domingo, 21 de junio de 2020

Un gigante con pies de barro


La administración, en muchos países, pero en el nuestro desde luego, es un gigante con pies de barro, una masa salarial que contribuya a paliar ciertas rémoras económicas que la inutilidad empresarial de las clases acomodadas y la ferocidad fiscal de los políticos impiden afrontar a la iniciativa privada con ciertas garantías de solucionar un mal endémico del país. Que las mayores fuentes de empleo sean el turismo, la administración, a la que si se le suman los empleos sociales posiblemente se ponga en cabeza, y la economía sumergida, no hace más que presentar un panorama desolador y nítido de las razones del desempleo que siempre acompaña a nuestras estadísticas.
Al principio de la crisis del coronavirus muchos estábamos expectantes ante el impacto que su irrupción iba a provocar en el que suponíamos uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo. El resultado ha sido desolador. Terrible. Mentiras aparte, el resultado ha sido el país con mayor índice de muertos por cada cien mil habitantes, el país con mayor número de sanitarios contagiados en el ejercicio de su labor. Y un sistema público incapaz de gestionar una crisis.
Si, nuestro sistema sanitario resultó un gigante con pies de barro. Un gigante con pies de barro que no es más que el reflejo de la inoperatividad de una administración anclada en el siglo XVIII, por no hablar de más tiempo. Una administración que considera que dotar con ordenadores  e internet los puestos de trabajo y crear unas cuantas páginas web que interactúen con los usuarios  es colocarse en el siglo XXI, eso sí, sin tocar estructuras, prebendas, ni plantearse una eficacia en la gestión o un control de calidad en las actuaciones de los funcionarios.
El sistema sanitario español, y usémoslo de ejemplo general, se compone, como cualquier otro sistema, de infraestructura, personal cualificado y clase dirigente, que al ser un sistema público a su vez se divide en técnica y política. Hasta ahora no hemos descubierto la pólvora.
En el sistema sanitario español, en la crisis del covid-19, han fallado, principalmente, las infraestructuras y la dirección política. Analicemos un poco en detalle que elementos componen cada una de las partes y su situación.
Infraestructuras: Están formadas por las instalaciones sanitarias, su dotación material y personal y su organización de trabajo. Claramente la dotación material y personal se mostró alarmantemente insuficiente. Fallaron estrepitosamente los sistemas de alerta temprana y la atención primaria, y hubo que paliar deprisa y corriendo, o sea brillantemente pero tarde, la carencia de personal especializado e instalaciones de emergencia. Recuerdo que me decía un médico. “Crear camas UCI, materialmente, es relativamente sencillo, pero las camas no curan solas, hacen falta médicos, enfermeras y auxiliares especializados en ese trabajo concreto”. Y no los había, ni los hay, y no sé si los habrá.
Personal sanitario: Han sido el gran valor de nuestro sistema. Como esos soldados que van a la guerra descalzos, con horcas o chuchillos para enfrentarse a tanques y fusiles, nuestros sanitarios se metieron a la lucha sin el equipamiento imprescindible para evitar su propio contagio. Fueron el único gran dique que palió, en más de lo que pudo, el desastre de un sistema endeble.
