jueves, 30 de abril de 2020

Truco o trato


Decía Alfonso Guerra, que después del mandato socialista iban a dejar una España que no la iba a conocer “ni la madre que la parió”. Sin el toque populista, otros hablarán de gracejo andaluz, del lenguaje guerrista, este nuevo gobierno socialista se ha empeñado en instalarnos en una nueva realidad generada y gestionada por ellos con la complicidad de un bichito microscópico que convenientemente utilizado provoca el pánico necesario para que la sociedad se quede inerme ante quién promete la protección frente al peligro mortal en que nos han sumido.
Está esta nueva realidad entramada en la nueva normalidad explicada con el nuevo lenguaje que ya llevan intentando instalar desde hace varios años, tal vez un par de décadas. Claro que el intento, sin el miedo que paraliza y provoca entreguismo, pone en cuestión, si uno es capaz de dar un paso atrás y evadirse del chantaje, algunas preguntas casi elementales: ¿Puede una normalidad ser nueva? ¿La normalidad no es la consecuencia de una vivencia habitual y sin variaciones apreciables? ¿Vivir con miedo es vivir, o sobrevivir?
Lo decía mi amigo Mariano Para, tras un suceso de salud grave, en una comida cuando alguien le preguntó si no le daba miedo su normalidad a la hora de comer y beber: “A mí lo que me gusta es vivir, no sobrevivir”
Dice el dicho, que siempre existe a propósito en el refranero español, que el miedo siempre es un mal consejero. No sé si lo dice el dicho, pero me atrevo a decirlo yo, no existe normalidad con miedo, no existe la normalidad con una espada de Damocles sobre nuestras cabezas, no existe normalidad en la permanente rémora de tamizar nuestra convivencia, nuestra planificación vital en función de una amenaza tan inevitable como invisible.
¿Susto o muerte? ¿Truco o trato? Pues a lo mejor hay que elegir muerte, a lo mejor ni susto, ni trato. La vida, que dura menos que un suspiro, su normalidad, no puede quedarse enganchada en un miedo irracional y condicionante.
Yo no quiero una nueva normalidad, ni siquiera explicada con un nuevo lenguaje lleno de desescaladas, de pantallas evolutivas, como si mi vida fuera un videojuego, de controles anónimos de mi localización, que solo serán anónimos mientras a alguien no le interese ponerle nombre. Yo quiero mi normalidad de siempre, yo quiero vivir sin miedo, sin policías de balcón que me digan lo que está bien o mal, sin fases de libertad individual, sin necesidad de consultar una estadística, que además no me creo, para saber si ese día puedo abrazar a mis amigos, o besar a mis hijos y nieta.
El problema del poder cuando encuentra un resquicio, es que le gusta mandar, dominar, imponer, y en cuanto encuentra una oportunidad intenta apropiarse de unas prerrogativas sobre el individuo que en otro caso serían derechos individuales.
Yo quiero mies derechos íntegros, yo quiero mi libertad íntegra, yo quiero decidir mi riesgo sin que nadie venga a hablarme del coco, del hombre del saco o del coronavirus. Yo quiero, y ya es querer, que no se utilice a ese miedo para decirle a los demás que mi libertad pone en peligro su salud, su vida. Primero porque no es verdad y, sobre todo, porque si eso fuera verdad también sería responsabilidad suya y de la educación errónea que nos habrían inculcado.
El virus mata la vida, en muchos casos. El miedo al virus mata la libertad, siempre.

Bodrios, estadísticas y silogismos


El problema de la estadística es que usada de forma irregular puede decir cualquier cosa que el interesado desee. La estadística es al análisis lo que los silogismos son a la lógica, mal llevados conducen al absurdo más patético.
Recuerdo entrañablemente una historia “basada en hechos reales”, como tantos telefilmes, que me contaba un tío mío sobre un personaje que medraba por el Orense de los años cuarenta, asiduo asistente a tertulias y saraos literarios, conocido en los ambientes como “El Clásico”. Cuentan de este hombre que su apodo provenía de un silogismo, entrañable pero ridículo, que sobre su obra compartía con cierta frecuencia a quién la quisiera oír, e incluso a quién no quisiera. “Verá usted Julio – compartía con mi tío, o cualquier otro que no se hubiera zafado a tiempo- yo leo a los clásicos, y me placen, y luego leo lo que yo escribo y me place en la misma medida, luego yo escribo como un clásico”. No hay constancia de que la obra de “El Clásico” haya pasado a la historia de la literatura entre los autores de la Gracia antigua, ni entre los latinos. Tampoco consta que figure entre nuestros autores del siglo de oro o cualquier otra corriente o escuela clásica de la literatura universal, nacional, o, ni siquiera, local, por lo que podemos suponer que alguno de los elementos del silogismo en el que el buen hombre basaba el análisis de su calidad literaria no era del todo homologable.
Sucede lo mismo, con la estadística. Basta con coger el famoso ejemplo del pollo, que establece que de una estadística en la que existan el doble de personas que de pollos se puede inferir que cada persona toca a medio pollo. Este disparate estadístico, este chiste estadístico, siempre lo cuenta el que se come un pollo entero en detrimento del que se queda sin comer pollo. Siempre hay una forma de manejar los números para que digan lo que uno quiere, por eso es importante, para que la estadística de un ratio plausible, buscar el sistema de referencia que permita hacer plausible el dato, y, sobre todo explicar cuál es el objetivo del estudio.
Y viene esta reflexión a propósito de la multitud de estadísticas que nos asaltan a cada esquina, casi todas tendenciosas, casi todas comparativas sin un sistema referencial que las haga comparables. Casi todas llenas de números absolutos sin parámetros que permitan situar esos números respecto a los otros. Casi todas cogidas de tal forma que favorezcan a quién las usa. Viene a colación de ese falso puesto en una trastocada estadística de la OCDE sobre el puesto en número de test realizados a la población. Viene a propósito de la ingente cantidad de datos dispuestos en comparativas que no comparan y aturden.
Se empeñan los medios de comunicación, y el gobierno, en hablarnos del número de muertos, el número de contagiados y los tiempo de duplicación, y en comparar estos números con los de otros países para analizar la gestión del gobierno. Se empeñan en presentarnos estos datos sobre un calendario único para analizar el tiempo de respuesta ante la crisis.
Cuando queremos analizar la incidencia de muertes en la crisis, sobre todo si es para analizar una gestión,  necesitamos tener un unificador de magnitud, porque el número absoluto de muertos no es una cifra coherente para un análisis de eficacia. Si esto fuera así, nos encontraríamos con que los países más eficaces son Andorra, Mónaco, San Marino o Liechtenstein, simplemente porque son los que menos habitantes tienen. No, si queremos analizar la eficacia, tendremos que buscar el ratio homogéneo, que será el ratio de muertos por número de habitantes.
El problema del tiempo es aún peor, y lo es por la absoluta falta de datos fiables sobre el primer contagio, o la noticia cierta de la expansión del virus. En ese caso podríamos establecer el calendario comparativo sobre un parámetro como el primer muerto, pero lo que no tiene sentido es hacerlo sobre un calendario de días naturales.
No, yo nunca buscaré la razón en los silogismos, porque su construcción permite el absurdo, y nunca buscaré la eficacia en la comparación no homogénea, es decir, comparar “churras con meninas” para que sea más evidente la imposibilidad. Si a cuatro manzanas, nos enseñaban los maestros, le quitas tres peras ¿Qué te queda? Un bodrio, te queda un bodrio.

