domingo, 12 de diciembre de 2021

Entre dos mentiras

La verdad no existe, y menos cuando las verdades con apellidos intentan tomar su lugar. Y entre todas estas verdades miserables, entre todas estas verdades a medias, vergonzantes, hay una que es especialmente intolerable, seguramente porque es la que debería de ser una verdad fiable, la verdad oficial. Esa verdad que deberían de contarnos aquellos que tienen obligaciones y responsabilidades por sus funciones, pero aprovechan esa posición de privilegio para escamoteárnosla, para contarnos una mentira con medios y ánimo de crear una realidad alternativa.

Paseaba el otro día con unos amigos por el centro de Murcia, supongo que podía haber sido en cualquier otro lugar de España, de Europa, del mundo, cuando me encontré con un grupo de gente, no demasiada, no demasiado interesada, escuchando a una persona, eran varias pero una llevaba la voz cantante, equipada con un megáfono y con unas cuantas hojas en la mano que pretendían repartir sin demasiado éxito.

Me acerqué, ma non troppo, por aquello de que si la curiosidad mató al gato, la ignorancia mató a muchos más gatos, y escuché un fragmento del discurso negacionista que apenas lograba fijar la atención de unos cuantos, pocos, ya lo dije, viandantes. La historia, conocida. “… tenía 23 años y disfrutaba de una vida plácida y una salud perfecta, pero decidió vacunarse y a los diez días estaba muerta. Sus padres lloran ahora a esa hija tan querida que tomó una decisión presionada por su entorno y los medios de comunicación que colaboran con las multinacionales farmacéuticas… “. No me quedé a escuchar más. Tampoco merecía la pena porque en mi traslado no literal de la historia creo que le he hecho ganar calidad, lexicamente hablando.

El gran problema es que con la misma sensación de rechazo, pero con un desprecio mucho mayor, acojo a diario, sin que haga ninguna intención de escucharlo, metido en mi casa, introducido en mi salón sin pedirme permiso, ni aviso previo, historias igual de lamentables perfectamente construidas por guionistas a sueldo, contadas con suficiencia y prestancia por los locutores oficiales, o construidas con una estructura lingüística impecable por los columnistas reconocidos, pero de signo contrario. Relatos de terror psicológico que nos cuentan que “… destacado negacionista murió ayer a causa del COVID y sin vacunarse”. O “cuatro miembros de una familia que había decidido no vacunarse murieron ayer en el hospital …”. Repugnante.

Si algo debería de removernos las tripas, lanzarnos a la calle, reclamar la honradez que los políticos actuales no tienen, es la imposibilidad de tragar la verdad oficial sin que las arcadas te hagan perder el resuello. Es intolerable que aquellos que tienen el mandato de velar por nuestros intereses consideren que mentirnos es uno, tal vez el principal, de esos mandatos. Es intolerable que la verdad oficial sea una mentira elaborada, trabajada y difundida con los medios que nosotros mismos le proporcionamos.

¿Existe el virus? Existe. ¿Es natural o de laboratorio? Yo apostaría por que es de laboratorio ¿las vacunas son fiables? Solo me atrevo a decir que son eficaces para aquellos que no se contagian, o que si se contagian es levemente, y son ineficaces para aquellos que aún vacunados enferman gravemente, o incluso mueren ¿Habría más muertos sin vacunas? Puede que sí, pero no me consta ¿Yo me he vacunado? Sí, pero aún arrastro secuelas, y lo hice por responsabilidad social, no porque me creyera las historias que se cuentan, o estuviera de acuerdo con la mayoría de los argumentos que se aportan a favor de su uso. Tengo una nieta de cuatro años, dos hijos con sus parejas y una esposa, y no soportaría la posibilidad de que enfermaran por mi causa.

¿No es triste? ¿No es lamentable vivir entre dos mentiras y no poder acceder a una verdad con la que poder defenderte?

