sábado, 16 de octubre de 2021

Lo primero es no hacer daño

Existe una locución latina que pasa por ser la esencia del debate en la medicina, cuyo avance, debido al auge de la investigación, sin duda, pero también sin duda a la necesidad de negocio de los laboratorios, a veces parece anticiparse a las necesidades reales del paciente.

Aunque la profesión médica es, seguramente, una de las más antiguas del mundo, sea bajo el título de médico, chamán, alquimista, bruja o mago, la verdad es que solo el conocimiento exhaustivo del cuerpo, de su comportamiento, y la sistematización del uso de las sustancias curativas que ofrecía la naturaleza para la sanación de los diferentes males y heridas, nos ha puesto en un camino de intervención que preserva nuestra salud, e incluso se preocupa de su posible pérdida.

“Primum non nocere”, lo primero es no hacer daño. Tal es la máxima que una gran cantidad de médicos sostiene e introduce en un debate que intenta delimitar hasta qué punto está justificada la intervención de la medicina en la salud individual y colectiva. Tal vez este debate debería de plantearse a nivel de grandes instituciones nacionales y supranacionales, como la OMS o las agencias del medicamento, pero su prestigio es, a día de hoy, bastante limitado, y sus recomendaciones están siempre bajo la sospecha de favorecer a las industrias farmacéuticas. Su descarado perfil político y sus mismas fuentes de patrocinio las pone en una situación de veracidad comprometida.

Tres son, eran, las corrientes médicas que entraban en esta disputa, tres posiciones ante la alocución latina que marca la frontera de lo permisible, tres formas de interpretar hasta donde puede y debe de llegar la medicina en su relación con el paciente, y con sus tiempos. Tres, a las que conviene sumar una cuarta que, si bien era una apuesta de futuro la pandemia la ha puesto de rabiosa actualidad, e incluso de una quinta.

Todo arranca desde la convicción de que cualquier principio químico que se introduce en nuestro cuerpo de forma pautada y para reparar un daño, afecta a este de formas indeseadas, los famosos efectos secundarios, que no siempre son perceptibles, pero que casi siempre existen. Se aplica en este caso el concepto del mal menor, existe un daño, pero el beneficio resultante es mayor y mejora el estado general del paciente. Pero eso nos lleva al meollo de la cuestión, al punto en el que tenemos que establecer donde poner el límite en la busca de la salud, en algunos casos aún no perdida, ni siquiera comprometida.

La medicina tradicional solo intervenía cuando existían síntomas y un diagnóstico de certeza de una dolencia. Independientemente de su eficacia, o de la correcta aplicación del conocimiento por parte del médico, no se planteaba otra interacción con el paciente que el alivio, o cura, de la dolencia presente.

El avance de la ciencia médica, la profundización de sus conocimientos, nos llevó a una medicina que intentaba prevenir males que se presentaban, por historial familiar, por características genéticas, por hábitos vitales, como plausibles. La medicina preventiva intentaba preparar al futuro paciente sobre una base estadística que lo señalaba como probable doliente. El mal menor iba un poco más lejos que en la medicina tradicional, porque no había diagnóstico, ni síntoma, ni certeza, solo probabilidad.

Pero tampoco esto parecía contentar a la ciencia médica, que, espoleada por las potencias económicas, representadas por los laboratorios, y por los políticos, cuyos presupuestos sanitarios eran cada vez mayores, decidió erradicar la enfermedad, incluso cuando no hubiera certeza, ni siquiera probabilidad, simplemente posibilidad. Era la medicina anticipatoria, una medicina que no necesitaba la presencia de la enfermedad para intervenir, a la que le bastaba con el mero hecho de que la enfermedad existiera, intervencionista, muchas veces ineficaz y en ocasiones lesiva. El daño de los efectos secundarios, siempre difusos, siempre difíciles de concretar, siempre estadísticamente irrelevantes cuando se manifestaban, era fácilmente contrastable contra la erradicación evidente de enfermedades que habían causado millones de muertos en el pasado. Sin duda, las vacunas son el santo y seña de esta medicina, pero no lo son menos las pruebas de detección masivas, u otras intervenciones indiscriminadas, cuyos resultados, estadísticamente examinados con rigor, se muestran irrelevantes.

