Ha empezado de nuevo el calvario.
Si, el de la Semana Santa y el de los más modernos y “progres”. Ya está aquí de
nuevo una festividad arraigada en lo más profundo de las tradiciones y que por
tanto es rea de ser atacada en aras de no tengo clara que modernidad o
progreso. Parece ser que todo lo que huela a iglesia debe de ser vilipendiado,
erradicado, puesto en entredicho y perseguido. Estoy convencido del creciente
desprestigio de la iglesia católica por el que ella misma ha hecho más que
ninguno de sus enemigos. Estoy de acuerdo con que la religión se utiliza en muchas
ocasiones, en demasiadas, para cubrir y defender intereses que tiene muy poco
de religioso. Es verdad que la constitución de este país se declara laica, que
no laicista. Pero eso no significa que sistemáticamente y para demostrar lo
modernos que somos tengamos que renunciar a nuestra historia porque no soporta
una revisión con los valores actuales – ni ninguna otra del mundo-, a nuestra
tradición porque tiene un origen religioso –aunque sin religión a lo mejor no
habría ni tradición-, o a nuestra identidad porque no somos ingleses, alemanes,
franceses o chinos, tan modernos ellos que no comparten nuestro afán de
autodestrucción.
Parece ser que solo nos interesa aquello
que nos destruye, aquello que nos coloca en inferioridad respecto a los demás
aunque para conseguirlo tengamos que retorcerlo. Tal vez seríamos más felices
siendo otros, o siendo de otros. Tal vez, o tal vez no. No sé qué tal llevarían
estos flageladores de los nuestro las costumbres de otros lugares. Seguramente
su belicosidad variaría en función del riesgo de integridad física.
En todo caso, y puestos a la
faena, salgamos de una vez y erradiquemos todo lo que aluda a la religión.
Seamos consecuentes, como los talibanes afganos, y derribemos todo lo que huela
a historia, a religión, a tradición. Empecemos por la pintura anterior al siglo
XIX. Todas las pinturas contienen un trasfondo religioso, sea católico o
mitológico, o contiene algún elemento que las hace sospechosas. La escultura
debe de seguir el mismo camino y por idénticos motivos. La arquitectura ni
hablemos. Fuera las catedrales, las iglesias, las pirámides, los templos de
cualquier tiempo o tipo, las casas solariegas y los palacios y castillos
representantes de los que en tiempos detentaban un poder cómplice e
inadmisible. Cuidado, se nos olvidaba la literatura, que cuenta costumbres e
historias trufadas de la religiosidad del momento. Y la música. Bach no debe de
volver a ser nombrado. Las misas, los réquiem, todo al olvido. Y no nos
olvidemos de las festividades. Las fiestas deben de ser erradicadas porque
todas tienen una connotación religiosa y nadie podría evitar que alguien en su
infinito error siguiera recordando y transmitiendo ese recuerdo. La Navidad,
Semana Santa, los equinoccios, Halloween, que con su nombre anglosajón se
olvida de que es la fiesta de los muertos que ya celebraban casi igual, pero
sin disfraces, los celtas, todas eliminadas del calendario y la memoria.
Y, con harto dolor, renunciemos a
la gastronomía. Condenemos al ostracismo al potaje de vigilia, a las torrijas,
a los buñuelos, a los (aaagh¡¡¡) huesos de santo, a los dulces de convento, a
los licores y aguardientes, a la queimada, a los cientos de guisos de cuaresma
y de navidad y de patrones y patronas que en cada pueblo de España (perdón por
la palabra) se hacen en fechas señaladas tradicionalmente. Fuera el cocido
inspirado por el shabat judío.
Esto, científicamente, se llama
reducción al absurdo y a los que lo practican, independientemente de su buena
fe, perdón de su buena intención, absurdos.