sábado, 31 de marzo de 2018

Laico, que no laicista


Desde una postura absolutamente laica, o aconfesional a gusto de cada uno, observo con un sentimiento entre la curiosidad y la frustración la progresiva implantación del laicismo, en realidad de un furibundo anti catolicismo, que pretende erradicar de la vida española cualquier atisbo de religión por la tremenda, sin importarles ni poco ni mucho el sentimiento popular o consideración alguna de cualquier tipo. Hay que imponerle al pueblo, con visos de populacho cerril e ignorante, la verdad por encima, si es necesario, de su propia voluntad. Claro que esto, en estricto sentido político, tiene un nombre muy feo, totalitarismo.
Un estado laico, o aconfesional a gusto de cada uno, es aquel que no favorece a ninguna religión sobre cualquier otra, no el que perjudica a una concreta con el fin, o no, de favorecer a otras. Y el matiz es tan importante en un país que puede ser legalmente laico, o aconfesional a gusto de cada uno, pero popular y tradicionalmente ligado a una determinada religión, que marca las diferencias que algunos quieren hacer insalvables. Por mucho que las leyes lo digan, que lo deben de decir para defender la libertad religiosa, el pueblo, ese populacho cerril e ignorante para algunos que pretenden hablar en su nombre, tiene unas creencias, unas tradiciones y unos usos y costumbres que nadie tiene derecho a erradicar en nombre de una idea personal, ni aunque esa idea personal se articule en partidos e ideologías, o tenga visos de conveniente.
Un estado aconfesional, o laico a gusto de cada uno, es el que respeta escrupulosamente las creencias de todos los que pertenecen a él y facilita su práctica o la ausencia de la misma si ese es su deseo. Lo otro, lo que algunos pretenden vendernos con esa etiqueta es un estado laicista con unos marcados tintes totalitaristas. Un estado en el que la religión es sustituida por una anti religión, o una religión de signo contrario, como es el laicismo.
No voy a defender desde aquí a ninguna iglesia, a ninguna religión, primero porque seguramente ellas tienen mejores medios que yo para hacerlo, segundo porque en muchos casos son indefendibles y tercero, y principal, porque ni me da la gana ni me sale de dentro. Pero con el mismo rigor no voy a comprar una persecución con una etiqueta falsa, interesada y que pretende ser de verdad verdadera, de esa que no existe.
Dos veces al año, dos, los laicistas españoles inundan las redes sociales y aparecen en algunos medios de comunicación reclamando en nombre del pueblo ignorante, que como populacho cerril se opone en vez de agradecerlo, la abolición de unas prácticas de origen religioso, pero de desarrollo actualmente plástico y social, en aras de una libertad que solo es la que ellos consideran. Dos veces al año, dos, navidad y semana santa. No he visto la misma pasión liberadora cuando los eventos pertenecen a otros ámbitos culturales o religiosos.
Yo no le puedo explicar el amor al que no se ha enamorado. No le puedo explicar la pasión al que nunca se ha enfrentado a ella. No puedo explicar los sentimientos a quién no los siente. Puedo describirlos, con mayor o menor rigor, con mayor o menor acierto, con mayor o menor belleza, pero no puedo compartir ese algo más que se produce cuando uno siente en las entrañas.
Puedo describir una procesión, la belleza de la talla, la riqueza de los ornamentos, la emoción del ambiente que la rodea, la plasticidad de esa calle angosta o esa curva imposible, la sensación de la piel erizada cuando suena una saeta bien cantada, bien sentida, la armonía del movimiento de un paso bien portado, bien acompasado a la música, o al silencio, pero me es imposible despertar en aquellos que no lo sienten, esa sensación íntima de comunión, esa sensación interna en algún lugar de las vísceras, que producen los momentos especiales. Y sé que no puedo hacerlo porque también hubo tiempos en los que todo eso me producía indiferencia.
