domingo, 31 de diciembre de 2017

Se tiró por un barranco

Hablaba el otro día de canciones infantiles y del tema catalán, como dos ejemplos de sin fin. Y la experiencia de estos días, y la memoria, me llevan a insistir con nuevos argumentos y nuevas canciones. Vamos, con nuevas aportaciones porque tanto el tema como las canciones son “de toda la vida”

Pero como en todas las cosas de toda la vida, el fondo permanece pero las circunstancias varían, permanecen el fondo, a veces las formas, las letras y las melodías, sean de canciones o de sonsonetes.
 
Sonsonete, o soniquete, que vienen a ser lo mismo, preciosas y precisas palabras que llegan a reflejar con exactitud la sensación de hastío que acaban produciendo. Sonsonete, soniquete, pertinaz, contumaz, son todas palabras aplicables y pertinentes en el temita catalán. Incluso en las canciones.

Recordaba, y hacía tiempo que no me sucedía, una canción de excursión, de esas que se pueden cantar durante horas sin desmayo y sin temor al olvido porque la letra varía lo imprescindible para saber por qué estrofa vas. Puedes ir por el 7,346,938 elefante, por el innúmero paletó de Fernando VII, por el enésimo barquito naufragado, o por la parte x de la doncella que se tiró por el barranco toda vestida de blanco y que es la más interesante, aunque sea igual las x -1 anteriores.

Es verdad que en este caso la doncella que se tira por el barranco no va, casi con toda seguridad, vestida de blanco, si no con una túnica cuatribarrada en rojo y amarillo y con una estrella en algún lugar próximo a su corazón, pero puede ser la única diferencia.

Como no hay diferencia en esa especie de éxtasis discursivo en el que parece haber caído el “presidente a la fuga” y en el que el próximo discurso será el más interesante a pesar de que acabará diciendo lo mismo que en todos los anteriores.

Claro que las técnicas de hipnosis requieren de una reiteración de movimiento, de una monotonía estudiada en sonido y movimiento, de un soniquete o  sonsonete, para que sean efectivas, para lograr que se produzca el abandono de la realidad cotidiana y entrar en el universo de la realidad inducida, y el discurso catalanista es sin duda hipnóptico aunque solo lo sea  para aquellos que cometen el error de prestarle atención. Como lo de la mujer de Lot pero en nacionalista y por los oídos.

Y por si a alguien le cabía alguna duda lo de Tabarnia, algo parecido ya sugerí yo hace unas fechas en “Una solución Salomónica”, deja totalmente al aire las vergüenzas de un discurso plagado de demagogias, de tópicos, de lugares comunes inasumibles por nadie que tenga un mínimo de coherencia o de vergüenza, torera o de cualquier otra clase.

Solo alguien abducido, sofronizado, hipnotizado, puede enfrentarse a la desvergüenza de negarle a los demás los argumentos que aplaude para sí mismo. Nadie, salvo un político o un incapaz, es capaz de creerse coherente, razonable, discretamente inteligente o libre cuando considera que un discurso solo es válido si se desarrolla en el ámbito que él determine o con sus condiciones.

Pero resulta, las elecciones así lo dicen, que cierto títere, lo de titiritero le viene grande, especialista en habitar maleteros y en huidas chuscas mientras deja en la estacada a aquellos a los que pretende dirigir y que encima crea una realidad paralela para encubrir su cobardía, su incapacidad, su vileza moral, ha logrado hipnotizar a una cantidad apreciable de personas supuestamente inteligentes o capaces de discernir y que están dispuestos a aplaudirle las gracias, a tirarse al barranco todos vestidos de lo que sea para que se pueda contar la parte siguiente que como todo el mundo sabe es igual que la anterior, que las anteriores, pero se anuncia como la más interesante.

Que semejante personajillo, afortunadamente casi irrepetible, haya conseguido que 940,602 personas se vistan de independentistas ciegos para tirarse por el barranco porque se lo dice el flautista, es tremendo. Vale, descontemos los estómagos agradecidos, descontemos los medradores en busca de relevancia o carrera política, descontemos los de sostenella y no enmendalla, descontemos los que votan eso por motivos inescrutables… siguen siendo muchos, demasiados, los que enfrentados a la realidad de los hechos, a la inviabilidad del proyecto, siguen votando por tirarse por el barranco, por el barranco económico, por el barranco político, por el barranco ideológico, por el barranco institucional. Son tantos que solo puedo pensar que están abducidos, hipnotizados, sofronizados, poseídos o que tiene un fin oculto, tan oculto que lo es incluso para ellos.