Clase dirigente: A) Clase dirigente técnica. Es la que forma los equipos asistenciales, los dirige y supervisa su funcionamiento y resultados. Son médicos, habitualmente de reconocido prestigio profesional, que alcanzan ese puesto por méritos propios. B) Clase dirigente política. Aquellos que marcan la forma de administrar los centros, las áreas sanitarias, los consejeros y los ministros. Se supone que son los que marcan la forma de organizarse la sanidad, las inversiones y consiguen los presupuestos. Su especialización debería de ser la gestión sanitaria, aunque habitualmente sus únicos valores reconocibles son la ideología ciega y el acatamiento incondicional al superior.  Uno de los grandes problemas es que la frontera entre una y otra clase dirigentes es permeable, excesiva y lesivamente permeable, y cuanto más se introduce la elección política en la dirección técnica, más endeble y poco fiable se vuelve el sistema. Esta situación puede trasladarse, sin empacho, a la justicia, a la educación, a la economía, o a cualquier otro ámbito.
He dicho muchas veces, y me reafirmo, que el problema de inutilidad del gobierno ante la crisis no ha sido ideológico. Que un gobierno de cualquier otro partido adolecería de las mismas carencias que el actual. Ya si su gestión podía llegar a ser mejor o peor  dependería de la persona que la dirigiera, pero las debilidades del sistema seguirían siendo las mismas: las apuntadas y una clase funcionaral más pendiente de sus privilegios y derechos que de sus obligaciones, o al menos esa es la precepción que tenemos de ella a nivel calle.
En todo caso cuando elijo a un dirigente, al nivel que sea, y más si su nivel es máximo, no lo hago con la idea de que lo haga mejor o peor que otro, si no con la idea de que lo haga bien, lo mejor posible en último término, lo que me invalida, ya de raíz, esos análisis que se basan en lo mal que lo han hecho, o habrían hecho otros. Allá ellos con sus arreos.
Quiero rematar con algo que conozco personalmente porque participé en ello, y que creo que ilustra esa vetustez organizativa que ha sido el origen de mi reflexión.
En el año 1994 tuvimos conocimiento de un producto que Canon había desarrollado, una tarjeta óptica, del tamaño de una tarjeta VISA, y un lector especial, que con la misma tecnología que los CD permitía grabar y regrabar información. Interesados en el sistema desarrollamos para la tarjeta un programa que permitiera acumular la mayor cantidad de datos posibles, que pudiera tener varios niveles de acceso y que solventara algunos de los problemas de información médico-paciente que el uso habitual permitiera.
Desarrollamos un programa básico de demostración y, con el apoyo de Canon Japón, presentamos una tarjeta con tres niveles de información.
a)      Básico. Filiación, enfermedades crónicas, medicación habitual, grupo sanguíneo y alergias. Esta información tenía que ser accesible a cualquier personal sanitario que lo necesitase, sobre todo de urgencia.
b)      Historial. Relación de todas las consultas significativas y las últimas veinte, y pruebas diagnósticas por imagen que resultasen de interés: radiografías, electros, escáner. Este nivel solo sería accesible con la autorización del paciente y la validación de personal sanitario
c)       Espacialidades. Consultas y pruebas que por su importancia y confidencialidad solo fueran accesibles por personal médico de la especialidad concreta y con permiso del paciente o un autorizado.
En el año 1995 empezamos a presentar el proyecto, insisto porque es importante, apoyados por Canon económica y técnicamente. Y a finales de ese año, y tras muchas presentaciones, y algunos intereses, firmamos un contrato para una instalación piloto en el Hospital Fundación Verín. Corría el año 96 cuando se entregaron los lectores y las tarjetas para ponerlos en funcionamiento en el área de atención primaria y urgencias, como forma de ir luego ampliando a especialidades. Creo recordar que la inversión rondaba el millón y medio de pesetas, y aún debe de estar cogiendo polvo en algún rincón de aquel hospital
A los dos meses, más o menos, de firmar el proyecto el consejero de salud de la Xunta, cambió, como cambió todo el equipo directivo del hospital, y el nuevo, con el que ni hablamos ni quiso recibirnos directamente o por interpuesto, decidió que aquel proyecto no era interesante. Razones aducidas:

1)      Era caro
2)      El personal sanitario le había comunicado que no tenían obligación de usar un ordenador
3)      Les producía inseguridad jurídica.
4)      No se podía obligar a la sanidad privada a que proporcionara los datos para incorporar a la tarjeta
5)      Tampoco a los hospitales públicos
6)      El nuevo Conselleiro no tenía ningún interés en los proyectos del anterior.

Esa tarjeta sanitaria, que luego se amplió como tarjeta de ciudadano y que podía contener el historial laboral, el historial educativo, el historial como conductor y su permiso, la posibilidad de ser usada como DNI y la posibilidad de validarse como tarjeta bancaria, nunca llegó a ponerse en marcha, y aquel proyecto, que hubiera puesto a nuestro país a la cabeza del desarrollo administrativo-sanitario de todo el mundo y que podría haber exportado su logro a otros países, y por eso he hecho hincapié en la colaboración de Canon, con lo que ello hubiera supuesto en empleos e ingresos, nunca llegó a ser otra cosa que ciencia ficción.
Es más, a día de hoy, y en una demostración palmaria de la incapacidad pública para afrontar una modernización conveniente, de afrontar proyectos con un plazo superior a los cuatro años que el responsable, en el mejor de los casos, puede esperar de vida administrativa, cada autonomía, otro mal que se comenta por sí mismo, ha desarrollado su propia tarjeta sanitaria, incompatible con las otras, con la tecnología de los picapiedra y la información que se pueda grabar a buril. Treinta años después estamos veinte años antes.
Pero, insisto, el problema no es ideológico, el problema es la incapacidad de la función pública española de innovar, de captar talento y de afrontar una modernización real que la haga eficaz. Lo dicho, un gigante, por número de empleos y recursos, con pies de barro.

sábado, 20 de junio de 2020

El pueblo y la madre que me parió.