Tampoco puedo obligar a sentir esa alegría comunitaria que la navidad, la que yo recuerdo, no la actual ya descafeinada y entristecida desde las ideologías laicistas, creaba en el ambiente. El sonido de los villancicos, los mercadillos populares navideños, la iluminación festiva y adecuada al evento a celebrar, los regalos, las reuniones familiares, las vacaciones y la magia en el ambiente. No puedo obligar a nadie, ni siquiera explicárselo, a sentir todo eso, y menos cuando en muchas de nuestras ciudades ya se ha perdido. Cuando cada vez más españoles, los que lo añoran y pueden, se van a buscarlo en otros países que en su barbarie no han comprendido todavía su error y siguen celebrándolo sin complejos, o sea, todos los demás.
Vivimos inmersos, creo que interesadamente, en un pasado que nos aplasta, que nos condiciona, que se usa permanentemente como argumento para coartar e imponer. Vivimos más pendientes de lo que nos dicen que tenemos que pensar para ser correctos que de lo que realmente sentimos. Vivimos pendientes de lo que hacen los demás en vez de vivir pendientes de lo que nosotros, cada uno, cada cual, debemos de hacer. Vivimos de espaldas a nuestra historia, dispuestos a lamentarla en lo que los demás la ensalzan, enfrentados a nuestras tradiciones porque existen otras y las nuestras, siempre, son las malas. Vivimos deseando ser quienes no somos y pretendiendo que los demás sean como a nosotros nos gustaría. Vivimos una frustración permanente. Vivimos acomplejados y reos de nuestro propio descrédito, política, social y religiosamente.
A mí, como laico, o aconfesional según el gusto de cada uno, me parece plásticamente impecable, ambientalmente emocionante, y religiosamente indiferente, que los legionarios porten un cristo crucificado, preciosa talla, entre un público que lo disfruta, entre un público compuesto por personas que individualmente ellos sabrán lo que sienten, y que los prefiero a los que no sienten nada o sienten algo negativo. ¿Alguien en su sano juicio piensa que todos los cofrades, que todos los espectadores, que todos los músicos son practicantes fervorosos de una opción religiosa? Solo los miopes o aquellos cuya ceguera es interesada. Como los actores, el papel solo manda en lo que estás en el escenario, luego cada quién se queda con sus verdaderos sentimientos, con sus creencias interiores y resuelve sus contradicciones. Y como representación de una historia las procesiones son de una belleza inenarrable y tienen un poder de convocatoria y una capacidad de aforo que para sí quisiera cualquier otro espectáculo.
A mí, como laico, o aconfesional según el gusto de cada uno, no me molesta que la bandera de España esté a media asta porque así lo especifican los reglamentos militares que nadie ha cambiado todavía. ¿Por qué razón me iba a molestar? Tampoco me molestaría que lo estuviera el día de mañana para conmemorar la muerte de Mahoma o cualquier otra conmemoración luctuosa de cualquier otra creencia.
Yo, como aconfesional, o laico a gusto de cada uno, como librepensador y ácrata, declaro formalmente mi gusto por las procesiones, por los villancicos, los nacimientos, los dulces judíos de pascua, los desfiles de año nuevo chinos y cualquier otra manifestación que sea capaz de sacar al ser humano de su ensimismamiento individualista y egoísta
Agradezco a la iglesia, esa misma que con sus acciones me expulsó de su seno hace cincuenta años y a la que no perdono sus errores, que haya fomentado y preservado la belleza de la imaginería, la belleza de la arquitectura sagrada, la belleza de la escultura y de la pintura, el fomento de las artes y el mecenazgo de los artistas. Porque no solo de rencor, de odio o de enfrentamiento puede vivir el hombre, ni todas las verdades son iguales. Porque el mundo en el que vivimos sería en muchos sentidos peor sin ese arte que algunos, en nombre del pueblo, ese cerril e ignorante, pretenden erradicar, sin esas referencias éticas y morales que han conformado el pensamiento que ellos reclaman como si hubiera sido inventado por ellos y hubiera surgido de la nada, sin que hubieran contribuido a preservar, tantas como a destruir, el conocimiento y estudio de los antiguos eruditos y pensadores.
Yo, como parte del pueblo cerril e ignorante, como laico confeso, o aconfesional según el gusto de cada uno, como librepensador y ácrata, lo que si me declaro es anti laicista beligerante, triste y un poco aburrido. Para ignorantes, fanáticos intolerantes y difundidores de la verdad única, me conformo con los de siempre, al menos me dan algo a cambio.