¿Existe algo más maravilloso que saber que hay una cantidad de enfermedades que en el pasado mataron a millones de personas que no nos van a afectar en nuestra vida, o cuya incidencia se va a ver minimizada? Sin duda el mal menor de sus posibles efectos indeseados es un pequeño precio a pagar por la constatación de que hay riesgos de salud que no correremos. Esos medicamentos de mundo feliz son probados, testados, analizados, perfeccionados, durante años antes de que le sean ofrecidos a una sociedad ávida de salud, ávida de vida. Y hacerse una prueba sin motivo, aunque se revele ineficaz en las estadísticas de evolución de la salud colectiva, tampoco hace otro daño que la pérdida de tiempo y la pequeña angustia a la espera del resultado.

Pero llegó la pandemia, el gran terror, en muchos casos inducido, interesado, magnificado por medios de comunicación ávidos de cifras y grandes titulares, magnificado por políticos necesitados de méritos que rentabilizar en futuras elecciones, por grandes empresas farmacéuticas ávidas de ventas y dividendos, y esa medicina anticipativa que tanto se ponía en cuestión en ciertos círculos médicos, que parecía conculcar el “primum non nocere” que presidía el debate, se vio superada, se vio ninguneada por una situación social que el tiempo dirá cuanto tenía de real, y cuanto de impostada.

La medicina especulativa, una medicina que anticipa la solución al conocimiento de la enfermedad, que utiliza como sujetos de experimentación a la misma población que dice proteger, que utiliza la presión social, informativa, política, psicológica, para imponer sus criterios expandiendo mensajes de terror, mensajes contradictorios emanados de su desconocimiento, mensajes que rozan el totalitarismo y la conculcación de la libertad individual con el argumento de un bien sanitario colectivo, parece haber llegado para quedarse. La técnica divulgativa ha sido un éxito, las consecuencias solo el tiempo las revelará. El paraíso médico, la amenaza de muerte para los propios y los cercanos, la propaganda feroz y terrorífica, parecen los nuevos motores sociales que determinan el devenir de la sociedad.

Una sociedad enferma de afán de salud, una sociedad manipulable en sus miedos saludables, una sociedad débil e incapaz de afrontar la muerte como parte de la vida, una sociedad más interesada en la longevidad que en la libertad, una sociedad sometida, será el resultado de lo acontecido. Será el resultado de una medicina especulativa que no necesitará  de ninguna enfermedad, bastará con su nombre, con una breve aparición en algún recóndito lugar, para provocar el ansia de un remedio, el afán de una cura, el derribo de los límites que el “primum non nocere” parecía preservar.

Tal vez, parafraseando a un querido y desaparecido amigo, haya que sustituir la vieja máxima por otra nueva: “mens sana in corpore insepulto”. Aunque, especulativamente hablando, ¿quién necesita “corpore”, origen de casi todos los sufrimientos? Y entraremos en la medicina sustitutiva. Una medicina capaz de sustituir la partes deterioradas, aunque para que esperar a que duela si puede anticiparse al dolor, capaz de corregir los defectos genéticos desde la misma concepción, aunque llegará el momento en que no haya que esperar tanto. El futuro, en parte ya el presente, parece ser de los cyborg, y la medicina sustitutiva se apresta a facilitarlo.

Claro que todo esto me deja en el aire una pregunta, una cuestión que parece ignorar una sociedad enamorada de sus logros, pero laxa en la forma en que se aplican ¿Será esta medicina sustitutiva una medicina social, o acabará siendo solo para privilegiados? ¿Será una medicina al alcance de los que la necesiten o solo para los que puedan pagarla? ¡Ah! que pensaban que estábamos hablando solo de medicina. No solo, no solo.