En fín, por ir acabando, lo que yo no acabo de entender, lo que me niego a asumir, es que unos personajes que son reos, perdón, presuntos reos, de delitos gravísimos contra el estado estén en situación de impunidad y desde ella intentar repetir con anuncio y clamor de fanfarrias los mismos delitos sin que haya nada que parezca que se pueda hacer para impedirlo. Si existe la prisión cautelar, ¿no existe una inhabilitación cautelar?


Si Puigdemont es nombrado presidente, aunque sea a distancia, que ya tiene bemoles la cosa, yo me apeo por tomadura sistemática de apéndices capilares, que ya me escasean. El que avisa no es traidor.

sábado, 23 de diciembre de 2017

Un barquito chiquitito

Hay una canción popular que habla de un barquito chiquitito que no podía, que no sabía navegar. Apenas dos estrofas más adelante aclara: “Si esta historia parece corta, volveremos, volveremos a empezar”. Es una canción sin fin, como la de los elefantes en la tela de la araña o el cuento de la buena pipa.
Pero parece que esto del sin fin, o el sinfín, que aunque no son sinónimos son sinérgicos a algunos fines, no es solo propio de los tornillos, las canciones o los cuentos, que no solo afecta a las máquinas de movimiento perenne, a la dimensión infinita del universo o al eterno fluir de la existencia y la inexistencia. No, parece que la política en su permanente disparate ha alcanzado también el concepto inabarcable de lo inacabable.
Es verdad que sería tentador, casi identitario, elegir el enredo elefantiásico en una tela de araña para hablar del problema catalán, que la suma de elefantes de la extrema derecha, de la extrema izquierda y del extremo populismo europeos y nacionales no parece que vaya a conseguir romper la tela legal española, ni europea, que el entramado de mentiras y verdades parciales sería digno de una araña ingeniero de estructuras imposibles e inalterables, pero he elegido el barquito chiquitito porque da una dimensión más real de lo que es Cataluña, a pesar de esa soberbia que la lleva, históricamente, a pretender ser lo que nunca ha sido, a pretenderlo incluso en tiempos en los que la tal pretensión choca con la tendencia general de un mundo que se está organizando en bloques. Aunque es posible, dado el carácter general de soberbia del que hacen gala, que lo hagan precisamente por eso, por llevar la contraria, o porque no han sido ellos los que lo han empezado.
Me recuerda, esta última posibilidad, a una experiencia con mi hijo. Tendría tres o cuatro años cuando tomó por costumbre armar la marimorena si alguien de la familia cruzaba un semáforo antes de que él lo dijera. Ni la circulación de Madrid, ni los tiempos programados de los semáforos, ni la paciencia familiar, daban para andar con esas historias, por lo que el niño acababa volviendo a casa con una perra de no te menees, con algún cogotazo que otro y a rastras. Siempre, y en esto también encuentro un cierto paralelismo, te cruzabas con algún ciudadano biempensante y que no tenía que aguantar las tonterías del niño y te miraba con aire reprobatorio a ti y de cierta, distante, solidaridad, al niño. Estaba claro que no era el suyo, el niño me refiero, y que ni siquiera sabía de qué iba el tema, pero, como dice mi mujer, y yo ratifico, no hay nada más fácil que educar a los hijos de los demás. Ni nada más fácil que solidarizarse con las opiniones que nos son ajenas, en el tiempo, en el espacio y en la posición. Me gustaría ver a esos padres, políticos o periodistas bregando con el mismo problema en su propia casa.
Pero hablábamos de barcos, por más que les llamemos barquitos y los hagamos protagonistas de una canción sin fin. Porque lo que me ha llevado, a la hora de escoger un hilo discursivo, a elegir esta canción sobre las demás opciones han sido sobre todo dos razones, que hablaba de barcos, como el tema catalán, y ese final tan propio de este recurrente problema europeo en el que todo episodio se cierra con un volveremos, volveremos a empezar. Exacto, como el barquito chiquitito de la canción.
Porque reclamar las reglas democráticas cuando se están conculcando, es hablar de barcos. Porque contar los votos como interesa, y no como son, en busca de un respaldo mayoritario inexistente, es hablar de barcos. Porque hablar en nombre de un pueblo fragmentado arrogándose una unidad que no existe, es hablar de barcos. Porque imponer el criterio de la minoría obviando, despreciando, ninguneando a la mayoría, es hablar de barcos. Porque hablar de derechos internacionales sin tener el respaldo de ningún organismo internacional, es hablar de barcos. Porque intentar crear un orden legal partiendo de una ilegalidad, es hablar de barcos. Porque tildar de fascistas a los que no opinan como ellos mientras son respaldados por toda la extrema derecha europea, es hablar de barcos, en realidad de una flota entera. Porque reclamar  para uno lo que niega a los demás, es hablar de barcos. Porque intentar pasar una lista de agravios provocadas por la propia actuación, es hablar de barcos. Porque intentar imponer una historia inventada a un pueblo y pretender que los demás se la compren, es hablar de barcos, bueno, en realidad de barquitos, de barquitos chiquititos.
Lo único grande en todo este despropósito es el rencor acumulado, el frentismo entre las personas, el tiempo que habrá de transcurrir hasta que el sentimiento pueda normalizarse, la utilización de la buena voluntad de parte de un pueblo para cumplimentar satisfacciones, ambiciones personales, cuando no para tapar corruptelas familiares.

