuada en el siglo XIX. Lo que no quita que haya también responsabilidades éticas y políticas.

Y ese estudio se me antoja inevitable si pretendemos, que seguro que hay muchos que no lo pretenden, desvelar en qué punto y hora la coartada política de las autonomías no es más que eso, una coartada.

Hemos asistido, unos con sorpresa, otros con forofismo, muchos con resignación, algunos con una cierta divertida fatalidad, al espectáculo, nunca edificante, de comprobar el combate de méritos y deméritos que han mantenido, y aún mantienen, los gobiernos autonómicos y el gobierno central, intentando apropiarse, cada uno, de los méritos y volcar sobre el otro los fracasos, mientras los ciudadanos, como siempre a lo largo de la historia, poníamos los muertos que ellos usaban para tirarse a la cabeza.

Un combate de méritos y deméritos que, llevado a sus últimas consecuencias, las actuales, y analizado fríamente, nos puede hacer pensar que para este viaje no se necesitaban tales alforjas, que para taparse unos y otros, para hacer de escudo de responsabilidades e irresponsabilidades no hacía falta más que un solo gobierno. Que para torear a los ciudadanos, con un maestro en la plaza sobraba.

No voy a ser yo quien, en esta ocasión, rompa una lanza a favor de una organización territorial en comunidades. Ni siquiera quien la rompa, ni ahora ni nunca, a favor de un estado centralista. Mis lanzas, en este momento concreto, son: la eficacia, la ética y la responsabilidad; y estas no me las va a comprar ningún político, de ningún signo, de ninguna autonomía o centralidad.

Porque todos, tanto unos como otros, tanto los de un signo como los de otro, tanto los más comprometidos socialmente como los más comprometidos económicamente, nos han usado; nos han usado sin vergüenza, sin empacho, con premeditación y alevosía, sabiendo perfectamente lo que hacían, y lo que siguen haciendo.

Lo primero la responsabilidad, lo segundo la información, la desinformación, la información plagada de lagunas, de rumores, de debates inútiles, de verdades sin contrastar, de improvisaciones, de decisiones definitivas que se revocaban al poco tiempo: las mascarillas, los guantes, la transmisión, el mando único, los números, los otros números, los otros números de los otros números.

Nunca una desinformación ha sido tan informada, tan difundida, tan expuesta descarnada e interesadamente como durante esta pandemia. Nunca la contradicción permanente, las certezas variables, las decisiones irrevocables cambiantes, han sido expuestas tan orquestada, nítida y descaradamente. Nunca, salvo en el presente en el que se sigue manteniendo la misma estrategia. Informar del miedo, trasladar la responsabilidad del fracaso al ciudadano de a pié guardándose los políticos, unos y otros, centrales y autonómicos, gobierno y oposición, izquierdas y derechas, los pocos, los escasos, los inexistentes méritos, o fracasos mal contados, por los que sacar pecho cuando tendría que caérseles la cara de vergüenza, de una vergüenza que ni tienen ni se les espera.

Ahora estamos con la mascarilla, la que al principio, en plena expansión, era innecesaria. Antes fue el confinamiento. Medidas ambas que tienen algo en común: que son muletas del fracaso organizativo. Si la enfermedad avanza la culpa es de los ciudadanos que no respetan las sabias medidas del gobierno. Si la enfermedad es contenida es gracias a las sabias medidas que el gobierno, el de turno, o por turno, ha implementado. Un chollo.

Pero lo que no tenemos es una gestión eficaz, una información veraz, una preocupación que vaya más allá de los gestos para los forofos. A cambio lo que si tenemos es una desinformación culpable, una utilización política de la pandemia para obtener réditos electorales y una incapacidad, si no desinterés, de tomar medidas administrativas eficaces: refuerzo de infraestructuras, modernización de estructuras y equipamiento, dotación, de recursos en las áreas necesitadas.