 

P.D.: Alguien pensará que me he olvidado de la medicina alternativa, pero es que, para mí, tiene dos defectos importantes: no me parece medicina y no la considero alternativa. Opinión que parecen compartir todos aquellos a los que la salud les falla gravemente. 

martes, 12 de octubre de 2021

Usar el tiempo ajeno

 Aunque este ansiado retorno a nuestras costumbres habituales, y lo digo así, cansado de lo de la vuelta a la normalidad, se muestra casi imparable, me temo que ciertas costumbres, algunas realmente espantosas, tienen pinta de quedarse entre nosotros. La más dañina, la más innoble, la cita previa.

La cita previa, tal como la entienden los bancos, los estamentos oficiales, la mayoría, e incluso algunos profesionales, es aquella artimaña por la que alguien que tiene la obligación de atenderme, dispone de mi tiempo como si fuera suyo y además considera que tengo que estar reconocido.

Me ha pasado ayer en un notario, aunque los notarios siempre han usado la cita previa como parte de su parafernalia laboral, y además estoy convencido que luego incluyen en la minuta mi tiempo, aunque la cobren ellos.

Como iba diciendo, el notario me citó a las nueve y media de la mañana, y, por eso de ser impuntualmente puntual, llegué a las nueve y veinticinco. Me identifiqué ante la recepcionista que, en un acto de sinceridad que no siempre existe, me dijo que la oficial encargada de rematar nuestro escrito había salido a tomar café.

¿En serio?  ¿Me dan cita dos semanas antes a una hora en la que la persona que a esa hora debe de recibirme toma café? ¿O es que esa persona, de nombre Olga, en un absoluto ejercicio de mala educación decide irse a tomar café a pesar de que sabe que a esa hora hay una persona citada? ¿O simplemente es que mi tiempo administrado por esa notaría, crece absolutamente de valor? Para ellos, claro. Mi dignidad me dice que, ante tamaña tropelía, mi respuesta debería de ser levantarme e irme, pero, en esta notaría, como en el banco, como en la cola del paro, o en cualquier otra cola de una institución pública o privada, saben que tu dignidad tiene el mismo valor, para ellos, que tu tiempo, y que, si te levantas y te vas, a ellos poco les puede afectar, pero tú tienes que volver a empezar para acabar pasando, de nuevo, por ese mismo proceso, más por todos los trámites anteriores. Eres reo de tu necesidad, y de su papel imprescindible. Así que te tragas tu dignidad, tu orgullo y tu cabreo, menú de difícil digestión, y acabas poniendo cara de aquí no pasa nada, no vayas a regalarle, además de tu tiempo, el espectáculo de tu inútil cabreo. Y, estoy convencido, ellos lo saben y les importa un ardite.

Bueno, por seguir en la historia de este notario de Almería, que podría haber sido de Teruel, Madrid o San Sebastián, o de cualquier punto, porque la libre, y liberal, disposición de nuestro tiempo no es patrimonio de ningún lugar concreto, como no lo es de una actividad profesional concreta, una vez que la oficial en cuestión nos recibió, asistimos a otros veinte minutos de repaso del escrito, corrigiendo, borrando o incorporando datos que ya figuraban en la documentación que habíamos aportado dos semanas antes. Al fin, una hora después de la que inicialmente se nos había citado para firmar unos papeles, dos folios, tres caras y media, fuimos pasados a una sala mayor, a la que también fue convocado el señor notario, para proceder a la firma. Y aquí sí que estuve a punto de explotar.