Los negacionistas me merecen el respeto, poco pero firme, de aquellos que pelean por su idea sin importarles su imposibilidad de convencer, sin importarles la endeblez y ridiculez de sus argumentos, pero no podría compartir con ellos la posible responsabilidad de contribuir al contagio del virus. Puedo, incluso, compartir con ellos muchas de las preguntas que se hacen, pero no comparto casi ninguna de las respuestas que aportan.

Y por el ala oficialista, pro vacunas, me repelen los especialistas en enfermedades y catástrofes que expanden sus mensajes de terror llamando al enclaustramiento social, al miedo a todo lo ajeno, a la esterilización emocional de la sociedad, como remedio único para una enfermedad de la que parecen desconocer casi tanto como los ciudadanos de a pie. Yo también puedo entender que ante un problema de transmisión la mejor solución médica es el aislamiento total, absoluto, pero, tal vez, esa solución, como tantos medicamentos, tenga unos efectos secundarios indeseables.

En resumen, creo que soy un negacionista conceptual porque considero que nos están mintiendo, pero mi negacionismo es parcial ya que ante la responsabilidad social con los que me rodean opto por tomar todas las medidas que los demás me solicitan para su tranquilidad.

Vivo entre dos mentiras, en la certeza de dos mentiras, y la absoluta abyección de los responsable políticos, científicos, económicos y sociales, me escamotea el derecho a tomar una decisión fundamentada en argumentos ciertos, me escamotea el derecho a vivir responsablemente.

sábado, 4 de diciembre de 2021

Cuando el Grinch fue alcalde de Madrid

Hay personas, habitualmente personajes, cuya memoria, sobre todo si es nefanda, sobre todo si es maligna, perdura más allá de su etapa. Personajes que por mucho que pase el tiempo nos siguen agrediendo con sus obras, con los daños que su gestión ha perpetrado en nuestras vidas.

Creo que desde que, allá por año 2000, Jim Carrey salió pintado de verde, y nos mostró un personaje obsesionado por destruir la navidad, por acabar con el llamado espíritu navideño, el Grinch ya es un personaje conocido en nuestra cultura, un personaje al que a lo largo de los años transcurridos todos hemos podido ponerle alguna cara, la cara de alguien de los que tenemos en nuestros círculos cercanos. Hay mucha más gente de la que parece a la que la navidad no le gusta, incluso les incomoda. Muchos son los argumentos, pero una la conclusión: preferirían que la navidad no existiese.

Afortunadamente son, somos, muchos más los que disfrutamos de unas fiestas que parecen facilitar algo más las relaciones entre las personas, los que apreciamos en el aire una cierta calidez humana que no está el resto del tiempo, como si atesorásemos el resto del año nuestros mejores sentimientos hacia los demás, para volcarlos en ese momento.

Puede que no sea así, puede que sea una percepción subjetiva, interesada, pero cuando los públicos, los comercios, las casas, se llenan de luces, cuando empiezan a sonar los villancicos y la gente se echa a la calle, algo parece florecer en el ambiente.

Hoy escribo desde Estrasburgo, desde Alsacia, desde esa región francesa que limita con Alemania y que, a propósito de la Navidad, engalana sus pueblos, sus calles, los llena de música, de colores de adornos y de ambiente festivo para que todos los que queramos podamos compartir las fiestas con ellos. Gente, vino caliente, adornos navideños, música y una alegría sin complejos intelectuales, sin complejos de laicismo de laboratorio, parece ser la fórmula.

Estrasburgo, Colmar, Mulhouse, un montón de lugares, de pueblos que se transforman por navidad, y en los que la gente se ocupa de disfrutar y sacar partido a la alegría, unos sintiéndola y otros vendiéndola, todos paticipando. En mi recorrido ayer por Colmar vi un puesto, seguro que hay más, donde una dependienta velada, presumiblemente musulmana, vendía figuras navideñas, adornos, productos, sin que  la  diferencia de creencia provocara ningún rechazo en la vendedora, ni en los compradores.