Sinceramente creo, y así lo quiero contar, que el 21 de diciembre a las 12 de la noche en Cataluña, en España, y en toda Europa solo se cantaba una canción, un estribillo: “Volveremos, volveremos a empezar”. Y allá para algún momento del año 2018, repetiremos.

viernes, 15 de diciembre de 2017

Cuéntame un cuento

A veces nos cuentan cuentos. A veces, si analizamos el cuento que nos han contado, nos damos cuenta de que no solo la moraleja es perversa, todo el cuento destila un tufillo venenoso que nos conduce a caminos contrarios a lo que su apariencia explica.
Es importante a día de hoy, viviendo en entornos cuyo respeto por la palabra raya en el insulto, conviviendo con personajes y medios más preocupados de vaciar las palabras de significado para acercarnos a su amorfo mundo, que de ilustrarnos, informarnos o defendernos, ser conscientes de que hay que plantarse y desentrañar los cuentos. Desmenuzar y rebatir esos cuentos adoctrinantes, partidistas y frentistas, que nos colocan con la esperanza de que finalmente caigamos en sus redes ideológicas.
Paseaba hoy por las calles de Madrid y recordaba cómo eran cuando yo era más joven, bastante más joven.  Aquellas calles en las que se podía jugar, en las que los coches eran aún pocos, que no escasos, y en las que cruzarse con una persona de otra raza era un acontecimiento. Y lo recordaba porque cruzarse con un oriental, un musulmán, un negro, o cualquier persona de etnia, ropaje o símbolo diferente a los habituales de nuestro país ya no llama la atención de nadie.
Recordé la palabra, el cuento, MULTICULTURALIDAD. Lo recordé y recordé que ese era un escenario loable, deseable, un objetivo a conseguir. Pero también recordé de forma inmediata las aberraciones, las que mí me parecían aberraciones, del bonito cuento de la multiculturalidad que tengo la impresión de que nos han colocado y que nada tiene que ver con ese concepto fraternal del término que a en principio parece querer describir.
Lo comprendí, lo visualicé claramente, al pasar por una terraza del bulevar de la calle Ibiza. Nos están engañando. Nos están utilizando. Nos están deformando. Un grupo de orientales, más de una familia si hacemos caso a la composición del grupo, se sentaba en la mesa de la terraza de uno de tantos bares, bebían cañas y comían tapas. Y lo hacían a apenas unos metros de un restaurante oriental que estaba en la acera de enfrente. Entonces lo entendí, esa era la multiculturalidad que deberíamos de perseguir, esa era la fraternidad que deberíamos tener en nuestro horizonte cultural. La multiculturalidad que suma, la que convive, la que no se ofende, la que no sirve de excusa para otros fines y posiciones ideológicas que no se confiesan, la cotidiana.
Yo no entiendo la multiculturalidad del que se ofende por las tradiciones ajenas sin renunciar a las propias, no entiendo la multiculturalidad del que se pasea vestido de pantalón corto y deportivas y lleva a su esposa unos pasos más tras con burka, no entiendo la multiculturalidad del que forma guetos en los que solo pueden entrar sus afines y acusa de racismo a los demás, no entiendo la multiculturalidad como una forma permanente de sentirse agredido agrediendo a los otros.