Si se le pregunta al gobierno central la responsabilidad es de las autonomías que tienen transferidas las competencias. Si se habla con los gobiernos autonómicos dicen no tener los recursos legales ni financieros imprescindibles para afrontar las medidas necesarias. Si en vez de preguntar observas, verás con claridad como toque de clarín a toque de clarín, suerte a suerte, primero nos torean, después nos pican, más tarde nos las ponen en todo lo alto, y si nadie lo evita podemos acabar en la estocada y el descabello.

Por eso es irrenunciable ese estudio eficaz, independiente, libre de comités de expertos del gobierno, libre de científicos sin rigor, libre de críticas opositoras, libre de intereses intelectuales, políticos o financieros, porque es la única posibilidad de que los ciudadanos tengamos una visión desapasionada, con inclinación a la veracidad, de lo que ha sucedido, de lo que está sucediendo, de lo que sucederá en el futuro con este virus y con otros que, inevitablemente, vendrán.

Ya sabemos, y si no lo sabemos es porque ya estamos instalados en una certeza interesada, que después, una vez emitido el informe, una vez difundido, habrá quién, no diciendo lo que él considera que debería de decir, intente desacreditarlo, desacreditar a los que lo hayan realizado, pero al menos los neutrales, los menos forofos, tendremos la posibilidad de hacernos con una base no ideológica, con una información, si no rigurosa, al menos  homologable. Pero, por sobre todas las cosas, tendremos una información no infundida por los maestros en tirar balones fuera.

lunes, 10 de agosto de 2020

Peritos en nieblas

 Es importante nacer en el lugar adecuado, aunque no está claro que tal hecho pueda elegirse de forma libre, o de ninguna otra forma cualquiera. Y es importante porque sin duda el lugar de nacimiento marca a la persona desde antes de que pueda considerarse tal.

Los gallegos nacemos siendo peritos en nieblas, maestros en climas nubosos y entes nebulosos que conviven cotidianamente con nosotros. Somos expertos, por nacimiento, en manejar, casi como quien quiere la cosa, sin darnos importancia, los límites de los universos y traspasarlos multitud de veces en nuestra vida, hay días en nuestra vida que varias veces, sin abandonar nuestra rutina ni considerarnos merecedores de ningún pábulo o reconocimiento.

El gallego entra y sale de las distintas realidades sin cambiar el paso, sin aspavientos, resortes, ni artilugios que conlleven ningún tipo de puesta en escena espectacular o ficticia. El gallego entra y sale de universos paralelos en el mismo acto y desplazamiento que va a por el pan, al trabajo o a encontrarse con los amigos.

Seguramente alguien piense que estoy reivindicando algún tipo de mérito o superioridad nacionalista para los que hemos nacido en ese territorio sentimental recortado políticamente, pero no es esa la cuestión. No es un hallazgo, no es un logro, es la consecuencia de haber nacido donde lo hemos hecho y se mantiene durante generaciones aunque los vástagos nazcan en otra parte. Somos peritos en nieblas, maestros en climas nubosos y entes nebulosos porque nacemos entre ellos, en ellos, puede que de ellos.

Tal vez por eso, seguramente por eso, el cambio climático supone en el gallego, no solo en el gallego pero si más en el gallego, una pérdida de su entorno cotidiano, una merma en sus facultades inherentes, una languidez nociva en su discurrir diario. El cambio climático nos ha llevado cambios perniciosos en lo habitual, en lo coloquial y en lo íntimo.

El gallego, convenientemente equipado interior y exteriormente, con su ropa de abrigo imprescindible sobre el cuerpo y sus “sopas de cabalo canso” o su buchito de aguardiente haciendo de giroscopio en sus entrañas, se lanzaba a su realidad cotidiana de traspasar fronteras universales en sus desplazamientos habituales.

A través de la niebla, sumergido en ella, podía visitar, visitaba de hecho aunque no de forma consciente, diferentes universos mágicos sin que necesariamente se encontrara con sus habitantes o percibiera el cambio. Andar por el mundo de las ánimas, por el de las meigas, por el de los hombres, por el de las mágicas moras, y de nuevo y alternativamente por cualquiera de ellos, para, finalizado el camino desembocar de la nebulosa frontera en el destino y universo previamente determinados, es una habilidad que a ningún gallego le es negada.