martes, 28 de abril de 2020

Las miserias humanas (VII): El mejor amigo del hombre


Está en el refranero popular español que el mejor amigo del hombre es el perro, y así ha sido siempre hasta que Carlos Rodríguez Braun, economista y tertuliano habitual de Onda Cero, explicó con gran acierto que realmente el mejor amigo del hombre es el chivo expiatorio.
Y yo estoy con Rodríguez Braun. No existe nada más socorrido en el mundo para afrontar un fracaso que señalar un chivo expiatorio, un culpable lateral que no tenga opción de defensa real y que asuma la culpa de otro, o que asuma una culpa lateral que evite al culpable del fracaso principal ser señalado.
Hasta tal punto me parece acertada la elección del pobre chivo como animal mejor amigo del hombre, que yo apostaría por convertirlo en unidad de fracaso. Esto es, yo mediría los fracasos en chivos expiatorios, en culpables alternativos para intentar desviar la atención de un fracaso palmario. La medida seguramente podría ser sociológica, y cumpliría una buena referencia de estudio, pero en el ámbito en el que sería fundamental sería en el político. Imagínense un debate parlamentario en el que el gobierno y la oposición se atacan evaluando sus gestiones en chivos expiatorios. Por fin podríamos comparar con cierto criterio quién tiene razón en el “y tú más”, que casi como argumentario único utilizan en sus enfrentamientos.
Pero, en este momento concreto, solo hay un análisis en el que podamos estar interesados, uno en el que las redes sociales se dividen en partidarios y detractores sin que les importe otra cosa que la ideología que profesan, uno en el que lo único que no se encuentra es un análisis riguroso y desapasionado de lo realizado, sin matices, sin pretender saber el resultado antes de empezar a hacer el estudio, uno en el que los datos sean rigurosos y fiables y se puedan utilizar fuentes sin contaminar por un interés previo. Así que en un alarde de unirme al disparate general de la falta de seriedad, que no de rigor por mi parte, y a la falta de voluntad de encontrar un resultado ecuánime, he decidido hacer un estudio de la gestión en chivos expiatorios.
1-      Los chinos que por culpa de sus bárbaras costumbres alimentarias han sido el origen de la pandemia.
2-      Los turistas que sin rigor y sin control han viajado de un lugar para otro con el bicho a cuestas.
3-      Los comerciantes con tratos en China que han sido portadores interesados del virus
4-      Los chinos otra vez porque nos han ocultado datos. Y encima han marcado tendencia.
5-      Los primeros contagiados por morirse sin avisar que era de esta enfermedad concreta.
6-      El fútbol, para los que no les gusta el fútbol, por celebrar partidos con contagiados en las gradas, y en el campo, y sin que las autoridades lo evitaran.
7-      Los de Vox, para unos, por convocar una manifestación autorizada, cuando ya había indicios de que la enfermedad estaba entre nosotros.
8-      Las feministas, para otros, por convocar una manifestación autorizada, cuando ya había indicios de que la enfermedad estaba entre nosotros.
9-      Los ciudadanos que no habrían permitido una medida de confinamiento antes de lo que decidió, prudentemente, el gobierno que eligió el momento justo.
10-   De nuevo los chinos, que primero te cobran y luego no te dan la mercancía.
11-   Los turcos que después de cobrar retienen la mercancía.
12-   Los persas, no nos olvidemos de los persas y su famoso mercado.
13-   Los chinos, ya pesados, por insolidarios y cerrar sus fronteras a los demás países a la salida del material que ellos fabricaban y consideraban necesitar.
14-   Los “madrileños”, por ejercer su derecho a pasar el confinamiento donde mejor les parezca por el simple hecho de pagar impuestos en ese lugar.
15-   Las residencias de ancianos privadas, a las que incluso se les abren diligencias, y sin diferenciar, ¿por ignorancia?, las privadas de alto costo de las privadas de caridad, estas últimas normalmente de ONGs y religiosas, que además son las que más muertos tienen.
16-   Los que no respetaban el confinamiento y ayudaban a expandir el virus en zonas aisladas y solitarias.
17-   Los que se oponen al gobierno y a sus medidas, porque los ponen nerviosos y se equivocan más.
18-   Amancio Ortega, por rico, solidario y comprometido. ¿Habrase visto?
19-   Los niños y los padres. Los unos por ser niños e irresponsables y los otros porque no los controlan como dios manda, aunque dios no haya dicho nada al respecto.
20-   Las estadísticas, por no decir claramente lo que el gobierno quiere que digan.
21-   Los gobiernos anteriores por haber recortado la sanidad, aunque los informes más serios separen claramente el sistema sanitario de la gestión sanitaria a la hora de evaluar los resultados.
22-   Los ciudadanos en general por su impaciencia y hartazgo con el confinamiento, y por hacerlo público con caceroladas.
23-   Los alemanes, los portugueses y tantos otros países que, en un acto irresponsable, y curiosamente efectivo, no han hecho un confinamiento tan riguroso como los españoles, y dan mal ejemplo.
24-   Los españoles en general, para los catalanes, porque lo hacen todo mal.

En fin, que, en definitiva, esta ha sido una crisis de, sin ser exhaustivos, 24 Ces (chivos expiatorios) de magnitud, que no está nada mal.
Para acabar de rematar la miseria humana que semejante disparate supone solo falta señalar a los muertos como cómplices necesarios en el fracaso del gobierno, pero los muertos no admiten bromas, ni sus familiares desesperados en la busca de los cadáveres de sus seres queridos sin que, en algunos casos, parezca que nadie controlaba a los fallecidos, y lleguen a tener la sensación de que entierran a muertos ajenos.

sábado, 25 de abril de 2020

Amigo Marcos


Ha muerto marcos Mundstock, componente de Les Luthiers, un tipo genial y entrañable. Ha muerto y se ha llevado consigo una parte importante de los recuerdo de mi vida.
Trabé relación con mi desconocido amigo Marcos allá por los años 70, a punto de asomarme a mi veintena, y me lo presentó Thales, el del teorema, del que Marcos y su grupo habían tomado la base geométrica para hacer una versión erótico festiva: “Cuando estamos horizontales y paralelos las transversales de nuestro amor son maravillosamente proporcionales”, que además dio lugar a una canción.
Esa relación entrañable, de la que él nunca fue consciente, se prolongó a lo largo de los años y la despedimos, él no sabía que era la última vez, ¡como lo iba a saber si ni siquiera supo que había habido una primera!, y yo tampoco, el año pasado viendo “Los Cuentos de la Comadreja”. Fue una relación llena de admiración y de desencuentros, que hoy ya son irreparables; nunca conseguí ir a ver una actuación suya en directo, y a pesar de que siempre me prometía que a la siguiente iba la vencida, la única vencida ha sido la muerte de mi querido amigo Marcos.
La visión del lenguaje y del humor que Marcos nos ha dejado para disfrutar y para aprender, algunos de sus textos deberían de figurar en las clases de lengua, solo podía provenir de un argentino inteligente. Ese fino uso del léxico para vivir en el límite del equívoco cómplice hasta el punto de arrastrar varias historias sin llegar a contar ninguna, le era tan característico que nunca, seguramente, habló tan en serio como cuando hacía humor, un humor soterrado, coloquial, socialmente corrosivo, pero tan directo e inocente que nos hacía reír a los mismos de los que se reía, con los que se reía, para los que se reía, contra los que se reía.
Marcos Mundstock prestaba a una voz imponente, un tempo de dicción tan personal como inimitable, un tempo que le permitía explicitar en cada coma toda una secuencia de implícitos comentarios que jamás se harían palabra. Una coma, una pausa asomada a lo que tocaba decir pero se iba a callar, y una frase vulgar, apenas descriptiva, se convertía en un apunte genial. Recuerdo siempre una en especial, en medio de una presentación de una canción, entre un texto de presentación de su compositor favorito, que si uno rellena conveniente la pausa, revela toda esa intencionalidad aparentemente casual; “El músico de color,            negro       , Johan Sebastian Mastropiero…”. Esas pausas que marcan la pausa de las comas dan tiempo a que salte la imaginación del oyente y se llenen de consideraciones y reflexiones profundas inducidas por un texto aparentemente inocuo.
Gracias a Marcos, y a sus compañeros de grupo, he disfrutado de tardes magníficas, de música de buena calidad y de textos que desde la hilaridad profundizaban en problema de gran calado. Una de mis favoritas, “Ya el Sol Asomaba En El Poniente”, puede ser un buen ejemplo; un himno de corte militar que describa una batalla en términos épicos, con una clara atmósfera de ese militarismo que se vive en tantos países sudamericanos, y no sudamericanos, con llamadas a la defensa de la patria, a la gloria del combate, al heroísmo del soldado, y que se remata con una frase magistral: “Perdimos, perdimos,    perdimos     otra vez”.
En fin, que ha muerto Marcos Mundstock, que ha muerto una forma inteligente de contar el mundo, que ha muerto un amigo de mucha gente que no lo conocía y a la que él no conocía, pero nos deja a todos sus deudos, a sus millones de deudos, la herencia impagable de sus canciones, de sus intervenciones, libros y conciertos, y, la recomiendo, esa película en la que hace un personaje absolutamente acorde con su persona, en la que casi se puede decir que hace se sí mismo, y que ya he mencionado, y recomiendo encarecidamente, al principio de estas letras.
Ha muertos Marcos, y con su muerte me provoca una última reflexión: la genialidad es sin duda eterna, pero no es inmortal.
Parafraseando a Marcos, a Les Luthiers: “Morimos,  morimos, morimos otra vez”