De nuevo el pueblo se ha erigido en protagonista, ese pueblo cambiante, en cuanto a composición, objetivos y valores, según el representante no elegido que hable por él. El pueblo ha vuelto a protagonizar diferentes episodios de diferentes tendencias, furibundamente denunciados en redes sociales por los voceras que reivindican, según su conveniencia, lo que el pueblo quiere y siente, habitualmente su idea, adaptable, de democracia y una escala férrea y única de valores.
En una democracia el pueblo habla cuando es convocado y elige unos representantes que lo hagan en su nombre. Sí, claro, en una democracia real. Real de auténtica, no de monárquica. Pero habremos de partir de que esto, lo de este país, no es una democracia real. Pero, aunque la democracia sea para nosotros un logro sesgado, no entiendo, o si, algunos comentarios que se arrogan el respaldo popular mayoritario.
Decía uno: “al pueblo no se le permite...”, a propósito de la propuesta comisión de investigación al emérito ¿Quién es el famoso pueblo en esta ocasión? parece ser que solo aquellos que opinan como el opinador que lo invoca y que ese pueblo es diferente al que en su día mencionó, el mismo portavoz, para justificar la composición del gobierno; “El pueblo ha apoyado la composición de este gobierno ya que tiene más diputados en el parlamento que la oposición”. Lo dicho, debe de ser un pueblo distinto a este cuyos representantes en el parlamento, a pesar de ser los mismos, votan por mayoría en contra de la investigación.
Este mismo preclaro representante del pueblo, cuya invocación, casi advocación, no se le cae de la virtual y sociomediática boca, ha explicado que ese mismo pueblo ha solicitado que no se tomen medidas contra los que queman banderas de España y efigies de los monarcas, ya sea el actual o el emérito, cortan carreteras o queman contenedores, en nombre de la libertad de expresión. Claro que también, por su boca, el pueblo considera intolerable cualquier manifestación, iba a decir popular, de pueblo, que absurdo, en la que se exhiba una bandera española, se cante alguna canción militar o se den cierto tipo de gritos que él considera, claro, impopulares. No por él, por favor, si no por el peligro que tales manifestaciones suponen para el pueblo, para su pueblo, que aunque en votos apenas represente un tercio del total es el único con derecho a ser representado y aplastar con sus criterios a los de los otros dos tercios, o a la ausencia de criterios de los otros dos tercios, si así les peta.
Dicho lo cual a mí, que a veces no me represento ni a mí mismo, que algún sinvergüenza se lleve lo que no es suyo me molesta, lleve corona o gorro frigio, pero que intenten colarme un debate por otro tampoco me agrada.
Tampoco me agrada ninguna manifestación de violencia, ni de intolerancia o de seguidismo borreguil. Ni a mí ni a un montón de gente que, como yo, tampoco somos pueblo representable por el voceras de turno. La ideas han de ser libres, todas, pero hay que ser inflexibles con los actos de cualquiera que atente contra la convivencia, que fomente el enfrentamiento y que llame al odio. A cualquier odio, por mucho que lo sienta el pueblo que considere representar.
Por cierto, también he leído que el pueblo, otra vez él, no ha tenido oportunidad de votar el modelo actual de estado. Sí, se votó favorablemente una constitución que instauraba ese modelo y  en ella se recogían los mecanismos necesarios para cambiarlo, pero parece ser que el pueblo, ya no sé cuál de ellos, parece incapaz de elegir a los diputados necesarios para hacer el cambio. Claro que parece ser que el pueblo, en este caso seguramente compuesto por los tontos y las moscas, está más en otras cosas y no acaba de encontrar al bocas de turno para transmitirle lo que tiene que decir en su nombre.
Tal vez algunos, convencidos de su bondad y de la intrínseca maldad ajena, deberían de preocuparse más de sus propias ideas, de divulgarlas, debatirlas, razonarlas y convencer al pueblo, al bendito pueblo, de su idoneidad, en vez de gastar todas sus energías en denigrar las ajenas y poner al pueblo como garante de sus ocurrencias. Siempre he estado convencido de que la falta de idoneidad de los actos o ideas ajenos no hace que los propios sean buenos, ni siquiera mejores.
En fin, recordando a la madre que me parió, cada vez que yo quería hacer algo que no me dejaban hacer decía esa manida frase que todos hemos usado alguna vez: “Es que todos los demás (o sea, el pueblo) van a ir”, mi sabia madre me decía: “Vale, vamos a llamar a todos y si es verdad que van, yo también te dejo”. Con ese argumento nunca fui, los malditos todos (o sea, el pueblo) nunca llegaban ni a la mitad.