sábado, 24 de marzo de 2018

Cuncta fessa

Esta es la frase con la que Tácito, el historiador romano, resumía los hechos por los que la República romana había permitido a Octavio Augusto proclamar el Imperio con él a la cabeza. Esta es la frase con la que en muchos periodos de la historia se podría explicar cómo el populismo, las malas gestiones,  el liderazgo de los mediocres, la radicalización de las minorías, las excesivas presiones sobre la mayoría de la población que ve formarse una sociedad que no se corresponde con sus ideas, llevan a la renuncia voluntaria a los derechos por parte de las gentes y a otorgar el poder a formaciones políticas de tipo dictatorial. “Todos cansados”, todos hartos de que se nos convoque cada cuatro años para luego legislar y gobernar de espaldas a nuestras aspiraciones.
Todos cansados, hasta las narices, de minorías que imponen su criterio llevando hasta el ánimo popular una sensación de hastío y no pertenencia que les hace mirar con añoranza hacia sociedades más férreas, de criterios absolutistas. Porque una cosa es la evolución y otra la involución.
Todos cansados, desmoralizados y furiosos, viendo como en el tablero político se juegan partidas que a los que somos de a pie nos importan un ardite. Viendo como siempre hay excusas para recortar los derechos individuales, para abandonar a los débiles y a los necesitados, para aplastar a los que intentan denunciarlo, para marcar con mayor rigor la frontera entre potentados y necesitados, para enfrentar con cualquier excusa y evitar reivindicaciones que realmente sean necesarias.
Todos cansados, tristes, incrédulos, observando una pretendida oposición al poder que hace todo lo posible porque este se perpetúe. Que lejos de aportar posibles soluciones reivindica la creación de nuevos problemas. Que lejos de representar a la gente de la calle, sus cuitas, sus anhelos, sus aspiraciones, pretenden imponerle otros que ellos no desean.
Todos cansados, introspectivos, desesperanzados, observando entre la desidia, la ironía y el viejo germen de lo que nadie desea desear, como nos escamotean día a día la libertad, la justicia, la equidad, la fraternidad, el pasado, el presente y el futuro sin que encontremos los resortes para evitarlo. Los resortes para devolverles sus engaños, sus mentiras, sus palabras huecas o retorcidas y sumirlos en el pozo de la ignominia de donde nunca deberían de haber salido.
Cuncta fessa. Todo es cansancio. Todos cansados.
No hace falta un Tácito para entender lo que está pasando. No hace falta ser una gran analista para comprender como nos están llevando a unos contra otros, diviendiéndonos en facciones controlables, mediante ideologías, mediante banderas, mediante canciones, para que no podamos tener la fuerza imprescindible para plantarnos y decir basta. Basta¡, Baaastaaaa¡¡¡
Todos cansados, entregados. Entregados con fatalidad a lo que acontece. Entregados con ceguera a fanatismos alienantes. Entregados con furia unos contra otros. Entregados desde nuestra más incipiente educación a ser títeres incapaces de un pensamiento libre e independiente.
Fessa sum.  Fessi sumus.  Cuncta fessa. Hasta que alguien, dentro de no mucho, sea capaz de recoger todo ese cansancio, toda esa desazón y llevarla por un camino indeseable, indeseado, intolerable, pero libremente elegido por todos los abandonados, ignorados, resabiados, hartos, de este mundo.
Cuncta fessa, el que avisa no es traidor.