Toda renuncia a lo propio como forma de desagravio a lo ajeno no me parece multiculturalidad, antes bien me parece una forma espúrea de erradicar una cultura favoreciendo a otra.
La palabra, que no el cuento, es ilustrativa. Multiculturalidad es una palabra compuesta de dos términos unidos, para todo el mundo es evidente pero conviene repasar por si acaso, multi, que significa múltiples, más de una en todo caso, y culturalidad, que proviene de cultura, conjunto de costumbres, creencias y conocimientos provenientes de un transcurso histórico. Y esas más de una cultura pueden relacionarse de tres formas: ignorándose, enfrentándose o conviviendo, que al final supone un intercambio y, finalmente, un mestizaje. De todo se ha dado en la historia y de todo ello ha habido ejemplos en nuestra tierra.
Pero cuando alguien nos contó el cuento de la multiculturalidad siempre pareció que hablábamos de convivencia, de tolerancia, de acogida y de respeto. Todo muy bonito, todo un cuento que se reveló en el momento mismo en que se quebró alguna de esas loables intenciones.
Porque cuando una cultura impone su criterio sobre otra, cuando una tradición es erradicada por ofensiva hacia otra, cuando una cultura no puede desarrollar sus tradiciones por imposición de otra, cuando una cultura es incapaz de abrirse a la convivencia tolerante hacia las demás, ya no hablamos de multiculturalidad, ya no hablamos de convivencia, ni de tolerancia, ni de acogida, ni de respeto. Hablamos de agravio, de imposición, de intolerancia y de abuso.
No quiero entrar en detalles, no quiero bajar a lo particular lo que no debe de dejar de ser general, no quiero ofender personalizando. No quiero y no hace falta que dé casos concretos porque cada uno ya tendrá los suyos en la cabeza después de leer mis palabras. No quiero señalar a nadie que no se haya ya señalado a sí  mismo con su actitud. No quiero poner mi marca en ninguna cultura que no se haya marcado por sí misma.
Porque el problema, el cuento, no está en los que creen que lo suyo es lo cierto, que lo suyo es lo que todos deberían de hacer, en los que, de buena fe, pretender extender su cultura a los demás, es lo natural, el cuento, el problema, la mentira, está entre los que pretenden utilizar lo ajeno para acabar con lo propio, los que consideran que cualquier mal foráneo es preferible a cualquier bien propio, los que instalados en un concepto moral superior, superior para ellos, claro, creen esconderse detrás de una actitud de comprensión que oculta una incomprensión feroz, cuando no odio, hacia otras posiciones.

Un cuento perverso mal contado que no persigue otra cosa que un final indeseable, el predomino de una posición hostil enmascarada en una solidaridad inexistente.