jueves, 23 de abril de 2020

Las miserias humanas (VI): Los abandonados


Existen situaciones intolerables en nuestra vida cotidiana, situaciones intolerables que la falta de solidaridad institucional convierte de necesariamente extraordinarias en lamentablemente ordinarias, tan ordinarias que acaban sumiéndose en el olvido de una sociedad preocupada por el bienestar egoísta de cada uno de sus miembros, que tienden a delegar esa solidaridad necesaria, de cercanía y calor humano, en una supuesta solidaridad institucional, lejana, fría, cuando no inexistente.
Hablábamos hace unos días de la miseria humana sufrida por nuestros mayores en residencias que han sido ignoradas en sus desesperadas necesidades por todas las instituciones a las que les correspondía supervisar, dotar y reforzar estos centros porque eran de su competencia.
La miseria humana que hoy quiero traer ante vuestros ojos tiene los mismos protagonistas, nuestros mayores, pero sus circunstancias son tan terribles, ni más ni menos, como las de los ancianos confinados, atrapados entre cuatro paredes con su asesino. Hablo de los ancianos que conviven con su soledad y su deterioro en viviendas sin que haya familia, ni amigos cercanos, que siga su evolución y sus necesidades, que pueda, en un momento crítico, suplementar esas carencias, que ordinariamente son de cariño y atención, y extraordinariamente, como lo es actualmente, son de cuidado y alerta, de tomar decisiones necesarias en el momento necesario.
Las estadísticas de nuestros mayores muertos en colectivos desamparados son terribles, son indignantes, son imperdonables, pero me temo que las estadísticas de los muertos en soledad en su casa, sin atención ni compañía, no lo sean menos.
Es dramáticamente más impactante imaginar a un grupo de ancianos y cuidadores, en algunos casos tan ancianos como ellos, debatiéndose colectivamente entre la vida y la muerte. Esa colectivización, el entorno cerrado, la desesperación ante lo inevitable, hace que el dramatismo de la situación nos traspase y remueva nuestra conciencia.
Pero no creo que sea menos dramático, con el dramatismo del abandono, de la soledad, con la miseria de la posible incapacidad de tomar resoluciones llegado el momento crítico, el episodio de la muerte en absoluto abandono de muchos de nuestros mayores, que han muerto en su casa sin que nadie los asistiera ni aliviara su padecimiento debido al confinamiento en que nos encontramos sumidos. Nadie Parece haber pensado tampoco en ellos, nadie parece haber tomado medidas para paliar una problemática perfectamente previsible.
Todos los que hemos vivido el deterioro de nuestros mayores sabemos que, llegado un cierto momento de esa evolución, existe una incapacidad manifiesta de actuar, de tomar decisiones, de resolver, y dependen de sus familias porque han perdido ese empuje mínimo necesario para, incluso, preservar su vida. Y si no existen esas familias, esas personas cercanas que sigan su evolución y resuelvan por ellos, sucederá lo que está sucediendo, que se dejan morir sin que nadie atienda su muda demanda de ayuda, sin que nadie se percate y pueda hacer esa llamada salvadora, o pueda acariciar esa mano que se paga agarrada al vacío de su soledad.
Y lo más terrible, lo más patético, lo más intolerable, es que ni tenemos estadísticas, ni las podremos tener hasta que pase un tiempo, porque algunos de ellos, posiblemente muchos, irán apareciendo en sus sillones, en sus camas, en el suelo de sus casas, según vaya pasando el tiempo y alguien repare en su ausencia, cuando las ausencias, de nuevo, sean excepcionales, o, en los más terribles casos, cuando algún acto administrativo alerte de unos plazos excedidos.
Y es que si la muerte colectiva es miserable, no lo es menos, ni más, la muerte en absoluto abandono, la absoluta soledad del muerto sin deudos.

lunes, 20 de abril de 2020

Las miserias humanas (V): Los derechos

Pocas veces la humanidad en su conjunto se ha enfrentado a una crisis de la envergadura de esta con el nivel de información que ahora tenemos. Y esta característica, la de la información, hace que todo sea distinto. La ciencia ha evolucionado increíblemente desde la gripe de 1918, la llamada gripe española, y no digamos ya desde la peste negra, siglo XIV, que se consideró la gran pandemia y mató a veinte millones de europeos a lo largo de seis años. Si, la ciencia ha evolucionado y también la información. Todos nos enteramos de todo lo que sucede casi al instante, casi en el mismo momento de producirse.

¿De todo? No, solo de todo aquello que los gobiernos y los gobernantes, que no siempre son lo mismo, deciden que podemos ser informados. Una de las grandes carencias de la sociedad moderna, uno de sus más preciados anhelos, es la transparencia. Tal vez, y tal vez no de forma inocente, en los derechos humanos a alguien se le olvidó incluir el derecho al acceso libre de los individuos  a toda la información veraz y actualizada sobre cualquier tema que solicite y le afecte.

La presunta necesidad de una inteligencia que salvaguarde de otras inteligencias lo único que garantiza es la capacidad de colectivos de manejarse, y de manejar el mundo, a las espaldas de sus habitantes, y en esa inteligencia está la capacidad de gobiernos y gobernantes, con causa presuntamente justificada, de ignorar cual es la voluntad de aquellos a los que dicen proteger.

No puedo hablar de ello sin recordar a Maxwell Smart, el superagente 86 de Control, agencia estatal de re-contra-espionaje. Claro que en algunas películas el re-contra-espionaje se adivina como un nivel básico en un entramado en el que es imposible saber dónde está el nivel último de información veraz y no filtrada según los intereses de ya no se sabe quién. Y cuando el río suena... Tampoco olvidemos a Assange, ya más en el mundo real.

Esta pandemia es, en realidad pone de manifiesto, la imposibilidad de que el ciudadano sepa, tenga acceso, a la información real sobre lo que está aconteciendo. No se sabe cuáles son los números reales; los medios de opinión, alineados con los grupos ideológicos, incluso con facciones de los grupos ideológicos, informan, desinforman y contra informan en aras de que los datos beneficien a aquella opinión a la que ellos pertenecen. No se sabe cuáles son los aciertos, los errores, las circunstancias, los tiempos o las decisiones de unos y de otros porque el interminable caudal de desinformación y contaminación ideológica de la información impide un análisis ponderado de lo que ha sucedido, de lo que sucede y de la que está por suceder. Es importante, parece ser, impedir bajo cualquier concepto que el ciudadano de a pié tenga acceso a una información que no esté previamente filtrada, contaminada, necrosada, por un agente ideológico que la interprete a su favor.

Una de las miserias humanas más evidentes, en este triste devenir que es este momento que vivimos, momento que se extiende desde la caída del muro de Berlín hasta nuestros días, es la sistemática presencia del miedo como detonante de la renuncia voluntaria de los ciudadanos a cuotas, normalmente fragmentarias, de derechos adquiridos con esfuerzo y lucha histórica contar el absolutismo, contra el totalitarismo.

El 11 S nos enseñó que el espionaje era fundamental para preservar nuestra vida, nos señaló un enemigo feroz y malvado, el terrorismo, y nos explicó a que teníamos que ceder una parte de nuestros derechos individuales, de nuestra libertad, para que papá estado pudiera defendernos. Y algunos episodios sangrientos y esporádicos, nos recuerdan que gracias a esa renuncia muchos seguimos vivos.

La salud ha sido el argumento fundamental, gracias a algunos episodios más anecdóticos que preocupantes, pero que convenientemente utilizados provocan inseguridad en los ciudadanos, para permitir una regulación alimentaria que promociona a las grandes empresas químicas que producen alimentos ultraprocesados que legalmente atentan a diario contra nuestra salud. Esa misma legalidad que pone en sospecha, cuando no persigue ferozmente, con ferocidad económica, a los pequeños productores artesanos que utilizan métodos tradicionales que no les permiten defender un mercado que preserve, métodos, sabores y calidad inalcanzable para los sistemas industriales.

También el tema de la la salud, ese gran miedo, ese miedo universal, ha convertido a muchos sanos en enfermos institucionales, en consumidores de medicaciones que perjudican colateralmente su salud, en enfermos preventivos de enfermedades que nunca han padecido, padeciendo otras para prevenir esas. Hemos pasado de la medicina preventiva a la medicina anticipativa, más peligrosa que la enfermedad misma, pero instaurada en aras a preservar una salud que nadie puede anticipar que perderíamos y haciendo que gracias a la tal falacia descarguemos el coste de una sanidad que nuestra imprudencia podría sobrecargar. Eso sí, la industria farmacéutica lo agradece en dividendos para sus accionistas.

No hablemos ya del miedo que con fines recaudatorios y sin justificación técnica o científica alguna nos obliga a contribuir a los presupuestos del estado con el argumento de preservar nuestra vida. Ese mismo miedo que nos convence, la no convicción puede ser la muerte, de que circular por unas carreteras desdobladas, con arcenes y sin curvas peligrosas, con unos vehículos técnicamente evolucionados, no puede hacerse a más velocidad que la que las tercermundistas carreteras y los poco evolucionados vehículos que las transitaban en los años 70 permitían.  Con un agravante, entonces el motivo alegado fue que la necesidad de rebajar el consumo de combustible, había una correlación entre la norma y el objetivo, en la actualidad la cosa es más simple, el miedo y la impericia dominante hacen el resto, el argumento es  que a más de 120 KM/h nos podemos matar. Y a 30 Km/h también, pero el miedo institucional, en realidad el terrorismo institucional, nos convence de que esa velocidad es la más segura. Sin informes científicos reales, sin estadísticas que lo refrenden, por nuestro bien. Y nosotros asentimos, y lo defendemos porque el gobierno lo dice y porque, si estamos dispuestos a acatar, esa postura nos permite redimirnos como mejores que otros que no lo acatan.

