Mira papá, en estos ya casi tres
años en los que te nos vas alejando sin que podamos hacer nada por retenerte
hay una cosa que me obsesiona, que no puedo quitar de mi cabeza: de cuanto de
lo que te está pasando eres consciente ¿Cuántas veces al mirarme te estás
despidiendo sin saber si será la última?¿Sin que yo pueda entenderlo?¿Qué
mecanismos tiene tu mente que te permitan remontar la tortura?
Posiblemente, casi seguro,
influye en esta preocupación el largo periodo de hospitalización en el que mi
mente me alejaba de la realidad, en el que el exterior era una entelequia
representada por la luz verde de un piso del edificio de enfrente que veía a
través de la ventana, desde mi cama, ya que era incapaz de asomarme para ver la
calle. Mi mente no me lo permitía, como no me permitía, engolfado en una rutina
de televisión y visitas que me ayudaban a comprender el paso del tiempo más que
a apreciar la compañía, leer, usar el ordenador o ninguna otra actividad que
exigiera el más mínimo ejercicio de voluntad. La mente era consciente de lo que
pasaba, pero no me permitía ansiedades, no me permitía voluntades, solo actuaba
en modo testimonio.
También me preocupa, papá, el
error que cometemos día a día en tu trato. Se nos ha comentado reiteradamente
que tu comportamiento era regresivo, que cada día serías menos adulto, más
niño, con lo cual hemos adaptado, de forma automática, sin recapacitar, el rol
educativo, formativo.
Craso error, papá, craso error.
Un niño es un ser humano con futuro y sin pasado al que hay que enseñar las
reglas de convivencia, las nociones básicas del saber, el conocimiento
imprescindible para progresar en el mundo que le espera. Tú no eres un niño,
papá, tu eres un ser humano con pasado y sin futuro, que duro suena decirlo así
aunque sea cierto, y educarte, intentar imbuirte unas reglas que te son ajenas,
y, salvo por convenciones sociales que te importan un pito, innecesarias, es
algo rayano en la crueldad.
Cierto, tenemos que intentar que
comas, que te vistas, que descanses, tenemos que intentar mantenerte una rutina
que no acreciente tú desorientación. Por supervivencia, por intentar
desesperadamente contener la sangría de tu, ya poca, cabeza, por mantenerte lo más
vivo, lo más sano, lo más “consciente” posible. Aunque dudo que lo consigamos,
que ni siquiera estemos actuando de la forma más humana posible.
Tal vez lo más humano sería, como
hacían antiguamente los japoneses con sus mayores, abandonarte a tú suerte en
un lugar en el que pudieras ser quién crees ser y por el tiempo que seas capaz
de serlo.
Pero también soy consciente de
que soy miembro de esta sociedad, de que luchamos desesperadamente, en gran parte egoístamente, contra el deterioro, intentando negar la muerte, y eso nos
lleva a someter a los enfermos a tremendas crueldades que no tienen otro
objetivo que alargar innecesariamente una vida que ya no lo es en aras de una
esperanza que ya no existe
Yo quiero que sigas vivo, papá,
mucho tiempo. Yo quisiera que tú, que mi padre, del que solo tienes el avejentado
aspecto físico y los recuerdos de una niñez inalcanzable, siguieras vivo por
siempre. Por cariño, por egoísmo –como decía un amigo mío, los siguientes somos
nosotros-, porque así me han educado. Pero no puedo evitar, intuyendo tú
sufrimiento, viendo el sufrimiento de mamá, el de mi hermana, el mío propio,
pensar que objetivo, que superior designio o criterio moral, se alimente
manteniendo los visos de normalidad en las vidas que, ya quebrantadas, solo
entienden la normalidad del sufrimiento, del propio y del de aquellos que los
rodean.
Tal vez alguien, papá, crea leer
una proclama en favor de la eutanasia. Baste decir que yo, hoy, para ti, no la
firmaría. Yo, hoy, para ti. Un beso papá.