La administración, en muchos
países, pero en el nuestro desde luego, es un gigante con pies de barro, una
masa salarial que contribuya a paliar ciertas rémoras económicas que la
inutilidad empresarial de las clases acomodadas y la ferocidad fiscal de los políticos
impiden afrontar a la iniciativa privada con ciertas garantías de solucionar un
mal endémico del país. Que las mayores fuentes de empleo sean el turismo, la
administración, a la que si se le suman los empleos sociales posiblemente se
ponga en cabeza, y la economía sumergida, no hace más que presentar un panorama
desolador y nítido de las razones del desempleo que siempre acompaña a nuestras
estadísticas.
Al principio de la crisis del
coronavirus muchos estábamos expectantes ante el impacto que su irrupción iba a
provocar en el que suponíamos uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo.
El resultado ha sido desolador. Terrible. Mentiras aparte, el resultado ha sido
el país con mayor índice de muertos por cada cien mil habitantes, el país con
mayor número de sanitarios contagiados en el ejercicio de su labor. Y un
sistema público incapaz de gestionar una crisis.
Si, nuestro sistema sanitario
resultó un gigante con pies de barro. Un gigante con pies de barro que no es
más que el reflejo de la inoperatividad de una administración anclada en el
siglo XVIII, por no hablar de más tiempo. Una administración que considera que
dotar con ordenadores e internet los
puestos de trabajo y crear unas cuantas páginas web que interactúen con los
usuarios es colocarse en el siglo XXI,
eso sí, sin tocar estructuras, prebendas, ni plantearse una eficacia en la
gestión o un control de calidad en las actuaciones de los funcionarios.
El sistema sanitario español, y
usémoslo de ejemplo general, se compone, como cualquier otro sistema, de infraestructura,
personal cualificado y clase dirigente, que al ser un sistema público a su vez se
divide en técnica y política. Hasta ahora no hemos descubierto la pólvora.
En el sistema sanitario español,
en la crisis del covid-19, han fallado, principalmente, las infraestructuras y
la dirección política. Analicemos un poco en detalle que elementos componen
cada una de las partes y su situación.
Infraestructuras: Están formadas
por las instalaciones sanitarias, su dotación material y personal y su organización
de trabajo. Claramente la dotación material y personal se mostró alarmantemente
insuficiente. Fallaron estrepitosamente los sistemas de alerta temprana y la
atención primaria, y hubo que paliar deprisa y corriendo, o sea brillantemente
pero tarde, la carencia de personal especializado e instalaciones de
emergencia. Recuerdo que me decía un médico. “Crear camas UCI, materialmente,
es relativamente sencillo, pero las camas no curan solas, hacen falta médicos,
enfermeras y auxiliares especializados en ese trabajo concreto”. Y no los
había, ni los hay, y no sé si los habrá.
Personal sanitario: Han sido el
gran valor de nuestro sistema. Como esos soldados que van a la guerra
descalzos, con horcas o chuchillos para enfrentarse a tanques y fusiles,
nuestros sanitarios se metieron a la lucha sin el equipamiento imprescindible
para evitar su propio contagio. Fueron el único gran dique que palió, en más de
lo que pudo, el desastre de un sistema endeble.
Clase dirigente: A) Clase
dirigente técnica. Es la que forma los equipos asistenciales, los dirige y
supervisa su funcionamiento y resultados. Son médicos, habitualmente de
reconocido prestigio profesional, que alcanzan ese puesto por méritos propios.
B) Clase dirigente política. Aquellos que marcan la forma de administrar los
centros, las áreas sanitarias, los consejeros y los ministros. Se supone que
son los que marcan la forma de organizarse la sanidad, las inversiones y
consiguen los presupuestos. Su especialización debería de ser la gestión
sanitaria, aunque habitualmente sus únicos valores reconocibles son la
ideología ciega y el acatamiento incondicional al superior. Uno de los grandes problemas es que la
frontera entre una y otra clase dirigentes es permeable, excesiva y lesivamente
permeable, y cuanto más se introduce la elección política en la dirección
técnica, más endeble y poco fiable se vuelve el sistema. Esta situación puede
trasladarse, sin empacho, a la justicia, a la educación, a la economía, o a
cualquier otro ámbito.
He dicho muchas veces, y me
reafirmo, que el problema de inutilidad del gobierno ante la crisis no ha sido
ideológico. Que un gobierno de cualquier otro partido adolecería de las mismas
carencias que el actual. Ya si su gestión podía llegar a ser mejor o peor dependería de la persona que la dirigiera,
pero las debilidades del sistema seguirían siendo las mismas: las apuntadas y
una clase funcionaral más pendiente de sus privilegios y derechos que de sus
obligaciones, o al menos esa es la precepción que tenemos de ella a nivel
calle.