En 2008, con la crisis financiera, la clase media sufre un revés descomunal que la recorta, la empobrece y pone sus bienes y recursos en manos de unos bancos que, además, son sostenidos con el dinero de los impuestos. El derecho de propiedad queda conculcado con los masivos deshaucios y los nuevos propietarios se quedan con la propiedad y con los importes ya cobrados por esa propiedad. El negocio más redondo, lucrativo e inmoral que se ha visto a lo largo de la historia, y protegido por leyes y gobiernos. Los ricos se quedan con lo de los aspirantes mientras  casi toda la sociedad mira para otro lado por si los siguientes son ellos. Después de esto, la brecha social creada en esa maniobra ya resulta insondable y, desde luego, imposible de cerrar con los sistemas ideológicos actuales y su pleitesía al poder establecido.

Y entreveradas llegan las pandemias. El VIH recorta nuestra libertad sexual, por el miedo, el Ébola refuerza la xenofobia, por el miedo, la gripe aviar, el SARS, todas usan el miedo para que la sociedad entregue sus derechos individuales a cambio de protección. A cambio de la protección paternal del estado.

Y el miedo de esta pandemia, del coronavirus covid-19, el nosecuantos de los coronavirus que nos visitan desde hace treinta años para aquí periódicamente, regularmente, alimenta un poco más nuestro miedo individual, nuestra cobardía personal: renunciamos a nuestra libertad individual, cedemos su regulación al poder, y se alzan de nuevo las fronteras impermeables, sólidas. Más de treinta mil muertos en España, cifras oficiales aparte, cerca de doscientos mil en el mundo, cifras oficiales, me obligan a ser cauto y no expresar con rotundidad lo que pienso, pero como lo pienso, sin rotundidad, lo comparto: la cuarentena a la que el mundo está siendo sometido parece un experimento sociológico de gran calado, con el fin de comprobar la reacción de una sociedad ante una privación razonada de sus derechos fundamentales. Una vuelta de tuerca más hacia un absolutismo democrático como el que Cixiu Lin apunta en su novela “El Fin de la Muerte”

A lo mejor no tengo razón, pero, muertos aparte, puede que estemos asistiendo a un cambio de paradigma en el que el miedo se lleve de pasajera a nuestra libertad, con nuestra aquiescencia, con nuestra complicidad, con nuestra ceguera. Hemos renunciado a nuestro derecho a movernos libremente, al derecho a reunirnos, al derecho a la información, se insinúan recortes a la libertad de prensa, se hacen declaraciones contra el derecho a la propiedad individual, hemos asistido impertérritos a la declaración de prioridad de tratamiento conculcando nuestra igualdad constitucional en todos lo ámbitos. Espero que al final no se demuestre que todo esto ha servido para unos fines no declarados, para una encerrona, encierro dios mediante, en la que nuestros derechos, en declive desde los años setenta, sufran un recorte mayor y más profundo. Dice el dicho que la esperanza es lo último que se pierde.

Y lo más terrible, lo más miserable, es que nosotros mismos, no sé si lo habréis observado, seremos nuestros más feroces guardianes, “por el bien de todos”.

sábado, 18 de abril de 2020

Las miseria humanas (IV): Los parias de la tierra


En toda guerra hay víctimas, y no solo entre los combatientes, no, también, y me parecen las más dolorosas, esas víctimas de retaguardia, están esas víctimas no combatientes, que caen sin que en ningún momento se sintieran directamente combatientes. Y todos estaremos de acuerdo, si no basta con oír alguna rueda de prensa, en que estamos en una guerra. Una guerra declarada, la de la sociedad contra el coronavirus, otra guerra de inteligencia, la guerra comercial que posiblemente esté detrás de todo esto, y una tercera guerra, ni declarada ni reconocida, que algunos han decidido iniciar aprovechando la situación, la guerra del modelo económico.
La primera guerra tiene víctimas combatientes, los enfermos y los virus, y víctimas colaterales, los sanitarios y fuerzas de apoyo que acaban siendo enfermos.
Los combatientes de la, posible, segunda guerra son siglas y grandes corporaciones, tiburones ávidos de aumentar su hegemonía y que no reparan en medios ni en víctimas directas. La víctima colateral de esta guerra, en la que este episodio sería solamente una batalla más, será nuestro futuro, nuestros derechos y libertades.
La tercera es una guerra sucia, una guerra no declarada, una guerra por un modelo económico, la guerra de clases, la guerra que gane quien gane siempre tendrá la misma víctima colateral, la clase media de la clase media.
Las víctimas económicas de esta crisis,  son todos esos pequeños empresarios autónomos por la gracia de la ley, sin grandes recursos de supervivencia que no son empresarios para las organizaciones empresariales ni son trabajadores por los sindicatos, pero que componen la mayor parte del entramado económico español, y son la mayor fuente de empleo de nuestro país.
No tieneN quién les represente, no tienen estructura que les permita representarse, si se   arruinan no perjudican a las grandes empresas, ni van a cobrar el paro si se quedan sin trabajo porque a pesar de pagar un auténtico atraco en forma de cuota no tienen derecho a desempleo, ni, en vacas flacas van a recibir apoyo de los bancos, que además, como en otras crisis, solo tendrán que alargar un poco su brazo para recoger los frutos de las hipotecas y préstamos concedidos, incluso con apoyo de dinero público, que impedirán toda posible salvación de esos ninis, ni empresarios ni trabajadores.
Los sindicatos, que representan a una minoría de trabajadores de este país, serán escuchados, pero jamás tomarán una iniciativa que no suponga favorecerse a sí mismos. Las organizaciones empresariales, que representan a una minoría de los empresarios de este país, serán escuchados, pero jamás tomarán ninguna iniciativa que no sirva para favorecer a las grandes empresas, suficientemente favorecidas ya.
Esa clase media media, de la que decía Mazarino a Colbert, con un cinismo que nadie ha desmentido en los siglos transcurridos desde que lo dijera: “Entre los ricos y los pobres hay una gran cantidad de gente, tipos que trabajan soñando con llegar algún día a enriquecerse y temiendo volver a ser pobres. Es a esos a los que debemos de gravar con más impuestos, cada vez más, siempre más, porque cuanto más les robemos más trabajarán para compensar lo que les quitamos. ¡Una reserva inagotable!”
Efectivamente, a pesar de todos los obstáculos, esa clase que no parece pertenecer a nadie, que no tiene voz ni unión para que su voto los haga fuertes, esa clase que se arruinó con la crisis del 92, con la del 2008 y que ahora volverá a arruinarse, volverá a levantarse sin la ayuda de nadie, pero en medio, si nadie lo remedia, que no lo va a remediar, arrastrará en su caída un desempleo feroz, por cada uno dos, tres o más desempleados. Los pequeños bares, las tiendas de barrio, las casas rurales, los restaurantes, los feriantes, todo ese pequeño tejido empresarial a espaldas de los que se legisla, se toman acuerdos o se hace política, se va a derrumbar y arrastrará con ellos al país a una crisis feroz. A una crisis que no afectará a los realmente poderosos porque tienen recursos de sobra y no afectará a aquellos normalmente más desfavorecidos rescatados por un empeño social más interesado en la foto que en el fondo.
En eso consiste la derecha, en eso consiste el populismo de izquierda y en eso consisten seguramente los intereses del poder, que va más allá de la carnaza ideológica con la que nos distraen.
La miseria humana, cuando hablamos de tiempos de crisis, es propiedad siempre de aquellos que por no pertenecer a ningún grupo de presión reciben toda la presión del ninguneo económico, a los auténticos parias de las políticas  de poder que siguen al pié de la letra las enseñanzas de Mazarino, de Maquiavelo y de tantos brillantes estadistas sin moral.
Y cuando vuelvan a levantarse, porque siempre se levantan, una vez más serán los contribuyentes, los paganinis del dislate, los ricos para los que buscan a los pobres y los pobres para los que protegen a los ricos, los eternos aspirantes a la zanahoria en el extremo de la vara.

martes, 14 de abril de 2020

Las miserias humanas (III): Los coronautas


Hay sastres, y hay desastres. E incluso hay sastres que hacen desastres. Sastres que una vez acabado el traje, sea bien o mal, son incapaces de rematarlo adecuadamente, por falta de pericia o por falta de presupuesto. El caso es que, sea por un motivo o por el otro, dejan hilvanes que en el momento en que alguien que lo utiliza hace un esfuerzo, por leve que sea, saltan las costuras y queda el forro, o la piel, a la vista de los que lo rodeen.

En España llevamos siglos de malos sastres, de grandes desastres y de la malhadada conjunción de ambas cosas que da lugar a la repetida miseria de aquellos que encargaron el traje, habitualmente de la clase media para abajo.