Claro que una cosa es tener una habilidad, un talento, y otra muy distinta es ser consciente de ello, sobre todo si se ejerce, si se utiliza de una forma tan espontánea. Si  al final somos conscientes de que tal pericia existe, de que tal maestría es ejercida, es porque algunos, ocasionalmente, toman conciencia de lo extraordinario de lo sucedido. En unas ocasiones por el encuentro inopinado con esos seres fabulosos que habitan en esos universos accesibles, en otras por la simple deducción intelectual de las experiencias ajenas.

Hay quien todavía cree, fuera de los gallegos, por supuesto, que la famosa frase de que no se cree en las meigas pero existen, tiene algo que ver con la tan aceptada, y celebrada, indefinición propia del carácter del gallego, pero esto no es realmente así. “Las meigas no existen”, en este universo, y cualquier gallego puede corroborarlo sin empacho alguno, “pero haberlas haylas”, en alguno de los universos que hemos atravesado traspasando los limites nebulosos que nuestro discurrir nos ha presentado, y esto también podemos decirlo sin que nos tiemble la certeza.

Las “meigas néboas”, o meigas neblinosas, usan los jirones de esas nieblas que entretejen los portales universales para tomar cuerpo en el límite, en el finísimo límite, que señala la frontera entre el universo de las ánimas, el universo de lo mágico y el de los vivos, se supone que el nuestro, y conducir a las ánimas hasta San Andrés de Teixido en Santa Compaña. No digo nada nuevo.

Pero el clima ha cambiado. Las nieblas no son tantas, ni son tan densas como lo eran antes, cuando andar de universo en universo era una caminata cotidiana. Las fronteras que se hacen evidentes ya no se traspasan con la misma facilidad, con la misma inocente inconsciencia de quien pudiera andar por el aire como si volara en el suelo. Las meigas ya no consiguen la materia necesaria para hacerse corpóreas, las ánimas no peregrinan a donde debieran, y el descreimiento procaz, la pérdida de la pericia y los valores que todo ello conlleva, se va haciendo evidente.

Parece ser, aunque no acabo de creérmelo, que hay unas mentes descarriadas que se dedican a crear nubes de fuego para intentar suplantar a las perdidas nieblas. Ya lo dije, descarriados, víctimas de una pérdida de valores que no pueden comportar nada bueno. A través de las nubes de fuego solo se pueden visitarse universos infernales, ni mágicos, ni cotidianos, y quién pretende visitarlos no vuelve.

Los gallegos nacimos siendo peritos en nieblas, maestros en climas nubosos y entes nebulosos que conviven cotidianamente con nosotros. Al menos hasta ahora. Ahora peritos en fuegos.

Ray Bradbury, cien años

 El 22 de agosto del 1920 nacía Ray Bradbury, quizás uno de los mejores narradores del siglo XX, aunque su etiqueta de escritor de ciencia ficción lastrara su fama en los años en que tal literatura era sinónimo de obra menor y solo reconocida por un círculo bastante reducido de entusiastas, a los que aún no se les denominaba friquis.

Parte de la obra de este evocador de mundos mágicos, levemente arcaicos, a pesar del futurismo, íntimos, a pesar de evocar el espacio en muchos casos, se mueve en un mundo difícil de ubicar en el tiempo, difícil, salvo por los nombres conocidos, de situar en un espacio conocido.

Cuando pensamos en Bradbury, en su obra, lo hacemos habitualmente en las más conocidas, en Farenheit 451, o en sus Crónicas Marcianas, porque saltaron al cine y a la televisión y marcaron otra forma de entender el mundo. Pero ni son la únicas, ni siquiera, para mi gusto, las mejores.