Juegos imposibles

Corre el rumor entre los bien pensados de que basta desear algo con determinación y persistencia para que el deseo se cumpla. No me consta. A lo largo de mi vida he deseado, a veces casi con desesperación, cosas que finalmente no fueron. Debe de hacer falta algo más en el entorno para la culminación del objetivo anhelado.
Pero parece ser que mi convicción, mi experiencia, no concuerdan con las de algunas personas, tomadas individual o colectivamente.
Y viene esta reflexión inicial a cuenta del nuevo mantra, nuevo desde la convocatoria de elecciones autonómicas en Cataluña el 21 de este mes de diciembre, que el espectro independentista de la política catalana ha puesto en marcha: “Veremos si el gobierno respeta el resultado de las elecciones”
Y claro, en este mensaje, como en casi todos los mensajes que se han movido en el entorno soberanista durante el proceso, tiene trampa, En realidad no es trampa como truco, si no la habitual utilización del doble lenguaje, del doble sentido de las palabras utilizadas expresando una idea que en realidad quiere poner sobre la mesa otro sentido diferente de la frase.
En el sentido literal lo expresado, es tan absurdo, tan evidente, que inevitablemente nos lleva a la convicción de que no era eso lo que pretendían transmitirnos. ¿Cómo va un gobierno, democrático, integrado en instituciones internacionales también democráticas, a no respetar los resultados de unas elecciones convocadas por él? ¿En qué cabeza cabe? Los votantes irán a las urnas según unas listas electorales públicas y publicadas, depositarán su voto, secreto o voceado, en unas mesas dispuestas y constituidas con tal fin y según sus gustos políticos personales y llegado el fin de jornada esos votos se recontarán, se sumarán, se restarán, se dividirán y se filtrarán, según la ley electoral vigente y darán como resultado la asignación de los escaños del parlamento catalán a los partidos que hayan sido, más o menos, elegidos por los votantes. Y todo este proceso se realizará con las cámaras de televisión, con los interventores de los partidos y con la supervisión de los organismos competentes. Y podrán ser cruzados, descruzados y desmenuzados, tantas veces como se quiera. ¿Cómo no van a respetar los resultados?
Entonces, ¿Qué quieren decir? ¿Qué pretenden insinuar? Una vez más se trata de ganar aunque se pierda, de forzar aunque no se tenga fuerza, de plantear un escenario irreal que pervierta la situación electoral aún antes de que las elecciones se  hayan llevado a cabo.
No, señores independentistas, lo que ustedes intentan empezar a contarnos antes de que empiece el cuento, no sucederá. Estas elecciones son para cubrir los escaños que los parlamentarios anteriores no supieron defender dentro de la legalidad en vigor.
No, señores independentistas, lo que ustedes intentan conseguir antes de que los designen para ello no será posible. La ley será la misma sean cuales sean los resultados de las elecciones y lo más a lo que pueden aspirar es a trabajar para cambiarla y que se acerque a lo que sus partidos propugnen.
No, señores independentistas, lo que ustedes pretenden dar por sentado nunca ha sido puesto en la intención de las elecciones. No son plebiscitarias, no son legislativas, no son un referéndum encubierto. Que no dudamos de que ustedes, en sus juegos de palabras, intenten contarle a los que quieran escucharles, los mismos que ya les escuchan, pocos, que en realidad ustedes están votando algo diferente a lo que están votando los demás, algo diferente al objeto  real de las elecciones convocadas. Y que, por supuesto, como siempre, la razón es la suya.
Yo espero, por el bien de Cataluña, por el bien de España, por el bien de Europa, que el resultado no les permita empezar otra vez con la matraca del proceso, que no les permita esa vena mesiánica que tanto daño ha hecho al mundo a lo largo de la historia, que no les permita volver a poner en marcha la maquinaria del estado a la que tanto partido creen haberle sacado.
La leyes, incluido el famoso 155, seguirán siendo las mismas sean cuales sean los resultados de unas elecciones autonómicas, y los escaños conseguidos serán adjudicados y los parlamentarios tomarán posesión de su lugar, salvo los que antes tengan que pasar por la cárcel.

El agua clara y el chocolate espeso, dice el dicho. No me jueguen con las palabras porque cuando las vidas, las ilusiones, el bienestar, de las personas están en juego sus juegos malabares con los significados son dolosos, a la par que dolorosos.