Pero no quiero desviarme de mi objetivo inicial, que no es hacer un canto al auténtico laicismo, a la auténtica multiculturalidad, que no es la que cercena nada, si no la que incorpora todo, mi objetivo era contar que estoy aquí buscando poder disfrutar de un espíritu navideño, de un ambiente y decoración propios de la fiesta, porque desde que el Grinch fue alcalde de la ciudad en la que vivo, Madrid, si alguien quiere iluminación, adornos, espíritu festivo (iluminación propia de la navidad, adornos con motivos navideños, espíritu festivo navideño), más vale que salga a buscarlo a otro sitio.

Nuestro Grinch particular, que el olvido pueda caer alguna vez sobre su memoria, Alberto Ruiz Gallardón,  nos dejó una navidad sin espíritu, fría, de diseño, vaciada hasta que la alegría se convierte en un rictus, en una mascarada sin espíritu alguno. Una ciudad que dice celebrar pero no sabe cómo, o si sabe no se atreve, como si se avergonzara de lo que quisiera celebrar.

Desafío a los madrileños a que encuentren entre las luces actuales, entre los adornos, un solo motivo tradicional de la navidad. Figuras geométricas, luces sin forma reconocible, por no hablar de aquella iluminación que pusieron en la calle Velázquez con palabras positivas (alegría, paz, felicidad, armonía, encanto…) y que después de un cierto recorrido uno no sabía si estaba celebrando algo o asistiendo a una sesión de hipnosis luminosa por cuenta del alcalde.

Y también acabó con las cabalgatas de Reyes, aquellas que recorrían la calle Alcalá, llenas de carrozas, abarrotadas de niños y mayores que se hacinaban para verla pasar, siempre espectacular (recuerdo la famosa cabalgata del año en que se estaba rodando en el Retiro “El Mayor Espectáculo del Mundo”), pero sobre todo popular, cálida, llena de ilusión. Por conveniencias que solo a él le fueron reveladas la trasladó al frío e impersonal recorrido actual por la Castellana, al tiempo que empezaba a imponerse una estética que hacía difícil distinguir la cabalgata de Reyes, la de carnaval o la del día del orgullo gay.

Lo de vestir a los Reyes con vestidos de cortinajes, subvertir la historia, y la Historia, en base a unos conceptos puramente ideológicos y actuales, y manipular la fiesta para satisfacción estética propia, ya lo completaron otros hijos del Grinch que gobernaron la ciudad a posteriori.

Al final, lo que cuenta, es que el madrileño que quiere vivir eso del espíritu navideños, los excesos estéticos, el ambiente festivo como tema principal, tendrá que visitar Francia, Bélgica, Alemania, Nueva York o Vigo, o, si se es poco viajero, pasear por Madrid buscando las calles, o trozos de calle, que los comerciantes adornan, con la colaboración técnica del ayuntamiento, con extrañas luces sin simbolismo alguno.

Bueno, y siempre queda la televisión, las películas de una navidad norteamericana vivida sin complejos y en la que el Grinch siempre pierde, no como aquí que gana elecciones municipales.

miércoles, 1 de diciembre de 2021

Cartas sin franqueo (XLVIII)- La ética comparada

Se pueden decir muchas cosas, y se pueden decir de muchas maneras, porque, a veces, en la forma de elegir como se dice está la verdadera esencia de lo dicho. Si, ya lo sé, parece un trabalenguas, pero no es eso lo que pretendía, si no poner la vista en las formas, que suelen ser reveladoras.

Hablábamos, como tantas veces, sobre la deriva indeseada de esta sociedad, política, social, ética y económicamente hablando. Sobre la decadencia evidente de la postura de reclamar derechos sin comprometerse con las obligaciones, o comprometiéndose, siempre y cuando esa obligaciones se le impongan a los ajenos. Hablábamos, como tantas veces antes, de la mediocridad de los dirigentes que intentan trasladar a una sociedad adocenada, dormida, que espera permanentemente a que sean los demás los que hagan lo que, en estricta realidad, les correspondería hacer a ellos: luchar, reclamar, exigir, su propia mediocridad.