Es realmente miserable este ya casi crónico mal de nuestro país, o país de países, o países metidos en un país, o cualquier otra ocurrencia de político de turno, que impide con la miseria de sus dirigentes el normal desarrollo político, económico y social de unas gentes que merecen, y a la vista de la historia es palmario, una suerte un poco más favorable.

No ha sido distinta esta catástrofe, que, por mor de la incompetencia de los encargados de afrontarla, se ha acabado convirtiendo en una catástrofe de catástrofes, o en unas catástrofes metidas en una catástrofe, de consecuencias aún inimaginables. Administradores que, a pesar de que los números no se lo permitirían a nadie con un mínimo de honradez política, o humana, se dedican a loarse a sí mismos, a crear discordia en la sociedad, cuando no, ciertos socios de esa administración, a juguetear ideológicamente creando una mayor inseguridad, cabreo e inquietud en los de siempre, como ya he dicho, de la clase media para abajo, con sus acciones.

Pero no era de los ínclitos administradores, que ya tendrán su momento de gloria cuando toque, de los que yo quería hablar cuando me he puesto a pergeñar estas letras, sino de los Coronautas, término cuya autoría me permito reclamar y acuñado en honor, y a la imagen, de mi virtual amigo, Francisco Breijo, no por virtual menos apreciado, equipado para el comienzo de sus médicas tareas.

Llamo Caronautas a todos aquellos que en su función de atención a los pacientes del maldito bicho se mueven en las zonas de riesgo, hospitales, ambulancias, consultas y más, embutidos en unos equipamientos, a veces trajes, que les hacen semejar personajes de película de ciencia ficción. Llamo Coronautas a todos los que día a día se juegan su contagio, su aislamiento de sus propios familiares y su vida, atendiendo a los enfermos en cuerpo y espíritu, porque este maldito virus también afecta al espíritu, a  la soledad del enfermo grave que ve cómo va perdiendo la vida en la ausencia de sus seres queridos.

Miserable es el comportamiento de las administradores con los coronautas, miserable y criminal. Miserable y criminal es verlos confeccionando esos trajes, como en el atrezo de una película de pacotilla, como sastres en medio del desastre, con bolsas de basura, mientras los responsables dan ruedas de prensa triunfalistas asegurando que todo se está gestionando correctamente y que la culpa de cualquier deficiencia es siempre de los otros, de la oposición, de los insolidarios, de los chinos, pero jamás suya.

Los coronautas, navegando entre nubes de coronados virus ávidos de nuevos territorios de expansión, se han defendido como han podido, se han defendido de los virus, de las carencias y de la miseria moral de unos administradores incapaces y soberbios en su incapacidad. Han tenido que bregar con la enfermedad de los pacientes, con la soledad de los dolientes y con la carencia de medios mínimos para ejercer su trabajo correctamente y salvaguardar su propia salud en ese ejercicio.

Y de esa conducta miserable, y culpable, de los administradores, todos, cada uno en su nivel y competencia, dan fe las cifras: más de veintiochomil sanitarios infectados, casi treinta muertos, eso sin contar los cuerpos y fuerzas de seguridad y las fuerzas armadas.

Yo no sé si en ejercicio de esa grandeza de compromiso, de profesionalidad vocacional, que están haciendo, alguno de ellos se sentirá compensado con ese aplauso colectivo, que ya en muchos casos se ha convertido en una especie de rito social sin trasfondo, de alivio al enclaustramiento con espectáculo, diario. Yo creo que no, que como mucho confortados, y en ocasiones puntuales reconocidos, pero no compensados en su esfuerzo y en su riego

Veremos a cuántos de ellos, pasada la emergencia, se le reconocen esos méritos con unas condiciones laborales más acordes con su valía, con su compromiso, y con la dependencia que esta sociedad tiene de ellos para el mantenimiento de su estado de bienestar, y, sobre todo, para estar preparados para futuras crisis que no se adivinan muy lejanas en el horizonte.

Y por si fueran pocas las miserias con las que los administradores los castigan, han aparecido los “solidarios de siempre”, los valientes de los anónimos en el portal, solicitando la solidaridad que ellos no sienten y conminando a los que arriesgan su vida a abandonar su hogar para no sentirse ellos, los miserables redactores, en riesgo.

Ante tantas miserias, ante tantos y tan diversos miserables, mi solidaridad, mi reconocimiento y mi admiración por los coronautas. Y hoy sí, aquí sí, mi sentido aplauso.


domingo, 12 de abril de 2020

De la educación y el conocimiento


A mí las opiniones expertas me merecen un absoluto respeto, seguramente por mi ignorancia en el tema que se trate, pero por eso mismo cuando decido escribir mi parecer sobre alguno de esos muchos temas en los que mi ignorancia es supina, y después de contrastar opiniones de diferentes expertos, cada uno con su deriva ideológica, y procurando que esas derivas sean dispares, decido, seguramente con errores, y seguramente inducido por mi ignorancia, ponerme manos a la obra e intento plasmar el conocimiento recibido.
Escribo después de leer con indignación, con estupefacción, un artículo publicado en DCLM.es y firmado por Agustín Estrada Peña, Catedrático del Departamento de Patología Animal, Área Sanidad Animal, Facultad de Veterinaria, de la Universidad de Zaragoza. Un artículo escrito desde la prepotencia, desde la soberbia, de alguien que instalado en su “cátedra”, se permite faltar tildar de entrenador de fútbol, con claro menosprecio, a cualquiera que, presuponiendo su ignorancia, se permita discrepar del gobierno y participar en la cacerolada convocada para manifestar el desacuerdo con la gestión del mismo. El tono me parece vergonzoso, más propio de aquellos catedráticos franquistas que instalados en su pedestal repartían los aprobados y suspensos en función de los méritos políticos de sus alumnos, antes que de sus méritos académicos. Para este señor somos un atajo de “cuñados”, ignorantes, y únicamente opinamos porque nos dicen que tenemos que opinar. Nuestra ignorancia, en comparación con su sabiduría, es solo culpa nuestra y nos invalida incluso como personas capaces de pensar por sí mismas. Y viene a decir que para opinar sobre política y capacidad de gestión hay que tener, como mínimo, sus conocimientos sobre su especialidad.
Este impertinente artículo, por faltón y por poco pertinente, me ha hecho ponerme a las teclas y saltarme un día libre para explicarle, aunque no creo que mis palabras puedan llegar a su soberbia altura, que si, independientemente de sus conocimientos, que no pongo en duda y demuestra, toda su capacidad docente se apoya en la incapacidad de empatía humana que traslucen sus palabras, pobres de aquellos que tengan que poner su formación académica en semejantes manos. Yo es que al primer exabrupto me levantaba y me iba. Claro que, también eso hay que tenerlo en cuenta, hay quién domina grandes y complejas materias, incluso goza de una palabra fácil y convincente, pero a la hora de escribir, o de opinar, debería de meterse las manos en los bolsillos. Desde mi ignorancia, claro.
Desde esa misma ignorancia, que intento paliar con conocimientos ajenos, he constatado que la mayoría de los expertos consultados consideran que el gobierno actuó tarde y mal, que también es posible que hubiera hecho falta un gobierno fuerte, que este no lo es, y despreocupado de las consecuencias electorales, que este no lo está, para haber tomado decisiones más valientes y que hubieran ahorrado muchos muertos, y sobre todo, el lamentable honor, de ser uno de los países con mayor mortalidad del mundo.
Decir esto no presupone, faltaría más, que otro gobierno, de otro partido, o con otra composición, lo hubiera hecho mejor, ni que toda la responsabilidad de la falta de medios e infraestructuras le sea achacable, por supuesto que no, pero lo que tampoco quiere decir es que lo haya hecho bien y que se merezca las loas que intervención tras intervención, rueda de prensa tras rueda de prensa, parece reclamar. No, yo no tengo ni idea sobre virus, ni he estudiado epidemiología, como tampoco he estudiado muchas otras materias sobre las que escribo, pero sí puedo decir que suplo mis lagunas de experto teniendo acceso al conocimiento de gente de casi todos los saberes y con casi todas las ideologías, y que, cuando escribo, lo hago desde la humildad de mi saber prestado, que no supone una falta de conocimiento, pero si una aceptación de que la Verdad, no está al alcance de los hombres, todo lo más su verdad, la de cada uno.
Efectivamente, y reitero por si no había quedado claro, no soy un doctor en nada, ni siquiera en medicina, pero lo que si soy es un experto en lógica y sistemas, y eso me permite, con una ignorancia supina en materias concretas, analizar un sistema humano, comercial o mecánico; su desarrollo, sus puntos críticos y sus debilidades por malas decisiones, y para eso no necesito ni tirar de ideología, ni de afinidad, ni ser maleducado y grosero con las personas que me leen.
Me recuerda  usted a como retrataba Quino a un doctor en medicina de vacaciones en la playa en una tira de Mafalda. Bueno, me voy a permitir darle una oportunidad que usted no nos ha dado a ninguno, parece usted padecer de la misma soberbia que el mencionado doctor.
Verá usted, desde mi puesto de entrenador de fútbol, por ponerme en su cualificación ya que no lo he sido nunca, cuando juzgo la labor de un gobierno, sea este o cualquier otro, no lo hago por su dominio de un tema concreto, en ese caso juzgaría a un ministro, ni por la erudición de sus miembros, y miembras, ni siquiera por sus declaraciones o su voluntad de hacerlo bien, no, yo solo lo juzgo por su capacidad de gestión y el aprovechamiento de los tiempos y recursos puestos a su disposición para la obtención de resultados. Y, sobre todo, procuro no caer en la trampa ideológica para forofos, de pensar que si otros lo han hecho peor, suponiendo que se dé el caso, eso haría a este mejor. Falso, falso de toda falsedad, simplemente lo haría menos malo que ese otro. Pero, y como ya apuntaba anteriormente, al final lo que importan son los resultados. Al final, se diga lo que se diga, una gestión deja unos resultados que son incuestionables, números que permiten evaluar la gestión realizada, y algunos de los de este gobierno, sobre este tema y expertos aparte, son: tercer país del mundo con más fallecidos, país con más muertos por cada cien mil habitantes del mundo, país con mayor número de profesionales sanitarios contagiados del mundo, país con mayor número de muertos en residencias de ancianos en el mundo. De momento.
Claro que faltan un montón de países, sobre todo países del lamentablemente llamado tercer mundo, por empezar a incrementar estadísticas, y a lo peor alguno nos supera, y, ya sería deleznable, alguno pueda caer en la tentación de usar esas terribles estadísticas de países con muchos menos medios para justificar las nuestras.
En todo caso, créame, para demostrar que uno es un experto, que cree tener razón y que sus palabras están por encima del inculto populacho, al que pertenezco,  por lo que le pido disculpas, no hace falta faltar le al respeto a los demás insinuando su pobreza intelectual y de espíritu. De experto, poco, a experto, muy, solo explicarle que el conocimiento no exige la mala educación, la mala educación solo es un problema de formación y de aplicación de valores.
Un humilde y contrito saludo.