viernes, 23 de marzo de 2018

Garantismo versus impunidad


Si, ya lo sé, lo he dicho muchas veces, pero no me resisto a decirlo una vez más, una cosa es la Justicia y otra, desgraciadamente muy alejada, es la legalidad. Tan alejada que para evitar errores que perjudicaran vidas se inventó el “garantismo”, esa serie de normas que garantizan a un acusado la posibilidad de tener un juicio justo sean cuales sean su  delito y sus circunstancias.
Y a mí me parece impecable. Cuantos inocentes han pasado por la cárcel, o la ejecución, por arbitrariedades judiciales, o legales, cometidas con absoluta impunidad. Cuántas vidas de inocentes perdidas por falta de garantías de ningún tipo.
Pero, como todo, el exceso de garantismo es una lacra que posiblemente la sociedad no puede, no quiere y no debe de permitirse. Porque cuando las garantías al culpable se convierten en un agravio, o perjuicio flagrante, a la víctima algo no está funcionando como debiera.
Es justo, lógico, impecable, que un delincuente sea presunto en tanto en cuanto no haya una condena firme por parte del juez, no en vano la presunción de inocencia es uno de los derechos fundamentales del hombre. Pero aplicar la presunción de inocencia, que por otro lado nos es negada a la mayoría de los ciudadanos mediante artimañas como la presunción de veracidad concedida a determinados estamentos, a delitos cometidos de forma pública y flagrante, cuando no con exhibición, es caer en la parodia del derecho y, por extensión, en su descrédito, lo que es un perjuicio superior para la mayoría de los ciudadanos.
Entre estos delitos flagrantes, y que provocan el general cabreo del ciudadano de a pie, está el de la ocupación ilegal de viviendas e inmuebles por parte de ciertas mafias que se han especializado en su comisión, llegando, ya incluso, a la ocupación de viviendas habitadas y a la exigencia de compensación económica para su abandono. La lentitud judicial y el exceso de garantismo permiten una situación en la que la víctima no solo se ve despojada de sus derechos y sus bienes, sino que incluso pasa a ocupar la situación de sospechoso. En conclusión la víctima lo es por partida doble, ya que aparte de verse despojado de algo que es suyo sufre una absoluta indefensión que, inevitablemente, deriva en descredito del sistema.
Hay delitos, situaciones en las que el garantismo del delincuente debe de ser sustituido por las garantías de restitución inmediata a la víctima. Y cualquier otra situación no solo es una injusticia, es una afrenta.
Hay al menos otras dos situaciones legales que se han producido recientemente  y que los ciudadanos de a pié no podemos entender. Dos situaciones absolutamente dispares y, para los legos, absolutamente disparatadas.
La primera es la situación en Cataluña. A mí no me cabe en la cabeza, creo que no conozco a casi nadie, que a alguien que ha cometido un delito, que está en situación de prisión preventiva, o de fuga, y que dice clara y públicamente que tiene intención de seguirlo cometiendo, se le permita ejercer derechos que facilitan la reiteración, la persistencia. Que ponen en situación de idoneidad a la persona para que persevere en el daño causado. No me cabe en la cabeza. No entiendo que aparejada a la prisión preventiva, o a la de fuga con exhibición y recochineo, no haya una paralela suspensión de derechos políticos. Ya, ya sé, que habrá quién ahora se pondrá rojo de ira por mis palabras, pero ¿Qué dirían si un señor de los imputados por corrupción, por poner un ejemplo, se presentara en una lista con el planteamiento de que pensaba llevárselo crudo? No quiero ni pensarlo. Titulares, redes sociales, informativos de toda índole y formato clamando por el fuego celestial. Para mí, insisto, para mí, no hay diferencia. Ni explicación plausible a lo que está sucediendo.
Y no olvidemos el episodio de PPR (prisión permanente revisable). Creo que la distancia entre el pensamiento de la calle y la actitud de los políticos se ha revelado con una claridad que bordea la brutalidad. No es un problema ético, que también, no es un problema moral, que podría serlo, es un problema lógico y los argumentos esgrimidos de toda índole, excepto en el sentido de contestar un planteamiento básico, no son más que palabras huecas para el ciudadano de a pie.
Convengamos todos, y creo que no hará falta un gran esfuerzo, en pensar que la parte coercitiva de una pena de prisión es una forma de apartar a un delincuente de la sociedad para intentar su rehabilitación social, que ha de producirse durante su internamiento. Una vez convenido surge la pregunta que evidencia un fracaso del planteamiento básico, ¿Qué hacemos con los reincidentes sistemáticos? ¿Qué hacemos con los que no se rehabilitan? ¿Qué hacemos con los enfermos incapaces de controlar sus impulsos? Y, sobre todo, ¿Cómo le explicamos a las víctimas indefensas de los delincuentes irrehabilitables, que es que moralmente, éticamente, no se puede retener a alguien que ha cumplido una condena aunque se sepa que su libertad supone una reiteración inevitable del delito? ¿Le explicamos que ha tenido mala suerte? ¿O que su sufrimiento, cuando no muerte, es por una sociedad espiritualmente superior?
Es inevitable pensar, yo lo pienso desde luego, que los comportamientos excepcionales requieren de medidas excepcionales. Que las conductas insociales graves, la violencia, la muerte, necesitan unas garantías especiales para las víctimas antes que para los delincuentes. Que abandonar a la víctima para defender al infractor puede ser estéticamente impecable, pero éticamente no se sostiene.
Y es que cuando el garantismo se instala como un problema en vez de como una solución, cuando los legisladores están más pendientes de sus gestos que de las consecuencias reales de los mismos, cuando se legisla olvidando a la víctima y pensando solo en el delincuente, cuando se dice representar a los ciudadanos y se da la espalda a sus demandas, algo ha dejado de funcionar en la sociedad.
El garantismo debe de ser un derecho irrenunciable, pero el primer garantismo es aquel que pone por delante evitar las víctimas, evitar los daños, aquel que garantiza la restitución inmediata a la víctima de sus bienes, aquel que primero piensa en el que ha sufrido y luego en el que ha causado el daño.  Lo demás, lo que no está en esto, puede ser garantismo, no lo dudo, pero a mí se me parece más a la impunidad, y yo no lo quiero.