Al cabo de unos minutos, posiblemente diez, el notario se persona en el quicio de la puerta en la que estábamos, introduce un pie y, antes de llegar a introducir el otro, se gira requerido por alguien el pasillo, que le comenta algo “sottovoce”. Inopinadamente, sin saludar, sin un gesto de reconocimiento o disculpa, se gira y vuelve a introducirse en el despacho con alguien que acompañaba al murmurador del pasillo. Y pudo ser otro cuarto de hora, tranquilamente, el tiempo ajeno del que dispuso sin ningún tipo de consideración, sin el más  mínimo atisbo de educación.

Cualquiera puede entender que haya alguien que, por amistad, por urgencia, por contactos, por la vía española, que yo le llamo, te pisa el turno. Pero ¿la educación no entra entre las materias que un notario debe de aplicar en su trato con los clientes? ¿No sería más razonable, educado, saludar a las personas que están en la sala, y con cualquier excusa volver al despacho?

El caso es que algo más de hora y media después de la cita, y en un acto de cinco minutos, conseguimos estampar nuestra firma en un documento imprescindible, e imprescindiblemente pasado por notaría, para nuestros fines. No fue caro, en dinero, en tiempo y en humor impagable

Pero, por no quedarnos en las notarías, no olvidemos esos bancos, esas ventanillas de citas de organismos públicos, esos embudos públicos y privados en los que vemos como desaparece nuestro tiempo absorbido por una organización que ya nos considera reos de su falta de interés en la atención a nuestros problemas, que, queramos o no, tiene que pasar por sus manos.

¿Nuca ha entrado a una oficina de banco, diez o doce clientes en la cola, siete ventanillas de atención al público de las que solo una está operativa, con una persona que tarda más de veinte minutos en resolver su gestión?

¿Nunca ha ido a un organismo público para solicitar una cita, coge número y hay setenta por delante, y observa, con indignada resignación, como de todos los puestos de atención, menos de la mitad están operativos, y cuando llegan unos funcionarios se ponen a conversar con los que están, y a continuación los que estaban se van y se quedan, pero aún sin coger ritmo, los que han venido, que alguno aún se levanta y se pierde por los pasillos o mamparas que delimitan los oscuros e inaccesibles pasajes de la dependencia, sin que importe cuántos quedan atendiendo, cuántos esperan, ni durante cuánto tiempo?

Si alguien retribuyera los sistemáticos tiempos que pasamos esperando turnos, por imperativo legal, por pelotas, la mayoría de los ciudadanos de este país no tendríamos que trabajar, cobraríamos mucho más que el salario mínimo, y podríamos, sin la mala baba, sin la desesperación, sin el cabreo monumental que habitualmente nos acompaña, dedicarnos a hacer colas interminables para mayor provecho y placer de aquellos que viven de que las haya, y el tiempo nos sería devuelto, le sería devuelto a sus legítimos propietarios.

sábado, 9 de octubre de 2021

Cartas sin franqueo (XLIV)- El orgullo y la soberbia

 

Sigo pensando, tal como te dije el otro día, que esta costumbre nuestra, no sé si ajena porque no he vivido en otros países, de utilizar el lenguaje sin rigor ni interés, a veces el interés se pone en deformarlo, nos lleva a vivir un equívoco permanente. Por mucho que nos empeñemos, por mucho que muchos hayan decidido que, como Humpty Dumpty, el verdadero lenguaje lo crea el poder, por lo que para tener poder lo primero que hay que hacer es subvertir el lenguaje hasta que sea propio, el lenguaje de los que no tenemos poder, ni lo buscamos, no admite según qué equívocos. O, por decirlo de una forma rotunda y popular, con el lenguaje que es de todos, “lo que es, es”, y lo otro son guerras en las que los interesados buscan otras metas.

Denostabas, si no recuerdo mal, el orgullo como una actitud negativa que marcaba una personalidad perversa, y, como ya te dije, no estoy en absoluto de acuerdo. El orgullo que nace de la apreciación íntima de algo que nos satisface, nunca puede ser negativo.