viernes, 10 de abril de 2020

Miserias Humanas(II): Los madrileños

Las miserias humanas están a veces ocultas, pero tan superficialmente que cualquier hecho, fortuito o excepcional, hace que afloren. Y eso es lo que está sucediendo, que tras todos los cantos a la solidaridad, tras todos los aplausos y las actitudes de compromiso, por la puerta de atrás, a la chita callando, callando porque en un clima de alabanza interesada y de necesidad de reforzar la moral hay que acallarlas, muchas de las más miserables miserias de los hombres van sacando la cabeza y demostrando cuanto tenemos que mejorar, como sociedad y como individuos.
Sé que en medio del subidón de autoestima de la mayoría que esta situación está provocando, mis palabras van a resultar incómodas, discordantes, chirriantes, pero alguien tiene que decirlas.
Este virus tiene muchas caras, y algunas, la mayoría son muy feas. Tal vez la cara más fea sea la de la muerte, tampoco la de la enfermedad es una cara agradable, pero no son las únicas, solo, posiblemente, las peores, pero hay otras que conviene que no dejemos de mirar de frente porque reflejan cosas de nosotros que procuramos evitar darnos por enterados de que existen.
Una de las mayores miserias que he observado en esta crisis es la xenofobia. Pero no una xenofobia hacia lo desconocido, hacia lo lejano, hacia lo extraño, no, una xenofobia hacia lo cercano, hacia lo circundante, hacia lo perimétrico, hacia, casi, lo propio.
Hemos recuperado, de los episodios más oscuros de nuestra historia, la figura de los delatores, de aquellos que, por la motivación que sea, en este caso miedo, se creen con derecho a juzgar a todo aquel cuyo comportamiento no sea el que ellos creen correcto. Personas que instaladas en un falso sentido de solidaridad se sienten capacitadas para juzgar y condenar, en un único y unívoco acto, la conducta de los demás.
Pero la policía de balcón no ha sido el único acto de este tipo, ni siquiera el más difundido o evidente, hay un acto de xenofobia aún más evidente, aún más doloso, aún más lamentable, porque además de producirse ha sido difundido y jaleado desde los medios masivos de comunicación, el llamado fenómeno de los “madrileños”, un acto de xenofobia en el que incurren incluso muchos luchadores contra la xenofobia lejana y que por ello se sienten justificados, o libres de culpa, al practicar esta xenofobia de proximidad.
El miedo es libre, y esa capacidad lleva a torcer conductas intachables, intachables hasta ese momento. Y ese mismo miedo que lleva a unos a practicar la insolidaridad de desplazarse indebidamente buscando lugares donde el riesgo sea menor, es el que lleva a otros a considerar  que esos vecinos con los que han compartido veranos, fiestas, ventas en sus negocios, o, incluso, cañas en el bar, son ahora unos tipos peligrosos a los que insultar y denunciar. No importa si su derecho individual les permite elegir el lugar en el que pasar su cuarentena, siempre y cuando la respeten estrictamente, un autoproclamado derecho colectivo los señala como seres extraños y peligrosos para nuestra, falta de, convivencia.
Como toda etiqueta colectiva, esa de “los madrileños”, no solo es injusta, es terriblemente xenófoba, es una forma de etiquetar a los otros, a los que no son estos, a los de fuera. O sea, xenófoba se coja por donde se coja.
Otra cosa sería que no respetaran el confinamiento, que para eso están las autoridades, y pusieran en peligro al resto de la población, pero en ese caso no serían distintos de cualquier otro del pueblo que tuviera esa misma conducta, claro que entonces no sería un “madrileño”. Sería simplemente un insolidario.
Yo supongo que los alcaldes, las comunidades autónomas que ahora se sienten agredidas por su presencia, perdonarán el IBI y otros impuestos de esas viviendas de “madrileños” que no han ido a ocuparlas, en compensación y reconocimiento a su comportamiento ajeno al pueblo, a la ciudad o la urbanización. ¿O eso no?
Uno de los grandes problemas de la xenofobia es que el que la siente, el que la practica, siempre cree tener razones suficientes para hacerlo. Pero no siempre es cierto.
Siempre, siempre, al otro lado de la xenofobia, existe una frontera, la puerta de un portal, el cartel de carretera que indica el principio o el final de un pueblo, una bandera, o un miedo, la triste realidad de una miseria que, oculta en lo más profundo de nuestras entrañas, espera su oportunidad para asomar su fea cabeza. En este caso es una de las feas caras de un virus, en otros un viaje en patera, o un salto en una valla, o un acento, o un idioma, o el color de la piel. Siempre hay algo que justifica que lo otro es lo extraño, lo peligroso, a lo que hay que atacar para defenderse.
Par mí solo hay dos tipo de personas ante esta emergencia, los que respetan las normas y los que no las respetan, y en ninguno de ambos casos es mi responsabilidad señalarlos o juzgarlos. Para mí, claro.