A mí me enamoró de Bradbury, y comparto con Chicho Ibañez Serrador el gusto, un cuento corto titulado “El Cohete”, que él llevó a sus historias para no dormir, pero que simplemente habla del inmenso amor paterno-filial de un chatarrero que compra un cohete. La historia es simple, es corta, es de una sensibilidad y una belleza difíciles de imaginar.

Yo creo que es en su infinita sensibilidad, en su capacidad para hacernos sentir la magia como algo propio y habitual, donde Ray Bradbury se mueve como pez en el agua.

“El Hombre Ilustrado”, “Las Doradas Manzanas del Sol”, “El Vino del Estío”, son sin duda obras que merecen estar en la biblioteca de cualquier lector que ame la sensibilidad narrativa, la belleza de universos contemplados en el discurrir cotidiano del nuestro propio.

He sostenido muchas veces, y lo mantengo, que Ray Bradbury es, para mí, el Borges de la ciencia ficción, el hombre capaz de manejar las palabras para hacernos acceder a remotos paisajes interiores.

El literato cumpliría en estos días cien años, pero su obra, sus obras, deberían de conservarse entre aquellas que los maestros utilizaran para una mejor formación del espíritu de sus alumnos, literatura aparte.

Hay rincones en el alma que solo pueden vibrar cuando las palabras son magistralmente dirigidas hacia su ámbito, sentimientos que despiertan con historias que acaban haciéndose propias. Hay experiencias que solo la obra de Ray Bradbury puede abrirnos.

sábado, 8 de agosto de 2020

Sometida

 No hay clemencia en tu falta de luz, ni el falso amor, ni la razón egoísta, te asisten en su carencia, y el tacto, desligado de la realidad física, no sirve para encontrar un recurso que alivie la oscuridad en que te mueves.

Tu oscuridad son capas de sombras que superpuestas te ciegan, te oprimen, te ocultan a la vista un posible paisaje sin rencores, sin odios, sin rencillas. Capas de sombras que se funden en una oscuridad única, densa, incapacitante: una dominación permanente, sin concesiones, aceptada  y sucesiva a lo largo de tu vida, una percepción obsesiva del fracaso, una necesidad lesiva de ser guiada, una súplica no atendida de ser reconocida, el miedo a una soledad que te ata.

Confiar en quienes te han privado de la luz, para encontrarla, no aliviará tu sufrimiento, ni saber dónde está la salida, sin poder ni siquiera insinuarlo, nos alivia a los que, desde el otro lado, vemos tu agonía. Tu dolor, traspasado, llagado, sin concesiones, te llena de aspavientos que nunca fueron tuyos, que nunca te pertenecieron, y sin embargo has hecho de ellos tu propia esencia para aferrarte a una presencia, a una compañía, que alivie tu incapacidad de ser tú misma, de concederte una esperanza independiente.

Te has rodeado de una muralla de ciegos que alimentan tu ceguera con la suya, que aplauden tu falta de luz sin importarles tu sufrimiento, mientras ven con indiferencia, con solícita indiferencia, como te empecinas en dañar y dañarte en un desesperado intento para paliar tu propio daño.

Habrá quien piense que ceder a tu dolor puede ser una forma de ayudarte, pero la debilidad no alimentaría otra cosa que la fuerza que te oprime. A la fuerza con la fuerza, aunque sea sin esperanza, aunque sea con el dolor propio, aunque el resultado final no varíe. Tiene que haber un lugar al que puedas volver si lo consigues.

Sojuzgar no es un verbo que se pueda conjugar con amor, dominar no es una muestra de cariño, la amable indiferencia no es la cercanía que necesitas. Tu debilidad es una arma que se blande contra ti misma, y dañar a los tuyos, a los que de verdad son los tuyos, no es más que un recurso que demuestra la vileza de quién lo usa.

Es posible, aunque improbable, que decidas en algún momento que la oscuridad sea solo tuya, no compartida, pero, si sucediera,  ese día mi mano se movería en tu busca para recordarte que la estancia iluminada de los que te quieren sin engaño, sin concesiones, sin consecuencias, sin intercambios, es la única que, manteniéndose  atenta, esperanzada, podrá mostrarte la salida.