Yo, que me enorgullezco de algunos logros en mi vida, de mi familia, de mis amigos, de algunas cosas que me rodean, y me enorgullezco tanto como comprendo cuántas cosas tengo por mejorar, pero con detalle, no en genérico, no veo ningún inconveniente, cuando me miro en el espejo de pesar almas, en reconocerme mis aciertos, en congratularme de ellos y aliviar con ese reconocimiento el profundo pesar por los errores, por las metas no conseguidas, por los daños inferidos, por las actitudes equivocadas.

Es frecuente comprobar que aquellos que denostan el orgullo ajeno lo hacen desde una falsa modestia que hiere la sensibilidad del espectador, desde una soberbia encubierta que retrata una personalidad tortuosa, una incapacidad de lograr un equilibrio veraz en el espejo. Y lo hacen, como creo que lo haces tú, aunque no adolezcas de un perfil de falsa modestia, confundiendo dos términos que, para mí, nunca pueden ser sinónimos: el orgullo y la soberbia.

El orgullo pasa por ser un reconocimiento íntimo de lo logrado, un reconocimiento que permite un asentamiento de la autoestima y que facilita la construcción de una personalidad con carácter. Nadie puede, al estilo de Dobby, el personaje de Harry Potter, formar un carácter franco, fuerte, desde el servilismo, desde la sumisión, aunque sea fingida o impostada.

El orgullo, como iba diciendo, es un reconocimiento íntimo, y se pervierte cuando se hace público, cuando se intenta proyectar sobre los demás, buscando un reconocimiento que, viniendo de fuera, pierde todo su carácter positivo y se transforma en soberbia, en esa soberbia insufrible, vana, vanidosa, que acompañada de falsa modestia nos pone ante las personalidades más potencialmente lesivas del catalogo humano.

¿Qué si estoy pensando en alguien? Seguro, y tú también. Supongo que todos nos hemos encontrado, casi seguro, con ese personaje que intenta, mediante gestos y palabras, explicar lo poco importante que es lo importantísimo que está compartiendo con nosotros, por nuestro propio bien, por supuesto. Todos conocemos, casi seguro, a ese personaje que se infla a ojos vistas antes de darnos un consejo que nadie le ha pedido, pero que él considera imprescindible para nuestras vidas. Todos habremos asistido, casi seguro, a ese episodio de vanidad mal reprimida que busca en el entorno la admiración por lo expuesto, y que no logra otra satisfacción que la apreciación ajena. Casi seguro, y no digo seguro porque posiblemente los sujetos en cuestión no serán capaces de reconocerlo en sí mismos, ni de reconocerlo acertadamente en los demás.

No, definitivamente, el orgullo y la soberbia no son sinónimos, ni siquiera pertenecen al mismo ámbito. El orgullo es algo que todos sentimos, que sienten incluso los serviles, incluso los sumisos, íntimamente en algún momento de nuestra vida, pero que solo los soberbios necesitan proyectar sobre los demás para recibir su aprobación, su aplauso, su admiración. Algo así como los que viven las redes sociales obsesionados por los símbolos de aprobación que su intervención provoque.

Y es que, al fin y a la postre, el único aplauso que podemos constatar como sincero, e incluso aun así nos podemos engañar, es el de nuestro propio reconocimiento, siempre que no caigamos en el silogismo de “El Clásico”, ese personaje orensano del que ya te he hablado algunas veces: “Yo leo a los clásicos y me placen, y luego leo lo que yo escribo y me place en igual forma. Eso es que escribo como los clásicos”.

Este imperdible, y real, personaje, adolecía de orgullo íntimo por su obra literaria, pero al compartir su orgullo con los demás, caía en la soberbia. En una entrañable, inocente, ridícula, soberbia que ni siquiera pretendía disimular con una falsa modestia.

Creo que es lícito sentirse orgulloso, lícito y necesario, y que en la soberbia falla, sobra, la comunicación. Y ni siquiera espero que estés de acuerdo.