sábado, 4 de abril de 2020

Llegó el comandante y mandó a parar


Siempre me ha hecho cierta gracia un cartelito de esos habituales en los bares sobre la voluntad de fiar y algunas otras reflexiones populares. Me refiero al muy visto de: “hoy hace un día estupendo verás cómo viene alguno y lo…”.
Pues siguiendo el cartelito de marras el gobierno ha decidido que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y que el bichito justifica cualquier iniciativa que se tome, y si alguien osara protestar es relativamente fácil echarle a la opinión pública, metida en pánico, encima, es el momento de mezclar churras y merinas y colarnos unas medidas ideológicamente inadmisibles.
Hasta el sábado mismo yo he defendido que a pesar de las sombras y de las luces, a pesar de los aciertos y de los errores, tocaba estar al lado del gobierno, y antes o después llegaría el momento de revisar u exigir responsabilidades. He defendido que ante un enemigo común era imprescindible un frente común y así estaba actuando la sociedad.
Hasta el sábado mismo, en realidad hasta el viernes. Porque el viernes se entreabre la vía política, el sábado se confirma la vía y el domingo la ministro de trabajo da el primer mitin ideológico desde que empezó la crisis, mitin que, curiosamente, no tiene ningún reflejo inmediato en la prensa.
El gobierno parece haber claudicado ante los miembros más radicales y populistas de su entorno. Parece haber claudicado, pero tampoco tengo claro que no sea una jugada envenenada en la que se permite a otros tomar decisiones especialmente cargadas ideológicamente para llegado el momento señalarlos como responsables de la misma y recoger los réditos de las medidas imprescindibles. Parece que las navajas están desenfundadas en el entorno gubernamental.
El problema es que a los de siempre nos ha pillado en medio, y si las consecuencias sanitarias son terribles, las económicas empiezan a adivinarse no menos terribles, y largas, y penosas. La recuperación del mito decimonónico del empresario con monóculo, barriga, puro y cuello de piel en el abrigo, que la izquierda radical, de ideario tan decimonónico como el mito del empresario, usa para señalar a quién tiene que pagar la crisis, quién es el enemigo, está de nuevo en la calle. Ya tenemos paganini, y posiblemente chivo expiatorio.
Prohibido despedir, prohibido trabajar, prohibido discrepar, vacaciones extraordinarias  para todos a cuenta de la empresa, que luego se devolverán, o no, más adelante. Pero ¿puede aguantar esto la empresa española? ¿Quién es la empresa española?
Pues la empresa española, si se lo preguntas a la izquierda o a la derecha, los unos para intentar esquilmarla y los otros para intentar favorecerla, son Amancio Ortega, El Corte Inglés, Construcciones y Contratas, Telefónica, los bancos, y unos cuantos empresarios más de calado económico similar que manejan unas cuantas empresas élite de residencia fiscal nacional. Pero si vas al registro de empresas, entonces comprobarás que en el tejido empresarial español esas empresas ocupan una esquinita insignificante en el paño global. Un poco más grande será el área que ocupan empresas consolidadas de tipo medio y la inmensa mayoría de esa superficie estará ocupada por pequeños empresarios, muchos de ellos empresarios trabajadores, autónomos, cuyas figuras difícilmente se acomodan al estereotipo que manejan los radicales.
Si analizamos con un mínimo rigor, y con criterio de posición de mercado al durante la crisis, este entramado empresarial podremos distinguir entre tres tipos de comportamiento de sus mercados:
1-      Grandes y medianas empresas. Parar un mes, o dos si fuera preciso, no le afecta más que a su cuenta de resultados a final de año y a la cantidad a repartir entre los socios. No tienen problemas en asumir despidos improcedentes. Tienen exenciones fiscales especiales y unos departamentos legales y financieros que hasta podrán sacar beneficio de esta crisis. Las vacaciones recuperables ni les quitan ni les aportan nada.
2-      Empresas de clientes cautivos. Empresas cuyos clientes pueden aplazar el requerimiento de su trabajo pero no prescindir de él, por lo que pasada la crisis recibirán todo el trabajo aplazado y el que se generará nuevo. En estas circunstancias las medidas acordadas inicialmente, los ERTES y los ICO, les pueden permitir capear el temporal y enfrentarse con garantías a un paro que tampoco exceda los tres o cuatro meses. Las vacaciones recuperables pueden suponerles un alivio financiero a la horade la acumulación de trabajo que puede provocar la necesidad de horas extraordinarias.
3-      Empresas de negocio diario. Empresas cuyo negocio depende de su facturación diaria y que no pueden acumular negocio. Dos ejemplos de estas empresas diferentemente tratadas por la crisis, pueden ser la industria turística y el comercio alimenticio. Los hoteles no pueden recuperar su facturación del paro, ni les aporta nada que sus empleados recuperen el tiempo de unas vacaciones no pactadas, ya que su trabajo no es aplazable. Las pequeñas empresas hoteleras familiares, el comercio de proximidad no alimenticio y algunas otras pequeñas empresas, y muchos autónomos, serán las víctimas de estas medidas populistas. En este caso, en estas circunstancias, hay una inmensa cantidad de pequeños empresarios autónomos a cuya supervivencia la deriva política de la crisis les va a costar su empresa, y, en consecuencia, el empleo de todos los trabajadores que de ellas dependen, y que no son pocos. Luego bastará con tacharlos de insolidarios, de depredadores económicos o de cualquier otra lindeza de panfleto y redes sociales, para afianzar un mensaje que solo la inconsciencia fanática de un núcleo ideológicamente duro, o de una ignorancia comprable, podrá sostener.

El gobierno, al menos su ala más radical con la aquiescencia del resto, ha decidido introducir una deriva ideológica en su gestión de la crisis. El viernes la apuntó, el sábado la refrendó y el domingo la expuso, mediante el discurso mitinero de la ministra de trabajo, con toda su crudeza, explicando que para ellos solo existe el bien general y no el individual, hasta tres veces repetido y enfatizado, por si alguien no había oído bien. No conozco ningún bien general que no incluya el bien individual, porque no puede existir el uno sin el otro salvo que alguien vaya a decidir por todos cual es el bien general. Y por si había dudas la declaración de Pablo iglesias sobre la riqueza común, es decir del gobierno, como un concepto sobre el que las acciones de gobierno pueden decidir, aporta un sesgo radical, populista y totalitario que nadie ha votado y que nos están implantando aprovechando una crisis que nada tiene que ver con la política y mucho menos con las ideologías.
Tampoco nadie nos ha contado el punto del decreto en el que se autoriza el control por geolocalización de todos los ciudadanos, se supone que para evitar los desplazamientos ilegales, pero que en realidad es un punto que nos acerca más a un Gran Hermano que a una medida de control democráticamente conseguida. Es más, dudo que sea constitucionalmente aceptable.
En todo momento he apostado por una actitud constructiva y de acatamiento de las órdenes del ejecutivo hasta que la crisis se pudiera superar, pero bajo ningún concepto estoy dispuesto a asistir impasible y callado a una deriva ideológica y a un desastre económico. Si llega el comandante y manda a parar, tal vez es el momento de que los ciudadanos digamos basta a estas actitudes que nada tienen que ver con el entorno sanitario. Desde la disciplina que la situación demanda, desde la consciencia ciudadana del bien común construido desde los bienes individuales, desde la posición irrenunciable de copropietario de nuestro país, desde este momento y desde este medio denuncio la inadmisible deriva ideológica del manejo de la crisis e insto al presidente a derogar las medidas improcedentes y populistas que pueden destrozar nuestra economía. Yo había dicho antes o después, el gobierno ha elegido ahora. Pues ahora.

Miserias Humanas


Cuando hablamos de dramas humanos, hablamos de sufrimiento y, normalmente, de muerte. Por eso, en estos tiempos que estamos viviendo, en estos tiempos de reclusión y pandemia, controvertida en su declaración pero evidentemente sufrida, los dramas humanos están a la orden del día, al cabo de la calle, al volver la esquina. Expresiones todas ellas que expresan una cercanía que en sí misma podría considerarse un drama humano.

Porque aunque la idea, rara vez la consciencia, de que la muerte es lo único cierto de la vida no hay nada que haga sufrir al ser humano que el lograr atisbar en la cercanía, o lejanía, de la muerte, y no digamos ya nada si se supone una inmediatez, más o menos dilatada.

No hay mayor castigo, no hay mayor tortura, al menos hablando psicológicamente, que ponerle plazo a la vida. Como no hay mayor pena que la condena a la soledad forzada, a la ausencia de un ser que nos acompañe en los momentos de sufrimiento.

Por eso, y no solo por eso, lo que está sucediendo con el coronavirus está provocando miles de dramas humanos, miles de situaciones de muerte y soledad que pueden ser identificados como tales, y como tales nos conmueven y nos dejan sumidos en una tristeza equiparable a la soledad de nuestras calles, a la mirada lánguida con la que miramos por la ventana cuando el sol parece invitarnos a compartir sus rayos con una luz que hace muchos años que no veíamos.

Drama humano es el de los enfermos que llegan a los hospitales y se encuentran con la imposibilidad de acceso a los medios imprescindibles para salvarles la vida y ven partir a los suyos sin posibilidad de despedirse y sin saber si será la última vez, pero temiéndolo.

Drama humano es el de los familiares que abandonan a sus seres queridos con la sensación, luego confirmada desgraciadamente en muchos casos, de que no volverán a verlos con vida y el inmenso dolor de no poder acompañarlos en sus últimos momentos y no poder constatar que hayan muerto sin sufrimiento, en paz.

Drama humano es el de las familias usando las habitaciones del propio hogar para crear compartimentos que aíslen a unos miembros de la familia de otros, sin poder atenderlos como el cariño demanda, sin poder demostrárselo para mantener el ánimo de ambos.

Drama humano es el de los profesionales que se juegan su salud, su vida, para intentar salvar las ajenas, o para facilitar unos servicios imprescindibles para la comunidad, y pasan miedo mientras llevan a cabo su labor sin los medios más elementales y necesarios.

Dramas todos ellos que a pesar de tener diferentes protagonistas, diferentes entornos, tiene los elementos comunes de la presencia de la muerte y la ausencia de la cotidianeidad.

Pero sin duda, para mí, en el entorno global de un drama humano general, hay ciertos dramas humanos que me conmueven por encima de los demás, que me atribulan el alma, me hacen bola en la garganta y logran que los ojos se cubran de una humedad a punto de derramarse. Lo que ha sucedido en nuestras residencias, con nuestros mayores más desvalidos, sobrepasa todo lo tolerable, todo lo justificable, todo lo asumible.