lunes, 15 de junio de 2020

Un cuento chino


Hablar en nuestro país de un cuento chino es referirse a una historia sin visos de realidad, a un engaño sin reparos. Un cuento chino es el colmo de la falacia, de la mentira sin justificación.
Y en este caso me gustaría reflexionar en voz alta sobre los cuentos chinos elaborados sobre un cuento chino, sobre un cuento chino que lleva casi cuarenta mil muertos en España. Muertos que le confieren una brutal realidad, que por muy brutal que sea no le evita estar rodeada de cuentos chinos en el sentido más tradicional de la expresión.
Cuentos chinos que ha ido elaborando con cuidado y estrategia, esto es con premeditación y alevosía, la clase, ¡qué falta de clase!, política española. Sin excepción, sin resquicios, sin vergüenza, sin la mínima honradez imprescindible para ejercer un cargo público o de representación de los ciudadanos.
Tal vez el máximo logro de esta pandemia haya sido el descubrimiento de un nuevo tipo de cuento chino, un cuento de estructura variable que permite al autor afirmar una cosa en una página, desdecirla en la siguiente y asegurar en ambas la certeza de lo contado según autores de referencia, y reclamar la coherencia de la historia. Podríamos llamarle cuento chino incuestionable, o cuento chino de la verdad universal.
Pero no es el único logro, no, hay otro que viene aparejado y que seguramente necesitará de una cierta perspectiva histórica y científica para lograr darle una explicación razonable. Me refiero a los forofo-cuentos, me refiero a esas personas que con gran entusiasmo, aparentemente,  adaptan sus profundas convicciones personales a las cambiantes convicciones del cuento chino, defendiendo con la misma pasión una verdad y la contraria según la página del cuento que toque en cada momento.
Tal vez haya un tercer logro, un logro miserable y que nadie querrá reclamar como propio aunque todos lo utilizan sin recato. Es un logro sociológico, una aberración sociológica, que marca un difícil camino a la ética y que podría resumirse como un axioma: la verdad no resiste al tiempo. Miente sin mesura y si persistes en tu mentira acabará convirtiéndose en una verdad para una parte de los que la escuchen.
El cuento chino original, ese que cuenta que vino un virus de China y se llevó por delante a veintisiete mil personas, el no chino habla de casi cuarenta mil, es el menos chino de los cuentos chinos contados en estos días. Luego están los otros:
El cuento chino de los muertos. Érase una vez un país que cada día cambiaba la forma de contar los muertos. Los ministros decían que lo hacían según criterios internacionales, que siempre decían otra cosa diferente a los ministros, y estos, con gran dignidad, seguían sosteniendo su mentira aunque todo el mundo supiera que lo era.
El cuento chino de los materiales. Érase una vez un país asolado por una terrible enfermedad. Todos los días los gobernantes salían en la televisión diciendo que ya llegaban los materiales necesarios para proteger a la población, y ningún día llegaban, pero explicaban que la culpa siempre era de otros. Al final los materiales llegaron, aunque ya no hacían falta, y entonces los gobernantes para demostrar su valía los hicieron obligatorios.
El cuento chino de los guantes. Érase que se era un país que lo único que tenía eran guantes, muchos guantes,  y decidieron hacer los guantes imprescindibles aunque todo el pueblo entendía que eran claramente un foco de contagio.
El cuento chino de los test. Hace mucho, muchísimo tiempo, en un país muy, muy, pero que muy, lejano un hombre al que todos consideraban sabio dijo que se iban a hacer unas pruebas a todos los habitantes de su territorio, y que una vez hechas todos serían felices y comerían perdices sin tener que guardar distancia de seguridad. Al final nunca se hicieron las pruebas más que a unos pocos y la mayoría de las que se hicieron no valían para nada.
El cuento chino de las mascarillas. En algún lugar, hace muchísimos años, hubo un país que no tenía mascarillas y entonces sus gobernantes le dijeron a la población que no hacía falta usarlas. Cuando al fin sus almacenes rebosaban de ellas  las hicieron obligatorias, aunque no sirvieran para nada, aunque fueran usadas inadecuadamente, aunque no protegieran a nadie, aunque estuvieran en contra del criterio de los sabios, pero así parecía que los gobernantes se preocupaban de sus gobernados y además podían distinguir entre los fieles y buenos, que siempre llevaban mascarilla, y los malos malasombra, que no la llevaban nunca.
El cuento chino del confinamiento. Hubo una vez un Califa, que tenía un visir, que no se llamaba Iznogud, no nos vayamos de cuento por mucho que las ambiciones del personaje coincidan, que ante su total imprevisión e ineficacia, y para que nadie lo acusara de ello, publicó en un bando la obligatoriedad para toda la población de permanecer encerrados en su casa para evitar los robos que proliferaban en el reino. Cuando finalmente la gente, a mucha de la cual le habían robado estando en casa, empezó a quejarse publicó otro edicto que decía: “deberíais de estarme agradecidos, si no llego a encerraros en vuestra casa os habrían robado a todos” y se quedó tan ancho. Como veréis este cuento tiene algunos ribetes de cuento de las mil y una noches, aunque no fueran más de noventa noches las del encierro.
El cuento chino del 8 M machista. Hace muchísimo tiempo, al menos tres meses, en un imaginario lugar llamado Madrid, las mujeres decidieron manifestarse en reivindicación de su igualdad  con los hombres. “Hay un monstruo que se alimenta de manifestantes”, advirtieron algunos hombres a las manifestantes, pero estas ignoraron a los que las advertían y el monstruo asoló la manifestación y se alimentó y creció tanto que luego pudo atacar al resto de los habitantes del imaginario lugar.
El cuento chino del 8 M feminista. Hace muchísimo tiempo, al menos tres meses, en un imaginario lugar llamado Madrid, las mujeres decidieron manifestarse en reivindicación de su igualdad  con los hombres. “Hay un monstruo que se alimenta de manifestantes”, advirtieron algunos hombres a las manifestantes, pero estas ignoraron a los que las advertían y el monstruo a pesar de comerse a un montón de gente nunca se enteró de que las mujeres se habían manifestado.
El cuento de la desescalada. Erase que se era una vieja nación tan acostumbrada a que la gobernaran mal que una vez que llegó un gobierno muy moderno que consideró que  con inventarse unas cuantas palabras y cambiar el significado de otras cuantas ya había hecho méritos para ser considerado el mejor de la historia. Eso sí, el resultado final fue que no gobernó mejor que ninguno de los anteriores.
El cuento chino de la nueva normalidad. El argumento de este cuento hace un difícil equilibrio entre un cuento chino, hacer el indio y una versión revisada del Gran Hermano. Habla de una sociedad a la que habían asustado tanto, tanto, tanto, que a pesar de irla despojando de sus derechos suplicaba a sus gobernantes que le quitaran más para poder seguir vivos. Cuando la sociedad quiso reaccionar no tenía ningún derecho en el que basarse para reclamar sus derechos perdidos.
Me faltan por contar varios cuentos chinos más, los de las mil y una noches y los de Calleja, pero es difícil lograr captar al completo la riqueza narrativa de la ficción política española para un solo autor.  En tal caso si me veo capacitado para contaros, un día de estos, el cuento paradigma de la política nacional: “El Cuento de la Buena Pipa”.