sábado, 17 de marzo de 2018

Huérfanos, silenciados, ¿ciudadanos?


Si fuera un adicto de las conjuras pensaría que hay una en marcha para que los ciudadanos abjuremos de la democracia como sistema político deseable. Es más, una vez dicho en voz alta, una vez implantado a nivel comunicación en mis neuronas, es posible que esté empezando a sospecharlo.
Por más que miro a mi alrededor, en todo el mundo civilizado, veo cada vez menos ejemplos de una aplicación real de las esencias de la democracia. Incluso la utilización del término para encubrir totalitarismos es una constante que descorazona. Son países, son actitudes, son instituciones y reivindicaciones los que parecen empeñados en vaciar de sentido la palabra, en secuestrar su significado, en hacer antipático su planteamiento.
Se supone que la democracia, se supone y se debe de tener claro, es el sistema por el que el pueblo, así, de forma universal, sin restricciones de ningún tipo salvo la edad, se gobierna a sí mismo mediante representantes elegidos libremente. El sistema por el que los ciudadanos son capaces de tener voto y ceder su voz a aquellos que eligen para que lleven hasta las asambleas de representantes constituidas su voz y su sentimiento. Se supone, pero cada vez está menos claro que esto funcione como debiera.
Esta forma de representación se llama democracia parlamentaria, pero no es la única posible. También existe la democracia asamblearia, una democracia en la que los votantes son convocados a pronunciarse sobre cualquier tema sin representantes intermedios, sin cesiones, sin concesiones a consideraciones de tipo ideológico. Tal vez esta sea la verdadera democracia aunque tenga el problema de una cierta inoperatividad porque cada decisión ha de ser discutida y votada con los problemas de infraestructura a los que puede dar lugar. También  existe una forma de aplicar un sistema mixto, un sistema en el que el voto ciudadano no esté secuestrado para todas las cuestiones durante el periodo de validez de una legislatura sin que tenga canales para mostrar su disconformidad con las decisiones tomadas, teóricamente en su nombre, por un representante que no les representa.
Es verdad que la democracia es un sistema complicado que exige de una madurez ciudadana que, tendiendo la vista alrededor, parece entre escasa e inexistente. Que produce vencedores y vencidos y presupone la generosidad del vencedor representando al vencido y el acatamiento sin rencores ni revanchas del vencido que confía en el vencedor. ¿Les suena?, a mí tampoco.
Cuando, y hablo ahora de España, la forma, torticera y desilusionante, de aplicar el voto conlleva la degradación del ciudadano a mero objeto votante, sin que exista una representatividad directa, sin que exista un compromiso adquirido por el votado respecto a los que lo votaron, sin que exista ninguna opción de reclamar a los elegidos por parte de sus electores, porque ni hay correlación, ni hay voluntad, ni hay complicidad, la democracia se convierte, se ha convertido de hecho, en un término técnico sin ningún prestigio real en la calle.
La introducción de las ideologías en el juego democrático, de los partidos que las representan, a ellas y no a los ciudadanos, como única opción de representatividad, solo hace aún más espeso, más artero, taimado y desilusionante el sistema. El ciudadano es manejado, es utilizado, es olvidado en los tejemanejes institucionales sin que nadie pretenda tener en cuenta su opinión, sus sentimientos o su voluntad. El sistema electoral español está especialmente diseñado para eliminar cualquier tipo de representatividad real, para cercenar de raíz cualquier posibilidad de reclamar a los prepotentes, teóricos, representantes del pueblo cualquier responsabilidad por sus actos o exigirles la representación real de la voluntad popular.