Pero, como tantas veces en nuestras conversaciones, y en otras, solemos referirnos a nuestra escala de valores como punto de referencia para el análisis, y esa es una postura perversa, torticera. Cada uno es dueño de su escala de valores, si es que es consciente de que la tiene, y cada uno debe de exigirse a sí mismo, y no a los demás, en función de ella, pero solemos hacerlo justo al revés, exigimos a los demás en función de nuestras convicciones y no toleramos que los demás puedan tener otras diferentes, y puedan planteárnoslas como alternativa. Mal negocio.

Y en estas formas, en esta manera de enfocar nuestras relaciones, es donde mejor se puede observar el mal profundo que nos afecta. Somos reos, tal vez hasta la muerte, de la ética comparada.

Se supone, y no pasa, salvo en las inevitables y venturosas excepciones, de ser una suposición, que uno de los principales anhelos del hombre es la superación, personal y colectiva. Según esto todo ser humano debe de tender a superar sus imperfecciones y alcanzar una plenitud espiritual y social que le permita una felicidad plausible, de eso iban, inicialmente, las religiones, de facilitar un método de superación personal y social.

Pero lo que vivimos día a día, lo que día a día nos encontramos en nuestro entorno es una aplicación perversa de este principio, una preocupación torticera y dañina por la ética comparada, por el análisis sistemático de la forma de actuar, de actuar mal, ajena para justificar la propia.

No importa robar, siempre y cuando podamos decir que ha habido otro que también ha robado. No importa mentir, siempre y cuando podamos argumentar que otro ha mentido. No importa engañar si ha habido alguien que ha engañado antes y ha dejado abierta la puerta a que todos nos convirtamos en ladrones, en mentirosos, en falsos.

¿Qué enseñanza ética, qué perfeccionamiento, qué ejemplo, podremos obtener de alguien que acusado de cualquier conducta indebida, no la desmiente, no, si no que argumenta la impropia conducta ajena? ¿Es ese, realmente, el camino correcto para alcanzar ciertas metas? ¿Qué se puede esperar de alguien que en vez de asumir las responsabilidades de sus actos, se escuda en los actos ajenos para sortearlas?

-          Tú eres un asesino

-          Tú has matado a doscientos.

¿Realmente importa a cuantos, cuando, con qué motivo, alguien ha matado a gente? ¿O lo realmente importantes es que hay gente que ha privado de la vida a otros? ¿A partir de cuántos muertos, en qué circunstancias, con qué argumentos, alguien debe de ser considerado un asesino? ¿Nunca porque ya ha habido otro que ha matado a alguien, o que ha matado a más, o que ha matado con unos argumentos que nos son más simpáticos?

Personalmente creo que la ética no funciona así. Personalmente creo que la ética debe de tener un nivel de autoexigencia tal, que nunca la conducta ajena puede justificar los actos propios. Personalmente creo que la ética comparada es un invento de sinvergüenzas, de desahogados, que buscan un espejo opaco, un espejo con paisaje pintado y sin reflejo, para poder contemplarse en él y poder seguir adelante.

Y es que, aplicando la ética comparativa, ya podremos empezar a prepararnos, aunque tal vez ya empezamos a ver atisbos de ello, para la existencia de una legalidad comparada, de una legalidad que no juzgue los hechos, las acciones, si no la cantidad, la oportunidad, la originalidad del delito. Un delito será mayor, si antes no lo ha cometido nadie, pero quedará impune si se puede demostrar que otro lo ha cometido mayor, o con peores argumentos.

¿Qué mis palabras te suenen a dislate? Te recomiendo un paseo por los medios de información, una visita a los diarios de sesiones, un garbeo, con chubasquero y paraguas para el espanto, por las redes sociales.

Mis palabras solos son, sin pretenderlo, una breve semblanza del estado de putrefacción de una sociedad que solo cree en la ética comparada. Que no cree en otra ética que en la que le puede servir para atacar al prójimo. O sea, sin ética.