martes, 9 de junio de 2020

Jugando al Tula


El Tula, en otros lugares pilla-pilla, era un juego habitual en las calles y los parques de mi infancia, un juego que no discriminaba y en el que la única regla fija es que hacían falta dos o más jugadores. Su nombre era un apocope de “tú la quedas” y consistía en que uno perseguía a los demás hasta que conseguía tocar a otro, que pasaba a ser el perseguidor.
Una de las mejores y mayores muestras de la ignominia en la que vivimos es que la política que se practica en estos momentos, esa política de muertos y forofismos, de sinvergüenzas y mediocres, o de sinvergüenzas mediocres, es que me pueda recordar a un juego infantil.
El bochornoso espectáculo al que estamos asistiendo, un espectáculo en el que todos los culpables se declaran inocentes y le pasan el turno del Tula al opositor, cuando no al coaligado, que a su vez devuelve sin empacho y sin mácula el turno de ofendido, es demoledor. Porque en este juego, en este espectáculo, en esta ignominia, en esta masacre, nadie tiene la culpa de nada en primera persona, ni del singular ni del plural.
Sin duda los muertos son el argumento que nadie puede soslayar. Los muertos existen, como existen, y estos son los más perjudicados y peligrosos, los deudos de esos muertos. Unos deudos que han tenido que sufrir la pérdida de familiares, en algunos casos por partida doble ya que una vez muertos tuvieron grandes dificultades para localizar sus cuerpos, una inmoral dificultad para lograr la certeza de que el muerto recibido era el muerto reclamado. Esos deudos que, en muchos caos, según veían pasar el tiempo y el dolor, han transformado estos en una indignación que ha pasado de sorda a reivindicativa, y han decidido pasar de las flores y la memoria a los tribunales.
Hay pocos espectáculos más éticamente insufribles que asistir al lanzamiento de cadáveres a cabeza ajena. Pero pocos no es ninguno, y si el de los políticos luchando a cadáver partido roza el límite, el de los forofos correspondientes en las redes sociales, insultando, esparciendo basura y consignas, fomentando el odio y la antiética, rebasa ampliamente ese límite.
En este país la ética suele ser confundida con la soberbia de reclamarla, la honradez con el orgullo de la falsa dignidad, la verdad con el cuento aceptado por los propios. En este país, y seguramente no es el único pero si el mío, la ética es aquello que yo puedo aplicarle a los demás.
Seguramente por eso, desde que El Forges puso la figura en el “candelabro”, se ha perdido la impagable oportunidad de crear el Real Cuerpo de Motoristas Dimitidores. Ahora más que nunca, tanto como siempre, sería necesario un cuerpo independiente de personas que armadas de rasqueta y agua caliente, y portando un sobre con un escrito de dimisión, visitaran las poltronas con adherencias inquebrantables. Claro que el fallo de mi argumento está en la propia realidad. He dicho un cuerpo independiente, como lo deberían de ser la prensa, la fiscalía o el poder judicial, pero eso los partidos no lo permiten porque su único objetivo es conseguir un poder omnímodo.
Ahora nos queda asistir a la sublimación del Tula, al todos contra todos que se va perfilando, a la evolución judicial inevitable ante la incapacidad de asumir responsabilidades por parte de ninguno, ante la imposible asunción ética de esas responsabilidades.
Yo he jugado mucho al Tula, horas que sumadas harían días, incluso semanas, por eso no permito que nadie me distraiga del que “se la queda”. La responsabilidad siempre la tiene el que detenta el poder, y en un poder piramidal, como son las autonomías, la responsabilidad mayor es del que ocupa la mayor altura en la pirámide. Pero que sea mayor no significa que sea única.
Los muertos de las residencias no son solo de uno, son de todos, de los altos funcionarios que dirigían servicios esenciales y permitieron lo que pasó, de los consejeros de las comunidades que intervinieron en una criminal decisión, del presidente de la comunidad que los nombró, de los ministros responsables de las áreas implicadas que no intervinieron a pesar de ser su competencia y su función, y del presidente del gobierno que los nombró. Todos ellos son culpables, todos ellos tienen nombre, todos ellos tienen la poca vergüenza de tirarse los muertos a la cabeza intentando lograr un rédito político que los incapacita éticamente para ninguna función representativa, que los invalida moralmente para hablar de inocentes y culpables.
La única solución decente, ética, comprometida con el bien común, sería una dimisión en bloque de todos los políticos en ejercicio, estén al nivel que estén, una incapacitación de por vida para ellos, y convocatoria de nuevas elecciones. Pero ni eso verán nuestros ojos, ni siquiera la convocatoria de elecciones, ni siquiera la solicitud básica de una renovación de confianza que tienen claro que no lograrían.
Ya hay no sé cuántas demandas presentadas, en juzgado locales, en juzgados autonómicos, en juzgados nacionales e internacionales, y estamos empezando. Y en este clima pretenden que pasemos los próximos tres años. Siento vergüenza, vergüenza ajena.