Mientras unos se dedican a decirle a los ciudadanos lo que tienen que pensar para poder ser personas de bien, otros se dedican a buscar el mayor beneficio de ciertas élites próximas. Mientras unos trabajan por una uniformidad moral según sus particulares criterios, otros promueven una deformidad moral en la que nadie pueda sentirse capaz de demandar rigor de ningún tipo. Mientras unos dicen actuar por el bien de la humanidad y su futuro, los otros dicen exactamente lo mismo. Eso sí, todos, sin excepción, pretenden decirle a los ciudadanos que deben de hacer, de pensar, de votar y ninguno, absolutamente ninguno, está interesado en escuchar lo que realmente piensan los votantes, los pretenciosamente llamados ciudadanos.
Esta insostenible falacia representativa conlleva el desprestigio, la sospecha, la denigración irremediable del concepto de democracia. Y tal vez no sea inocente.
El ciudadano, en realidad, y dados los recortes de sus derechos y el secuestro de su voz, el votante o contribuyente según las necesidades del momento del sistema, no tiene ya más capacidad, respecto a su entorno, que elegir cada cuatro años entre unas siglas herméticas y monocordes, seguidas de unos nombres, en su mayor parte desconocidos, que saldrán elegidos según unos complicados procesos matemáticos y unos repartos ininteligibles de representantes según la utilidad política de una ley electoral donde lo único que no se contempla es el derecho del ciudadano a elegir a quién tiene que representarlo y el acceso al nombre y apellidos de aquella persona a la que debe de dirigirse para atender sus problemas o necesidades, ya que los elegidos votarán según su ideología de forma unánime y sin preocuparse ni por un momento de aquellos que los votaron o sus verdaderas opiniones.
Llevo años clamando por las listas abiertas, por la circunscripción electoral única. Voy a empezar a clamar, en el desierto, ya lo sé, por la necesidad de incluir el referéndum para ciertos temas en los que la ideología no es un parámetro válido para secuestrar la voluntad ciudadana, suponiendo que la los ciudadanos no sea ya una especie extinta.
La bochornosa, la alienante, la repugnante escena de la votación en el parlamento sobre las enmiendas a la PPR (Prisión Permanente Revisable), en la que diferentes facciones de teóricos representantes de la población de este país  hicieron una demostración patética de lo poco, lo nada, que les importa la verdadera voluntad popular utilizando, haciendo escarnio, de hechos absolutamente aberrantes y luctuosos para su propio beneficio electoral, para su propio enaltecimiento moral, para su propia justificación, injustificable, salarial, me lleva a pensar que los ciudadanos, pocos o muchos, que aún quedamos en este país tenemos una absoluta orfandad de representación pública.
Votamos y callamos. Pagamos para que no nos representen y callamos. Nos llaman populistas, fascistas, vengativos, o cualquier otra cosa, y callamos. Nos despojan de los derechos más básicos y callamos. Legislan contra nuestros intereses, contra nuestra voluntad, y callamos. Y callamos. Y callamos. Y callamos, y ya no esperamos nada.
Huérfanos, frustrados, amargados y callados.

