Desde una postura absolutamente
laica, o aconfesional a gusto de cada uno, observo con un sentimiento entre la
curiosidad y la frustración la progresiva implantación del laicismo, en
realidad de un furibundo anti catolicismo, que pretende erradicar de la vida
española cualquier atisbo de religión por la tremenda, sin importarles ni poco
ni mucho el sentimiento popular o consideración alguna de cualquier tipo. Hay
que imponerle al pueblo, con visos de populacho cerril e ignorante, la verdad por
encima, si es necesario, de su propia voluntad. Claro que esto, en estricto
sentido político, tiene un nombre muy feo, totalitarismo.
Un estado laico, o aconfesional a
gusto de cada uno, es aquel que no favorece a ninguna religión sobre cualquier
otra, no el que perjudica a una concreta con el fin, o no, de favorecer a
otras. Y el matiz es tan importante en un país que puede ser legalmente laico,
o aconfesional a gusto de cada uno, pero popular y tradicionalmente ligado a
una determinada religión, que marca las diferencias que algunos quieren hacer
insalvables. Por mucho que las leyes lo digan, que lo deben de decir para
defender la libertad religiosa, el pueblo, ese populacho cerril e ignorante
para algunos que pretenden hablar en su nombre, tiene unas creencias, unas tradiciones
y unos usos y costumbres que nadie tiene derecho a erradicar en nombre de una
idea personal, ni aunque esa idea personal se articule en partidos e ideologías,
o tenga visos de conveniente.
Un estado aconfesional, o laico a
gusto de cada uno, es el que respeta escrupulosamente las creencias de todos
los que pertenecen a él y facilita su práctica o la ausencia de la misma si ese
es su deseo. Lo otro, lo que algunos pretenden vendernos con esa etiqueta es un
estado laicista con unos marcados tintes totalitaristas. Un estado en el que la
religión es sustituida por una anti religión, o una religión de signo
contrario, como es el laicismo.
No voy a defender desde aquí a
ninguna iglesia, a ninguna religión, primero porque seguramente ellas tienen
mejores medios que yo para hacerlo, segundo porque en muchos casos son
indefendibles y tercero, y principal, porque ni me da la gana ni me sale de
dentro. Pero con el mismo rigor no voy a comprar una persecución con una
etiqueta falsa, interesada y que pretende ser de verdad verdadera, de esa que
no existe.
Dos veces al año, dos, los
laicistas españoles inundan las redes sociales y aparecen en algunos medios de
comunicación reclamando en nombre del pueblo ignorante, que como populacho
cerril se opone en vez de agradecerlo, la abolición de unas prácticas de origen
religioso, pero de desarrollo actualmente plástico y social, en aras de una
libertad que solo es la que ellos consideran. Dos veces al año, dos, navidad y
semana santa. No he visto la misma pasión liberadora cuando los eventos
pertenecen a otros ámbitos culturales o religiosos.
Yo no le puedo explicar el amor
al que no se ha enamorado. No le puedo explicar la pasión al que nunca se ha
enfrentado a ella. No puedo explicar los sentimientos a quién no los siente.
Puedo describirlos, con mayor o menor rigor, con mayor o menor acierto, con
mayor o menor belleza, pero no puedo compartir ese algo más que se produce
cuando uno siente en las entrañas.
Puedo describir una procesión, la
belleza de la talla, la riqueza de los ornamentos, la emoción del ambiente que
la rodea, la plasticidad de esa calle angosta o esa curva imposible, la
sensación de la piel erizada cuando suena una saeta bien cantada, bien sentida,
la armonía del movimiento de un paso bien portado, bien acompasado a la música,
o al silencio, pero me es imposible despertar en aquellos que no lo sienten,
esa sensación íntima de comunión, esa sensación interna en algún lugar de las
vísceras, que producen los momentos especiales. Y sé que no puedo hacerlo
porque también hubo tiempos en los que todo eso me producía indiferencia.