jueves, 7 de diciembre de 2017

Educación, la suerte está echada

Tal vez, entre todos los temas que nos pueden preocupar y que no aparecen en los temas más preocupantes para los ciudadanos, la educación sea uno de los más lamentables. Aunque parezca imposible, con la que está cayendo, cuando las denuncias de adoctrinamiento en algunas zonas que tienen las transferencias sobre este tema conferidas, a nadie parece preocuparle la formación de las generaciones venideras salvo como arma política arrojadiza.
Ni nuestras universidades, ni nuestros colegios, ni nuestros docentes,  figuran en lugares destacados en los informes que distintos organismos mundiales elaboran para medir el prestigio y la excelencia de los mismos y que llevan a los estudiantes de todo el mundo a seleccionar el lugar donde cursar sus estudios. El lugar que haga de su propio prestigio un valor añadido al valor curricular del estudiante. Pero esto no parece, tampoco, preocupar a los ciudadanos salvo que les sirva para atacar o denigrar a algún oponente.
Cada gobierno que llega tira por tierra el plan de estudios que ha elaborado el gobierno anterior y que apenas ha dado tiempo a poner en marcha. Gobierno anterior que a su vez ha hecho lo mismo con el sustituido por él. Pero los ciudadanos, en un ejercicio extraño de irresponsabilidad, no ven más problema con la educación que el de contar los días para que el vigente plan educativo deje de estar en vigor y sea reemplazado por otro que será contestado de igual manera, y signo contrario, desde el primer día en que se diga que va a ser elaborado.
Todo parece indicar que los ciudadanos de este país estamos siendo eficazmente adoctrinados, convenientemente pastoreados, diestramente distraídos, en no preocuparnos de cuál es el sistema y nivel de estudios y conocimientos con los que nuestros hijos, e incluso nietos, tendrán que cargar en sus vidas, que serán más mediocres, menos libres, más mediatizadas por la falta de criterio, de valores y conocimientos con los que han sido castigados ante la indiferencia de sus responsables, progenitores y educandos.
La solución, la posible solución, la deseable solución, sería un pacto educativo que permitiera a varias promociones completar sus estudios, desde los primarios a los superiores, sin cambiar de criterios dos, tres, o más veces, durante el desarrollo de los mismos. Pero teniendo en cuenta que en su infinita mediocridad cualquier aportación de un partido será inmediatamente rebatida por el de signo contrario, y que yo no tengo la certeza de que esas actitudes no estén perfectamente planificadas por esos partidos para mayor gloria, poder y ausencia de contestación, casi al contario, estoy convencido que esta aparente imposibilidad de acuerdo es un potente acuerdo para limitar el acceso de los ciudadanos del futuro a la libertad, al criterio y al librepensamiento.
Tal vez, en un mundo cuerdo y consecuente, en un mundo que tuviera un genuino interés en su porvenir, sería el mínimo criterio de garantizar el contenido de las materias a revisar haciendo que este fuera visado y certificado por expertos competentes en la materia. Los componentes de la Academia Nacional, u organismo equivalente. Esta simple precaución garantizaría que todos los aspirantes al saber estudiaran el mismo contenido, independientemente de su ubicación geográfica, de su posición ideológica o de su relación social.
No parece preocuparle a muchos, a la mayoría, a casi todos, que la historia varíe según donde se enseñe, que la literatura sea solo objeto de estudio si pertenece a la ubicación geográfica donde radique la autonomía de enseñanza, que la mediocridad sea el valor referencial y objetivo de los planes educativos, que el fracaso escolar se convierta en un listón en vez de ser un baldón, que la excelencia en el estudio sea un valor incómodo cuando no perseguible, que las asignaturas humanísticas sean objetivo de cajón y ratones de biblioteca, que el conocimiento, por resumir, sea, cada vez más, objeto de desconocimiento. No parece preocuparle a nadie, o al menos nadie dice que le preocupe, que la formación, los responsables de ella y los centros en los que se imparte, sea ahora mismo uno de los mayores vehículos de impartir el conocimiento parcial, parcial de contenido y parcial de parte, el descrédito de los valores y dificultar el acceso del futuro ciudadano a su educación integral.

Pero, a qué poner soluciones si no existe el problema. A qué hacerse mala sangre si el mal solo existe en el ojo observante del que escribe esta queja. A qué preocuparse y desperdiciar tiempo de nuestros sobrepasados responsables si a la opinión pública no le preocupa. Ni la libertad, ni el conocimiento, ni los valores de las generaciones futuras están en peligro para una ciudadanía que adolece de falta de libertad, de falta de conocimiento, de carencia y tergiversación de valores, de criterios mínimos en esta cuestión. La deformación por la formación. Alea jacta est. Perdón, que la mayoría no podrá entenderme, la suerte está echada.