miércoles, 14 de marzo de 2018

La desmemoria histórica


Hay temas a los que es difícil acercarse con ecuanimidad, y mucho más que esa ecuanimidad te sea reconocida por alguien. Y lo es, fundamentalmente, porque en el mundo en el que nos desenvolvemos se ha sustituido la ecuanimidad por la equidistancia. Es mucho más sencillo colocarse de perfil y no darle la razón a nadie, y así de paso no tener que definirse. El problema es que la equidistancia es, en primer lugar, cobarde, pero, sobre todo, profundamente injusta.
Si, además de todo, el tema es de los que se tratan habitualmente con una visceralidad digna de mejor fin, entonces ya sabes, cuando tecleas las primeras letras, que nadie va reconocer el esfuerzo de dejar las tripas fuera, alejadas de los dedos.
Y viene toda esta introducción a que paseando el otro día por un pueblo castellano, de los de carámbano en la nariz y sopa castellana para combatir el frío, vi en  la torre de una iglesia, ya desacralizada, una lista de nombres tachados groseramente, con pintura, pero en la que aún se podían leer parte de los nombres, algún apellido, total o parcialmente, como si quién hubiera perpetrado el acto de desmemoria quisiera ensañarse haciendo que esta fuera, con ánimo de afrenta a los muertos y a los vivos que pudieran sentirse  señalados, un permanente recuerdo al hecho de borrarlos. A nadie le gusta que se intente borrar la memoria de un familiar, ni aunque sea un asesino. A nadie le apetece que sus apellidos sean tratados con ignominia o saña, ni aunque los haya llevado alguien que pueda merecerlo.
La aplicación torticera y partidista que algunas personas, y algunos colectivos, están haciendo de la ley de memoria histórica se parece más a un revanchismo ideológico o a un deseo de perpetuarla para ganar a base de actos de odio una guerra que ya se perdió hace muchos años y ya nunca podrá ganarse ni donde han de ganarse las guerras, ni en ningún otro lugar porque la única victoria posible es el olvido de las barbaries.
Parece ser que los que no participaron en aquella contienda fratricida y terrible quieren volver a librar las batallas desde unas trincheras ideológicas que solo entienden de parte, pasando por encima de los muertos que fueron e incluso de los vivos que quisieran que finalmente se haga la paz. No podemos hacer de una guerra devastadora moral y económicamente que duró tres años una permanente sombra en nuestras  vidas y la referencia constante para descalificar a cualquiera que piense diferente. No hay sociedad que lo resista.
Nunca he logrado creer que fuera una guerra de buenos contra malos. No lo creí cuando me lo intentaron enseñar, en el colegio, algunos de los que la habían vivido y no lo creo ahora cuando algunos que no la vivieron intentan obligarme a pensarlo.
Ni todos los que estuvieron en el bando golpista eran unos fascistas asesinos ávidos de sangre, ni todos los del bando republicano eran unos inocentes represaliados. Como en el dicho, en todas partes cuecen habas. Lo primero que debería de lograr la ley de memoria histórica es que no haya ni un solo muerto olvidado. En ninguna cuneta, en ninguna pared de ninguna iglesia, en ningún monumento o calle, y, en lo posible que todos los muertos tengan la historia que les corresponde, no por ideología, si no por hechos que es la única memoria que debería de interesarnos.
A mí me encantaría encontrarme en cada pueblo, en cada lugar, una placa, un monumento en el que se relacionaran todos los muertos del lugar, sin importar bandos, ideologías, familias o posición social. Y al lado otra de los asesinos, de los que se dedicaron en ambos bandos a represaliar y matar a sus vecinos, también todos juntos, sin importar bandos o ideologías, con las barbaridades más destacadas en su haber para mayor escarnio y memoria. Cuando los inocentes estén juntos y los asesinos a un lado, posiblemente habremos erradicado esta inclinación a la memoria de parte que en realidad pretende ser una desmemoria, o una batalla más de una guerra que algunas partes, por interés, se niegan a dar por acabada.

lunes, 5 de marzo de 2018

El abandono social

Entre la vorágine de las grandes noticias nacionales e internacionales se cuelan, solo a veces, pequeñas reseñas escabrosas que nos deberían de dar el pulso del día a día, ese que la calle se toma de vez en cuando en las cuitas del vecino o del conocido.

Nuestra cabeza sigue desbocada las falcatruadas de los políticos de todo pelo en su carrera por conseguir un mundo peor sin percatarnos, la mayoría de las veces, de que ese mundo peor ya lo están viviendo algunas personas a nuestro alrededor. Nuestros jóvenes sometidos a una degradación del mercado laboral agravada por las políticas económicas y las tendencias mundiales viven en un permanente sobresalto sobre su futuro sin que nadie les explique, con una cierta solvencia que en esta cuestión, y hasta que se resuelvan ciertos conflictos entre la decencia y el interés, cualquier tiempo pasado fue mejor. ¡qué digo¡, mucho mejor. Leí hace años un relato en el que trabajar costaba dinero en una sociedad del ocio que buscaba desesperadamente en que utilizar un tiempo que se le hacía excesivamente largo. Y no estamos tan lejos.