viernes, 5 de junio de 2020

El miedo al miedo


No sé cuánto va a cambiar el mundo después de lo que hemos vivido, ni siquiera estoy muy seguro de si va a cambiar y en qué. Así, a bote pronto, me da la impresión de que pasado un cierto tiempo, la única secuela de la que no vamos a conseguir desprendernos será el miedo.
Un miedo profundo, vergonzante, perfectamente trabajado y que como una espoleta podrá sumirnos en un servilismo políticamente útil cada vez que la situación lo requiera. Como lo ha sido, y lo es, el terrorismo. Como lo fue en su momento, y cualquier loco puede revivirla, la amenaza de un conflicto atómico. Como lo son todos los miedos producidos por amenazas que nos superan y que nos llevan a pedir el amparo de un sistema dispuesto a brindarnos su protección a cambio de unas migajas de nuestros derechos, de unas migajas que acaban dejando un pan hueco, una corteza vacía.
Curiosamente, casualmente, inexplicablemente, esos poderes que nos defienden de las amenazas que nos acechan, nunca consiguen, contra pronóstico, vencerlas completamente. Siempre hay alguien enredando con la posibilidad de usar bombas atómicas, normalmente países peculiares fuera del primer plano de poder.
En un mundo en el que el control es mucho más absoluto de lo que ni siquiera nos permitimos pensar, ese control falla estrepitosamente en las acciones necesarias para erradicar de una forma eficaz el terrorismo. 
Y de vez en cuando, una amenaza sanitaria, las vacas locas, la gripe aviar, el Ébola, el SARS, el SIDA, el COVID-19, que la medicina oficial nos presenta como un enemigo formidable y que, previo recorte de nuestras libertades, combate tan eficaz como tardíamente. Eso sí, dejando claro que existe la certeza de que habrá una siguiente, y otra, y otra.
Y de cuando en cuando una crisis económica que deja a la sociedad inerme a los pies de esas fortunas, de esa familias, que controlan la economía desde posiciones discretas, casi secretas. Que arrasan la clase media que ha de reconstruirse una y otra vez y que, organizada y con espacio, podría constituirse en una alternativa a la forma de pensar y hacer ese mundo que cada vez parece menos nuestro mundo.
Al final todo es miedo, inseguridad, irracionalidad, y mi mayor temor es el miedo que le tengo al miedo, es el miedo al miedo que veo reflejado en las miradas y las actitudes de los que me rodean, es el miedo al miedo de los que se convierten en censores improvisados de los demás, en delatores de sus vecinos, en xenófobos de sus conciudadanos, en policías de balcón o celosos, excesivos, guardianes de las nuevas normas de convivencia llevadas hasta la intolerancia que provea su propia necesidad de importancia.
Ese es mi gran miedo, el que veo por la calle, en las colas con una separación de ocho metros, en los gestos de recelo de los que se cruzan en la acera, en los saludos interruptos, en los abrazos virtuales, en los besos al aire, en la incapacidad de entender si la normalidad es la de antes, la de ahora, o la de un aún no estrenado tiempo futuro. El miedo que adivino en los que abandonando toda precaución, todo sentido común o recato se lanzan a las reuniones masivas, a los encuentros innumerables, a las orgías sociales.
No es que los miedos a los que todo el mundo teme me sean ajenos, es que me da mucho más miedo la evidente manipulación de esos miedos cotidianos, el permanente goteo de derechos individuales perdidos que van convirtiendo al individuo, al ciudadano, al librepensador, en una especie en extinción, en alguien que no tiene cabida en ciertos planes de futuro que se van adivinando, perfilando, ejecutando en esa brecha social y económica que se agranda, se ahonda, a cada crisis, a cada miedo, a cada momento.
Si, ese es mi gran miedo, el miedo al miedo, el miedo a la manipulación que permite el miedo, el miedo a la sociedad resultante del miedo, el miedo a los que manejan nuestro miedo.