Si la buscas, si la quieres, si la aceptas.

Nunca puede haber rencor donde hay amor, nunca hay cuentas que saldar en el cariño, nunca hay agravios por reparar donde la razón se somete a los sentimientos, nunca es necesario el perdón donde no ha habido afán, ni pretensión, ni precio. Simplemente, con luz, amanece el día siguiente.

Es muy doloroso comprobar como el abismo provocado por unas cuitas inexistentes se agranda en un afán ajeno de alejarte de quienes son realmente tu sangre. Es lamentable observar los jirones de esperanza que vas dejando por el camino, pero ya casi no hay ningún resquicio, ya casi todos han sido tapados con intereses en los que no puedo reconocerte. La impostura que te domina está más allá de palabras o razones, más allá de hechos o invenciones.

Me voy a mantener firme en mi postura, me lo debo, te lo debo, se lo debo a los míos, a los de mi sangre, a los capaces de ver más allá de una comedia orquestada por un guionista enfermo de odio y afán de posesión.

Ya solo queda reiterar lo ofrecido, baldío, seguramente, desesperanzado, hasta la muerte, sincero, más allá de las palabras, imposible, si tú no decides tomarlo;  una normalidad de la que nunca debiste de alejarte, de la que nunca debiste permitir que te apartaran. La normalidad en la que un tercero siempre es una palabra de más y una oportunidad de menos, una visión ajena que deforma un entorno cierto.

Te quiero, y nunca desistiré en esperar que lo sepas. Queda un hueco en mi alma en el que encaja exactamente la tuya. Podré vivir con esa tara, pero siempre seré consciente de que no está completa.

Rascarse la barriga

 

Rascarse la barriga expresa, con una nitidez y ferocidad fuera de toda duda, cual es la actitud intelectual de una izquierda adocenada, cobarde y decadente, de una izquierda más preocupada de distinguirse de la derecha política que de buscar caminos que permitan solventar los gravísimos problemas sociales y laborales que apenas son, aún, una amenaza en el horizonte, de una izquierda bloqueada en actitudes de superioridad moral e intelectual que apenas es capaz de interpretar el mundo presente, del futuro ya ni hablamos, y de enfrentarse a un feudalismo corporativo que gracias a su colaboración, a la inutilidad de sus actitudes y propuestas, a la cobardía de su búsqueda de un poder acomodaticio, se va haciendo con las riendas de la sociedad y dibujando un futuro inclemente, clasista, donde hasta el aire respirable podrá llegar a ser una propiedad privada.

Rascarse la barriga, lo cual significa al fin y al cabo una acción, quizás sea, es sin duda, un exceso de acción que la autodenominada izquierda, desde la más moderada a la más radical, es incapaz de asumir más que como ideal. Su verdadero ámbito, su mayor esfuerzo al cambio de esta sociedad, es decir que piensa rascarse la barriga, mientras sus pocas fuerzas, o ganas, o capacidad de compromiso, se dirige a conseguir una poltrona en el reparto de poder desde la que contribuir a desmembrar y dividir a la sociedad en buenos, malos y peores, división que además la incapacita, a la sociedad y a la misma izquierda, para enfrentar unidos los desafíos que un poder cada vez más omnívoro, cada vez más difuso y resguardado en el anonimato de consejos de administración y fondos impersonales, plantea con su insaciable sed, su inmoral sed, de poder y riqueza acaparadora, con su desmesurado afán exclusivista de conseguir una élite que lleve el clasismo hasta el límite de lo imprescindible para asegurarse una clase sometida.