Tampoco puedo obligar a sentir
esa alegría comunitaria que la navidad, la que yo recuerdo, no la actual ya
descafeinada y entristecida desde las ideologías laicistas, creaba en el
ambiente. El sonido de los villancicos, los mercadillos populares navideños, la
iluminación festiva y adecuada al evento a celebrar, los regalos, las reuniones
familiares, las vacaciones y la magia en el ambiente. No puedo obligar a nadie,
ni siquiera explicárselo, a sentir todo eso, y menos cuando en muchas de
nuestras ciudades ya se ha perdido. Cuando cada vez más españoles, los que lo
añoran y pueden, se van a buscarlo en otros países que en su barbarie no han
comprendido todavía su error y siguen celebrándolo sin complejos, o sea, todos
los demás.
Vivimos inmersos, creo que
interesadamente, en un pasado que nos aplasta, que nos condiciona, que se usa
permanentemente como argumento para coartar e imponer. Vivimos más pendientes
de lo que nos dicen que tenemos que pensar para ser correctos que de lo que
realmente sentimos. Vivimos pendientes de lo que hacen los demás en vez de
vivir pendientes de lo que nosotros, cada uno, cada cual, debemos de hacer.
Vivimos de espaldas a nuestra historia, dispuestos a lamentarla en lo que los
demás la ensalzan, enfrentados a nuestras tradiciones porque existen otras y
las nuestras, siempre, son las malas. Vivimos deseando ser quienes no somos y
pretendiendo que los demás sean como a nosotros nos gustaría. Vivimos una
frustración permanente. Vivimos acomplejados y reos de nuestro propio descrédito,
política, social y religiosamente.
A mí, como laico, o aconfesional
según el gusto de cada uno, me parece plásticamente impecable, ambientalmente
emocionante, y religiosamente indiferente, que los legionarios porten un cristo
crucificado, preciosa talla, entre un público que lo disfruta, entre un público
compuesto por personas que individualmente ellos sabrán lo que sienten, y que
los prefiero a los que no sienten nada o sienten algo negativo. ¿Alguien en su
sano juicio piensa que todos los cofrades, que todos los espectadores, que todos
los músicos son practicantes fervorosos de una opción religiosa? Solo los
miopes o aquellos cuya ceguera es interesada. Como los actores, el papel solo
manda en lo que estás en el escenario, luego cada quién se queda con sus
verdaderos sentimientos, con sus creencias interiores y resuelve sus
contradicciones. Y como representación de una historia las procesiones son de
una belleza inenarrable y tienen un poder de convocatoria y una capacidad de
aforo que para sí quisiera cualquier otro espectáculo.
A mí, como laico, o aconfesional
según el gusto de cada uno, no me molesta que la bandera de España esté a media
asta porque así lo especifican los reglamentos militares que nadie ha cambiado
todavía. ¿Por qué razón me iba a molestar? Tampoco me molestaría que lo
estuviera el día de mañana para conmemorar la muerte de Mahoma o cualquier otra
conmemoración luctuosa de cualquier otra creencia.
Yo, como aconfesional, o laico a
gusto de cada uno, como librepensador y ácrata, declaro formalmente mi gusto
por las procesiones, por los villancicos, los nacimientos, los dulces judíos de
pascua, los desfiles de año nuevo chinos y cualquier otra manifestación que sea
capaz de sacar al ser humano de su ensimismamiento individualista y egoísta
Agradezco a la iglesia, esa misma
que con sus acciones me expulsó de su seno hace cincuenta años y a la que no
perdono sus errores, que haya fomentado y preservado la belleza de la
imaginería, la belleza de la arquitectura sagrada, la belleza de la escultura y
de la pintura, el fomento de las artes y el mecenazgo de los artistas. Porque
no solo de rencor, de odio o de enfrentamiento puede vivir el hombre, ni todas
las verdades son iguales. Porque el mundo en el que vivimos sería en muchos
sentidos peor sin ese arte que algunos, en nombre del pueblo, ese cerril e
ignorante, pretenden erradicar, sin esas referencias éticas y morales que han
conformado el pensamiento que ellos reclaman como si hubiera sido inventado por
ellos y hubiera surgido de la nada, sin que hubieran contribuido a preservar,
tantas como a destruir, el conocimiento y estudio de los antiguos eruditos y
pensadores.
Yo, como parte del pueblo cerril
e ignorante, como laico confeso, o aconfesional según el gusto de cada uno,
como librepensador y ácrata, lo que si me declaro es anti laicista beligerante,
triste y un poco aburrido. Para ignorantes, fanáticos intolerantes y
difundidores de la verdad única, me conformo con los de siempre, al menos me
dan algo a cambio.