Han muerto solos, abandonados, en muchos casos sin que sus familiares estuvieran al tanto de lo que estaba sucediendo, sin que el personal que los cuidaban tuviera los conocimientos, ni los medios, para paliar su situación o para intentar salvarles la vida. Han muerto enter la impotencia de los que estaban con ellos y la prepotencia de los que les negaron el auxilio en una parodia burocrática de competencias y pertinencias. Y si su drama fue morir  por la puerta de atrás de la vida, no es menor el de unos familiares ausentes, confiados, que se encuentran tratados como extraños en unos momentos en los que la cercanía es mucho más necesaria para el vivo que para el muerto.

Me parece indignante, vergonzosa, la culpabilización de esas instituciones, o empresas, de sus trabajadores, que no son sanitarios, que no son médicos, que no son otra cosa que trabajadores que día a día se ocupan de aquellas personas que no pueden recibir los cuidados imprescindibles por parte de sus familias, porque no las tienen, o porque la vida moderna no permite una calidad adecuada de vida para ellos en el entorno en el que viven sus familiares. Me parece repugnante que además se haga sabiendo, como se sabe, que los más dependientes, muchos de ellos, ni siquiera desarrollan los síntomas ni son capaces de comunicar que los sienten.

Tal vez sea hora de que alguien les de voz más allá del tiempo entrecortado de dos minutos que no tiene cara, ni relato, ni capacidad de comprender la dimensión exacta del drama, drama  inversamente proporcional, en muchos casos, a la capacidad económica del centro del que se hable, porque aunque los ricos también lloran, también mueren, lo hacen en un entorno menos dramático, suponiendo que la muerte en circunstancias tan excepcionales, admita diferentes grados de dramatismo.

A lo mejor si ponemos caras, nombres, circunstancias, a las historias, ciertos depredadores de la basura en redes, ciertos políticos domadores del chivo expiatorio, ciertos sinvergüenzas de tecla fácil y conciencia embalada, tengan la posibilidad de recapacitar sobre la basura que difunden. A lo mejor, tal vez, aunque yo no lo creo.  

viernes, 3 de abril de 2020

Miserias Humanas (I): Las penas con pan


Hablábamos de dramas humanos, de situaciones dramáticas dentro de la dramática situación general en la que estamos viviendo. Hablábamos del drama continuado, cotidiano, habitual, que se hace aún más dramático en circunstancias extraordinarias. Hablábamos de cómo la discapacidad sin recursos es, a día de hoy, en medio de la pandemia que vivimos y del pandemonium en el que la imprevisión y la incapacidad de los sucesivos gobiernos de país nos han sumido, un agravante, en ciertos casos definitivo, de la enfermedad. De cómo la ignorancia dolosa  inicial de una población marginal por sus circunstancias y capacidades en el principio de la crisis, y su abandono, han servido como cómplice necesario para una mortandad evitable.

Dice el dicho que las penas con pan son menos y tal vez por eso estos dramas humanos agravados por el abandono social, por la enfermedad previa y por una situación económica delicada se hacen aún más intolerables cuando ciertas clínicas privadas utilizan medios de diagnóstico, teóricamente intervenidos por el gobierno por su escasez y necesidad para uso púbico, para cobrar por ellos cantidades minoritariamente accesibles. O sea, una pasta.

Pero dejemos de hablar de generalidades, los agravios y los muertos tienen nombre,  alguien, aunque sea a toro pasado, tendrá que darles satisfacción, alguien tendrá que asumir la culpa de dejar morir en un abandono mezcla de ignorancia y desidia, a varios miles de personas cuya capacidad de cuidarse y solicitar ayuda era inexistente. Alguien tendrá que declararse responsable de un olvido dramático de ancianos y cuidadores en recintos perfectamente identificables, convertidos en zonas preferentes de cultivo y expansión del virus por sus características de convivencia y de residencia.

Parece ser que nadie pensó en los mayores, muchos de ellos aquejados de enfermedades mentales degenerativas, internados en establecimientos de residencia salvo para nombrarlos como grupo de riesgo, pero sin preocuparse ni de sus necesidades, ni de sus incapacidades, ni de las consecuencias de ese abandono.

Tal vez el problema, casi seguro, es que los responsables solo conocen personalmente, o familiarmente, o por interpuestos, las magníficas residencias de pago, algunas con plazas concertadas, pero desconocen esas otra residencias atendidas por religiosas o por voluntarios, que trabajan en el borde de la indigencia, en el límite en el que dar y recibir se escora escandalosamente de la parte del dar.

Es preferible pensar que ha sido una incapacidad manifiesta, una incompetencia dolosa, la que ha producido este desastre humanitario, esta intolerable miseria humana. Porque la otra opción, la otra impensable opción, nos podrá llevar a sospechar que cierta tendencia anticlerical en algunos estratos de los partidos en el gobierno ha tenido alguna influencia en el abandono de las residencias más pobres, casi todas atendidas por órdenes religiosas o voluntarios, o una combinación de ambos.

Y lo digo, mordiéndome la lengua para no llamarles miserables, sinvergüenzas y despojos humanos, después de constatar el uso de las redes por algunos de sus partidarios que se han dedicado a verter basura, o a jalearla, o a reirla, o a difundirla, sobre las religiosas que atienden en sus residencias a los más desfavorecidos de la sociedad, a aquellos a los que el sistema tan social y tan aparentemente preocupado de los que no tienen recursos, ni les encuentra plaza, ni los acoge. Eso sí, desde una posición progresista y de evidente superioridad moral, y desde el sillón de casa, o desde su escaño en el parlamento.

Comentaban hoy en las noticias que en una residencia de Madrid había más de veinticinco muertos, y prácticamente la totalidad de residentes y cuidadores estaban contagiados. Hoy, casi tres semanas después de que en esta misma residencia, una residencia de caridad, ya se supiera de los primeros muertos y contagiados que hicieron saltar la información, una residencia sin medios económicos ni sanitarios para enfrentarse a un problema de esta envergadura. Una de las primeras que recibió la primera andanada de ciertos ministros anunciando investigaciones judiciales que intentaban culpabilizar a las víctimas de la incompetencia institucional.

No es la única, ni solo sucede en la comunidad de Madrid, pero sí que, desgraciadamente, la inmensa mayoría de residencias afectadas por la pandemia, la mayoría de las residencias que abastecen los números de fallecidos de edad avanzada y con patologías previas, lenguaje oficial, en las estadísticas, son residencias de caridad, de las Hermanitas de los Pobres, de las Misioneras de la Madre Teresa de Calcuta y de algunas otras órdenes y ONGs, pero que tienen una caracterítica común, la pobreza de sus residentes y la falta de medios y recursos humanos para todo aquello que no sea lo cotidiano.

Algunas, como una de las más vilipendiadas en redes, son además residencias para monjas mayores. Las hay también que acogen, en planta aparte, a enfermos de VIH sin recursos. Otras combinan su actividad de caridad con la de residencia de estudiantes que les permite captar algunos fondos para mantener su actividad. Ninguna nada en la abundancia de las privadas, ni están pensadas como negocio del que sacar un beneficio, y todas ellas solicitan ayuda, medios, desinfecciones, posibilidades para aislar a los enfermos, en definitiva, soluciones que parece que en los mejores casos tardan en llegar, si es que llegan.

Creo que en esta historia se combinan varios dramas humanos:

1.      El abandono específico sobre el abandono general de una población que debería de estar mimada por su imposibilidad de defenderse por sí misma, ni siquiera en un día a día normal. La ignorancia culposa por parte de las instituciones oficiales de unos colectivos que por sus características deberían de ser objeto preferente de sus atenciones.
2.      La tardanza en, incluso la falta de, la reacción necesaria para corregir la situación y poner los medios necesarios para atajar el agravamiento del gravísimo problema.
3.      El abandono institucional de sus primeros responsables. ¿Dónde estaban los responsables de las iglesias y sus recursos, que a todos nos consta que tienen? ¿Dónde estaban los que viven en los oropeles y los palacios eclesiales, que tendrían que haber dado el paso y proporcionar recursos a estas instituciones que están bajo su tutela, cuando no aportar su propia presencia en los lugares más necesitados, dando ejemplo de lo que predican?
4.      La miseria moral que exhiben los profesionales del linchamiento mediático y sectario, que han sacado su lado más repugnante aprovechando la situación de desvalimiento de estas comunidades.

Pues eso, que las penas con pan son menos, y  que a perro flaco todo son pulgas. No hay peor agravante para una pandemia, en esta sociedad, que ser pobre o preocuparse de los pobres. Pero para ver que esto era así tampoco hacía falta una pandemia, bastaba con una gripe, o con una visita a cualquiera de estos establecimientos de caridad un día cualquiera de un año cualquiera. La miseria es lo que tiene, se oculta, pero solo deja de verse para quien se niega a mirarla.