En todo caso cuando elijo a un
dirigente, al nivel que sea, y más si su nivel es máximo, no lo hago con la
idea de que lo haga mejor o peor que otro, si no con la idea de que lo haga
bien, lo mejor posible en último término, lo que me invalida, ya de raíz, esos
análisis que se basan en lo mal que lo han hecho, o habrían hecho otros. Allá
ellos con sus arreos.
Quiero rematar con algo que
conozco personalmente porque participé en ello, y que creo que ilustra esa
vetustez organizativa que ha sido el origen de mi reflexión.
En el año 1994 tuvimos
conocimiento de un producto que Canon había desarrollado, una tarjeta óptica,
del tamaño de una tarjeta VISA, y un lector especial, que con la misma
tecnología que los CD permitía grabar y regrabar información. Interesados en el
sistema desarrollamos para la tarjeta un programa que permitiera acumular la
mayor cantidad de datos posibles, que pudiera tener varios niveles de acceso y
que solventara algunos de los problemas de información médico-paciente que el
uso habitual permitiera.
Desarrollamos un programa básico
de demostración y, con el apoyo de Canon Japón, presentamos una tarjeta con
tres niveles de información.
a)
Básico. Filiación, enfermedades crónicas,
medicación habitual, grupo sanguíneo y alergias. Esta información tenía que ser
accesible a cualquier personal sanitario que lo necesitase, sobre todo de
urgencia.
b)
Historial. Relación de todas las consultas
significativas y las últimas veinte, y pruebas diagnósticas por imagen que
resultasen de interés: radiografías, electros, escáner. Este nivel solo sería
accesible con la autorización del paciente y la validación de personal
sanitario
c)
Espacialidades. Consultas y pruebas que por su
importancia y confidencialidad solo fueran accesibles por personal médico de la
especialidad concreta y con permiso del paciente o un autorizado.
En el año 1995 empezamos a
presentar el proyecto, insisto porque es importante, apoyados por Canon
económica y técnicamente. Y a finales de ese año, y tras muchas presentaciones,
y algunos intereses, firmamos un contrato para una instalación piloto en el
Hospital Fundación Verín. Corría el año 96 cuando se entregaron los lectores y
las tarjetas para ponerlos en funcionamiento en el área de atención primaria y
urgencias, como forma de ir luego ampliando a especialidades. Creo recordar que
la inversión rondaba el millón y medio de pesetas, y aún debe de estar cogiendo
polvo en algún rincón de aquel hospital
A los dos meses, más o menos, de
firmar el proyecto el consejero de salud de la Xunta, cambió, como cambió todo
el equipo directivo del hospital, y el nuevo, con el que ni hablamos ni quiso
recibirnos directamente o por interpuesto, decidió que aquel proyecto no era
interesante. Razones aducidas:
1)
Era caro
2)
El personal sanitario le había comunicado que no
tenían obligación de usar un ordenador
3)
Les producía inseguridad jurídica.
4)
No se podía obligar a la sanidad privada a que
proporcionara los datos para incorporar a la tarjeta
5)
Tampoco a los hospitales públicos
6)
El nuevo Conselleiro no tenía ningún interés en
los proyectos del anterior.
Esa tarjeta sanitaria, que luego
se amplió como tarjeta de ciudadano y que podía contener el historial laboral,
el historial educativo, el historial como conductor y su permiso, la
posibilidad de ser usada como DNI y la posibilidad de validarse como tarjeta
bancaria, nunca llegó a ponerse en marcha, y aquel proyecto, que hubiera puesto
a nuestro país a la cabeza del desarrollo administrativo-sanitario de todo el
mundo y que podría haber exportado su logro a otros países, y por eso he hecho
hincapié en la colaboración de Canon, con lo que ello hubiera supuesto en
empleos e ingresos, nunca llegó a ser otra cosa que ciencia ficción.
Es más, a día de hoy, y en una
demostración palmaria de la incapacidad pública para afrontar una modernización
conveniente, de afrontar proyectos con un plazo superior a los cuatro años que
el responsable, en el mejor de los casos, puede esperar de vida administrativa,
cada autonomía, otro mal que se comenta por sí mismo, ha desarrollado su propia
tarjeta sanitaria, incompatible con las otras, con la tecnología de los
picapiedra y la información que se pueda grabar a buril. Treinta años después
estamos veinte años antes.
Pero, insisto, el problema no es
ideológico, el problema es la incapacidad de la función pública española de
innovar, de captar talento y de afrontar una modernización real que la haga
eficaz. Lo dicho, un gigante, por número de empleos y recursos, con pies de
barro.