Pero no solo nuestros jóvenes son víctimas de los tiempos que corren y los gobiernos que dicen gobernar, y gobiernan para ellos, sus representados y sus intereses, no. Casi todos los colectivos que adolecen de debilidad y son incapaces de organizarse, casi todos los colectivos que no son ideológicamente rentables, o saben ejercer una presión social imprescindible para significarse, son abandonados de forma inmisericorde.

Y entre todos esos colectivos el peor tratado, el más abandonado, el que menos atención recibe porque es tan visible que se hace invisible, es el de nuestros mayores. Sus necesidades no mueven votos, ni páginas de los periódicos salvo que protagonicen una noticia macabra, ni son capaces de saltar al mundo de la presión que no dominan, cuando tienen aún la vitalidad y recursos necesarios para intentarlo, que no son muchas veces.

Saltaba hace unos días la noticia de una mujer de 83 años que mataba a su hijo, discapacitado, ciego y sordomudo, e intentaba luego suicidarse ella. Es difícil leer la noticia sin conmoverse. ¿Qué tremenda soledad, qué desesperación, qué infinito amor pudieron llevar a esa mujer a lo que hizo? Según sus declaraciones no quería que sus otros hijos tuvieran que soportar la carga que ella había llevado durante sesenta y cuatro años. No quería que su hijo discapacitado sufriera una falta de cuidados que solo ella se sentía capaz de darle.

No quiero imaginarme el dolor que esos otros hijos, ni siquiera el sentimiento interno de no haber logrado que su madre sintiera su calor, su cercanía, su compromiso. Los hijos, la sociedad entera, estamos tan ocupados con nuestras vidas que a veces nos falta el tiempo imprescindible para demostrarle nuestro amor a los que nos rodean, ese amor a veces oculto tras la prisa, o la mala contestación o el enfado del que realmente los destinatarios somos nosotros mismos aunque lo paguemos con ellos. Estamos tan absortos en nuestra vida, en nuestra prisa, en nuestro ir y venir de ocupaciones irrenunciables que nos faltan esos cinco minutos de amor hacia quienes nos necesitan.

Nuestro mayores sufren en muchos casos solos, con soledad económica, qué duda cabe, pero también con soledad emocional. Acostumbramos, justamente, a demandar del gobierno, de los políticos en general, una mayor justicia social, en dinero y en prestaciones, que evite esa soledad rayana en la miseria que la deficiencia de las pensiones y la racanería de los presupuestos hace evidente para quienes nos preocupamos de mirar hacia ellos. Pero existe también la miseria emocional de los que los rodeamos, de las familias cercanas en parentesco pero alejadas en presencia, de los amigos que se van volviendo escasos y perdiendo presencia por carencias físicas o lejanías ciudadanas.

Y la soledad se va haciendo más densa, y la soledad con problemas se va haciendo más absorbente, y la soledad con dificultades económicas se va haciendo un muro insalvable que se va comiendo las energías y el raciocinio de los que padecen esas soledades.

Ahora los pensionistas salen a reivindicar un más que justo, un solidario e imprescindible, empujón a las pensiones que en el momento actual más parecen una dádiva dada mirando al vacío que un derecho adquirido por personas que han trabajado para poder tener derecho a él. Pensiones miserables y contrarias a toda justicia social, que encima pagan impuestos, que contrastan, debería ser vergonzosamente pero no lo es, con los sueldos vitalicios, las prebendas sociales y los beneficios de toda índole de los que se surten los políticos de turno.

Pero, como se dice en el campo, el agua del cielo no quita riego. Bien está enmendar toda esa injusticia, toda esa debacle administrativa, toda esa insolidaridad social que esta sociedad mantiene respecto a sus mayores, pero ¿qué tal si empezamos por evitar la soledad? ¿el abandono? ¿el desapego? Intentemos mirar a nuestros mayores con la mitad de la ternura que empleamos en mirar a nuestros niños o a nuestras mascotas y habremos conseguido, casi como por ensalmo, colaborar a hacer este mundo un poco mejor, un poco más justo, un mundo más digno en el que vivir y envejecer. Y está en nuestra mano, en la de todos y en la cada uno.