Rascarse la barriga es, instalada en una superioridad moral que solo puede concebirse desde el bloqueo intelectual de una mediocridad dirigente, caer en la soberbia de erigirse en docente de los necesitados en vez de acogerlos, escucharlos y acompañarlos hacia una sociedad sin clases, una sociedad sin igualitarismos ficticios y con una equidad rigurosa entre sus individuos, una sociedad donde el ser humano sea la referencia y no lo sea un estado absorbente y omnipresente que machaque la libertad individual más que el feudalismo de derechas. Una superioridad moral que, dejémonos de monsergas, las experiencias actuales o históricas parecen desmentir y cuyos resultados las dejan, a la izquierda y a su superioridad moral, a la altura del betún, ya metidos en términos coloquiales.

La misión de la izquierda no es decirles a los ciudadanos lo que tienen que pensar, lo que tienen que decir, lo que tienen que esperar, la misión de la izquierda es escuchar a los más desamparados, que no siempre son los más desfavorecidos, que casi nunca son las minorías, para acompañarlos, no dirigirlos, no manipularlos, en su lucha por la consecución de una sociedad más justa, más libre, más equitativa.

Rascarse la barriga es vender el humo de una sociedad en la que todos seamos iguales, porque en una sociedad en la que todos seamos iguales basta con que haya uno, el que establece la norma, los demás sobrarían o serían prescindibles. La sociedad debe de ser justa, dando igualdad de trato, igualdad de oportunidades, igualdad de recursos, equitativa, permitiendo los mismos resultados ante los mismos esfuerzos, pero no caer en un igualitarismo impuesto desde una clase dirigente que por el simple hecho de existir ya es una clase diferente, una clase con el privilegio de decirle al prójimo lo que está bien y lo que está mal sin estar ellos mismos sometidos a  ningún control que los obligue al mismo comportamiento.

Rascarse la barriga es pensar que el progresismo consiste en una declaración apoyada en medidas populares, sin plantear los medios necesarios para llevarla a cabo, provocando un desamparo, cuando no deterioro, de otros grupos sociales en necesidad, sin cambiar previamente la estructura financiera necesaria para poder lograr una reforma mínimamente sólida y justa. Pensar que repartir la necesidad es igualitario, que gritar más, o en más sitios, es tener razón, y que movilizar una ingente minoría es liderar al “pueblo” que elecciones tras elecciones, componendas electorales y políticas aparte, expresa claramente su rechazo hacia tales “representantes”.

Y hablando de “representantes”, rascarse la barriga es mantener una ficción democrática que escamotea a la sociedad su capacidad de expresarse, de elegir, de pedir, de exigir sus verdaderas necesidades, porque favorece a una amplia mayoría de la izquierda acomodaticia y de siglas. Rascarse la barriga es no permitir la equidad básica popular, el voto, y mantenerla secuestrada bajo en ámbito de unas leyes electorales que hurtan la representatividad del pueblo, este sí,  y colaborar a ello por interés partidista.

Rascarse la barriga, si vamos concluyendo, es intentar convencer, sobre todo a los ya convencidos, de que se puede hacer una sociedad justa con los recursos fiscales, políticos y financieros con los que la derecha está edificando su mundo futuro. Rascarse la barriga es dividir al mundo en derechas e izquierdas desde el simplismo de una división de buenos y malos. Rascarse la barriga es considerar, como en un juego infantil, que acaba siendo infantiloide, que izquierdas son los que piensan como dice la izquierda, la inoperante izquierda, y derechas son todos los demás. Rascarse la barriga es pensar que, con estos planteamientos, con estas actitudes, con estos dirigentes, se puede conseguir algo más que ganar algunas elecciones, las que al poder le convengan, y reivindicar algunos derechos, lo que el poder conceda en ese momento por necesidades del guión. Rascarse la barriga es asistir al juego de poder que una élite dirigente mundial está jugando, y además, desde la ineficacia, desde la estulticia, desde la soberbia, tal vez desde la complicidad, contribuir a él.

Y ahora vendrán los que, tras rascarse la barriga, aseveren que ya que siempre critico a la izquierda es que soy de derechas. Para ellos solo tres reflexiones, si son capaces por un rato de dejarse la barriga quieta: nunca critico lo que no me es cercano, nunca critico lo que tiene éxito, siempre critico lo que, diciendo ser, ni se parece.